HÉLÈNE BARNÈCHE

El otro día, en el autobús, un hombre, bastante metido en carnes, se sentó delante de mí, en el asiento opuesto junto a la ventana. Tardé en prestarle atención. Sólo alcé la cabeza porque sentí sus ojos clavados en mí. El hombre me examinaba, con expresión inmensamente seria, casi adivinatoria. Hice lo que se hace en tales circunstancias, sostener valientemente la mirada para marcar la indiferencia y volver a otras contemplaciones. Pero estaba incómoda. Notaba la persistencia de su interés y hasta me planteé soltarle una fresca. Me lo estaba pensando cuando oí, ¿Hélène? ¿Hélène Barnèche? Dije, ¿nos conocemos? Él dijo, como si fuese el único en el mundo, que además era el caso, Igor. Lo reconocí en el acto no tanto por el nombre como por el modo de pronunciarlo. Un modo de arrastrar la o, de insuflar una pretenciosa ironía a esas dos sílabas. Repetí el nombre, tontamente, y escruté su rostro a mi vez. Soy una mujer a quien no le gustan las fotos (nunca las tomo), ni ninguna imagen, alegre o triste, susceptible de despertar una emoción. Las imágenes son aterradoras. Me gustaría que conforme avanza la vida todo se fuese borrando. No pude asociar a aquel nuevo Igor con el del pasado. Ni su apariencia ni ninguno de los atributos de su magia. Pero recordaba el lapso de mi vida que había ido ligado a su nombre. Cuando conocí a Igor Lorrain, yo tenía veintiséis años, él apenas más. Ya estaba casada con Raoul y trabajaba de secretaria en la Caja de Depósitos. Él estudiaba medicina. Por entonces, Raoul se pasaba las noches jugando a las cartas en los cafés. Un amigo, Yorgos, había llevado a Igor al Darcey, en la place Clichy. Yo acudía casi todas las noches, pero volvía a casa pronto. Igor se ofrecía a acompañarme. Tenía un 2CV azul que ponía en marcha con una manivela y abriendo el capó, porque la calandra estaba chafada. Era alto y delgado. Dudaba entre el bridge y la psiquiatría. Más que nada estaba chalado. Costaba lo suyo resistírsele. Una noche se inclinó sobre mí en un semáforo rojo, y dijo, pobrecita Hélène, estás muy abandonada. Y me besó. No era cierto, yo no me sentía abandonada, pero no había acabado de planteármelo cuando ya estaba en sus brazos. No habíamos cenado nada, me llevó a un bistró de la porte Saint-Cloud. Enseguida comprendí con quién tenía que vérmelas. Pidió dos raciones de pollo con judías verdes. Cuando nos sirvieron probó el plato y dijo, ten, echa sal. Yo dije, no, para mí está bien. Dijo, que no, que no está bastante salado, echa más sal. Dije, así está muy bien, Igor. Dijo, te digo que eches más sal. Y eché sal. Igor Lorrain era originario del norte, como yo. Él era de Béthune. Su padre trabajaba en el transporte fluvial. En mi casa no se andaban con bromas. Pero en la suya menos. En nuestras familias, a la primera de cambio te caía un bofetón, cuando no eran golpes u objetos arrojados a la cara. Durante mucho tiempo, me pegué por un quítame allá esas pajas. Pegué a mis amigas y pegué a mis novietes. A Raoul le pegaba al principio, pero él se tronchaba. Era lo único que se me ocurría cuando me hacía enfadar. Le sacudía. Él se retorcía exageradamente como bajo el efecto de una plaga de Egipto o me agarraba las muñecas con una sola mano riéndose. A Damien nunca le pegué. Cuando tuve a mi hijo nunca volví a pegarle a nadie. En el 95, que va de la place Clichy a la porte de Vanves, recordé lo que me había atado a Igor Lorrain. No el amor, ni cualquiera de los nombres que puedan dársele al sentimiento, sino el salvajismo. Se inclinó y me dijo, ¿me reconoces? Sí y no, dije. Sonrió. Recordé también que tiempo atrás nunca lograba contestarle con claridad. — ¿Sigues llamándote Hélène Barnèche? — Sí. — ¿Sigues casada con Raoul Barnèche? — Sí. Me habría gustado construir una frase más larga, pero no me veía capaz de tutearlo. Tenía el pelo entrecano, pero peinado hacia atrás de un modo raro, y el cuello abultado. Volví a percibir en sus ojos la chispa de locura sombría que me había sorbido el seso. Me pasé revista mentalmente. Mi peinado, mi vestido y mi chaleco, mis manos. Volvió a inclinarse para decir, ¿eres feliz? Dije, sí, y pensé, qué caradura. Meneó la cabeza y adoptó un airecillo enternecido, eres feliz, bravo. Me dieron ganas de abofetearle. Treinta años de sosiego barridos en diez segundos. ¿Y tú Igor?, dije. Se arrellanó en el asiento, y contestó, yo no. — ¿Eres psiquiatra? — Psiquiatra y psicoanalista. Hice una mueca para indicarle que no estaba al tanto de tales sutilezas. Él esbozó un gesto para indicarme que no era grave. Me dijo, ¿adónde vas? Esas dos palabras