LOULA MORENO

Anders Breivik, el noruego que fusiló a sesenta y nueve personas y mató a ocho más con una bomba, dijo al tribunal de Oslo, «habitualmente soy una persona muy simpática». Cuando leí esa frase enseguida pensé en Darius Ardashir. Habitualmente, cuando no se esmera en destruirme, Darius Ardashir es muy simpático. Aparte de mí, de su propia mujer tal vez, y de las que tuvieron la desgracia de apegarse a él, nadie sabe que es un monstruo. La periodista que me entrevista esta mañana es el tipo de mujer que se toma el té con gestos cautelosos y toda una serie de pequeños rituales irritantes. Ayer, sobre las seis de la tarde, Darius Ardashir me dijo, te vuelvo a llamar dentro de un cuarto de hora. Mi móvil, sobre la mesa, no suena ni se enciende. Son las doce del mediodía. Durante la noche casi me he vuelto loca. Acaba de cumplir treinta años, dice la periodista, ¿tiene un deseo? — Tengo cien. — Uno cualquiera. Digo, interpretar a una monja. O que se me ondule el pelo. Respuestas desconcertantes. Pretendo dármelas de ingeniosa. No sé permanecer sencillamente a flor de tierra. — ¡Una monja! La periodista compone una sonrisa torcida que se supone confirma que yo sería la primera en ser elegida para ese papel. — ¿Por qué no? — ¿Cuál es su principal defecto? — Tengo mil. — El que le gustaría eliminar. — Mi mal gusto. — ¿Tiene usted mal gusto? ¿En qué terreno? Los hombres, digo. Lo lamento de inmediato. Siempre hablo demasiado. Una chiquilla limpia una mesa a nuestro lado. Pasa un trapo mojado por la madera encerada efectuando el correcto movimiento circular, desplaza la fosforera, coloca la carta de repostería en otra mesa, vuelve a dejar cada cosa en su sitio y se va. Desde donde estoy, la veo junto a la barra, pidiendo que se le asigne otra tarea. La camarera titular le entrega una bandeja en la que coloca unos cartones publicitarios doblados en forma de tienda de campaña y le señala unas mesas vacías. La pequeña se esmera en disponerlos junto a las macetas de violetas. Me encanta su seriedad. ¿Tiene usted un tipo de hombre?, pregunta la periodista. Los machos peligrosos e irracionales, me oigo contestar. Me reprimo soltando una risita, no escriba eso señora, hablo por hablar. — Qué lástima. — No me atraen los hombres guapos, impecables, tipo Mad Men, me gustan los machacadillos por la vida, que parecen de mal humor, que no hablan demasiado. Podría seguir largando pero estoy a punto de atragantarme con un hueso de aceituna. No escriba todo esto, digo. — Ya lo he escrito. — No lo publique, no tiene ningún interés. — Al contrario. — No me apetece hablar de mí en estos términos. — A los lectores les encantará, les hace usted un regalo. Se ajusta la falda bajo el culo y pide más agua caliente para su té. Yo me acabo las aceitunas y pido otra copa de vodka. Me dejo liar, no tengo autoridad sobre esta gente. La periodista me pregunta si estoy acatarrada. No, digo, ¿por qué? Dice que normalmente tengo la voz más grave. Dice que tengo tonalidades de alcoba. Me río tontamente. Cree darme gusto con esa expresión estúpida. El móvil, sobre la mesa, sigue sin dar señales de vida. Ninguna. Ninguna. La niña pasa tranquilamente entre los canapés, la barbilla bien erguida. — ¿De dónde le viene el nombre de Loula Moreno? No es el suyo auténtico, ¿verdad? — Viene de una canción de Charlie Odine… «De vaines promesses sur des coins de table / Dans des lits d’imprésarios minables / Loula t’attends que l’grand jour arrive / Aux entrées des palaces que t’enjolives…»[2] — ¿Llega el gran día? — ¿En la canción? No. — ¿Ha llegado para usted? — Tampoco. Me acabo el vodka y me río. Es maravilloso que tengamos la risa. Es como un comodín. Funciona en cualquier sentido. La chiquilla se va. Vuelve a ser una niña con un impermeable y una cartera. En el momento en que desaparece tras la puerta de madera acristalada, veo entrar a Darius Ardashir. Sé que suele venir por este bar. Lo cierto es que incluso he elegido este bar con la ínfima esperanza de verlo. Pero Darius Ardashir no viene con sus habituales conspiradores con trajes y corbatas oscuros (nunca he entendido a qué se dedica de verdad, es la clase de tipo cuyo nombre aparece un día involucrado con la política y al día siguiente con un grupo industrial o una venta de armas), viene con una mujer. Despacho la copa de un trago y me abraso la glotis. No estoy acostumbrada a beber. Sobre todo por las mañanas. La mujer es alta, de aire clásico con un moño rubio. Darius Ardashir la conduce hacia dos sillones angulares, al lado del piano. Tiene el pelo húmedo. Le ha posado la mano en la espalda. Yo no he oído la pregunta de la periodista. Digo, perdón, disculpe. Alzo el brazo hacia el camarero, pido otro vodka. Me despierta, le digo a la periodista, no he dormido mucho esta noche. Siempre tengo que justificarme. Es absurdo. Tengo treinta años, soy famosa, puedo hacer lo que me venga en gana. Darius Ardashir intenta cerrar un pequeño