ODILE TOSCANO

Durante el último año de su vida, a tu abuela se le fue un poco la cabeza, dice Marguerite. Quería ir a buscar a sus hijos al pueblo. Yo le decía, mamá, que ya no tienes hijos. Sí, sí, que tengo que traerlos. Marchábamos a buscar a sus hijos al Petit-Quevilly. Yo aprovechaba para hacerla andar. Resultaba curioso ir a buscarnos a Ernest y a mí sesenta años atrás. Hemos pasado Rennes. Marguerite está en el lado de la ventanilla, junto a Robert. Desde el inicio del viaje, prácticamente sólo se oye su voz. Únicamente se dirige a mí, a ratos esporádicos (los otros dos se mantienen replegados en una opaca intimidad), exhumando distintas épocas del pasado de los difuntos. Estamos en esos nuevos compartimientos modernos abiertos al pasillo. Mamá está sentada frente a Marguerite. Ha colocado la bolsa Go Sport entre nosotros, no ha querido ponerla arriba. Robert está de mal café desde que se ha enterado de que hacemos transbordo en Guingamp. Ha sido un error de mi secretaria. Reservó trayectos de ida y vuelta París-Guernonzé con un transbordo a la ida. Cuando se dio cuenta, en la gare Montparnasse, Robert nos acusó de querer siempre complicarlo todo cuando habría sido tan sencillo viajar en coche. Se nos adelantó en el andén, odioso, con la bolsa Go Sport a listas negras y rosas que contiene la urna. No entiendo la elección de esa bolsa. Marguerite tampoco. Me ha dicho por lo bajo, ¿por qué tu madre ha metido ahí a Ernest? ¿No tenían una bolsa de viaje más elegante? A través del cristal desfilan almacenes, zonas industriales dispersas y desoladas. Más lejos, parcelas, campos roturados. No consigo graduar el respaldo de mi asiento. Me da la impresión de que me proyecta hacia delante. Robert me pregunta qué intento hacer. Perturbo su lectura, una biografía de Aníbal. En la tapa, en epígrafe, la frase de Juvenal: «Sopesa las cenizas de Aníbal, ¿cuántas libras dará ese famoso general?». Mamá ha cerrado los ojos. Con las manos sobre los muslos, se deja mecer por el movimiento del tren. La falda se le sube demasiado sobre la blusa remetida de cualquier manera. Hace tiempo que no la miro con atención. Una señora a la que nadie presta atención, regordeta y cansada. En Cabourg, cuando yo era niña, caminaba por el paseo con un vestido de muselina entallado. La tela pálida flotaba, ella balanceaba el cesto de algodón al viento. El tren pasa sin detenerse en Lamballe. Nos da tiempo de divisar el aparcamiento, la casa roja del médico (Marguerite nos lo dice casi gritando), los edificios de la estación y la iglesia fortificada. Todas las formas atenuadas por una pérfida niebla. Pienso en papá, que atraviesa por última vez la ciudad de su infancia, pulverizado en una bolsa de deporte. Me apetece ver a Rémi. Me apetece divertirme. ¿Y si probase las pinzas para pezones de las que me habló Paola? Pobre Paola. Llevada a mal traer por Luc (me pregunto si lo sabe Robert). Si fuera una amiga generosa, se la presentaría a Rémi Grobe. Se gustarían. Pero quiero conservar a Rémi para mí. Rémi me salva de Robert, del tiempo, de toda clase de melancolías. Anoche Robert y yo permanecimos largo rato a oscuras sin hablarnos. En un momento dado, dije, ¿qué es Lionel para Jacob ahora? Noté que Robert se lo pensaba y que no lo sabía. Parada en Saint-Brieuc. Larga franja de casas blancas, uniformes. Un vagón de cooperativa Starlette de Plouaret-Bretagne arrumbado fuera del andén. Pobres Hutner. Pero, al mismo tiempo, ¿podía haberle pasado eso a alguien más? El tren arranca. Marguerite dice, la próxima es Guingamp. Cuando íbamos a Plou-Gouzan L’Ic, nos apeábamos en Saint-Brieuc. Nunca he pasado de allí. Papá nunca me llevó más allá de PlouGouzan L’Ic, el rincón perdido donde compró esa casa mohosa que le encantaba y que mamá y yo odiábamos. Fue Luc quien suministró las esposas y las pinzas para pezones, me dijo Paola. A Rémi no se le ocurren esas cosas. Pero tampoco puedo comprarlas yo. ¿Por Internet? ¿Y adónde digo que envíen el paquete? Guingamp, grita Marguerite. Nos levantamos como si el tren no fuera a parar más que cinco segundos y medio. Robert empuña la bolsa Go Sport. Marguerite y mamá se abalanzan hacia las puertas. Bajada en Guingamp. Un cartel