me trastocaron. Adónde vas, como si nos hubiéramos visto la víspera. Con el mismo tono de antaño, como si no hubiéramos hecho otra cosa en la vida que darle vueltas a lo mismo. El adónde vas me traspasó el alma. Sentí aflorar sentimientos confusos. Hay en mí una región abandonada que aspira a la tiranía. Raoul nunca me ha tenido. Mi Rouli ha pensado siempre en jugar y en divertirse. Nunca se le ha pasado por la cabeza vigilar a su mujercita. Igor Lorrain quería tenerme amarrada. Quería saber al detalle adónde iba, lo que hacía y con quién. Decía, me perteneces. Yo decía, no. Decía, di que me perteneces. No. Me apretaba el cuello, apretaba fuerte hasta que yo decía, te pertenezco. Otras veces, me pegaba. Tenía que repetirlo porque no me había oído. Yo forcejeaba, le devolvía todos los golpes pero siempre me dominaba. Acabábamos en la cama para consolarnos. Luego huía de su casa. Él vivía en una buhardilla minúscula del boulevard Exelmans. Yo salía huyendo por la escalera. Él gritaba por encima de la barandilla, di que me perteneces y yo decía, bajando a todo correr, no, no, no. Me alcanzaba, me arrinconaba contra la pared o la reja del ascensor (a veces pasaban vecinos), decía, ¿adónde vas, putita?, sabes que me perteneces. Volvíamos a hacer el amor en los escalones. Una mujer quiere ser dominada. Una mujer quiere estar encadenada. No se le puede explicar eso a todo el mundo. Yo intentaba recomponer al hombre que tenía delante de mí en el bus. Un viejo guaperas ajado. No reconocía el ritmo de su cuerpo. Pero sí la mirada. La voz también. — ¿Adónde vas? — A Pasteur. — ¿Qué vas a hacer en Pasteur? — Te estás pasando. — ¿Tienes hijos? — Uno. — ¿Qué edad tiene? — Veintidós años. ¿Y tú, tienes hijos? — ¿Cómo se llama? — ¿Mi hijo? Damien. ¿Y tú tienes hijos? Igor Lorrain meneó la cabeza. Contempló por la ventanilla un anuncio de calefacción individual. ¿Podía tener hijos? Evidentemente. Cualquiera puede tener hijos. Me habría gustado saber con qué tipo de mujer. Me entraron ganas de preguntarle si estaba casado, pero no lo hice. Sentí pena por él, y por mí. Dos medio viejos, transportados por París, cargando con su vida. Igor había depositado a mi lado una cartera de cuero raída, tipo cartera de colegial. El asa estaba desteñida. Me pareció muy solo. Su apariencia, su forma de moverse. Se nota cuando nadie le cuida a uno. Puede que tenga a alguien, pero no a alguien que cuide de él. Yo a mi Rouli lo llevo como un guante. Hasta cabe decir que lo incordio. Le escojo la ropa, le tiño las cejas, no le dejo beber ni picar frutos secos. A mi manera, estoy sola también. Raoul es dulce y afectuoso (menos cuando formamos pareja en el bridge, entonces se metamorfosea), pero sé que se aburre conmigo (menos cuando vamos al cine). Es feliz con los amigos, se ha inventado una existencia al margen de las cosas reales y de las obligaciones de todo el mundo. Mi amiga Chantal dice que Raoul es como los políticos. Gente siempre ausente incluso cuando está ahí. Damien se ha ido. Incluso me he visto obligada en cierto modo a echarlo de casa. Limpiando su habitación, encontré vestigios de todas las épocas. Una noche me senté en su cama y lloré al abrir una caja llena de castañas pintadas. Los hijos se marchan, es lo normal, tiene que ser así. Igor Lorrain dijo, me bajo aquí, ven conmigo. Miré el nombre de la parada, era Rennes-Saint-Placide. Dije, yo me apeo en Pasteur-Doctor-Roux. Se encogió de hombros, como si ése fuese el último destino imaginable. Se levantó. Dijo, ven, Hélène. Ven, Hélène. Y me tendió la mano. Pensé, está sonado. Pensé, aún seguimos vivos. Posé mi mano en la suya. Tiró de mí entre los pasajeros hacia la salida y nos apeamos del bus. Hacía buen tiempo. Había obras en la calzada. Nos internamos en un laberinto de bloques de mortero y de vallas para cruzar la rue de Rennes. La gente caminaba en ambas direcciones y se empujaba. Todo hacía ruido. Igor me apretaba la mano. Salimos al boulevard Raspail. Le agradecía infinitamente que no me soltara. Me cegaba el sol. Vislumbraba, como si fuera por primera vez, las hileras de árboles que se desplegaban en el centro, los macizos de plantas en su valla de hierro forjado azul verdoso. No tenía la menor idea de adónde íbamos. ¿Lo sabía él? Un día Igor Lorrain me había dicho, fue un error haberme metido en una sociedad humana. Dios hubiera debido meterme en una sabana y hacerme tigre. Habría reinado en mi territorio sin cuartel. Subíamos hacia Denfert. Me dijo, sigues tan pequeñita. Él era igual de alto que antes, pero más recio. Tenía que correr un poco para seguir su ritmo.