VIRGINIE DÉRUELLE

Ya en la escalera, oí cantar a Édith Piaf a grito pelado. No sé cómo aguantan ese volumen las demás internas. No me gustan nada esas voces de miseria y ese modo de arrastrar guturalmente las erres. Me agrede. Mi tía abuela está en una residencia para ancianos. Más que en una residencia en una habitación porque no sale casi, y yo en su lugar haría lo mismo. Hace labores de patchwork con ganchillo; colchas, fundas de almohada o cuadrados que no sirven para nada. En realidad, nada tiene utilidad alguna, porque las labores de mi tía son nidos de polvo horrorosos y pasados de moda. Las aceptamos fingiendo estar contentos y al llegar a casa las metemos en el fondo de un armario. Nadie se atreve a tirarlas por superstición, sin que haya modo de encontrar a quien regalárselas. Recientemente, le han regalado un lector de CD que puede utilizar fácilmente. Le encanta Tino Rossi. Pero también escucha a Édith Piaf y algunas canciones de Yves Montand. Cuando he entrado en su habitación, mi tía estaba intentando regar un cactus inundando la mesita mientras Piaf vociferaba «J’irais jusqu’au bout du monde / Je me ferais teindre en blonde / Si tu me le demandais…»[3]. Enseguida he bajado el volumen y he dicho, Marie-Paule, el cactus no necesita mucha agua. Éste no, ha dicho mi tía abuela, a éste le gusta el agua, ¿has quitado tú el Hymne à l’amour? No lo he quitado, he bajado el sonido. ¿Cómo estás cariño? Caramba ¿no te rompes la crisma con esos zapatos?, ¡estás altísima por Dios! — Eres tú que te encoges Marie-Paule. — Pues menos mal que me encojo, ya ves dónde vivo. «Je renierais ma patrie / Je renierais mes amis / Si tu me le demandais…»[4] Apago la música. Digo, me pone de los nervios. ¿Quién?, dice mi tía, ¿Cora Vaucaire? — No es Cora Vaucaire, Marie-Paule, es Édith Piaf. Nada de eso, es Cora Vaucaire. El Hymne à l’amour es de Cora Vaucaire, todavía conservo mi sano juicio, dice mi tía. Bueno, como quieras. Pero lo que me pone de los nervios es la canción, no puedo con las canciones de amor, digo. Cuanto más conocidas, más tontas son. Si fuera la reina del mundo, las prohibiría. Mi tía se encoge de hombros. No se sabe lo que os gusta, a los jóvenes de hoy en día. ¿Quieres zumo de naranja Virginie? Me señala una botella ya empezada, abierta hace mil años. Declino el ofrecimiento y digo, a los jóvenes de hoy en día les encantan las canciones de amor. Todos los cantantes las componen, sólo a mí me ponen de los nervios. Cambiarás de opinión el día en que conozcas a un chico que te guste, dice mi tía. Ha conseguido irritarme en treinta segundos. Tan rápidamente como mi madre. Debe de ser un rasgo de las mujeres de mi familia. Sobre su mesa de cabecera hay una foto enmarcada de su marido fumando en pipa. Un día me mostró el cajón de la cómoda enteramente dedicado a él. Conserva todas sus cartas, sus mensajes, sus regalitos. No tengo un recuerdo nítido de mi tío abuelo, era muy pequeña cuando murió. Me siento. Me dejo caer en la gran butaca blanda que ocupa demasiado espacio. Es triste esta habitación. Hay demasiadas cosas, demasiados muebles. Saco del bolso los ovillos de algodón que encargó. Corre a guardarlos en un cesto al pie de la cama. Se sienta en la otra butaca. Bueno, pues cuéntame cosas, dice. Cuando está lúcida, no entiendo qué hace sola aquí, en esta cárcel, lejos de todo. Alguna vez, por teléfono, me da la impresión de que acaba de llorar. Pero desde la explosión de la fuente de arroz, sé que mi tía cada vez está menos en su sano juicio como dice ella. La última vez que mis padres y yo fuimos a su casa, mi