La primera anotación relativa a La vida privada que se encuentra en los cuadernos de trabajo de Henry James está fechada el 27 de julio de 1891 en Kingstown, una localidad costera próxima a Dublín, y dice: «La vida privada (título del pequeño relató fundado en la idea de F. L. y R. B.) debe empezar así:», a lo que sigue un comienzo casi idéntico al empleado después en la obra. Curiosamente, tras escribir ese comienzo James tuvo ciertas dudas sobre si continuar, según se deduce de la segunda y última anotación, fechada en el mismo lugar el 3 de agosto: «La vida privada —la idea de meter en una misma historia la pequeña invención de la identidad privada de un personaje inspirado en F. L., y la de un personaje inspirado en R. B., por supuesto que es pura fantasía, pero como tal ¿no se puede hacer entretenida y bonita? Tiene que ser muy breve— muy ligera —muy vivida. Lord Mellifont [sic] es el histrión público— el hombre cuya personalidad entera de tal forma se irradia en representación y aspecto y sonoridad y fraseología y brillantez y fachada que no hay absolutamente —pero lo veo: ¡empieza— empieza! No te quedes en hablar de y desde fuera.»
Ese R. B., en palabras del prólogo de James al volumen XVII de la Edición de Nueva York «un hombre muy distinguido, con quien uno se encontraba constantemente, y que tenía la fortuna y la peculiaridad de traslucir en su persona lo menos posible (al menos para mi observación curiosa) las elevadas marcas, las ricas implicaciones y raras asociaciones, de la genialidad a la que debía su posición y su renombre», no es otro —y ello está confirmado textualmente en el mismo prólogo— que el gran poeta Robert Browning (1812-1889), cuya obra James admiraba desde su juventud, y a quien en Londres conoció de cerca. En cuanto a F. L., todo apunta a que se trate de Frederick Leighton, lord Leighton (1830-1896), pintor académico celebradísimo en su tiempo y que desde 1878 fue presidente de la Royal Academy. También a Leighton le trató James personalmente; en el prólogo citado le describe, o mejor dicho describe a su inspirador innominado, como «el más dotado de los artistas y el más deslumbrante de los hombres de mundo, cuyo efecto sobre la mente reiteradamente invitada a valorarle era engendrar en ella una imagen de representación y figuración tan excluyente de toda posible identidad interior que, lejos de haber aquí un posible caso de alter ego, de doble personalidad, apenas parecía haberlo de personalidad real y única, apenas espacio o margen para un ego privado y doméstico.» Años antes de describir La vida privada. James comentaba en una carta de 1883 haber ido «a ver a Leighton, en su calidad de presidente de la RA, hacer entrega de los premios anuales a los alumnos de esa institución. (…) Leighton es maravilloso para estas ocasiones —representa admirablemente»; y en otra carta, ésta de 1888, le llama «el refinado, el rizoso, el gratamente artificial».
De tales materiales forjó nuestro autor el entramado de ese delicioso, y no carente de hondura, jeu d’esprit que es La vida privada. Nos falta saber de dónde, de quién, pudo tomar inspiración para el tercer personaje, exterior al problema pero alma de la fábula: la irreprimible, la encantadora, la vivísima Blanche Adney.
La vida privada se publicó por primera vez en la revista estadounidense The Atlantic Monthly en abril de 1892, y en forma de libro, encabezando un pequeño grupo de relatos, en 1893. Para esta traducción, como para las restantes del presente volumen, hemos utilizado el texto de la Edición de Nueva York (1909).
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«Recuerdo a propósito de Owen Wingrave, por ejemplo, simplemente que una tarde de verano de hace muchos años, sentado en una silla de alquiler y bajo un gran árbol de los jardines de Kensington, debí de ser capaz, al cabo de unos pocos momentos visionarios (…), de equiparle incluso con detalles que no entran o no se mencionan en la historia. ¿Brotaría esa adecuada intensidad toda del hecho de que, estando yo allí sentado, bajo el inmenso aleteo suave del verano y el amortiguadísimo runrún de Londres, viniera un joven a ocupar otra silla dentro de mi radio de contemplación, un joven alto, sereno, delgado y estudioso, de admirable figura, y a enfrascarse en un libro con inmediata gravedad? ¿Fue aquel joven, allí mismo, Owen Wingrave, estableciendo la situación por la mera magia de la figura, creando de una vez todos los concomitantes y llenando la totalidad del cuadro?» Con estas palabras aborda James la cuestión de los orígenes de Owen Wingrave en el prólogo de 1909, sin afirmar a renglón seguido sino que pudo ser así; una vez más, en sus cuadernos de trabajo encontramos indicaciones más precisas sobre lo que primero despuntó en su imaginación.
