LUC CONDAMINE

Ayer, le pegué a Juliette con la correa del perro, dije. ¿Tienes perro?, dijo Lionel. Robert nos estaba haciendo espaguetis en la cocina. Con un sugo napolitano. Así es como prefiero ver a mis dos tontainas. Sentados ante la mesa de la cocina. Sin las mujeres. Abandonados a nosotros mismos y a lo peor de nosotros mismos, Lionel dixit. Golpeé a mi hija con la correa del perro, repetí. Tras una pelea provocada por su insolencia, le dije en el momento en que abandonaba la habitación, ¡y no pegues un portazo! Pegó un portazo más violento que los habituales. Cogí la correa que andaba tirada por allí, la alcancé en el pasillo y le sacudí. No experimenté el menor pesar ni remordimiento. Más bien una suerte de alivio. Esa niña ha instaurado el terror en la casa y nos increpa a grito pelado. Cuando se enteró de que yo había golpeado a nuestra hija con la correa del perro, a Anne-Laure se le descompuso el semblante y enmudeció. Pone esas caras de teatro yíddish para mostrarme su desprecio. Es una novedad. Salió de la estancia, volvió a los pocos minutos, marcando ese gran silencio punitivo de las mujeres, y me señaló las laceraciones del brazo y de una parte de la espalda. Se lo merecía, dije. Juliette me miró de arriba abajo con la cara congestionada y colorada y dijo, te odio. Me pareció mona y su voz tenía una tesitura normal. Tendrías que ir al médico, dijo Anne-Laure. Puede que tenga que ir al médico. No recordaba que tuvieras perro, dijo Lionel. — Una rata larga. Llámalo perro. Bueno de verdad este vino. Brunello di Montalcino 2006. Bravo. Ya no tengo la menor paciencia con las mujeres. El otro día tenía a mi madre al teléfono, a Anne-Laure ante el espejo (se ve arrugada), a Juliette chillándole a su hermana, y pensé, ¡pero joder! Voy a pedir al periódico que me mande lejos. ¿Y aún ves a Paola?, preguntó Robert. — Aún. Pero lo voy a dejar. ¿No le habrás contado nada a Odile? — No, no. ¿Y por qué lo vas a dejar? — Porque hay momentos en que tras la cortesana asoma la buena mujer. Gustándome como me gustan las chicas de bares de marineros, resulta que cautivo a mujeres intelectuales que me invitan a veladas poéticas. Esa chica vale mucho más que tú, dijo Robert. — Eso es lo que le reprocho. Y, por cierto, ¿qué tal Virginie Déruelle? ¿Quién es?, preguntó Lionel. Una chiquita a la que conoció en su club deportivo y que quiere traspasarme, contestó Robert. — Que te he traspasado. — Vale. — Bueno, pero ¿qué? Robert se rió y extrajo un largo espagueti, pruébalo, ¿está bastante cocido? — Sí, está bien. ¡Cuéntanos! — No. — Con la de preciosos consejos que podríamos darle sobre su aventura, y él se contenta con vivirla él solo, le dije a Lionel. En ese momento se oyó una música estridente en algún lugar del piso. — ¿Qué es eso? Es Simon, va a conseguir que nos echen de la casa ese capullo, dijo Robert. Abandonó la pasta y salió corriendo por el pasillo. La música se paró en seco. Lo oímos discutir. Volvió con su hijo pequeño, que tiene un careto simpático de verdad. Me hubiera gustado tener un hijo. Robert dijo, como llamen los vecinos, dejaré que tu hermano se las apañe con ellos, y desde luego pienso darles toda la razón. ¿Tú qué quieres, leche? Antoine farfulló, zumo de grosella. — Por la noche no, que ya te has cepillado los dientes. Zumo de grosella, repitió Antoine. — Por qué no quieres leche, ¡si te gusta la leche! — Quiero zumo de grosella. Dale zumo de grosella, qué coño importa, dije. Robert le sirvió un vaso de zumo de grosella. Venga, a la cama campeón. Robert escurrió los espaguetis y los vertió en