Darius se sentó en la inmensa silla ortopédica, en la que nadie puede encontrarse cómodo en mi opinión. Se sentó bien pegado al respaldo como un hombre derrotado. Alguien que hubiera entrado de pronto en la habitación no habría sabido decir quién daba más pena, si él en aquella postura, o yo, con vendas y gotero. Aguardé a que hablase. Al cabo de un rato, dijo, el cuello propulsado hacia delante por la almohadilla reposacabezas: Anita me ha dejado. Aunque echado, yo estaba más alto que él en mi cama articulada. El que Darius pudiera pronunciar esas palabras con aquella cara descompuesta me pareció que rozaba lo cómico. Máxime porque añadió, con voz apenas audible, se ha fugado con el paisajista. — ¿El paisajista? — Sí. El tipo que lleva tres años diseñando el jardín de mierda de Gassin. Y que me arruina con esas plantas subsaharianas que me asustan. Conocí a Darius bastante antes de que lo excluyeran del Troisième Cercle, uno de esos clubs cerrados donde trapichean los oligarcas tanto de derechas como de izquierdas, imbuidos de conformismo social y de sumisión devota al poder del dinero. Por entonces, dirigía varias sociedades, una de asesoramiento de ingeniería y otra de tarjetas con chip, si no me falla la memoria. Yo acababa de abandonar el departamento internacional de Safranz-Ulm Electric para ser nombrado presidente del directorio. Le cobré afecto a aquel hombre casi veinticinco años más joven que yo y que poseía el encanto de los orientales. Estaba casado con Anita, la hija de un Lord inglés con quien tuvo dos hijos más o menos fallidos. Darius Ardashir era un tipo de lo más listo. Se colaba en ese sistema de intercambio de favores, de enjuagues, de colocar peones en los consejos de administración, con desconcertante indolencia. Nunca con prisas, nunca humillado. Como con las mujeres. Acabó haciendo fortuna como intermediario en contratos internacionales. Se vio involucrado en asuntos de corrupción, uno de ellos referente a la venta de un sistema de vigilancia de fronteras en Nigeria, lo cual, entre paréntesis, le valió su expulsión del Troisième Cercle (bajo mi punto de vista, un club que expulsa a sus golfos la ha pringado). Algunas de las personas con las que trataba pasaron temporaditas en la cárcel pero él salió adelante sin daños aparentes. Siempre lo he conocido sorteando obstáculos y fiel a sus amigos. Cuando me atacó este jodido cáncer, Darius se portó conmigo como un hijo. Antes de iniciar nuestra conversación de fondo, pulsé todo tipo de botones para conseguir enderezar la parte trasera de mi cama. Darius contempló mis esfuerzos y la sucesión de posturas aberrantes, con la mirada apagada, sin moverse. Apareció una enfermera, a la que probablemente yo había llamado. — Pero ¿qué quiere usted hacer señor Ehrenfried? — ¡Sentarme! — Ahora mismo pasará el doctor Chemla. Él sabe que ya no tiene usted fiebre. — Dígale que estoy harto y que me deje salir mañana. La enfermera me arregló la cama y me arropó como a un niño. Pregunté a Darius si quería tomar algo. Declinó la invitación y la chica salió. Dije, bueno. ¿Lo del paisajista no será un acceso de locura momentáneo? — Quiere divorciarse. Dejé pasar un tiempo y dije, nunca le has hecho mucho caso a Anita. Me miró con estupor, como si acabara de soltar una barbaridad. — Ha tenido lo mejor del mundo. Eso sí, dije. — Se lo he dado todo. Dime algo que no haya tenido. Casas, joyas, criados. Viajes fantásticos. No recibirá nada, Jean. Todos mis bienes están a nombre de sociedades. La casa de Gassin, la rue de la Tour, los muebles, las obras de arte, nada está a mi nombre. Por mí, que les den. — La has engañado día y noche. — ¿Y eso qué tiene que ver? — No puedes reprocharle que se eche un amante. — Las mujeres no se echan amantes. Se encaprichan, se montan películas. Se vuelven totalmente locas. Un hombre necesita un lugar seguro para enfrentarse con el mundo. No puedes desplegar tu actividad si no tienes un punto fijo, un campamento de base. Lo de Anita es la casa. Es la familia. El que no te apetezca volver a casa no es porque te apetezca oxigenarte. Yo no me aferro a las mujeres. La única que cuenta es la siguiente. Esa gilipollas se acuesta con el jardinero y quiere irse con él. ¿Qué sentido tiene eso? Mientras escuchaba a Darius, veía desgranarse las gotas de la perfusión. Me parecían curiosamente irregulares, estaba a punto de llamar a la enfermera. Dije, ¿habrías aceptado que ella viviera como tú? — ¿O sea? — Que tuviera aventuras sin importancia. Sacudió la cabeza. