Súbitamente, al salir del depósito de cadáveres, al que llaman el Amphithéâtre, en la rue Bruant, en el momento en que los empleados introducen el ataúd de Ernest en la limusina fúnebre, mi suegra, Jeannette, se niega a subir, presa de un terror incomprensible. Se supone que tiene que sentarse con Marguerite y el encargado de la funeraria, que ese día se llama maestro de ceremonias, y se supone que debemos seguirlos en el Volkswagen Odile, mi madre y yo hasta el crematorio del Père-Lachaise. Mi suegra, calzada con inhabituales tacones, retrocede (y está a punto de caerse) hasta la pared como un animal a quien quieren llevar al matadero. La espalda pegada a la pared, bajo la luz cegadora, barriendo frenéticamente el aire con los brazos, insta al Mercedes Break a que arranque sin ella, ante la mirada espantada de Marguerite ya instalada detrás. Mamá, mamá, dice Odile, si no quieres subir con papá, ya voy yo. Tú sube con Robert y Zozo. La toma afablemente del brazo para llevarla al Volkswagen en el que mi madre, abrumada de calor (el verano ha llegado de pronto), espera sentada delante. El encargado se precipita para abrir la portezuela trasera pero Jeannette balbuce algo que resulta ser: quiero ir delante. Odile susurra, mamá por favor, que no tiene importancia. — ¡Quiero seguir a Ernest! ¡El que va allí dentro es mi marido! ¿Quieres que me quede contigo mamá? Marguerite puede acompañar ella sola el ataúd, dice Odile, lanzándome una mirada que significa, cambia a tu madre de sitio. Sin duda no reacciono adecuadamente porque Odile ya ha introducido la cabeza en el coche: Zozo, ¿sería usted tan amable de pasar detrás? Es que a mamá le angustia la idea de subir en el Mercedes. Mi madre me mira con la expresión de quien con eso cree ya haberlo visto todo. Sin decir una palabra, lentamente, se desabrocha el cinturón de seguridad, recoge el bolso y se levanta recalcando la incomodidad artrítica de ese movimiento. Gracias Zozo, dice Odile, eres muy generosa. Sin abrir la boca, y con la misma cachaza gestual, abanicándose con la mano, mi madre acomoda su cuerpo en el asiento trasero. Jeannette se sienta sin pronunciar una palabra de agradecimiento, con la cara de quien, de todas formas, no ocupa ya su lugar en el mundo. Odile sube en el Mercedes con su tía y el encargado. Yo tomo el volante para seguirlos hasta el PèreLachaise. Al cabo de un rato, Jeannette dice, sin despegar los ojos del parabrisas y del Mercedes negro, ¿su marido se hizo cremar, Zozo? Cremar, repite mi madre, ¡curiosa palabra! Es la palabra, dice Jeannette, incinerar se utiliza para las basuras domésticas. Es la primera vez que la oigo, dice mi madre. Mi padre está enterrado en el cementerio de Bagneux, intervengo. Jeannette parece meditar la información, luego se vuelve y dice, ¿querrá que la pongan con él? Buena pregunta, dice mi madre. Si de mí dependiera, nunca. Odio Bagneux. Allí nadie va a verte. Es de lo más paleto. El Mercedes circula con lentitud exasperante delante de nosotros. ¿Formará parte del ceremonial? Nos hemos detenido en un semáforo en rojo. Se ha instalado un vago silencio. Tengo calor. Me aprieta la corbata. Me he puesto un traje demasiado grueso. Jeannette busca algo en el bolso. No soporto ese ruido medio velado de tintineos y de roce de cuero que emiten esos hurgamientos. Máxime porque mi suegra suspira y tampoco soporto a la gente que suspira. ¿Qué buscas Jeannette?, digo al cabo de un rato. — La página de Le Monde, no he tenido ni tiempo de leerla. Hundo la mano derecha en el bolso y la ayudo a extraer el artículo doblado y arrugado. — ¿Puedes leerlo en voz alta? Jeannette se pone las gafas y articula con voz lúgubre: «Fallece Ernest Blot. Un banquero tan influyente como secreto. Nacido en 1939, Ernest Blot se ha apagado la noche del 23 de junio, a los setenta y tres años. Con él desaparece una de esas figuras de la alta banca francesa, procedente de la administración central, cuyo don de gentes corría parejas con su discreción. Primero de su promoción de la ENA en 1965»…, primero de su promoción, fíjate, se me había olvidado…, «pasa a pertenecer a la inspección de Hacienda. Será