tía había colocado una fuente de vidrio llena de arroz hervido de la víspera en una placa encendida desde dos horas antes de la cena. Por más que se calentaba, el arroz seguía frío en la superficie. Mi tía acababa de removerlo con una espátula, es decir, de esparcirlo por la encimera. Imposible aconsejarle o incluso entrar en la cocina. En un momento dado la sorprendimos por el resquicio de la puerta, con los brazos sumergidos en el arroz como si estuviera enjabonando a un perro sarnoso. A las ocho, la fuente explotó, sembrando la cocina de granos y de fragmentos de vidrio. A raíz de ese incidente mis padres decidieron internarla en una residencia. Digo, ¿te gustaba que Raymond fumara en pipa? ¿Fumaba en pipa? En la foto sale fumando en pipa. — Bueno, de vez en cuando le gustaba darse tono. Y, además, yo no lo controlaba todo, sabes. ¿Y tú cuándo te casarás pequeña? Digo, tengo veinticinco años MariePaule, me sobra tiempo. Dice, ¿quieres zumo de naranja? — No gracias. Pregunto, ¿os erais fieles? Se ríe. Alza los ojos al cielo y dice, un representante de peletería, ya ves, ¡me importaba un pimiento, como puedes comprender! Hay personas cuya cara de jóvenes ya no puedes imaginar. Se ha borrado con los años. Con otras ocurre lo contrario, parece que se iluminen como las de un crío. Lo veo en la clínica con los inválidos. Lo veo también con mi tía Marie-Paule. — ¿Hablaba mucho Raymond? Medita y dice, no, mucho no. Un hombre no necesita hablar mucho. Digo, tienes razón. Se enrolla un trozo de lana en los dedos, todavía estoy en mi sano juicio sabes. — Ya sé que estás en tu sano juicio, y por cierto vas a darme tu opinión sobre una cosa importante. Dice, de acuerdo. ¿Quieres un zumo de naranja? Digo, no gracias. Pues verás. ¿Te acuerdas de que soy secretaria en una clínica? — Eres secretaria en una clínica, sí, sí, sí. — Trabajo en una clínica con dos oncólogos. — Sí, sí, sí. — Y hay una paciente del doctor Chemla, de tu edad, que viene siempre acompañada de su hijo. Es simpático, dice mi tía. — Es muy simpático. Y más teniendo en cuenta que su madre es de lo más cargante. Es viejo, incluso puede que tenga unos cuarenta años. A mí me gustan los viejos. Me aburro con los chicos de mi edad. Un día coincidimos fumando un cigarrillo fuera. La verdad es que hacía tiempo que me había fijado en él. Te lo describo: moreno, no muy alto, se parece en menos guapo a ¿sabes el actor Joaquin Phoenix? Un español, dice mi tía. — Sí… bueno tanto da. Pues eso, fumamos bajo el tejadillo. Yo le sonrío. Él también me sonríe. Los dos allí fumando y sonriéndonos. Intento que me dure el cigarrillo pero me lo acabo antes que él. Como estoy en el trabajo y con la bata blanca, no puedo quedarme más tiempo. Le digo, hasta luego, y vuelvo a mi sótano. Conforme transcurren los meses y las consultas, intercambio algunas palabras con él. Combino las visitas, busco direcciones para realizar cuidados complementarios. Un día su madre me ofrece bombones, me dice, los ha elegido Vincent, en otra ocasión lo veo ante un ascensor que no llega y le indico que hay uno para el personal, bueno ese tipo de cosas. Los días en que veo escrito Zawada en la agenda (es su apellido), me llevo una alegría, me maquillo con esmero. ¿Quieres un vaso de zumo de naranja?, dice mi tía. — No gracias. Se llama Vincent Zawada. ¿No crees que es un nombre bonito? Ah pues sí, dice mi tía. — Ahora es como un sueño, vienen todas las semanas a la clínica porque a ella le están haciendo radioterapia. El lunes volvimos a vernos él y yo bajo el tejadillo, para fumar un cigarrillo. Ese día yo