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo y lo desplegó cuidadosamente antes de sonarse. Pensé que ese gesto sólo era propio de ese tipo de hombre en concreto. No, dijo. Porque no responde a su modo de ser. A renglón seguido añadió con tono lúgubre, estuve en Londres estos dos últimos días —un viaje importante que Anita me fastidió de medio a medio—, a la vuelta, el TGV se detuvo unos minutos en lo alto de Francia, en una zona periférica. Delante mismo de mi ventanilla, había una casita, ladrillo rojo, tejas rojas, valla de madera bien cuidada. Geranios en las ventanas. Y, colgadas de las paredes, en macetas suspendidas, más flores. ¿Sabes lo que pensé Jean? Pensé, en esa casa, alguien ha decidido que quería ser feliz. Me pareció que iba a seguir hablando, pero enmudeció. Miró hacia el suelo, con rostro sombrío. Está acabado, me dije. Que un Darius Ardashir busque en el ladrillo y el macramé los indicios de la felicidad significa que se está viniendo abajo. Y pura y simplemente, pensé, lo que resulta más inquietante es que se refiera a la felicidad como un fin. En cuanto a mí, urgía que convocara al cuerpo médico pues el tubo acarreaba burbujas de aire hacia mi brazo. ¿Sabes cuántos años tiene Anita?, dijo Darius. — ¿Son normales estas burbujas? — ¿Qué burbujas? Son gotas. Es el producto. — ¿Tú crees? Míralo bien. Sacó las gafas y se acercó para observar la perfusión. — Gotas. — ¿Estás seguro? Golpea con los dedos la bolsa. — ¿Para qué? — Golpéala. Golpéala, que eso ayuda. Darius golpeó con los dedos la bolsa de suero y se sentó. Ya no veo nada, dije. Estoy harto de tanto tubo. — ¿Sabes cuántos años tiene Anita? — Di. — Cuarenta y nueve. ¿A ti te parece que son edades para desarrollar ansias de plenitud y demás estupideces? Sabes, a veces pienso en Dina, Jean. Tú tuviste a una mujer que comprendía la vida. Dina está en el cielo. Los judíos no tenéis paraíso, ¿qué tenéis? — No tenemos nada. — Bueno, seguro que está muy bien. Te dejó a tus hijos, son buenas personas, se ocupan de ti, tu hija también, tu yerno, tus nietos. Supo crear un ambiente familiar. Cuando se es viejo, es importante tener a alguien que te eche una mano. Yo acabaré como una rata. Anita te dirá que lo tengo bien merecido. Otra frase estúpida. ¿Qué tendrá que ver el mérito con esto? Tengo un piso suntuoso, propiedades suntuosas, ¿qué se creen todos, que me han caído del cielo? ¿Por qué me mato, salgo de casa a las ocho, me acuesto a medianoche?, ¿no comprende que lo hago por ella? Y los chicos, dos ceros a la izquierda que lo dilapidarán todo, ¿no comprenden que lo hago por ellos? No. Críticas, críticas y más críticas. Y romance con un cretino que planta amancayos. Habría preferido que Anita se fuera con una mujer. Pregunté, ¿estás bien en esa silla? — Muy bien. La víspera, Ernest la probó durante menos de un minuto antes de optar por la silla plegable. Escuchando a Darius, me vino a la memoria una tarde que pasó en casa con Dina ordenando cosas. Encontramos ropa blanca antigua bordada a mano que le venía de su madre, y un precioso servicio de mesa italiano. Pensamos, ¿y ahora de qué sirve todo eso? Dina desplegó un mantel sobre un sofá. Bien planchado, una pizca amarillento. Alineó las tazas de porcelana incrustada. Objetos que un día tienen valor con el tiempo pasan a convertirse en bultos inútiles. No sabía qué decirle a Darius. La pareja es la cosa más impenetrable. Resulta imposible comprender lo que es una pareja, incluso cuando se forma parte de ella. Entró en la habitación el doctor Chemla. Sonriente, simpático como de costumbre. Me alegré de que apareciera porque empezaba a gangrenárseme el brazo. Los presenté, Darius Ardashir, un amigo querido, el doctor Philip Chemla, mi salvador. Y enseguida añadí, doctor, ¿no le parece que se me ha hinchado el brazo? Me da la impresión de que la perfusión pasa al lado de la vena. Chemla efectuó presiones en mis dedos y en mi antebrazo. Examinó mi muñeca, giró el regulador de flujo y dijo, terminamos la bolsa, y se acabó, mañana estará usted en casa. Pasaré a verlo esta noche, caminaremos un rato por el pasillo. Cuando salió el médico, Darius dijo, ¿qué tenías exactamente? — Una infección urinaria. — ¿Qué edad tiene tu galeno? — Treinta y seis años. — Demasiado joven. — Un genio. — Demasiado joven. ¿Qué piensas hacer?, dije. Se inclinó hacia delante, abrió los brazos como quien sopesa la nada, y los dejó caer. Vi vagar su mirada por mi mesita de noche, dijo, ¿qué lees? — La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg. — ¿No has encontrado otra cosa para el hospital? — Es perfecto para el hospital. Cuando no estás bien, lo mejor es leer libros tristes. Darius cogió el libro, que es voluminoso. Lo hojeó con mirada apagada. — O sea que me lo aconsejas. — Encarecidamente. Aun así sonrió. Dejó el libro y dijo, ella tenía que haberme dicho algo. No soporto que me haya traicionado en secreto. Pese al diagnóstico de Chemla, seguía dándome la impresión de que el brazo se me hinchaba. Dije, mírame los brazos, ¿tú crees que abultan lo mismo? Darius se levantó, se calzó las gafas, me miró los brazos y dijo, exactamente lo mismo. Volvió a sentarse. Permanecimos un instante en silencio, escuchando los ruidos del pasillo, los carritos, las voces. Luego Darius dijo, las mujeres se han arrogado el papel de mártires. Han teorizado en voz alta. Gimotean y pretenden inspirar lástima. Cuando en realidad el auténtico mártir es el hombre. Al oírlo, me vino a la memoria la frase de mi amigo Serge, cuando empezaba a notar los síntomas del Alzheimer. Estaba empeñado en ir, no sé por qué motivo, a la calle del Hombre Casado. Nadie sabía dónde estaba esa calle del Hombre Casado. Al final acabaron comprendiendo que se refería a la rue des Martyrs. Le conté la anécdota a Darius, que lo conocía vagamente. ¿Cómo está?, me preguntó Darius. Bien, dije. El caso es no llevarle la contraria, yo siempre le doy la razón. Darius movió la cabeza. Clavó la mirada en un punto del techo hacia la puerta y dijo, es maravillosa esa enfermedad.