miembro de varios gabinetes ministeriales entre 1969 y 1978, asesor técnico»…, etcétera, todo eso ya lo sabemos… «En 1979, entra en el consejo de administración de la banca Wurmster, fundada al término de la Primera Guerra Mundial, en leve declive, de la que es nombrado director general y, en 1985, presidente-director general. Poco a poco la convertirá en una de las primeras entidades francesas junto a Lazard Frères o Rothschild et Compagnie»… etcétera… «Es autor de una biografía de Achille Fould, ministro de Hacienda de la Segunda República (editorial Perrin, 1997). Ernest Blot era gran oficial de la Orden Nacional del Mérito y comendador de la Legión de Honor»… Ni una palabra sobre su mujer. ¿Es normal? El Achille Fould no lo he abierto nunca. Vendió tres ejemplares. Me daba náuseas leerlo. Mi madre dice, se ahoga una en este coche, ¿puedes subir el aire cariño? ¡Nada de aire!, exclama Jeannette, nada de aire, me da dolor de cabeza. Echo una mirada al retrovisor. Mi madre se ha adaptado a la situación para no llevar la contraria a la viuda del día. Se ha echado un poco hacia atrás y ha abierto la boca como una carpa. Jeannette saca del bolso un ventilador de bolsillo con aspas transparentes. — Tenga Zozo, esto refresca. Lo pone en marcha. Hace un ruido de avispa enloquecida. Jeannette efectúa dos círculos en torno de su propia cara y se lo alarga a mi madre. No hace falta, jadea mi madre. — Pruébelo Zozo, de verdad. — No gracias. — Cógelo mamá, que estás acalorada. — Estoy muy bien, déjame tranquila. Jeannette se da otra pasadita con el ventilador a ambas partes del cuello. Mi madre dice, con voz cavernosa, justo detrás de mi oído, siempre le reprocharé a tu padre que no revendiera ese horrible pedazo de tierra. Cuando me muera, Robert, sácanos de allí. Llévanos a la ciudad. Me ha dicho Paulette que quedaban plazas en la zona judía de Montparnasse. El Mercedes efectúa una especie de giro majestuoso y tuerce a la izquierda, dejando ver fugazmente los mudos perfiles de Odile y de Marguerite. Jeannette dice, no siento nada en este momento. Parece descentrada. Los brazos colgando a lo largo del cuerpo, el bolso abierto sobre las rodillas, el ventilador zumbando en la mano inerte. Sé que tendría que contestar algo, hacer un comentario, pero no se me ocurre nada. Ernest ocupaba un lugar importante en mi vida. Se interesaba por mi trabajo (le leía algunos artículos antes de mandarlos al periódico), me hacía preguntas, polemizaba como me habría gustado que lo hiciera mi padre (mi padre era indulgente y afectuoso, pero no sabía ser padre de un hombre adulto). Nos llamábamos casi todas las mañanas para arreglar Siria e Irán, criticar la candidez de Occidente y la pretensión europea. Era su caballo de batalla. El hecho de que hubiéramos pasado a dar lecciones después de mil años de matanzas. He perdido a un amigo que tenía una visión de la existencia. Es algo bastante infrecuente. La gente no tiene una visión de la existencia. Únicamente tiene opiniones. Hablar con Ernest significaba siempre estar menos solo. Sé que para Jeannette no siempre debió de resultar divertido. Un día (él se marchaba a dar una conferencia sobre la moneda), Jeannette le tiró una taza de café a la cara. Eres una persona abyecta, has arruinado mi vida de mujer. Ernest, limpiándose la chaqueta, dijo, ¿tu vida de mujer? ¿Qué significa una vida de mujer? Cuando conocí a Odile, me dijo, es una tocanarices te lo advierto, te agradezco que me la quites de encima. Y algún tiempo después, tranquilo muchacho, que el primer matrimonio siempre es duro. Le pregunté, ¿se ha casado varias veces? — No, precisamente por eso. Mi madre hablaba detrás. Tardo un momento en volver de mis pensamientos y comprender sus palabras. Dice, sólo se siente algo después. Cuando pasa toda la parafernalia de la muerte. Cuando pase, yo sólo sentiré rencor, dice Jeannette. Exageras, digo. Ella cabecea, ¿era buen marido el suyo, Zozo? Uhhh…, dice mi madre. — ¿Qué quieres decir mamá? Eras feliz con papá, ¿no? — No era infeliz. No. Pero, sabes, un buen marido no te lo encuentras a la vuelta de la esquina. Subimos por la avenue