¿Quién se supondrá que soy?, le pregunté. — Un colaborador. — ¿Un colaborador? No soy abogado. Un periodista, dijo Odile. — ¿Como tu marido? — ¿Por qué no? — ¿De qué periódico? — Uno serio. Les Échos. Nadie lee eso allí. Al llegar a Wandermines, Odile quiso que aparcara en una calleja que queda detrás de la plaza de la iglesia. Está lloviendo, dije. — No quiero llegar en un BMW. — Al revés, llegas en el mismo coche que el abogado del jefe, es perfecto. Odile dudó. Se había puesto mona, tacones más altos que de costumbre, peinado a lo señora. Estás elegante, dije, eres la Parisina, ¿tú crees que les apetecerá ver aparecer a una izquierdista que los represente con zuecos? Bueno, dijo Odile. Creo que dijo bueno sobre todo por la lluvia. Aparqué en la plaza. Di la vuelta al coche con el paraguas. Ella salió. Bajita, embutida en su abrigo y con el fular enrollado en torno al cuello, un bolso serio y una cartera con dosieres. En ese momento comencé a experimentar un sentimiento, quiero decir un sentimiento de verdad. Al salir del coche, en Wandermines, bajo la lluvia. No se ha hablado lo suficiente de la influencia que ejercen los lugares en los afectos. Ciertas nostalgias emergen sin avisar. Los seres cambian de naturaleza, como en los cuentos. Ante la iglesia medio desaparecida en la niebla, las casas de ladrillo rojo, el tenderete de patatas fritas, vi a la gran abogada de las víctimas del amianto, una niña insegura que se reía —me encanta su risa— al reconocer a quienes la recibían. En medio de aquella cofradía endomingada que apretaba el paso hacia el ayuntamiento para escapar de la lluvia, mientras asía el brazo de Odile para ayudarla en la plaza resbaladiza, me sobrevino ese catastrófico sentimiento. Semejante tontería me sucedía por primera vez. Conozco a su marido y ella conoce a las mujeres que desfilan por mi vida. Nuestra relación se ha movido únicamente en el terreno del juego sexual. Pensé, has tenido un momento de debilidad muchacho, enseguida se te pasará. En la sala municipal, Odile habló delante de trescientas personas, los obreros y sus familias. Al finalizar su intervención, la aplaudió todo el mundo. La presidenta de la Asociación de Víctimas le dijo, has llenado tres autobuses para la mani del jueves. Odile me susurró al oído, lo mío era la política. Tenía la cara arrebolada, estuve a punto de decirle que la política requiere más sangre fría, pero no dije nada. Abandonamos la sala de la asamblea general para dirigirnos a otra sala donde se celebraba un banquete republicano. A las tres de la tarde seguíamos tomando el aperitivo con espumosos. Una mujer rechoncha de unos sesenta años vestida con una falda plisada dirigía el servicio. El equipo de sonido era el último grito en los ochenta. Entablé amistad con un exvaciador, un tipo que tenía un cáncer de pleura. Me contó su vida, las placas onduladas troceadas, los tubos amolados, pulimentados con papel de lija sin protección. El almacén del amianto, el polvo. Me dijo, el amianto nos llegaba en bidones, jugábamos con él como si fuera nieve. Veía a Odile bailar el madison con unas viudas (lo de madison lo dijo ella, yo no tengo ni idea de baile), y una especie de tango con unos hombres con botellas de oxígeno. Una mujer le espetó, ¡llevas el pelo como un rastrillo Odile, deberías hacerte la permanente! Pensé, esto es vida de verdad, las mesas con caballetes, la fraternidad, el polvo y Odile Toscano bailando en un salón de actos. Pensé, a eso tenías que haberte dedicado Rémi, alcalde de Wandermines, en el Nord-Pas-de-Calais, con su iglesia, su fábrica y su cementerio. Trajeron gallo al vino guisado en grandes ollas. Mi amigo me dijo que en el cementerio había más muertos recientes que habitantes en el municipio. Dijo, luchamos. Pensé en la fuerza de la palabra. Dijo, cuando murió mi hermano, pedí que cantaran Le Temps des cerises. Tenía la cabeza