colgado en una marquesina de vidrio indica Brest. Aquí nos quedamos, dice Marguerite. Se me cuela en el cuello una ráfaga de aire frío. Digo, tengo frío. Marguerite protesta. No quiere que critiquemos Bretaña. Lleva un traje sastre malva cerrado hasta el cuello. Le cubre los hombros un fular de seda. Ha cuidado su aspecto como para acudir a una cita amorosa. En medio del andén, en la marquesina de vidrio, hay gente sentada en el único banco. Viajeros de rostro macilento, pegados unos a otros ante un amasijo de bolsas. Digo, mamá, ¿quieres sentarte? — ¿Ahí dentro? Ni pensarlo. Se enfunda el abrigo. Robert la ayuda. Se ha puesto zapatos planos para el evento. Mira hacia el reloj de otro tiempo, y hacia el cielo, hacia las nubes que se dirigen despaciosas hacia algún sitio. Dice, ¿sabes en qué pienso? En mi pinito de Austria. Me gustaría verlo. Mamá había plantado un pino de Austria entre los manzanos de Plou-Gouzan L’Ic. Tu madre se cree que es eterna, había dicho papá. Ha comprado un arbolillo de quince centímetros porque salía más barato; piensa que todavía estará aquí para pasearse alrededor del pino con el bisnieto de Simon. Robert dice, con un poco de suerte te llegará al hombro Jeannette, siempre que no lo haya arrancado nadie con los hierbajos. Nos reímos. Me parece oír a papá reírse dentro de la bolsa. Mamá acaba diciendo, a lo mejor le quedaba poco espacio para crecer en medio de los manzanos. Robert sale a dar una vuelta hacia la otra punta del andén. Se le ha arrugado la espalda de la chaqueta. Camina a lo largo de las vías llevando bien apretado el objeto del viaje, balanceándose de uno a otro pie. Busca avistar a saber qué, subido en la batea vacía. El tren que tomamos para ir de Guingamp a Guernonzé emite sonidos de ferrocarril de otro tiempo. Los cristales están sucios. Pasamos delante de barracas, de silos, hasta que nos ocultan la vista el pretil y la maleza. Apenas hablamos. Robert ha guardado a Aníbal (hace unos días, me dijo refiriéndose a él: qué ser tan maravilloso), y se afana con su Blackberry. Guernonzé. Se ha despejado el cielo. Al salir de la estación nos topamos con un aparcamiento, rodeado de edificios blancos de tejados grises. Al otro lado de la plaza, un hotel Ibis. Marguerite dice, está todo muy cambiado. Se ven coches aparcados en medio de una profusión de mojones, farolas y árboles jóvenes aprisionados en estacas de madera. Nada de esto existía antes, dice Marguerite. El Ibis tampoco, todo esto es muy reciente. Le da el brazo a mamá. Atravesamos la plazoleta. Caminamos por una acera estrecha flanqueada de casas vacías con los postigos cerrados. La carretera hace curva. Los coches que circulan en ambas direcciones nos rozan. Éste es el puente, dice Marguerite. — ¿El puente? — El puente sobre el Braive. Me disgusta que esté tan cerca de la estación. No me esperaba la brevedad de nuestra procesión. Marguerite señala un edificio al otro lado y dice, la casa de los abuelos queda justo detrás. Está medio en ruinas. Ahora es un taller de planchado. ¿Queréis verla? — Es igual. — Donde ahora está el edificio, había un jardín con un lavadero junto al Braive. Allí jugábamos. ¿Pasabais todas las vacaciones en Guernonzé?, pregunto. — Los veranos. Y Semana Santa. Pero la Semana Santa era triste. El puente está enmarcado por un pretil de hierro negro, del que cuelgan jardineras con flores. El tráfico de coches es continuo. Al ver una colina más o menos edificada a lo lejos, Marguerite dice, allá arriba antes era todo verde. ¿Aquí es donde echamos las cenizas?, pregunta mamá. Como queráis, dice Marguerite. Yo no quiero nada de nada, dice mamá. — Aquí esparcimos las cenizas de papá. — ¿Y por qué no en el otro lado? Es más bonito. — Porque la corriente baja en esta dirección, dice Robert. La agencia inmobiliaria creo que es de hace muy poco, dice Marguerite señalando la calle que recorre la orilla de enfrente. Por favor, Marguerite, deja de decirnos qué cosas existían o no en esta ciudad, a todo el mundo le trae sin cuidado, no le interesa a nadie, dice mamá. Marguerite se enfurruña. No se me ocurre ninguna frase apaciguadora porque le doy la razón a mamá. Robert ha abierto la bolsa Go Sport. Saca la urna