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Devoto fiel

—Yisco…

—Mmmm…

—Oye…

Sin hacer caso de su hermano, Giscón saludaba con aquella sonrisa tan suya, suave, acostumbrada a los tributos de admiración, aunque algo en su manera exagerada de levantar la mano por encima de la cabeza, como si quisiera abarcar la multitud de hombres agitando sus brazos, le delataba.

Aquello parecía distinto, el triunfo definitivo, pensó con amargura Asio, el hermanillo que salió a su encuentro y trataba de llamar la atención.

Pero no había forma.

Por más que él lo hubiera cogido del hombro y anduviera a su lado, hacía como si no estuviera escuchando. En un esfuerzo de cordialidad, para evitar que ninguno quedara fuera de su reconocimiento, Giscón hacía leves inclinaciones de cabeza a los más cercanos con un gesto de general victorioso que hubiera parecido excesivo en otros momentos, pero que ahora, con el torque de oro en la garganta anunciando su compromiso, resultaba natural y hasta necesario.

Había aceptado unirse al grupo de los elegidos, los fieles devotos que ofrecían su vida a la diosa Atocina para proteger la del caudillo y llevarlo a la victoria. No había noticia mejor en el campamento rebelde. De todas las naciones de Spania, los arévacos eran los más aguerridos, los que destacaban entre los celtíberos por su valor temerario y la contundencia de sus ataques por sorpresa. Giscón estaba allí como representante de Tiermes, una de las ciudades importantes de los arévacos junto con Numantina, Uyama, Clunia y Segorbina. Descendía del linaje de los Ulones, míticos generales de su ciudad, una condición que había marcado la educación de aquel príncipe de veinticinco años, con imponente presencia y carácter audaz, para quien la guerra era la más natural de las ocupaciones. Le seguían ciento cincuenta compatriotas fuertemente armados y sin más grado militar que estar bajo las órdenes del jefe aprobado por todos, pues allá, en la hermosa Tiermes arévaca, aún se vivía según las leyes asamblearias que suavizaban el poder de los aristócratas.

Le acompañaba su hermano menor, un muchacho de dieciséis años a quien todos trataban con cariño pero sin la reverencia que mostraban al mayor.

—Yisco, hazme caso.

—¿Pero es que no puedes esperar siquiera a que lleguemos a la tienda?

Giscón lo dijo sin apenas mover los labios, sin dejar de sonreír ni saludar a ambos lados.

—¿Lo… lo has hecho, verdad?

—Aún no.

—Pero ya se lo has dicho al caudillo, ¿no?

—¿Tú qué crees?

Sí, lo había hecho. Era tan evidente como la gargantilla, o mejor la argolla, que adornaba su cuello con pretensión de nobleza, aquella filigrana de insultante oro que todos miraban con admiración. La joya odiosa que, desde la distancia, le había anunciado que todo se había consumado.

‡ ‡ ‡

La idea le rondaba a Giscón hacia días, mantenía en vela su pensamiento de madrugada. Asio lo notó por los movimientos continuos en el jergón y su aire ausente durante la mañana. Lo conocía demasiado bien como para no saber qué estaba tramando. Se lo había contado por fin la noche anterior y aunque a Asio le horrorizara la idea, no le extrañó en absoluto la confidencia.

—Deseo convertirme en devoto del caudillo Istolacio y ofrecer mi vida a la diosa de los Infiernos.

Lo dijo con la mirada fija en el techo y luego se volvió hacia él, buscando en sus ojos una respuesta, pero Asio no respondió, quiso creer que eran delirios nocturnos, ganas de hacerse notar. ¿Por qué habría de hacerse soldurio de un régulo extraño a los arévacos? «Seguro que será una treta para ganarse el respeto de los héticos», pensó Asio. «Les hará creer que sí, pero luego será que no».

—No digas tonterías, Disco. Nadie te ha pedido que ofrezcas tu vida. Ya es suficiente que estemos aquí. Anda, déjame dormir y te prometo que no se lo contaré a madre.

El mayor le dio un pescozón que hizo revolverse a Asio. Haciendo gesto de enfado, se volvió hacia el otro lado del lecho que compartían. Giscón le abrazó por detrás y le acarició la cabeza.

—No seas bobo, ya verás, no va a pasar nada. Pero prométeme que haga lo que haga me apoyarás y estarás a mi lado.

—Vale… te lo prometo.

Asio fingió desgana pero la ansiedad le consumía y apenas pudo dormir.

Al día siguiente, a mediodía, Giscón había desaparecido. Cuando el hermano preguntó por él, le dijeron que lo habían visto entrar en la tienda del caudillo y que llevaba largo rato allí.

‡ ‡ ‡

En efecto, con paso resuelto, el príncipe de los arévacos se había dirigido antes de la colación del mediodía al centro del campamento bético donde se alzaba, con gallardetes verdes, la tienda grande donde el caudillo celebraba las reuniones con sus capitanes y él mismo dormía.