una fuente encima de la mesa. Tuvimos el mismo problema durante años, con Jacob, dijo Lionel. Los vecinos se pasaban la vida tocando el timbre o aporreando la pared. Por cierto, ¿qué es de Jacob? ¿Sigue en Londres?, preguntó Robert. Lionel asintió. ¿Qué hace allí, que no me acuerdo?, pregunté. — Trabaja en una casa de discos. — ¿Cuál? — Una marca pequeña. — ¿Está contento? — Parece que sí. Robert se afanaba para servirnos. Rallaba parmesano. Picaba albahaca para esparcirla en el sugo. Disponía los condimentos, el aceite de oliva de Sicilia, un aceite de guindilla. Nos llenaba las copas. Estábamos a gusto los tres. Dije, está bien que estemos los tres. Brindamos. Por la amistad. Por la vejez. Por la calidad del asilo que nos acoja. Y por el raro honor de disfrutar de la presencia de Lionel, dijo Robert. Lionel quiso protestar. Yo dije, tiene razón Robert, confiesa que nunca estás disponible. Es más fácil concertar una cita con Nelson Mandela que con Lionel Hutner. ¡Hey! ¡Un poco de buen humor, amigo! De los tres eres el único que ha conseguido ser feliz en pareja. Seguro que eso lleva tiempo. Se abre la puerta y entra Simon, el hijo mayor de Odile y Robert. Un cuerpo de niño y un ondulado mechón oscuro, misteriosamente untuoso, caído sobre la frente, que dejaba traslucir una preocupación por la moda. ¿Qué pasa ahora?, dijo Robert, nos gustaría que nos dejaran tranquilos si puede ser. — ¿Queda zumo de grosella? Oh, genial, pasta, ¿puedo probarla? — Sírvete un plato y esfúmate. Contemplé el júbilo y la excitación en los ojos del muchacho con su pijama rojo ya demasiado corto, mientras los espaguetis, el tomate y el parmesano iban formando un pequeño montículo en el plato. Esperé a que saliera con su zumo de grosella en la otra mano, y dije, ser feliz es una disposición. No puedes ser feliz en el amor si no tienes una disposición para ser feliz. Chavalín, vas a conseguir darle un giro siniestro a la velada, dijo Robert. Concéntrate en la pasta. ¿Nadie va a felicitarme? — Excelente, dijo Lionel. — Cuando Anne-Laure y yo nos muramos, el balance será apocalíptico. Pero ¿a quién le importará ese balance? Me la soplará totalmente haber desperdiciado mi vida. Pienso apuntarme a clases de judo en septiembre. Yo también quiero pasta, dijo Antoine, que acababa de reaparecer. Tú ya has cenado, lo cargantes que llegáis a ser, vuelve a la cama, gritó Robert. ¿Y por qué Simon puede volver a cenar? — Porque tiene doce años. Como si eso fuera a convencerle, tercié. Robert cogió un plato y echó un puñado de espaguetis. Salsa no, sólo parmesano, dijo Antoine. — Venga, largo de aquí. Robert abrió otra botella de Brunello. No se te oye mucho, le dije a Lionel. Lionel ponía una cara rara. Contemplaba el fondo del vaso y le daba vueltas. Acto seguido anunció, con voz cavernosa, Jacob está internado. Se hizo un silencio. Dijo, no está en Londres, está en una clínica de Rueil-Malmaison. ¿Puedo contar con vuestra total discreción? Ni una palabra a Anne-Laure, a Odile ni a nadie. Cuenta con ello, dijimos Robert y yo. Por supuesto. Robert llenó la copa de Lionel. Lionel bebió varios sorbos de un tirón. — ¿Recordáis su propensión por…, su admiración por… Céline Dion? En cuanto pronunció esa palabra, a Lionel se le escapó una carcajada mezclada con una salva de perdigones, los ojos empañados y rojos y el cuerpo sacudido de espasmos. El verlo reír de esa forma nos dejó petrificados. Intentó decir algo más, pero nos daba la impresión de que no podía más que repetir ese nombre, y tampoco entero, con voz ahogada, invadido cada vez por una hilaridad