«26 de marzo de 1892. La idea del soldado —producida un poco por la lectura fascinada de las magníficas memorias de Marbot. La imagen, la figura, la visión, el carácter, como un desafío, un incentivo, una fuerza transmitida, hereditaria, mística, casi sobrenatural, casi una presencia que ronda, que se aparece, en la vida y consciencia de un descendiente— un descendiente totalmente distinto en su temperamento y suma de cualidades, pero aún así presa de un respeto supersticioso en lo que se refiere a continuar la tradición del valor absolutamente militar —la bravura personal y el honor. Sentido de la dificultad— la imposibilidad, etc.; sentido de la fealdad, la sangre, la carnicería, el sufrimiento. Todas estas cosas le llevan a dejarlo —no por cobardía, sino por sufrimiento. Pensar algo que se le ordena hacer— etc. Ahora no puedo completar esta indicación; pero la retomaré, porque veo en ella el destello de una idea para un pequeño tema, aunque sólo de una manera vaga y confusa —el teína, o más bien la idea, de una acción valerosa, soldadesca— un acto de heroísmo —impulsada por el propio esfuerzo de rehuir toda la parte fea y brutal de la religión, el sacrificio, y que gane (¿en una muerte trágica?) la recompensa de la bizarría— la gane del antepasado que se aparece. Esto es muy crudo y tosco, pero seguramente lleva algo dentro que extraeré.»
«8 de mayo de 1892, 34 De Vere Gardens. ¿No puedo darle un poco de forma a la idea —para un relato corto— del joven soldado? —el chico que, aunque predestinado, por todas las tradiciones de su estirpe, a la profesión de las armas, siente hacia ella un odio invencible— hacia su lado sangriento, el sufrimiento, la fealdad, la crueldad; de modo que decide rechazarla para sí —romper con ella y abandonarla, y esto frente a toda clase de coacciones de la opinión (por parte de otros), a tales presiones para no dejar mal el honor de la familia, etc. (siempre gloriosamente vinculado al ejército), que hay como una degradación, un exponerse al ridículo y a la ignominia en su apostasía. La idea sería que lucha, a fin de cuentas, que arrostra las posibilidades de peligro y muerte por su punto de vista— actúa como soldado, es soldado, y de estirpe irrevocable de soldados —demuestra que lo ha sido— aun en ese propio esfuerzo de abjuración. La cosa es inventar la particular situación heroica en la que pueda haberse encontrado —poner de manifiesto cómo ha sido un héroe a la vez que tiraba las armas. Se trata de un pequeño tema para el Graphic— así que no lo debo hacer “psicológico” —de eso entienden lo que un burro entiende de violín. La forma particular de oposición, de coacción, que tiene que afrontar, y el modo en que su “heroísmo” queda constaté. Para que sea bonito tiene que quedar constaté a los ojos de una mujer, una chica a la que él quiere, pero que ha adoptado la postura de despreciarle por su renuncia— una filie de soldat, que está muy montée por todo el asunto, muy dura con él, etc. Pero lo que el tema requiere es ser distanciado, relegado a un pasado pintoresco donde el ejército ocupaba un espacio mayor en la vida —poetizado por un entorno ligeramente romántico. Incluso si se pudiera meterle un elemento sobrenatural— hacer de ello, quiero decir, una pequeña historia de fantasmas; situarlo, el escenario, en una antigua casa de campo, en Inglaterra a comienzos de este siglo —la época de las guerras napoleónicas—. Me parece que se podría hacer algo de apariciones que le diera color sin ser ridículo, y conseguir por ahí el tipo de presión a que el joven se ve sometido. Lo veo —se me perfila un poco. Tiene que morir, por supuesto, ser muerto, por decirlo así, en su propio campo de batalla, la noche que pasa en la habitación hechizada donde se supone que el espectro de un inflexible abuelo— un guerrero sanguinario de la estirpe —o un padre muerto en la Peninsular o en Waterloo— se hace visible.»