Giscón comunicó sus deseos sin rodeos, con humildad, sin hacer alarde de su condición patricia ni pidiendo nada a cambio, sólo con la voluntad de reforzar la ofensiva rebelde que habría de enfrentarse a los cartagineses para acabar con ellos.

—Conmigo —le dijo al jefe Istolacio— te aseguras la fidelidad absoluta de los arévacos sin que haga falta que mis soldados presten juramento de devotos. Los conozco bien y sé que darán hasta la última gota de su sangre si yo se lo pido.

—Lo sé, querido amigo. Los arévacos habéis dado suficientes pruebas de valor en todos estos años. Además, ahora se trata de un enemigo común que quiere reducirnos a todos los spanios a la esclavitud, no es una riña entre nosotros. Pero dime, ¿has meditado bien tu decisión? Recuerda que si el caudillo muere en combate deberás sacrificar tu vida con los demás devotos pues así lo exige la diosa.

—Lo sé.

—Eres joven, tu pueblo te ama, tienes una casa, un hermano y una madre que dependen de ti.

—¿Y qué es la familia al lado de los ideales?, ¿cómo podría yo comparar mi modesta hacienda al interés de todo un pueblo?

—Hablas con sabiduría y tus palabras revelan el coraje que necesitamos, noble Giscón, descendiente de los Ulones de Tiermes. Tienes el corazón puro, haces justicia a tus ilustres antepasados. Es un honor para mí aceptarte en las filas de mis soldurios. Póstrate y desnuda tu hombro izquierdo.

La ceremonia de aceptación fue breve, cargada con la sobria emoción que solía marcar los actos de Istolacio. Con una rodilla en tierra y la cabeza inclinada Giscón sintió el acero frío sobre su piel; un escalofrío le recorrió la espalda mientras escuchaba las palabras del caudillo.

—El heroísmo anida en tu corazón, amigo mío, haces honor a tu estirpe, al admirado pueblo arévaco y a toda la Celtiberia. Desde este momento eres general entre los míos con mando en la caballería y licencia para asistir al consejo de capitanes. Serás un ejemplo perdurable y tu nombre se inscribirá en el altar de los héroes. ¡Gloria al guerrero que no tiembla ante la potencia de la diosa de los Infiernos! Las generaciones venideras te recordarán.

En ese momento Giscón pensó en su padre, muerto hacía ya diez años en la batalla contra los belos que aseguró la frontera arévaca. Allá, en el Paraíso de los Inmortales, junto a su padre, el padre de su padre y demás ancestros, se sentiría satisfecho. Luego le vino a la cabeza la imagen de su madre en la lejana y querida Tiermes. Tal vez ella no apreciara tanto el paso que se disponía a dar.

Istolacio se quitó su propio torque, lo abrió por sus extremos con ambas manos y lo colocó alrededor del cuello de Giscón, ajustándolo con una suave presión. Era de oro macizo, con tres filamentos que se enroscaban hasta terminar, sobre la unión de las clavículas, en dos pequeñas cabezas de lobo. Aquella era la insignia suprema, el signo de obediencia para todos los capitanes. A la ofrenda de lealtad del joven arévaco, el régulo Istolacio correspondía con el mayor de los honores. Giscón se sintió abrumado, ahora sólo le quedaba ganar la corona de roble de los supremos. La que la victoria final otorga sobre el guerrero.

—Alza tu cabeza, devoto fiel, ya eres uno de los nuestros. A partir de ahora se hará cargo de ti el colegio de druidas, ellos te prepararán para la ceremonia que ha de iniciarte en los misterios de la diosa.

Istolacio tomó del brazo a Giscón para ayudarle a levantarse, luego llamó a uno de los guardias que custodiaban la tienda mayor y este fue a buscar a Ávalos, el Gran Druida. Tras dar el triple abrazo ritual al novicio, el caudillo lo condujo hasta su mesa personal, le ofreció asiento y puso ante él una copa de libaciones.

—Bebamos celia sagrada por el buen fin de nuestra empresa.

El líquido atravesó la garganta seca de Giscón, haciéndole toser. El caudillo rio, mientras el fuego de la bebida despejaba la voz del arévaco y ponía brillo en sus ojos.

—Mi gratitud es enorme, caudillo, no sé qué decir.

—Soy yo quien debe estar agradecido. Y no te preocupes, hombre, ya nos hemos dicho suficiente. Ahora bebe, deja que tu pecho se ensanche y disfruta de este momento.

Ávalos llegó acompañado por otros dos druidas que le asistían en todo. Enseguida se hizo cargo de la situación y felicitó al neófito con los abrazos rituales. Luego le besó en la frente y puso sus dedos índice y corazón sobre los labios de Giscón para hacerle una advertencia.

—A partir de ahora, deberás ayunar y beber sólo agua con el fin de preparar tu cuerpo y tu espíritu. Tienes que estar purificado para comunicarte con la diosa.

—Así lo haré, druida mayor.

—¿Sabes? Yo conocí a tu padre. Y también a tu abuelo, cuando aún este viejo druida no era más que un joven guerrero que no había encontrado la senda de la filosofía. Grandes hombres tus ancestros, hijo mío, grandes hombres.