a punto de estallar. Al finalizar el día, tomé yo el volante para salir pitando a Douai pero iba tan cocido como Odile. En la habitación, Odile se desplomó en la cama. Dijo, estoy hecha una piltrafa Rémi, no puedo llamar a mis hijos en este estado, ¿tienes una aspirina? — Tengo algo mejor. Cogí una botella de coñac en el minibar. Yo también estaba hecho una piltrafa y persistía el malestar. Su modo de tumbarse, de ponerse una almohada bajo la cabeza, de soplarse el trago de coñac. Su risa, su cara extenuada. Pensé, es mía. Mi pequeña letrada. Me tumbé encima de ella, la besé, la desnudé, hicimos el amor con resaca y la dosis de dolor era casi la justa. A eso de las diez de la noche, teníamos hambre. En el hotel nos indicaron un restaurante todavía abierto. Deambulamos por Douai hasta que lo encontramos. Recorrimos un río que se llama Scarpe, me dijo Odile, no sé por qué se me quedó ese nombre, me explicó otras cosas sobre los edificios, me mostró el palacio de justicia. Hacía viento y caía una suerte de llovizna húmeda, pero me gustaba la atmósfera opaca, el silencio, las farolas curiosas, estaba dispuesto a quedarme a vivir allí. Odile caminaba animosamente, con la nariz hinchada por el frío. Me apetecía tomarla por el talle, tenerla pegada a mí, pero me contuve. Nosotros no hacíamos ese tipo de tonterías. En el restaurante pedimos sopa de verduras y jamón con su hueso. Odile quiso té y yo cerveza. Me dijo, no deberías tomar alcohol. Yo dije, eres muy amable preocupándote por mí. Odile sonrió. Dije, me ha impresionado esa gente. Llevo una vida de gilipollas. No veo más que a gilipollas insulsos. Ella dijo, no todo el mundo tiene la suerte de vivir en una cuenca minera. — Tú también me impresionas ¡Hombre, por fin!, dijo Odile e hizo un gesto para que yo desarrollase el concepto. — Eres una persona comprometida, solidaria, fuerte. Eres guapa. — ¿Rémi? ¿Hola? ¿Estás bien? — No, de verdad, luchas con ellos, por ellos. — Es mi trabajo. — Podrías hacerlo de otra manera. Mantenerte más distante. Los obreros te quieren. Odile se rió (ya he mencionado que me encantaba su risa). — ¡Los obreros me quieren! El pueblo me quiere, ya ves, debería dedicarme a la política. Y tú, esta noche, vas a dormir muy bien pobrecito mío. — No deberías reírte. Hablo en serio. Cómo has bailado, has quitado la mesa, las palabras de aliento que has pronunciado, hoy has encantado a todos. — ¿No me has visto un poco amondongada con este pantalón? — No. — ¿Crees que llevo el pelo como un rastrillo? — Sí. Pero me gusta más que ese casquito de esta mañana. De pronto pensé, mañana estaremos en París. Mañana por la noche Odile estará en su casa, en la placentera celda, con hijos y marido. Yo, el diablo sabe dónde. Habitualmente no tiene importancia pero, habida cuenta de que las cosas han tomado un giro anormal, pensé, cúrate en salud muchacho. Me saqué el móvil del bolsillo, le dije a Odile, disculpa, y busqué a Loula Moreno. Es guapa, divertida, desesperada. Exactamente lo que necesito. Escribí «¿Libre mañana por la noche?». Odile soplaba en la sopa. Me invadió una suerte de pánico. Una angustia de abandono. De niño, mis padres me dejaban con otros. Permanecía inmóvil en la oscuridad y me hacía cada vez más pequeño. Se encendió el móvil y leí «Libre mañana por la noche ángel mío, pero tendrás que venir a Klosterneuburg». Recordé que Loula estaba rodando una película en Austria. ¿Y ahora a quién? ¿Todo bien?, me preguntó Odile. Muy bien, dije. — Pareces disgustado. — Un cliente que aplaza una cita, nada importante. Después adopté un aire indiferente y aventuré, ¿qué haces mañana por la noche? Celebramos los setenta años de mi madre, contestó Odile. — ¿En casa? — No, en casa de mis padres, en Boulogne. Le sienta bien recibir a gente. Salir a comprar, guisar para todo el mundo. Me da miedo que mis padres se hundan en la melancolía. — ¿No