trágica. Se enjugaba las lágrimas que le corrían por las mejillas con la palma de la mano, no acababa de saberse si eran de risa o de llanto. Al cabo de un rato se calmó. Robert le palmeó el hombro. Y así nos quedamos. Los tres alrededor de la mesa. Sin entender nada y sin saber qué hacer. Luego Lionel se levantó. Abrió el grifo del fregadero y se roció la cara varias veces. Se volvió hacia nosotros y dijo, haciendo un ostensible esfuerzo para controlar sus palabras, Jacob se cree Céline Dion. Está convencido de que es Céline Dion. Yo no me atrevía a mirar a Robert. Lionel había pronunciado la segunda frase con extrema gravedad y nos miraba fijamente con ojos aterrados. Pensé, mientras no mire a Robert, puedo conservar una expresión empática. Mientras ignore a Robert, puedo mantener la cara de dolor que necesita Lionel. Era el niño más alegre del mundo, dijo Lionel. El más inventivo. Creaba paisajes en su habitación, archipiélagos, un zoo, un parking. Organizaba toda clase de espectáculos. No sólo musicales. Llevaba una tienda con moneda falsa. Gritaba, ¡la tienda está abierta! No sé por qué, la evocación de la tienda lo sumió en un ensueño taciturno. Fijó la mirada en un punto del suelo. Luego dijo, tienes razón, ser feliz es una disposición. Quizá no habría que tenerla en la infancia. Me lo he planteado. Quizá tener una infancia feliz no es bueno para la vida posterior. Mirando a Lionel de pie en medio de la cocina, con su cinturón demasiado subido y la camisa salida, pensé que bastaba una nimiedad para que un hombre pareciera vulnerable. Robert dijo detrás de mí, ven a sentarte amigo. Cometí el error de volverme. Durante un segundo mis ojos se cruzaron con los suyos. No sé cuál de los dos no se pudo aguantar. Nos dejamos caer sobre la mesa intentando sofocar la risa. Recuerdo haber asido el brazo de Robert pidiéndole que parase, todavía me llegan los ecos de sus hipidos de risa descontrolados. Nos levantamos, sin dejar de troncharnos, y suplicamos a Lionel que nos perdonase. Robert abrazó a Lionel, yo me uní a ellos, y lo estrechamos como dos hijos avergonzados que se ocultan en las faldas de su madre. Luego Robert se despegó de nosotros. A costa de una concentración que me imaginé intensa, logró recobrar la seriedad. Dijo, ya sabes que no nos burlamos. Lionel estuvo grandioso, sonriendo amablemente, dijo, lo sé, lo sé. Volvimos a la mesa. Robert llenó las copas. Brindamos de nuevo. Por la amistad. A la salud de Jacob. Hicimos unas preguntas. Lionel dijo, me impresiona Pascaline. Sé lo mucho que se preocupa pero se mantiene alegre, con una actitud positiva. No le digáis que estáis al tanto. Si algún día os lo comenta, no sabéis nada. Prometimos que no diríamos nada. Intentamos cambiar de tema. Lionel me preguntó por mis reportajes recientes. Les conté la inauguración del Memorial judío en Skopie. La ceremonia al aire libre con sillas de plástico. El sonido de la charanga que subía a lo lejos, como un ruido de juguete. Los tres soldados macedonios, cual skinheads rapados, portando un cojín en el que reposaba un botellín de soda que en realidad era una urna con cenizas de las víctimas de Treblinka. Todo ello de lo más grotesco. Un mes después, nueva charanga en Ruanda. Decimoctavo aniversario del genocidio en el estadio de Kigali. Surgiendo de una puerta a lo entrada de los leones en Ben-Hur, unos tipos desfilando al paso de la oca y lanzando bastones. Yo dije, ¿por qué tienen que acabar todas esas carnicerías con charangas? Sí, es verdad, comentó Lionel. Y volvimos a reírnos los tres, probablemente cocidos.