Gambetta en silencio. Los árboles dispensan una sombra oscilante. Jeannette vuelve a hurgar en el bolso. Alguien toca la bocina a mi izquierda. Estoy a punto de contestar con una invectiva cuando veo, a nuestra altura, los rostros sonrientes (al estilo entierro) de los Hutner. Conduce Lionel, Pascaline se ha asomado a la ventanilla para saludar con la mano a Jeannette. Echo una breve ojeada detrás. Antes de acelerar, me da tiempo de ver a su hijo Jacob, sentado detrás, tieso y concentrado, con una especie de chal indio enrollado al cuello. ¿Habéis invitado a los Hutner?, dice Jeannette con voz agobiada. — Hemos invitado a los amigos cercanos. Los Hutner querían mucho a Ernest. — Oh Dios mío, me mata tener que saludar a toda esa gente. Me mata todo esto. Tanta mundanidad. Por esta mierda de crematización. De cremación, corrijo. — Bueno lo que sea, ¡me pone de los nervios ese enterrador con sus palabras insoportables! Baja la visera y examina su cara en el espejo. Mientras se pinta los labios, dice, ¿sabes a quién he invitado yo? A Raoul Barnèche. — ¿Quién es? — Hay una cosa que ignoráis todos, incluida Odile, que nadie contará en ningún periódico y con la que he apechugado yo sola. Cuando volvió de sus baipases, en 2002, Ernest empezó a verlo todo negro. Negro, mañana y noche, postrado en el sillón bajo el cuadro del unicornio, picoteando en su plato, negándose a hacer la rehabilitación. Se creía acabado. A Albert, su chófer, se le ocurrió presentarle a su hermano, que es un as de las cartas. Ese tipo, Raoul Barnèche —un hombre apuesto, ya verás, tipo Robert Mitchum—, acudió casi todos los días a jugar al gin rummy con él. Se jugaban dinero. Cantidades más o menos elevadas. Aquello lo resucitó. Tuve que decir basta para que no lo desplumara del todo. Pero aquello lo salvó. Entramos en el cementerio, por la parte del tanatorio, en la rue des Rondeaux. El Mercedes se detiene ante la neobasílica. Hay gente en las escaleras y entre las columnas. Comparto la ansiedad de Jeannette. Odile y Marguerite ya están fuera. Un hombre de negro me indica dónde está el aparcamiento. Pregunto a las mujeres si quieren bajar. Ninguna de las dos quiere bajar y lo entiendo. Aparco. Recorremos el edificio. Odile sale al encuentro de su madre. Dice, hay más de cien personas, las puertas de la sala todavía están cerradas. Veo a Paola Suares, a los Condamine, a los Hutner, a los hijos de Marguerite, al doctor Ayoun, a cuya consulta acompañé varias veces a Ernest. Veo a Jean Ehrenfried, que sube los escalones uno por uno, apoyado en Darius Ardashir, que le lleva la muleta. Un poco apartado, junto a un matorral, reconozco a Albert, el chófer de mi suegro. Lo acompaña otro hombre con gafas de mafioso a quien Jeannette sonríe. Salen a nuestro encuentro. Albert rodea a mi suegra con los brazos. Cuando la suelta, sus ojos están húmedos y parece habérsele encogido la cara. Dice, veintisiete años. Jeannette repite la cifra. Me pregunto si Jeannette es consciente de lo que el chófer pudo ver y ocultarle durante esos veintisiete años. Se vuelve hacia el hombre moreno con chaqueta de pana y le toma la mano, qué amable por haber venido, Raoul. El hombre se quita las gafas y dice, estoy emocionado, sinceramente. Jeannette no le suelta la mano. La agita a pequeñas sacudidas. Él se deja, una pizca apurado. Ella dice, Raoul Barnèche. Jugaba al gin rummy con Ernest. Es cierto que tiene algo de Robert Mitchum. Un hoyuelo en la barbilla, los ojos abultados y el mechón rebelde. Jeannette se ha sonrojado. Sonríe. En la explanada del crematorio, bajo el cielo uniformemente azul, mientras esperan la familia, los amigos, los funcionarios, mi suegra sigue aferrada a aquel hombre, del que yo nunca había oído hablar. Noto un movimiento a nuestro alrededor. Las puertas de la sala se abren entre las columnas. Busco a mi madre, que se ha volatilizado. La descubro con los Hutner al pie de las escaleras. Odile se une a nosotros. Besa a Jacob efusivamente, cuánto hará que no te veo, ¿has vuelto a crecer? Con voz tenue y lenta, recalcando el acento quebequés, Jacob dice, Odile, ya sabes que yo también he perdido a mi