Owen Wingrave, ambientado al fin en la época contemporánea, se publicó en el número de Navidad de 1892 de la revista The Graphic, y al año siguiente formó parte del volumen ya citado de La vida privada. Mucho después, en diciembre de 1907, James lo transformó en pieza teatral en un acto, por razones de compromiso: había que completar con algo breve las representaciones de su comedia The High Bid. La forma escénica de Owen Wingrave, que hoy nos parece bastante floja, se tituló The Saloon («La sala»), y, desechada para su propósito inicial, no se estrenó hasta 1911; tal vez su principal interés resida en haber sido el detonante, en 1909, de un curioso intercambio epistolar entre James y G. Bernard Shaw, que leyendo el manuscrito reaccionó con apostólica indignación («¿Por qué ha hecho usted una cosa así?») a la idea de que lo que parecía ser un alegato pacifista acabara zanjado, de manera tan «supersticiosa» y poco «científica», por la intervención de un fantasma. Llegaba incluso a conminar al autor a cambiar el final por otro en el que Owen «venciera» al fantasma: un happy end de las fuerzas de la modernidad triunfantes sobre el oscurantismo. James, impertérrito, le respondió reivindicando con energía los derechos de la libre imaginación artística, y aun su valor superior, para el desarrollo moral del hombre, al de cualesquiera prédicas «alentadoras» y «socialistas». Cabe suponer lo que habría sufrido Shaw si hubiera visto que todavía en 1971 —¡en plena guerra del Vietnamí— la historia inalterada de Owen Wingrave le servía a Benjamin Britten para componer una ópera.
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Los amigos de los amigos no recibió ese título hasta su inclusión en la Edición de Nueva York; en sus apariciones anteriores, todas de 1896 (en las revistas Chap Book y Chapman’s Magazine of Fiction, y en el volumen Embarrassments), se había llamado The Way It Came, que traducido sería algo así como «La forma en que se produjo»; en que se produjo, es obvio, el encuentro de los dos personajes. La primera de las dos anotaciones que hizo el autor en sus cuadernos de trabajo para ese cuento dice lo siguiente:
«21 de diciembre de 1895, 34 De Vere Gardens.
La idea, para una miaja de relato, sobre una miaja de fantasía, de 2 personas que constantemente han oído hablar la una de la otra, constantemente han estado cerca la una de la otra, constantemente se han cruzado. No han coincidido nunca —aunque se les haya dicho repetidamente que deberían conocerse, etc.: eso que tantas veces sucede. Tienen que ser, supongo, un hombre y una mujer. Por fin se ha organizado— efectivamente van a conocerse: lo ha organizado una tercera persona, amiga de los dos, que pone interés en el encuentro —por simpatía— por oficiosidad, por torpeza, lo que sea: como también sucede tantas veces. Pero antes del acontecimiento uno de los dos muere —la cosa se ha hecho imposible para siempre. El otro viene entonces, después de muerto, al superviviente— con lo que sí se conocen, a pesar de los hados —se conocen y, si es necesario, se aman—. Ven, saben, todo lo que habría sido posible de haberse conocido. Es una pequeña fantasía un tanto rala —pero tiene algo dentro quizá, para 5000 ó 6000 palabras. Habría diversas maneras de hacerla, y se me ocurre que podría estar contada por la tercera persona, según mi costumbre cuando quiero algo que sea— como lo quiero siempre —intensamente objetivo. Es la mujer la que es el fantasma— es la mujer la que viene al hombre. Yo les he hablado a cada uno del otro, es por conducto de mí, básicamente, como se conocen. No debo ser demasiado entremetteur o entremetteuse: puedo incluso haber estado un poco reacio o suspicaz, un poco celosa, incluso, si el mediador es una mujer. Si la historia la cuenta una mujer puede tener esos celos de su amiga muerta después de la muerte de ésta. Sospecha, adivina, siente que el hombre, de quien ella está más o menos enamorada, continúa viendo a la muerta. Ha pensado, ha creído, que la quería a ella; pero ahora le nota apreciablemente lejano. O, si no tengo el narrador «en tercera persona», ¿qué efecto se sacaría de la forma impersonal —qué efecto peculiar y característico, compensador, se podría sacar? En este caso ¿habría que representar la entrevista post-mortem —o no? Sí— pero no necesariamente. Podría incluir “impersonalmente” a la tercera persona y lo que siente —contar la cosa aun así desde su punto de vista. Probablemente así tendría que ser más largo— y realmente 5000 palabras es todo lo que merece.»
La segunda anotación, fechada el 10-11 de enero de 1896, es un guión pormenorizado de la historia tal como James la escribiría a continuación.