de metal. Mamá mira en todas direcciones, es espantoso hacer esto en pleno día, en medio del tráfico. — No hay elección mamá. — Esto no tiene ni pies ni cabeza. ¿Quién lo hace?, pregunta Robert. Tú, Robert, tú, dice mamá. ¿Por qué no Odile?, dice Marguerite. — Robert lo hará mejor. Robert me alarga la urna. No puedo tocar esa urna. Desde que nos la entregaron en el crematorio, me resultó imposible coger ese objeto. Digo, mamá tiene razón, hazlo tú. Robert abre la primera tapadera y me la da. La arrojo a la bolsa. Desenrosca la segunda tapadera sin quitarla. Pasa el brazo por encima del pretil. Las mujeres se apiñan como pájaros asustados. Robert quita la segunda tapadera y vuelca la urna. Brota un polvo gris, que se esparce en el aire y cae sobre el Braive. Robert me abraza. Contemplamos el manso río, surcado de olecillas, en el que se despliegan las manchas negras de los árboles. Detrás de nosotros, pasan lo coches, cada vez más ruidosos. Marguerite corta una flor blanca de una jardinera y la arroja. La flor es demasiado liviana. Vuela hacia la izquierda y, apenas cae en el agua, queda atrapada contra un montón de piedras. Al otro lado de una pasarela, unos niños se disponen a dar un paseo en kayak. ¿Qué hacemos con la urna?, pregunta mamá. Tirarla, dice Robert, que ha vuelto a meterla en la bolsa. — ¿Dónde? — En una papelera. Hay una pegada a aquella pared. Propongo que subamos hacia la estación. Os invito a tomar algo mientras esperamos el tren. Abandonamos el puente. Contemplo el agua, la hilera de boyas amarillas. Digo adiós papá. Dibujo un beso con los labios. Al llegar a la pared que hace esquina, Robert intenta romper la bolsa Go Sport dentro de la papelera. ¿Qué haces Robert? ¿Por qué tiras la bolsa? — Es asquerosa esta bolsa. No te va a servir de nada Jeannette. — Claro que sí. Me sirve para llevar cosas. No la tires. Mamá, intervengo, esa bolsa ha contenido las cenizas de papá, y no debe utilizarse para nada más. Valiente tontería, dice mamá, esa bolsa ha transportado un recipiente, y punto. Robert, haz el favor, saca esa mierda de urna, tírala y devuélveme la bolsa. — ¡Si esa bolsa valdrá diez euros, mamá! — ¡Quiero mi bolsa! — ¿Por qué? — ¡Porque sí! Bastante gilipollez he cometido viniendo hasta aquí, ahora me gustaría poder decidir un poco las cosas. Tu padre está en su río, pues perfecto, y yo vuelvo a París con mi bolsa. Dame esa bolsa Robert. Robert ha vaciado la bolsa y se la alarga a mamá. Se la arranco de las manos, mamá por favor, esto es grotesco. Mamá se aferra al asa gimiendo, ¡es mi bolsa, Odile! Grito, ¡esta mierda se queda en Guernonzé! La hundo aplastándola dentro de la papelera. Se oye un sollozo brutal y desgarrador. Marguerite ha alzado las manos ofreciendo su rostro al cielo como una pietà. Yo misma me echo a llorar. Ya lo has conseguido, bravo, dice mamá. Robert trata de calmarla y de alejarla de la papelera. Mamá forcejea un poco, y luego, colgada de su brazo, consiente subir por la acera estrecha, casi tambaleándose y rozando la pared de piedra. Los veo caminar, él, con el pelo demasiado largo, la espalda de la chaqueta arrugada, Aníbal sobresaliendo del bolsillo, ella, con sus zapatos planos, la falda que le asoma por debajo del abrigo, y se me ocurre que Robert es el más huérfano de los dos. Marguerite se suena. Sigue siendo de esas mujeres que llevan un pañuelo de tela a mano dentro de la manga. Le doy un beso. Le tomo la mano. Sus dedos calientes enlazan mi palma apretándola. Subimos por la acera, a unos metros de mamá y de Robert. En el extremo de la calle, ante el aparcamiento de la estación, Marguerite se detiene ante una casa baja con los vanos enmarcados en ladrillo rojo. Dice, Ernest salió en una escena de La Bataille du rail que se rodó aquí. — ¿Aquí? — Sí. Me lo contaron los abuelos, yo no había nacido. Aparecía aquí, entre unos figurantes, delante de un bistró que ya no existe. Filmaban un carro de heno. Ernest estaba justo detrás, pensaba que se le verían al menos las piernas. Alcanzamos a Robert y a mamá en el cruce. Vio la película cinco o seis veces. Incluso de viejo, tú lo sabes, Jeannette, volvía a verla en la tele esperando ver sus piernas de cuando tenía siete años.