padre, ha sido duro, por supuesto, pero le he reservado un lugar en el fondo de mi corazón. Cruza las manos sobre el pecho y añade, sé que está aquí conmigo. Odile me lanza una mirada de pasmo. Le dirijo un parpadeo apaciguador. Mis labios dibujan un sucedáneo de «ya te explicaré». Tomo del brazo a Lionel, cuyo rostro se ha momificado, y facturo a mi madre al otro lado. Se dispone a hacer un comentario mientras subimos por la escalera de piedra, pero la insto a abstenerse mediante una presión. La sala se llena en silencio. Acomodo a mi madre y a los Hutner y me voy a desempeñar mi papel de señor de la casa. Saludo a unos miembros de la familia, los primos bretones de Ernest, a André Taneux, un condiscípulo de Ernest en la ENA, que fue el primer presidente del Tribunal de Cuentas, al jefe de mi grupo de prensa (cuya ridícula barba de tres días aprueba Odile), a unos desconocidos, al director del gabinete del ministro de Hacienda, al inspector jefe de Hacienda, a unos colegas que se presentan espontáneamente. Darius Ardashir me presenta al presidente del consejo de administración del Troisième Cercle. Vuelvo a cruzarme con Odile entre el personal de la banca Wurmster. Lleva el peinado de la letrada Toscano. Se la ve animosa. Me murmura al oído, ¿¡Jacob!?… No tengo tiempo de contestarle porque el maestro de ceremonias nos insta a ocupar la primera fila, donde están Marguerite, sus hijos y Jeannette. Los asistentes se ponen en pie. El ataúd de Ernest ha entrado en la nave. Los porteadores lo colocan sobre los caballetes al pie de los escalones que conducen al catafalco. El encargado se yergue ante el atril. Detrás de él, en lo alto del doble tramo de escalones, rodeando el estrado, una ciudad pintada medio Jerusalén, medio Babel, sembrada de álamos bíblicos, se sumerge en un crepúsculo azul estrellado de lo más kitsch. El encargado pide un momento de silencio. Me imagino a Ernest tumbado con el traje entallado de Lanvin que ha escogido Jeannette. Pienso, yo también me asfixiaré algún día en la caja de la muerte, completamente solo. Y Odile también. Y todos los que están aquí, con o sin grado, más o menos viejos, más o menos felices, afanados en mantener su rango de vivos. Todos, completamente solos. Ernest ha llevado ese traje durante años. Incluso cuando estaba totalmente pasado de moda, incluso cuando su barriga habría debido impedirle ponerse el terno entallado y cruzado. Un día, volviendo de Bruselas y conduciendo él a ciento ochenta kilómetros por hora, Ernest se comió un paquete de patatas chips con aroma de barbacoa, un bocadillo de pollo y una barra de almendrado. Menos de cinco minutos después, se había convertido en un sapo de caña, asfixiado por el Lanvin y el cinturón de seguridad. Tenía un Peugeot descapotable, y, al llegar a París, se le cagó encima una paloma. Busco a los Hutner. Se han colocado en el extremo de una fila, delante de los Condamine. Jacob está en la otra punta. Humilde y reservado, me digo, como evitando llamar la atención. André Taneux ha sustituido al maestro de ceremonias tras el atril. Peinado con secado bien tieso hacia atrás y tinte marrón (un pelín violeta a la luz difusa de las vidrieras). Se ha empeñado él en hablar pese a las reticencias de Odile y de Jeannette. Despliega lentamente la hoja de papel y ajusta inútilmente el micro. «Una figura imponente brutalmente se aleja, dejando en su rastro un perfume de Gauloises y de aristocracia. Ernest Blot nos deja. Quiero intervenir en este día porque quiero que se oiga mi voz, Jeannette, te lo agradezco, y lo hago porque en la persona de Ernest no perdemos tan sólo a un ser querido. Perdemos un momento feliz de nuestra historia. En Francia, en la inmediata posguerra, surgió frente a los escombros uno de esos partidos inesperados, capaz de unir a hombres de todos los horizontes y convicciones, creyentes y ateos, de la derecha y de la izquierda: el Partido de la modernización. Era menester construir, con una misma mano, el Estado y el tejido de las empresas, reconstituir el ahorro y ponerlo al servicio del crecimiento. Nuestro amigo Ernest Blot fue una de las figuras emblemáticas de