Estoy horrorosa, horrorosa, horrorosa. No quiero ni salir del probador para que me vea Marguerite. No puedo llevar ropa ajustada. No tengo cintura. Se me ha ensanchado el pecho. No puedo enseñar el escote. Antes sí. Ya no. Marguerite no es realista. Además, ella misma lleva siempre cuellos ajustados con un pañuelito. Mi hija y mi cuñada están empeñadas en vestirme con no sé qué fines psicológicos. El otro día, cuando celebramos mis setenta años, Odile me dijo, tú no te vistes mamá, te cubres de tela. — ¿Y qué? ¿Me mira alguien? Ernest seguro que no. Tu padre ni sabe ya que tengo un cuerpo. Al día siguiente Odile me llamó para decirme que al pasar delante de Franck et Fils, había visto un vestidito marrón con ribetes naranja. Que te sentaría de maravilla mamá, dijo. Lo cierto es que en el maniquí del escaparate tenía su estilo. ¿Te va bien?, pregunta Marguerite tras la cortina. — ¡No, no, en absoluto! — Déjame ver. — ¡No, no, no merece la pena! Intento quitarme el vestido. Se ha quedado atascada la cremallera. Estoy en un tris de cargármela. Salgo del probador, que es un antro asfixiante, ¡ayúdame a quitármelo, Marguerite! — Déjame mirarte. ¡Si te queda muy bien! ¿Qué es lo que no te gusta? — Nada me gusta. Todo es espantoso. ¿Puedes o no puedes? — ¿Y la blusa? — Odio los frufrús. — No hay. — Sí. ¿Por qué estás tan nerviosa, Jeannette? — Porque Odile y tú me obligáis a hacer disparates. Son un calvario estas compras. — La cremallera se ha quedado enganchada con la combinación. Para de moverte. Me echo a llorar. Me sale de repente. Marguerite se afana con mi espalda. No quiero que se dé cuenta. Es ridículo. Años tragándote las lágrimas para luego echarte a llorar en un probador de Franck et Fils. ¿Estás bien?, dice Marguerite. Tiene el oído fino. Me irrita, lo ve todo. Bien mirado prefiero a la gente que no se entera de nada. Se aprende a estar sola. Una se organiza la mar de bien. No tiene que dar explicaciones. No te muevas, dice Marguerite, ya casi está. En un libro de Gilbert Cesbron, creo, una mujer le preguntaba a su confesor, ¿hay que ceder a la pena, o luchar y aguantársela? El confesor contestó, aguantarse el llanto es inútil. La pena permanece alojada en algún sitio. Por fin, dice Marguerite triunfante. Vuelvo a meterme en el probador para quitarme de encima el vestido. Me visto, intento refrescarme la cara. El vestido resbala de la percha y se cae, lo recojo y lo dejo como un trapo encima del taburete. En la calle, insto a Marguerite a que renuncie al proyecto de devolverme la coquetería. Mi cuñada se detiene ante todos los escaparates. De confección, de calzado, de peletería y hasta de ropa del hogar. Bien es cierto que la pobre vive en Rouen. De vez en cuando, insiste en motivarme, pero salta a la vista que es a ella a quien le apetece entrar, tocar un bolso o probarse una prenda. Le digo, a ti te sentaría bien. Entremos a mirar. Contesta, que no, que no, que tengo demasiadas cosas inútiles y ya no sé qué hacer con ellas. Insisto, es graciosa esa chaquetita, y queda bien con todo. Marguerite sacude la cabeza. Temo que lo haga por delicadeza. Me parece deplorable que dos mujeres recorran una hilera de tiendas de moda sin querer nada. No me atrevo a preguntarle a Marguerite si hay un hombre en su vida (la expresión es tonta, ¿qué quiere decir haber un hombre en su vida? Yo tengo uno sobre el papel, y no lo tengo). Cuando hay un hombre en la vida de una mujer, ésta se interroga sobre cosas estúpidas, lo que tarda en irse el pintalabios, la forma del sujetador o el color del pelo. Son cosas que mantienen ocupada. Cosas alegres. Puede que Marguerite tenga ese tipo de preocupaciones. Podría preguntárselo pero temo una revelación que me cause sufrimiento. Hace años que no aspiro a ninguna metamorfosis. Ernest, cuando estaba en la cima de su carrera, repasaba mi aspecto. Pero no lo hacía por solicitud. Salíamos con frecuencia, y yo era un elemento del decorado. El otro día llevé a mi nieto Simon al Louvre para que viera las pinturas del Renacimiento italiano. Ese niño es la luz de mis días. Le interesa el arte, a los doce años. Al observar en los cuadros a esos personajes que pasan rozando