PHILIP CHEMLA

Me gustaría sufrir de amor. La otra noche, en el teatro, oí esta frase: «La tristeza tras mantener relaciones íntimas nos resulta familiar. […] Sí, ésa sabemos afrontarla». Aparece en Los días felices de Beckett. Oh los días felices de tristeza que no conozco. No sueño con unión, idilio, no sueño con ninguna felicidad sentimental más o menos duradera, no, me gustaría conocer cierta forma de tristeza. La adivino. Quizá la he experimentado. Una impresión a medio camino entre la ausencia y el desconsuelo de la infancia. Me gustaría toparme, entre los cientos de cuerpos que deseo, con el que poseyera el don de lastimarme. Aun de lejos, aun ausente, aun yacente en una cama, dándome la espalda. Toparme con el amante provisto de una hoja de cuchillo indiscernible que arañe. Es la rúbrica del amor, lo sé por los libros que leía hace años antes de que la medicina me robase todo el tiempo. Entre mi hermano y yo nunca medió una palabra. Cuando yo tenía diez años, vino a mi cama. Él tenía cinco años más. La puerta estaba entreabierta. No acababa de entender lo que se proponía pero sabía que era algo prohibido. No recuerdo lo que hacíamos concretamente. Durante años. Caricias, frotamientos. Recuerdo el día en que se presentó, y el de mi primer orgasmo. Nada más. No estoy seguro de que nos besáramos, pero a juzgar por la importancia que eso cobró posteriormente en mi vida, debía de besarme. Conforme fue pasando el tiempo, y hasta su matrimonio, era yo quien lo solicitaba. Ni una palabra entre ambos. Aparte de no cuando yo me presentaba. Él decía que no, pero siempre cedía. Entre mi hermano y yo, sólo recuerdo los silencios. Ningún diálogo ni lenguaje que alimentara una vida imaginaria. Ninguna concomitancia entre sentimiento y sexo. Al fondo del jardín, estaba el garaje. Por un cristal roto, yo miraba la vida de la calle. Una noche me vio un basurero y me guiñó un ojo. La noche, la oscuridad, el hombre prohibido en su carro. Después, cuando ya era menos joven, salía en busca de basureros. Mi padre estaba suscrito a la revista Vivante Afrique. Tenía un hermano en Guinea. Fue mi primera revista porno. Cuerpos mate en el papel mate. Campesinos macizos, protectores, casi desnudos, que relucían en la página. Encima de la cama, tenía colgada a Nefertiti en la pared. Velaba como un icono intocable y oscuro. Antes de ir al internado, salía a ofrecerme a los árabes en las plazas. Decía, úsame. Un día, en una escalera, noté mientras nos desnudábamos que el tipo iba a robarme los cuartos. Le dije, ¿quieres dinero? Se fundió en mis brazos. Todo se volvió sencillo, casi tierno. Mi padre ignora todo un plano de mi vida. Es un hombre recto, apegado a la paternidad. Un judío auténtico y bueno. Pienso con frecuencia en él. Desde que pago me siento más libre. Mi lugar es más legítimo, aunque ello me obligue a restablecer la relación de poder. Discuto con algunos chicos. Me preocupo por su vida, les muestro estima. En secreto, le digo a mi padre, sí que hay una pequeña anomalía, pero el camino principal es respetado. Los sábados por la noche o a veces entre semana, voy al Bois de Boulogne, a los cines, a las zonas donde hay muchachos que me gustan. Les digo, me gustan las pollas grandes. Exijo verla. La sacan. Empinada o no. Desde hace algún tiempo, cuando elijo a uno, quiero saber si abofetea. (No pago más por una bofetada. La bofetada no debe entrar en la negociación). Antes, hacía la pregunta durante el trayecto. Ahora pregunto antes. Es una pregunta inacabada. La de verdad sería ésta: ¿abofeteas? E inmediatamente después, ¿consuelas? No puede hacerse. Tampoco puede decirse, consuélame. Lo máximo a lo que puedo llegar es, acaríciame la cara. No me atrevería a decir más. Hay palabras que ahí no tienen cabida. Es un imperativo extraño, consuélame. Entre todos los demás imperativos, lámeme, abofetéame, bésame, méteme la lengua (muchos no lo hacen), no cabe imaginar consuélame. Lo que deseo de verdad no puede formularse. Ser golpeado en la cara, ofrecer la cara a los golpes, ofrendar mis labios, mis dientes, mis ojos, y de repente ser acariciado, cuando menos me lo espere, y de nuevo golpeado a buen ritmo, en la cadencia justa, y cuando me corra, que me abracen, que me lleven en brazos, que me cubran de besos. Esa perfección no existe, aunque tal vez sí en el amor