ese partido. ENA, Inspección de Hacienda, gabinetes ministeriales, alta banca: una línea vital continua, en una época que por desgracia ya no existe, una época en que los enarcas no eran tecnócratas sino constructores, en que el Estado no equivalía a conservadurismo sino a progreso, en que la banca no equivalía al dinero enloquecido de un casino mundializado sino al financiamiento perseverante del tejido productivo. Una época en que los hombres valiosos no hacían ni carrera ni fortuna, sino que servían a su país, en el ámbito público y en el privado, sin venalidad ni vanidad alguna. La pérdida de Ernest me produce una enorme tristeza pero me consuelo pensando que un gran señor abandona un mundo que ya no se le parece en nada. Descansa en paz, amigo mío, lejos de una época que no te merece». Y tú corre a que te tiñan, le susurro a Odile. Taneux dobla su hoja frunciendo los labios con gesto desconsolado y vuelve a su asiento. El encargado aguarda a que se apaguen sus pasos en el mármol. Deja pasar un lapso y anuncia, el señor Jean Ehrenfried, administrador, expresidente y director general de Safranz-Ulm Electric. Darius Ardashir se inclina sobre Jean para ayudarlo a levantarse y apoyarse en su muleta. Jean avanza a pasos prudentes, cojeando, hacia el atril. Está delgado, pálido, viste un traje a cuadros beige y una corbata de lunares amarillos. Se apoya con la mano libre en la tablilla para no perder el equilibrio. La madera rechina y resuena. Jean mira el ataúd y al frente, hacia el fondo de la sala. No saca ni papel ni gafas. «Ernest…, tú me decías, ¿qué podré decir de ti el día de tu entierro? Y yo contestaba, harás el panegírico de un viejo judío apátrida, intenta ser un poco profundo por una vez. Yo era mayor que tú, estaba más enfermo, no habíamos previsto la situación inversa… Nos llamábamos regularmente. La frase consabida era: ¿dónde estás? ¿Dónde estás? Siempre estábamos aquí y allá por razones de trabajo pero tú tenías Plou-Gouzan L’Ic, tu casa cerca de Saint-Brieuc. Tenías tu casa y tus manzanos, en un vallecillo. Cuando yo te preguntaba, dónde estás, y tú contestabas, en Plou-Gouzan, te envidiaba. Estabas realmente en un lugar. Tenías cuarenta manzanos. Hacías ciento veinte litros al año de una sidra espantosa que acabó gustándome…». Se interrumpe. Oscila y se aferra al atril. El encargado parece querer intervenir pero él se lo impide. «Una sidra dura, desabrida, según tus propias palabras, metida en botellas de plástico con un tapón de detergente, muy lejos de las sidras encorchadas y burbujeantes de los burgueses. Era tu sidra. Venía de tus manzanas, de tu tierra… ¿Dónde estás ahora? ¿Dónde estás? Sé que tu cuerpo está en ese ataúd a dos metros. Pero tú, ¿dónde estás? No hace mucho que en la sala de espera de mi médico, una paciente dijo esta frase: hasta la vida, llegado un momento, es un valor estúpido. Es cierto que al final del camino uno oscila entre la tentación de oponer a la muerte una respuesta enérgica (recientemente he comprado una bicicleta estática) y el deseo de dejarse deslizar hacia no sé qué lugar oscuro… ¿Me esperas en algún lugar, Ernest?… ¿Dónde?…». Tal vez no sea ésa la última palabra. Apenas es audible y podría también no ser más que la primera sílaba de una frase suelta. Jean enmudece. Se ha vuelto casi del todo hacia el ataúd. En varias etapas ínfimas, procurando no mostrar su cuerpo deteriorado. Sus labios se entreabren y se cierran como el pico de un pájaro hambriento. El brazo derecho sostiene con firmeza el bastón y lo hace oscilar. Permanece largo rato en esa posición frágil, como murmurando al oído del difunto. Después mira en dirección de Darius, que acude inmediatamente a buscarlo para ayudarlo a volver a su sitio. Aprieto la mano de Odile y veo que llora. El encargado vuelve a empuñar el micro y anuncia el traslado del ataúd de Ernest Blot para la incineración, la cual, dice, responde a los deseos que él mismo expresó. Los porteadores cargan con el ataúd. Los asistentes se ponen en pie. Suben en silencio hasta el catafalco, que parece ridículamente alto y lejano. Se pone en marcha un mecanismo. Ernest desaparece.