Aún estuvieron departiendo largo rato, hablando de gestas pasadas y de cómo aquel formidable ejército de cincuenta mil guerreros que había logrado reunir Istolacio podía vencer al codicioso Amílkar y su hueste de temibles mercenarios.

‡ ‡ ‡

Desde el momento en que Giscón traspasó el umbral de la tienda mayor con el torque de Istolacio brillando en su garganta fue el blanco de las miradas y la comidilla del campamento. Antes de que llegara a la zona en la que pernoctaban los arévacos y Asio lo viera llegar, la tropa sabía que un nuevo capitán se había unido a la élite de los soldurios.

Tal era la admiración que provocaba la insignia del caudillo en su cuello que Giscón se vio obligado a responder a los numerosos saludos y hasta reverencias de quienes encontraba a su paso.

—¿De verdad crees que era necesario? —le preguntó su hermano con tono airado cuando al fin quedaron solos.

—Hay cosas que van más allá de la simple necesidad, hermanito —respondió Giscón tratando de quitarle importancia.

No le impresionaron al joven Asio los aires paternales de su hermano, ni su habitual condescendencia con él. Tenía que decirle lo que pensaba.

—¿Como por ejemplo?

—El valor, el ejemplo ante los soldados… y sobre todo, el honor.

—Ya. ¿Y no sería más honorable que cuidaras mejor de tu vida y la mía, como prometiste a nuestra madre?

—¡Cállate! ¡Tú qué sabrás de honor!

Al chico se le descompuso la cara. Giscón trató de disculparse cogiéndole del brazo, pero Asio lo retiró bruscamente y salió corriendo de la tienda.

—¡Asio! ¡No te vayas! ¡Sólo quería decir que eres muy joven para comprenderlo!

El chico no paró de correr hasta el robledal que comenzaba al otro lado del perímetro de las tiendas. En sus oídos resonaban las malditas palabras: «Tú qué sabrás de honor». Su propio hermano le había echado en cara su condición de bastardo, como si no hubiera tenido bastante con ser siempre el hermanillo postizo, el chaval al que no hay que tomar muy en serio. El ilegítimo.

Al caer el sol tuvo que volver a la tienda. Giscón le había reservado un plato de la cena con cabrito asado y zanahorias dulces como a él le gustaba, junto a un tazón de leche de cabra con avena machacada, otra de sus debilidades.

Asio lo miró pero no quiso acercarse.

—¿Es que no vas a cenar? Luego tendrás hambre.

—¡Y qué importa! Como no tengo honor, que más da si tengo hambre o no.

—Venga, no seas tonto.

Giscón lo atrajo hacia sí estrechándolo entre sus brazos. El cálido abrazo de su hermano, su mano acariciándole la cabeza acabaron por destensar su enfado.

—Asio, Asio…, sabes perfectamente que para mí eres tan digno como el que más. Lo que ocurre es que a ti estas cosas de la milicia nunca te han atraído, por eso creo que no comprendes del todo cuando se trata del honor guerrero.

—Pero… ¿te das cuenta —balbució entre sollozos el chico— de que si muere Istolacio tendrás que sacrificarte con él?

—Lo sé, por eso lo hago, para reforzar su destino.

—Pero eso es una tontería, Giscón, tú no puedes…

Giscón tapó la boca a su hermano y le impidió terminar la frase.

—No quiero más quejas ¿de acuerdo? Cuando un guerrero toma una decisión así es porque la ha meditado y pone todo su coraje en ello. No debe debilitarse su voluntad con lloros ni minar su arrojo con cálculos mezquinos.

Hablaba el primogénito, el líder entre los jóvenes al que escuchaban con atención los mayores en la asamblea de Tiermes. Asio conocía muy bien su estilo, labrado a base de convicción, dicho con la elegancia profunda de quien lo posee todo.

Se había acostumbrado a la suficiencia de Giscón que para él era como un escudo a sus propias debilidades. Por eso le desesperaba aquella maldita decisión de hacerse soldurio de un caudillo extranjero que iba a jugarse la vida contra el más poderoso de los generales. No cejaba en su empeño de convencerlo, como cuando le susurraba su opinión en las gradas de piedra de la asamblea.

—También le debes devoción a madre. Si faltas tú, ¿qué sería de nuestra casa, de nuestra posición, de la estirpe que con tanto orgullo representas?

—Tú serías el primogénito. A fin de cuentas, la familia de madre es tan noble como la de mi padre.

Asio se quedó sin saber qué responder. Nunca se le habría ocurrido que pudiera ocupar el puesto de su hermano. Se sintió mezquino, como diría él. Tampoco hubiera creído que Giscón pudiera considerarle su heredero. Las lágrimas cesaron. Esta vez fue él quien abrazó a Giscón.

—Te quiero mucho, Yisco. No quiero perderte.

—Ni yo a ti tampoco, chaval.

Giscón le revolvió el pelo y el pequeño le dio un puñetazo en el hombro. Al rato estaban los dos en el suelo, peleándose y riéndose.