que no conozco. Desde que pago y puedo ordenar los acontecimientos, he quedado devuelto a mí mismo. Hago lo que no puedo obtener en la vida real: me arrodillo, me someto. Hundo las rodillas en tierra. Retorno a la sumisión total. El dinero nos liga como cualquier otra atadura. El egipcio me cubrió la cara con las manos. Tomó mi rostro, pegó las palmas a mis mejillas. Mi madre hacía ese gesto cuando yo tenía otitis, quería atenuar el ardor de la fiebre con la mano. Si no, en la vida normal, se mostraba distante. El egipcio me lamió la boca. Desapareció en la noche como antes los basureros. Desde entonces lo busco. Recorro el paseo lateral, me interno en el bosque. No está. Si me esfuerzo, todavía percibo la humedad de sus labios en mis labios. Entonces se condensa vertiginosamente algo que ignoro. Jean Ehrenfried, un paciente por quien siento estima, me regaló las Elegías de Duino de Rilke. Me dijo, poesía doctor, quizá tenga usted tiempo. Abrió el libro ante mí y me leyó las primeras palabras (de pasada advertí que su tono de voz había menguado desde la última vez), «¿Quién, si yo gritara, me escucharía desde las jerarquías de los ángeles?»[1]. Es un librito. Lo tengo al lado de la cama. He releído la frase pensando en la voz mermada de Ehrenfried, en sus corbatas de lunares y sus pañuelos de fantasía conjuntados. La poesía me espera bajo la lámpara desde hace semanas. Me levanto a las seis y media todas las mañanas. Atiendo a mi primer paciente una hora después. Puedo atender a unos treinta a lo largo del día. Imparto clases, escribo artículos en las revistas internacionales de oncología y de radioterapia, participo en una quincena de congresos cada año. No me queda tiempo para contemplar en perspectiva la existencia. En ocasiones unos amigos me llevan al teatro. He visto Los días felices hace poco. Una pequeña sombrilla bajo un sol abrasador. El cuerpo que se hunde poco a poco, aspirado por la tierra, el ser que quiere perdurar con el ánimo sereno y goza de minúsculas sorpresas. Conozco eso. Lo admiro a diario. Pero no estoy seguro de querer oír otras palabras. Los poetas no poseen la noción del tiempo. Son gente que te arrastra a melancolías inútiles. No le pedí el teléfono al egipcio. Por lo general, no lo pido. ¿Con qué objeto? Alguna vez he anotado números. No el suyo. Dejó en una parte de mí mismo una huella que me resulta imposible definir. Puede que tenga que ver con ese genio malévolo de Beckett. No es al egipcio a quien busco en el bosque, tras la valla de Passy. Incluso lo he buscado en las cabinas, donde nunca lo había visto. Es un olor de tristeza. Algo impalpable, más profundo de lo que podemos calibrar, y que nada tiene que ver con la realidad. Mi vida es bella. Hago lo que me gusta. Por las mañanas me levanto como un clavo. He descubierto que soy fuerte. Quiero decir capaz de decidir, de asumir riesgos. Los pacientes tienen mi móvil, pueden llamarme a cualquier hora. Les debo mucho. Quiero estar a su altura (por ese mismo motivo quiero estar al día, practicar una oncología distinta de la clínica). Hace tiempo que sé que existe la muerte. Antes de dedicarme a la medicina, tenía ya el reloj en la cabeza. No le echo en cara nada a mi hermano. Ignoro el lugar exacto que ocupa en mi vida. La complejidad humana no se reduce a ningún principio de causalidad. Puede que de no ser por esos años de silencio me habría atrevido a afrontar el abismo de una relación que aunara sexo y amor. ¿Quién puede decirlo? Por lo general, pago después. Casi siempre. El otro tiene que confiar en mí, como una prueba de amistad. Al egipcio le pagué antes. Una casualidad. No se metió el billete en el bolsillo, lo conservó en la mano. El billete se hallaba en mi campo visual mientras se la chupaba. Me lo metió en la boca. Chupé la polla y el dinero. Me introdujo el billete en la boca y me cubrió la cara con la mano. Un juramento sin futuro que nadie sabrá nunca. De niño, podía darle a mi madre un guijarro o una castaña que me hubiera encontrado en el suelo. Le cantaba también pequeñas canciones. Ofrendas inútiles e inmortales a la par. A veces he convencido a alguno de mis enfermos de la única realidad del presente. El muchacho egipcio me metió el billete en la boca y me cubrió la cara con la mano. Acepté cuanto me dio, su pene, el dinero, el goce, la pena.