llegué después. Es como Raymond. Nada hablador. Mi tía opina. Me escucha juiciosamente, con las manos pegadas a las rodillas. De vez en cuando mira hacia fuera. Delante de su ventana se yerguen dos álamos que ocultan en parte los edificios de enfrente. Digo, me armo de valor y me atrevo a preguntarle a qué se dedica. Porque es un poco raro que un hombre esté libre todo el día. Mi tía dice, claro, claro. Sus ojos azul oscuro se abren como platos. Puede enhebrar un hilo en una aguja pequeña sin gafas. Digo, se dedica a la música. Es pianista y también compone. Al cabo de un rato, se acaba el cigarrillo. Y entonces, en vez de volver con su madre a la sala de espera, sin ningún motivo, porque hemos dejado de hablar, se queda allí. Me espera. No tiene ningún motivo para quedarse fuera, ¿no te parece? Mi tía sacude la cabeza. Porque además hace un día frío y feo. Nos quedamos ahí los dos como la primera vez, sonriéndonos. No se me ocurre nada que decirle. Me vuelvo tímida con ese hombre, y eso que yo soy más bien atrevida en general. Cuando me acabo el cigarrillo, él empuja la puerta vidriera para cederme el paso (lo que confirma que me había esperado), y me dice, tomemos su ascensor. Hubiéramos podido coger otro, o hubiera podido no decir nada, ¿no? Tomemos su ascensor es una forma de socializar, ¿no crees? Sí que lo creo, dice mi tía. En el ascensor, que es un montacamillas, muy hondo, se pone a mi lado, como si el ascensor fuera muy pequeño. Te lo juro Marie-Paule, le digo a mi tía, tampoco es que se me pegue pero, teniendo en cuenta la amplitud del ascensor, se pone realmente muy cerca. Por desgracia, el ascensor baja volando de la planta baja al sótano dos. Abajo, recorremos unos metros juntos, luego él se vuelve a la sala de espera y yo a la secretaría. No hubo nada, bueno nada concreto, pero cuando nos separamos, en la intersección de los pasillos, me dio la impresión de que nos despedíamos en el andén de una estación, después de un viaje secreto. ¿Crees que estoy enamorada Marie-Paule? — Desde luego, lo pareces, dice mi tía. — Ya sabes que yo nunca he estado enamorada. O a la sumo durante dos horas. Mucho no son dos horas, dice mi tía. — ¿Y ahora qué hago? Si cuento con nuestros encuentros en la clínica, las cosas se van a estancar. Entre los pacientes, el teléfono y los informes de la consulta, no estoy nada disponible en la clínica. No, dice mi tía. — ¿Crees que le gusto? Está claro que le gusto, ¿no? Seguro que le gustas, dice mi tía, ¿es español? No te fíes de los españoles. — ¡Que no es español! — Ah bueno, pues mejor. Mi tía se levanta y se acerca a la ventana. Los árboles se mueven con el viento. Se mecen a la vez, las ramas y las hojas se encrespan en las mismas direcciones. Mi tía dice, mira mis álamos. Mira cómo se divierten. Ya ves dónde me han metido. Menos mal que tengo ahí a mis dos muchachos. Me llenan el antepecho de la ventana de semillas, ya sabes esa especie de oruguitas, atraen a los pájaros. ¿No quieres un zumo de naranja? No gracias, Marie-Paule. Tengo que marcharme, digo. Mi tía se levanta y hurga en el cesto de las lanas. Dice, ¿podrías traerme un ovillo de hilo Diana-Noel, verde, como éste? Claro, digo. La estrecho en mis brazos. Es minúscula mi Marie-Paule. Me rompe el corazón dejarla aquí sola. En la escalera, vuelvo a oír a Édith Piaf. Me parece oír cantar a alguien con ella. Subo unos escalones y distingo, en medio de una música arrebatadora, la voz frágil de mi tía: «C’est inouï, quand même / T’en fais jamais trop / T’es l’homme, t’es l’homme, t’es l’homme / T’es l’homme qu’il me faut.»[5]