RAOUL BARNÈCHE

Me he comido un rey de tréboles. No del todo, pero casi. Soy un hombre que ha llegado al extremo de meterse en la boca un rey de tréboles, de hacer trizas una parte, de masticarlo como un salvaje masticaría carne cruda y de tragármelo. Lo he hecho. Me he comido un naipe sobado por decenas de otros antes que yo, en pleno torneo de Juan-les-Pins. Únicamente reconozco una cosa, el error de entrada. Jugar con Hélène. Haberme dejado atrapar por la musiquilla sentimental de las mujeres. Desde hace años sé que no debo jugar en equipo con mi mujer Hélène. Los tiempos en que podíamos hacerlo, con espíritu de armonía —la palabra es exagerada y no existe en el bridge—, digamos de indulgencia, en cualquier caso por mi parte, con un espíritu, busco la palabra, de conciliación, pasaron hace mucho. Un día ganamos juntos el campeonato de Francia pareja mixta open, un afortunado azar. Desde entonces, nuestra alianza no ha producido chispa alguna y me ha jorobado las coronarias. Hélène no sabía jugar al bridge cuando la conocí. Un amigo la llevó al café donde estábamos jugando una noche. Estudiaba secretariado. Se sentó a mirar. Después volvió. Yo se lo enseñé todo. Mi padre era obrero especialista en maquinaria en Renault y mi madre costurera. Hélène procedía del norte. Sus padres eran obreros del textil. Hoy en día todo eso se ha democratizado pero antes no había gente como nosotros en los clubs. Antes de que lo dejara todo por el juego, yo era ingeniero químico en Labinal. De día en Saint-Ouen, por las noches en Darcey, en la place Clichy, y después en los clubs. Los fines de semana en el hipódromo. La joven Hélène conmigo. No se puede contagiar la pasión por las cartas. En el cerebro hay una casilla aparte. Hay una casilla cartas. El que no la tiene no la tiene. Pueden tomarse todas las clases del mundo, no hay nada que hacer. Hélène la tenía. A pequeña distancia, jugaba dignamente. Las mujeres no pueden concentrarse en distancias largas. Después de trece años de jugar al bridge por separado, una buena mañana Hélène se despierta y sugiere que volvamos a jugar el torneo de Juan-les-Pins juntos. Juan-les-Pins, el cielo azul, el mar, el recuerdo de un mesón en Le Cannet, a saber qué imagen tenía ella en la cabeza. Yo hubiera debido decir que no y dije que sí como todo hombre que se hace viejo. El drama se produjo durante el decimoséptimo reparto. Norte-sur subasta cinco de picas. Yo salgo con el dos de diamantes, pequeño del muerto, as de Hélène, pequeño. Hélène juega su as de tréboles, norte pone pequeño, yo tengo tres tréboles de rey, pongo el nueve, pequeño del muerto. ¿Qué hace Hélène? ¿Qué hace una mujer a quien se lo enseñé todo y que se ha convertido supuestamente en una cabeza de serie? Vuelve a jugar diamantes. Yo había jugado el nueve de tréboles. ¡Y Hélène vuelve a jugar diamantes! Teníamos tres bazas aseguradas y sólo hicimos dos. Al final de la partida, exhibí mi rey de tréboles y grité, ¿qué hago con él ahora? ¿Me lo trago? ¿Tú quieres matarme Hélène? ¿Quieres que me dé un ataque en pleno palacio de congresos? Sacudí la carta ante sus narices y me la metí en la boca. Al tiempo que comenzaba a masticar, articulé, ¿verdad que has visto mi nueve de tréboles, imbécil? ¿Crees que he echado el nueve porque sí? Hélène se quedó petrificada. Los adversarios se quedaron petrificados. Eso me enardeció. Cuando uno come cartón enseguida le entran ganas de vomitar, pero yo lo ataqué a dentelladas, concentrándome en la masticación. Percibí un movimiento a nuestro alrededor, oí una risa, vi acercarse el rostro de mi amigo Yorgos Katos, antiguo jugador de la place Clichy. Yorgos dijo, qué coño haces Raoul, escupe esa mierda muchacho. Yo dije, con mucho esfuerzo, porque me había empeñado en engullir aquel rey de tréboles, ¿dónde ha metido