las paredes ataviados con ropajes oscuros, los seres crueles y maléficos de otros tiempos, caminando encorvados hacia no se sabe dónde, pensé, ¿qué ha sido de esas almas perversas? ¿Han desaparecido de todos los libros, desaparecido con entera impunidad? Pensé en Ernest. Ernest Blot, mi marido, se asemeja a esas sombras de la noche. Bribón, embustero, despiadado. Yo misma no debo de estar en mis cabales para haber pretendido que ese hombre me ame. A las mujeres las seducen los hombres monstruosos, porque los hombres monstruosos se presentan enmascarados como en el baile. Aparecen con mandolinas y engalanados. Yo era guapa. Ernest era posesivo, y sus celos se me antojaban amor. Dejé pasar cuarenta y ocho años. Vivimos con la ilusión de la repetición, como el sol que sale y se pone. Nos levantamos y nos acostamos, creyendo repetir el mismo gesto, pero no es así. Marguerite no se parece a su hermano. Es una persona amistosa e íntegra. Dice, Jeannette, ¿sigues queriendo conducir? Digo, ¿tú crees? ¿No te parece una locura? Nos echamos a reír. De pronto nos excita el pensarlo. Hace treinta años que no me pongo al volante de un coche. Marguerite dice, en el Bois de Boulogne encontraremos algún sitio donde no haya mucha gente. — De acuerdo. De acuerdo. Buscamos su coche. Marguerite ha olvidado dónde lo tiene aparcado y yo misma he olvidado cómo es. Le señalo dos o tres hasta que lo encuentra. Lo pone en marcha y arranca. Observo sus gestos. Pregunta, ¿llevas el carnet? — Sí. ¿Crees que todavía servirá? Ya no existe este tipo de carnet. Marguerite le echa una ojeada y dice, yo tengo el mismo. — ¿Qué coche es éste? — Un Peugeot 207 automático. — ¡Automático! ¡Yo no sé conducir un coche automático! — Es muy fácil. Mucho más fácil que con cambio de marchas. No hay que hacer nada. — ¡Ay Dios! ¡Un coche automático! Marguerite dice, no le digas nada a Odile, promételo, ¿eh? No quiero que tu hija me eche una bronca. — Nada. Me irrita con su manía de protegerme. Ni que fuera de cristal. Damos unas vueltas por el bosque para encontrar un lugar tranquilo. Acabamos encontrando un sendero interrumpido por una barrera blanca de cinco metros de ancho. Marguerite aparca. Apaga el contacto. Bajamos para cambiar de asiento. Se nos escapa la risa. Digo, ya no sé hacer nada Marguerite. Dice, tienes dos pedales. El freno y el acelerador. Se utilizan con un solo pie. No tienes que hacer nada con el izquierdo. Pon el contacto. El motor ronronea. Me vuelvo hacia Marguerite, entusiasmada por haber puesto el contacto con tal facilidad. Bien, dice Marguerite con su tono de profe (enseña español). Has podido poner el contacto porque estabas en P de parking. Ponte el cinturón. — ¿Tú crees? — Sí, sí. Marguerite se inclina y me abrocha el cinturón, que me deja agarrotada. Digo, me siento prisionera. — Ya te acostumbrarás. Pon la palanca en D o sea en drive, posición de conducción. ¿Dónde tienes el pie derecho? — En ningún sitio. — Ponlo en el freno. — ¿Por qué? — Porque una vez en D no tendrás más que soltarlo y el coche arrancará. — ¿Tú crees? — Sí. — Ya está. — Ponte en D. Todo sigue igual. Marguerite dice, ve soltando suavemente el freno. Vamos, vamos, levanta del todo el pie. Lo levanto del todo. Estoy tensísima. El coche se mueve. Digo, ¡se mueve! — Ahora pisa el acelerador. — ¿Dónde está? —Al lado mismo del freno. Tanteo con el pie, noto un pedal, lo piso. El coche se para violentamente, proyectándonos hacia delante. El cinturón me secciona el pecho. — ¿Qué ha pasado? — Has vuelto a pisar el freno, dice Marguerite. Hemos frenado en seco. Volvamos a empezar. Ponte en P. Contacto. Bravo. Ahora, ponte en N. — ¿Qué es N? Neutro. Es el punto muerto. ¡Ah el punto muerto! Sí, sí. — Proseguimos. Freno. Drive. Deja descansar el pie izquierdo, que ya no hace nada. — ¡No sé conducir un coche automático! — Pero aprenderás. A ver. La palanca en D y sueltas. Bravo. Ahora desplaza ligeramente el pie a la derecha para encontrar el pedal del acelerador y lo pisas. Me concentro. El coche avanza. Contengo el aliento. La barrera aún queda lejos, pero me dirijo hacia ella sin control alguno. Me entra pánico. ¿Cómo freno? ¿Cómo me paro? — Frena. — Sigo