«Hace unos años, tú y yo, Ernest, te acordarás, antes de que vendieses Plou-Gouzan L’Ic, salimos a pescar. Habías comprado un equipo de pesca con caña que no habías utilizado nunca, y fuimos a pescar truchas, carpas, o no sé que otro pez de agua dulce en un río que quedaba cerca de tu casa. En el camino, nos sentíamos absurdamente felices. Yo no había pescado nunca, tú tampoco, salvo algún que otro crustáceo en el mar. Al cabo de media hora, tal vez menos, picaron. Tú empezaste a tirar, loco de alegría —hasta creo que yo te ayudé— y vimos retorcerse un pececillo asustado en el extremo de la caña. Y nosotros vaya si nos asustamos también Ernest, tú me decías, ¿qué hacemos?, ¿qué hacemos? Y yo grité, ¡suéltalo, suéltalo! Conseguiste liberarlo y devolverlo al agua. Inmediatamente liamos los bártulos. A la vuelta, ni una palabra, más o menos abrumados. De pronto te paraste y me dijiste: dos titanes».