ésa su bastón de ciego? ¿Eh? ¡Vamos, chata, saca el bastón de ciego! Yorgos dijo —bueno, eso creo—, no irás a ponerte así por un torneo, Raoul, un torneo de playa. Es la última frase que recuerdo. Oí llamar al árbitro, la mesa se bamboleó, Hélène se levantó, tendió los brazos, yo intenté alcanzar sus dedos, la vi oscilar en círculo con los demás por encima de mi cabeza, sentí unos cuerpos pegados a mí, me entró una náusea, poté en el tapete, y eso fue todo. Me desperté en una habitación de color verde anís que no conocía y que resultó ser nuestra habitación del hotel. Tres personas hablaban en voz queda ante el umbral de la puerta. Yorgos, Hélène y un desconocido. Luego el desconocido se marchó. Yorgos miró hacia la cama y dijo, vuelve en sí. Yorgos tiene el pelo igual que Joseph Kessel. Una especie de melena leonina que gusta a las mujeres y que yo envidio. Hélène se abalanzó a mi cabecera, ¿cómo estás? Me acarició con cariño la frente. Yo dije, ¿qué pasa? — ¿No te acuerdas? Anoche te dio un pequeño ataque de nervios durante el torneo. Te zampaste un rey de tréboles, dijo Yorgos. ¿Que me zampé un rey de tréboles? Me incorporé, lo que me supuso un inmenso esfuerzo. Hélène me acomodó las almohadas. Le iluminaba la cara un rayo de sol, estaba tan guapa como siempre. Dije, Bilette tesoro. Ella me sonrió, el doctor te inyectó un calmante Rouli (nos llamamos Bilette y Rouli en la intimidad). Yorgos abrió la ventana. Se oyeron gritos de niños y la música de un tiovivo. De pronto me volvieron, no sé por qué, imágenes perdidas, el tiovivo vacío del balneario adonde íbamos cuando era pequeño, el organillo, el tiempo gris. Estábamos en el camping. Yo esperaba el final del día bajo el tejadillo de la cantina viendo dar vueltas a los animales. Me sobrevino una violenta tristeza. Pensé, ay Dios ¿qué me habrá dado ese médico loco? Os dejo, dijo Yorgos. Hoy mejor que te quedes en la cama. Ya pasearás mañana. Te sentará bien un poco de naturaleza y una pizca de brisa marina. Yorgos y yo nos conocimos en un bistró que hacía esquina con Batignolles. Teníamos veinte años. Cuando cerraba el Darcey, a las dos de la mañana, nos plantábamos en el Pont Cardinet. Nos pasamos la vida entera sin preocuparnos por la luz del día. Del club a la cama y de la cama al club. Jugamos a todos los juegos, al póquer, al backgammon, desplumamos a gran número de palomos en los reservados. Con el bridge disfrutamos, participamos en los grandes campeonatos internacionales. Yorgos era el último tipo que hubiera podido recomendarme la naturaleza y los paseos. Venía a ser como aconsejarme la tumba. Dije, ¿qué pasó? ¿Es grave? ¿No te acuerdas Rouli?, dijo Hélène. No del todo, dije. Buena suerte chata, dijo Yorgos. Besó a Hélène y se marchó. Hélène me trajo un vaso de agua. Dijo, te enfadaste al final de un reparto. — ¿Por qué no estamos en el torneo? — Nos han largado. No sé por qué esas musiquillas de feria y esos organillos te dejan la cabeza hecha un bombo. Dije, cierra la ventana Bilette, y las cortinas también, voy a dormir un rato más. Al día siguiente, hacia el mediodía, me desperté de verdad en el momento en que Hélène volvía con paquetes y un nuevo sombrero de paja rosa. Me encontró buena cara. Ella misma parecía encantada de sus compras, dijo, ¿qué te parece, no es muy grande? También había uno con cintas lisas. Puedo cambiarlo, de todas formas tenemos que volver para comprarte uno a ti. Dije, un sombrero de paja como los viejos, sí hombre, ¿y qué más? Hélène dijo, el sol pega, encima no querrás coger una insolación. Una hora después, estaba sentado en la terraza de un café del casco antiguo, con gafas nuevas y un sombrero de paja trenzada. Hélène había comprado una guía turística y se entusiasmaba en cada página. Entretanto, yo subrayaba discretamente unos caballos que