en… en… ¿cómo se llama? — Sí, sigue en D. Y en el momento en que se pare el coche, vuelves a N. ¡A N, no a R! R es la marcha atrás. ¡No utilices el pie izquierdo! ¡Estás pisando los dos pedales al mismo tiempo Jeannette! Nos paramos a trompicones con un ruido raro. Estoy empapada. Digo, espero que tengas más paciencia con tus alumnos. — Mis alumnos son más espabilados. — Tú me has propuesto que vuelva a conducir. — Te mueres de asco en tu piso, necesitas independencia. Pon otra vez el contacto. Ponte en P. ¿Qué hace tu pie derecho? — No lo sé. — Ponlo en el acelerador sin pisarlo. Vale. Ponte en D. Y adelante. Acelera despacito. Los consejos de mi cuñada vuelan a una parte lejana de mi cerebro. Respondo a ellos mecánicamente. El nudo de angustia me ha vuelto a la garganta. Intento ahuyentarlo. Avanzamos. — ¿Adónde vas?, pregunta Marguerite. — No lo sé. — Vas derecha a la barrera. — Sí. — Puedes torcer antes por la hierba. Rodeas el árbol y vuelves en la otra dirección. Me señala un lugar que no veo porque sólo puedo mirar hacia delante. Reduce la velocidad, dice Marguerite, reduce. Me estresa. Ya no sé cómo reducir la velocidad. Tengo los brazos atornillados al volante como dos barras de hierro. ¡Tuerce, tuerce, Jeannette!, grita Marguerite. No sé dónde estoy. Marguerite se ha aferrado al volante. La barrera está a dos metros. — ¡Suelta el volante Jeannette! ¡Quita el pie! Marguerite tira del freno de mano y acciona la palanca. El coche se encabrita, embiste y raspa la barrera blanca. Luego se para. Marguerite no dice una palabra. De pronto se me han llenado los ojos de lágrimas nublándome la vista. Marguerite sale. Rodea el coche por detrás y se acerca a comprobar los daños. Abre mi portezuela. Dice, con voz suave (lo que es peor que cualquier otra cosa), baja, que daré marcha atrás. Me ayuda a desabrocharme el cinturón. Se sienta en mi sitio y efectúa una breve marcha atrás para separar el 207 de la barrera. Sale. La parte delantera izquierda está un poco hundida, un faro roto y toda la aleta izquierda rascada. Murmuro, lo siento muchísimo, perdón. Marguerite dice, arreglar no me lo has arreglado, oye. — Lo siento muchísimo Marguerite, pagaré toda la reparación. Marguerite me mira, Jeannette, no irás a llorar por esto. Vamos Jeannette, cariño, valiente tontería, nos la sopla un coche abollado. Si supieras la de cosas con las que he chocado en mi vida; un día, delante del instituto, hasta estuve a punto de atropellar a un alumno de segundo. Digo, perdóname, perdóname, he echado a perder todo el día. Venga, sube, dice Marguerite, vamos a tomar un helado en Bagatelle. Hace meses que me apetece volver a Bagatelle. Ocupamos nuestros asientos iniciales en el coche. Marguerite arranca sin dificultad. Va marcha atrás por la hierba con una destreza que me mortifica. Entiendo a la gente a quien le gusta el mal tiempo. Así no se te ocurren ideas como ir a ver un jardín florido. Tranquilízate, Jeannette, dice Marguerite. Lo cierto es que esa barrera nos tendía los brazos. Si quieres que te diga la verdad, yo sabía desde el principio que te le ibas a echar encima. Sonrío a mi pesar. Digo, nunca se lo cuentes a Ernest. — ¡Je, je, ya te tengo! Marguerite se ríe. Adoro a Marguerite. Hubiera preferido casarme con ella que con su hermano. Oigo sonar el móvil en mi bolso. Odile me ha puesto un timbre estridente porque piensa que estoy sorda. Aparte de Odile y de Ernest, o de mi yerno Robert, no me llama nadie a ese aparato. ¿Diga? — ¿Mamá? — ¿Sí? — ¿Dónde estás? — En el Bois de Boulogne. — Bueno. No te preocupes, pero papá estaba comiendo con sus amigos del Troisième Cercle y ha sufrido una indisposición. El restaurante ha llamado al Samu. Lo han llevado a la Pitié. — ¿Una indisposición…? — ¿Sigues con Marguerite? — Sí… — ¿Habéis encontrado cosas bonitas? Digo, ¿qué tipo de indisposición? ¿Dónde estás Odile? La voz de Odile suena sorda, un poco cavernosa. — En la Pitié-Salpêtrière. Van a hacerle una coronariografía para comprobar si se han obturado los baipases. — ¿Si qué? ¿Que van a hacerle qué? — Estamos pendientes de las pruebas. No te preocupes. Y dime, ¿te has probado el vestido de Franck et Fils, mamá?