paraguas estampado. Brega con las varillas sin la menor inteligencia. Acaba aplanándolas a la fuerza y arrugando la tela de cualquier modo. La mujer se ríe. Esa escena me mata. ¿Siente nostalgia de su infancia?, dice la periodista. Por su manera de inclinarse hacia mí, como se hace con los sordos, imagino que ya me ha hecho la pregunta por lo menos una vez. Ah, no, en absoluto, digo, no me gustaba la infancia, quería ser mayor. Ella vuelve a inclinarse, dice algo que no oigo, cojo el móvil, me levanto, digo, discúlpeme un segundo. Me dirijo hacia los servicios lo más discretamente posible. Oscilo un poco por culpa del vodka. Me observo en el espejo. Estoy pálida, apruebo mis ojeras. Soy una chica atractiva. Escribo en el móvil: «Te estoy viendo». Envío el mensaje a Darius Ardashir. Hace unos días le dije que era su esclava y que quería que me llevara atada con una correa. Darius Ardashir me contestó que no le gustaba ir cargado y que hasta un maletín le molestaba. Vuelvo al local con precaución. No miro hacia el piano. Cuando la periodista me ve volver, se le ilumina el semblante de modo casi maternal. ¿Podemos continuar?, dice. Sí, digo. Me siento. Ha tenido que recibir mi mensaje, Darius Ardashir vive colgado del teléfono. Me echo hacia atrás, estiro mi cuello de cisne. Sobre todo no debo mirar en su dirección. La periodista hurga en sus notas y dice, en una ocasión dijo usted… — Dios mío. — Dijo usted, los hombres son los invitados del amor. — ¿Yo dije eso? — Sí. — No está mal esa frase. — ¿Puede desarrollarla? Digo, ¿me abroncarán si fumo? — Me temo que sí. Se ilumina el móvil. Darius Ardashir me contesta. «Hola picaruela». Me vuelvo. Darius Ardashir está pidiendo bebidas. Lleva una chaqueta marrón y una camisa beige, la mujer rubia está enamorada de él, se nota a la legua. Hola picaruela como si tal cosa. Darius Ardashir es el genio del presente puro. La noche borra toda huella de la víspera y las palabras rebotan ligeras como globos de helio. Le escribo «¿Quién es?». Me arrepiento al instante. Escribo «No, si me importa un pimiento». Pero lo borro, afortunadamente. La periodista suspira y se reclina contra el respaldo del sillón. Escribo «Teníamos que cenar esta noche. ¿¡No!?». Lo borro, lo borro. Los reproches hacen que los hombres se larguen pitando. Al comienzo Darius Ardashir me decía, te amo con la cabeza, con el corazón y con el rabo. Le repetí la frase a Rémi Grobe, mi mejor amigo, que dijo, un poeta ese tío, tengo que probarla, con algunas ceporras tiene que funcionar. Conmigo funciona de maravilla. No me apetece oír músicas demasiado sutiles. Le digo a la periodista, ¿de qué hablábamos? Mueve la cabeza, ya no lo sabe ni ella. Me da vueltas la cabeza, pido un nuevo surtido de frutos secos, sobre todo que haya anacardos. No voy a limitarme al ¿Quién es? Es demasiado poco. Máxime porque él no contesta. Se me ocurre una buena idea. Escribo «Dile que sólo te gustan los comienzos». Es excelente. Lo envío. No, no lo envío. Hago algo mejor. Llamo de nuevo al camarero. Llega con las patatas chips y los anacardos. Le pido un papel. Le digo a la periodista, disculpe, quizá ha sido todo un poco inconexo esta mañana. Alza una mano cansina en señal de total abatimiento. No tengo tiempo de que me importunen. El camarero me trae una hoja grande de papel de máquina. Le pido que se espere. Escribo una frase en la parte superior de la hoja y la doblo con cuidado. Le pido al camarero que se la entregue al hombre de la chaqueta marrón sentado junto al piano, sin decirle su procedencia. El camarero dice con voz espantosamente clara, ¿el señor Ardashir? Se lo confirmo con un pestañeo. Se marcha. Me lanzo sobre la mezcla de pistachos y anacardos. Por nada del mundo debo mirar lo que sucede por la zona del piano. La periodista ha salido de su embotamiento. Se ha quitado las gafas y está metiéndolas en el estuche. Comienza también a ordenar su documentación. Todavía no es momento de dejarme tirada. Le digo, sabe usted, me siento vieja. No se siente una joven a los treinta años. Esta noche no podía dormir, he leído el diario de Pavese. ¿Lo conoce? Lo tengo encima de la mesilla de noche, sienta bien leer cosas tristes. Hay una frase donde dice «los locos, los malditos, han sido niños, han jugado como tú, han creído que los esperaba algo hermoso». No lo escriba, pero hace tiempo que sé que seré una pura estrella fugaz en esta profesión. La periodista me mira con inquietud. Es amable la pobre. El camarero vuelve con la hoja doblada. Tiemblo. La sostengo un instante en la mano y acto seguido la desdoblo. Arriba está mi frase, «Dile que sólo te gustan los comienzos», abajo, Darius Ardashir ha escrito «No siempre». Nada más. Ni un punto. ¿A quién van dirigidas esas palabras? ¿A mí? ¿A la mujer?… Vuelvo la cabeza hacia el rincón del piano. A Darius Ardashir y a la mujer se les ve de muy buen humor. La periodista se inclina hacia mí y dice, la esperaba algo hermoso Loula.