me gustaban en Paris Turf (Hélène me había permitido comprarlo pero no consultarlo). Ella volvió a poner el asunto sobre el tapete. De repente dijo, no me hizo mucha gracia que me llamaras imbécil delante de todo el mundo. — ¿Que yo te llamé imbécil, Bilette, cariño? — Delante de todo el mundo. Hizo un pequeño mohín de niña ofendida. Eso no está nada bien, dije. — Y lo del bastón de ciego, fue realmente odioso, no se le puede decir a tu mujer, vamos, chata, saca el bastón de ciego, delante de quinientas personas. — Delante de quinientas personas, exageras un poco. — Todo el mundo lo sabe. — No era yo Bilette, bien te darías cuenta. — Pero no deja de ser inquietante que te comieras esa carta. Me encogí de hombros y arqueé el cuello como lo haría un hombre avergonzado. Hacía calor. Delante de nosotros desfilaba gente con ropas holgadas y bolsos de tela, niños que comían helados y jovencitas cubiertas de colgantes. No se me ocurría nada que decirle a Hélène. Miraba pasar a aquel mundo abigarrado y lúgubre. Hélène dijo, ¿por qué no vamos a visitar el Fort Carré? ¿O el museo arqueológico, si no? — De acuerdo. ¿Cuál de los dos?, dijo Hélène. — El que tú prefieras. — Quizá el museo arqueológico. Están los objetos que encontraron en los barcos griegos y fenicios. Jarrones, joyas. — Estupendo. Al pasar por una calle próxima, vi un bar en el que daban carreras en directo. Dije, Bilette, ¿y si nos separamos durante una horita? Si entras en ese bar, me vuelvo ahora mismo a París, dijo Hélène. Cogió el Paris Turf que yo me había metido en el bolsillo y comenzó a sacudirlo en todas direcciones. — ¿De qué sirve estar casados si no hacemos nada juntos? ¿De qué sirve? — Me aburren los fenicios, Bilette. — Si te aburren los fenicios, no habernos fastidiado el torneo. — No fui yo quien fastidió el torneo. — ¿Que no fuiste tú? ¿No fuiste tú quien enloqueció, quien me insultó y quien vomitó? — Fui yo. Pero no sin motivo. Nos habíamos apeado a la calzada y un coche nos soltó un violento bocinazo. Hélène golpeó el capó con el periódico. El tipo la insultó por la ventanilla, ella gritó, ¡calla la boca! Quise cogerla del brazo para que subiera a la acera pero me lo impidió. — Echaste un dos de diamantes Raoul, pensé que tenías un triunfo en diamantes. — Si necesito que tú juegues también diamantes, echo el dos de tréboles. — ¿Cómo sé yo que tú tienes rey en tercera? — No lo sabes, pero si ves que yo echo el nueve, tienes que entender que es una señal. Si tu pareja echa un nueve, ¿cómo se llama eso Hélène? Una señal. — Lo interpreté mal. — No es que lo interpretaras mal, lo que pasa es que no miras las cartas, hace años que no miras las cartas. — ¿Cómo lo sabes, si no juegas conmigo? — ¡Toma, claro! Se había formado un pequeño tropel de gente a nuestro alrededor. El sombrero de paja rosa de Hélène era demasiado ancho (en ese punto tenía razón) y yo me sentía un tanto ridículo con el mío. A Hélène se le habían humedecido los ojos y comenzaba a enrojecérsele la nariz. Observé que al parecer se había comprado unos pendientes de tipo provenzal. De repente me invadió una ola de ternura hacia aquella mujercita de mi vida y dije, perdóname Bilette, me irrito por cualquier cosa, ven, vamos a tu museo, me sentará bien ver ánforas y todas esas cosas. Mientras me la llevaba (no sin hacer un pequeño gesto de despedida a los curiosos), Hélène dijo, de verdad Rouli, si te aburren las piedras antiguas, podemos ir a otro sitio. No me aburren en absoluto, y mira lo que hago. Con un gesto solemne, le cogí el Paris Turf y lo arrojé a una papelera. Mientras caminábamos por las calles atestadas cogidos por la cintura, dije, y luego nos daremos una vuelta por el casino. Abre a las seis. Si no te apetece quedarte conmigo en el black-jack, siempre puedes jugar a la boule, cielo mío.