hacen nada? — Mi padre es inspector de Hacienda, tuvo un despacho con Raymond Barre en Matignon, y luego dirigió la banca Wurmster. ¿Te suena el nombre de Ernest Blot? — Vagamente. — Tuvo que dejarlo todo por un problema cardiaco. Ahora preside el consejo de administración pero es un cargo honorífico, hace un poco de vida social, le da vueltas a lo mismo. Mi madre, nada. Se siente sola. Mi padre es odioso. Tendrían que haberse separado hace tiempo. Odile se ha acabado el té, saca la rodaja de limón del fondo de la taza y le quita la piel. Uno de los efectos del deterioro sentimental es que ya nada fluye. Todo se transforma en signo, todo hay que descifrarlo. Cometí la locura de imaginar que aquellas últimas palabras contenían un mensaje y dije, ¿habéis pensado ya en separaros, tu marido y tú? Inmediatamente me cubrí la cara con las manos y dije, me trae sin cuidado, olvida la frase, me trae totalmente sin cuidado. Cuando aparté las manos, Odile dijo, él debe de pensarlo a diario, soy inaguantable. Yo dije, estoy seguro. Robert también es inaguantable, pero sabe recuperarme, dijo ella comiéndose el limón. No me gustó que utilizara la misma palabra que no significa nada para los dos, no me gustó que dijera Robert, la irrupción de la palabra Robert en la conversación. Me irritó que dejara entrever su vida, que me importa un pepino, con tal futilidad. Es una estupidez pensar que el sentimiento acerca, por el contrario, consagra la distancia entre las personas. Durante el día, en plena efervescencia, bajo la lluvia, en el estrado con su micro, en el coche, en la habitación con las cortinas corridas, Odile había parecido al alcance de la cara, al alcance de las caricias. Pero en aquel restaurante tétrico, casi vacío, en el que me puse, sin querer, a espiar el menor de sus gestos, la tonalidad de cada palabra, con atención febril, se zafó, se desvaneció en el mundo en el que yo no entro. Dije, me pegaría un tiro a los dos días si tuviera que vivir aquí. Odile se rió (con una risa que me pareció amarga y convencional). — Hace diez minutos asegurabas lo contrario. Te entusiasmaba Douai. — He cambiado de opinión. Me pegaría un tiro. Odile se encogió de hombros. Mojó un trozo de pan en los restos de sopa reblandecida. Me dio la impresión de que se hallaba al borde del aburrimiento. Yo mismo me sentí al borde del aburrimiento, invadido por la melancolía de los amantes cuando ya no sucede nada al margen de la cama. No se me ocurría nada que decir. Oí la lluvia que volvía y batía la ventana. Odile puso cara de consternación y dijo, ¡no hemos cogido el paraguas! Pensé en el vaciador que se reía enseñando sus dientes totalmente ennegrecidos, en la organizadora con su falda plisada que la engordaba y, sabe Dios por qué, en mi padre, carrocero, en la porte de Pantin, chillando contra el ferrallista porque la cristalera del tejado dejaba filtrar el agua. Tuve la tentación de contárselo a Odile pero me duró medio segundo. Desplegué mi lista de contactos en el móvil y me tropecé con Yorgos Katos. Pensé, ya está, vete a perder la camisa al póquer muchacho. Escribí «¿Necesitáis un incauto en una mesa mañana por la noche? Billetes de mil que pulirse». ¿A quién le escribes?, dijo Odile. — A Yorgos Katos. ¿No te he hablado nunca de Yorgos? — Nunca. — Un amigo que se gana la vida con el juego. Un día, hace años, estaba jugando con Omar Sharif en un torneo de bridge. Sentía una nube de muchachas aglomeradas a su espalda. Pensó eso es que saben que juego mucho mejor que él. Ni por un segundo se le ocurrió que lo que querían era ver a Omar Sharif de frente. Odile dijo que estaba enamorada del príncipe de los desiertos de Lawrence de Arabia. Ella veía a Omar Sharif enfundado en un turbante a lomos de un caballo negro, y no encogido ante una mesa de bridge. Me pareció que tenía toda la razón. Me sentía ligero de nuevo. Todo volvía al orden.