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La obra que cierra este volumen, La humillación de los Northmore, tiene en común con la que lo abre. La vida privada, el estar construida sobre un par de contrarios: una polaridad de esencias en aquel caso (Clare Vawdrey y lord Mellifont), de fortunas en éste (lord Northmore y Warren Hope). Tales relaciones de simetría especular, de proporcionalidad inversa, son muy frecuentes en la producción jamesiana; su reiteración tiene, sin duda, raíces profundas no en el método operativo de James como escritor, sino en su constitución psíquica. Señalemos aquí como curiosidad que estos dos relatos, independientes entre sí, a su vez se oponen en lo que podríamos llamar el grado de saturación de su tratamiento, el posible cociente entre lo que el tema daría de sí y el desarrollo que se le ha dado. Mientras que La vida privada, con una técnica narrativa que nos atreveríamos a llamar cinematográfica, es un perfecto ejemplo de correspondencia entre preciosismo del contenido y liviandad del continente, La humillación de los Northmore es un caso claro de condensación. Así lo hacía notar el propio James, con pocas y lúcidas palabras, en la parte que le dedicó del prólogo al tomo XVI de la edición neoyorquina:
«(…) Estas cosas, sobre todo la primera [La humillación de los Northmore], son novelas intensamente comprimidas, y sin embargo tienen ese carácter reprimiendo, so pena de no poder ser buenos relatos cortos, todo signo de mutilación. Tenían que ser buenos relatos cortos para ganarse, aunque fuera precariamente, su posible jornal y “aparecer” —tan cierto era que no habría para ellas aparición, ni por lo tanto jornal, como francas y valerosas nouvelles. Lo más que podían era ocultar el hecho de que eran “nouvelles”; lo más que podían era disfrazarse de pequeñas anécdotas. Las incluyo aquí en razón de esa exitosa, esa lograda y consumada— me parece a mí —duplicidad: que, sin embargo, añado, a la hora de la verdad iba a servirles de bien poco— ya que no iban a hallar en ninguna parte, las desdichadas, ni hospitalidad ni recompensa a su esfuerzo.»
«Desdichadas» porque para ninguna de las dos —la otra era The Tree of Knowledge, «El árbol del conocimiento»— encontró sitio su autor en las revistas que solían publicar sus relatos, de modo que sólo pudieron «aparecer» en el volumen The Soft Side, en 1900.
El último de los breves atisbos que hemos querido dar al lector sobre la génesis de estos relatos transcribiendo los pasajes pertinentes de los cuadernos de James tiene la peculiaridad de ser sumamente divertido. Helo aquí: «12 de noviembre [de 1899]. Pequeña fantasía de los 2 epistolarios póstumos proyectados de 2 hombres que han hecho su carrera más o menos en paralelo, pero han sido rivales y han tenido fortunas desiguales (uno ha sido un fracasado) —contemplada, registrada por la esposa (viuda— o pareja femenina) —de uno de ellos (el fracasado), que también antaño conoció íntimamente (ha sido amada y maltratada por él) al triunfador. Mueren los dos— ella queda amargada y dolorida (por el ensombrecimiento de su marido —el fracasado), porque siempre ha sabido cuánto más brillante (para el experto, el conocedor) era en realidad que el otro. Se entera entonces de que se van a publicar las Cartas del otro —y esto la excita, la mueve: si de eso se trata, por qué no publicar las cartas de su marido (es la mujer del triunfador— una idiota, quoi! —quien publica las de él), que tienen que haber sido muchísimo mejores y serán un éxito inenarrable. Apela— a diestro y siniestro —a sus amigos: y resulta que ninguno las ha conservado. No hay cartas que publicar. Bajo esta última humillación —de que nadie las haya guardado— se siente absolutamente hundida: y no le queda más que esperar, pálida y todavía más amargada, que salgan las del rival. Aparecen éstas —y resulta que son un anticlimax, de puro mediocres y perogrullescas, irrisorias (para su reputación— la hacen trizas), de modo que casi parece como si fuera por ser irrisorias y delatoras por lo que sus corresponsales las han conservado, cínica y astutamente. Caen como bombas —¡revientan su fama hueca! ¡Ella, con un gran bandazo del ánimo, se siente vengada! Entonces (estoy pensando) publica las cartas SUYAS (de su marido a ella) que tenía guardadas. ¡Ésas ELLA sí las había guardado! (¡¡estaría bueno!!), pero la delicadeza, etc., el qué dirán ha prevalecido. Ahora se lo salta. No le importa. Quiere apuntarse el tanto. Publica— y se lo apunta. —¿O hay algo MÁS?
—¿En relación con las cartas que llega a publicar????
—???—???».
María Luisa Balseiro