ERNEST BLOT

Mis cenizas. No sé dónde habrá que ponerlas. Encerrarlas en algún sitio o esparcirlas. Me lo planteo, instalado en la cocina, en batín ante el ordenador portátil. Jeannette va y viene, feliz de desplegar su actividad un día festivo. Abre armarios, acciona aparatos, hace tintinear cubiertos. Yo intento leer algún periódico en versión electrónica. Digo, ¡Jeannette!… Por favor. Nadie te obliga a ponerte en la cocina mientras preparo el desayuno, contesta mi mujer. Nos llega un fragor de tormenta a través de la ventana. Me siento gastado, encorvado, frunzo el ceño a pesar de las gafas. Contemplo mi mano que vaga por la mesa, apresando ese utensilio denominado ratón; un cuerpo en lucha con un mundo al que ya no pertenece. Los viejos, personas de otra época que viven en el futuro, dijo el otro día mi nieto Simon. Un genio ese crío. La lluvia comienza a batir contra el cristal y me acuden imágenes de mar, de río, de cenizas. Mi padre fue incinerado. Lo metieron en una caja de metal cuadrada, fea, pintada de marrón que era el color de las paredes del aula en el colegio Henri-Avril de Lamballe. Mi hermana Marguerite y yo esparcimos las cenizas junto con dos primos en un puente de Guernonzé. Él quería estar en el Braive. A cien metros de la casa donde había nacido. A las seis de la tarde. En plena ciudad. Yo tenía sesenta y cuatro años. Unos meses después de mi quíntuple baipás. No hay ningún lugar donde aparezca su nombre. Marguerite no acaba de hacerse a la idea de que no esté localizado. Cuando voy allí —una vez al año, queda lejos—, unas veces robo una flor, en algún lado, otras compro una, que arrojo furtivamente. La veo correr por el agua. Y paso diez minutos de plenitud. A mi padre le daba miedo que lo encerraran como a su hermano. Un hermano que era lo más opuesto a él. Un jugador empedernido. Tipo gran Gatsby. Cuando entraba en un restaurante, el personal se prosternaba. A él también lo incineraron. Su última mujer quiso ponerlo con su familia, en el panteón faraónico que poseen. El empleado de pompas fúnebres entreabrió la puerta de bronce cincelado, depositó la urna en el primero de los doce anaqueles de mármol y cerró. En el coche, a la vuelta del cementerio, mi padre dijo, toda la vida jactándote de entrar por la puerta grande, y al final te deslizan por un resquicio y te meten allí de cualquier manera. A mí también me gustaría esfumarme en una corriente de agua. Pero desde que vendí Plou-Gouzan L’Ic, me quedé sin río. En cuanto al río de mi infancia, ya no es agradable. Era un río agreste, crecían las hierbas entre las piedras y a lo largo corría un seto de madreselva. Actualmente las orillas están asfaltadas, y hay un aparcamiento al lado. O, si no, en el mar. Pero es demasiado grande (y me dan miedo los tiburones). Le digo a Jeannette, me gustaría que arrojases mis cenizas en un río pero todavía no he elegido cuál. Jeannette para la tostadora. Se restriega las manos con el paño y se sienta delante de mí. — ¿Tus cenizas? ¿Quieres que te incineren Ernest? Demasiado desasosiego en su semblante. Demasiado pathos. Me río mostrando dientes aviesos, sí. — ¿Y lo dices como si tal cosa, como si hablaras de la tormenta? — No es un gran tema de conversación. Ella calla. Alisa el paño en la mesa, ya sabes que no estoy de acuerdo. — Lo sé, Jeannette, pero no quiero que me hacinen en un panteón. — Nadie te obliga a hacerlo todo como tu padre. A tus setenta y tres años. — Es la mejor edad para hacer las cosas como tu propio padre. Me vuelvo a poner las gafas. Digo, ¿serías tan amable de dejarme leer? Primero me apuñalas y luego sigues con tu periódico, contesta. Me gustaría que apareciera un periódico en la pantalla. Pero me falta la contraseña, un identificador, ¿yo qué sé? Nuestra hija Odile se ha empeñado en reciclarme. Tiene miedo de que me embote y me aísle. Cuando estaba en los negocios, nadie me pedía que me integrara en la modernidad. Unos cuerpos sinuosos revolotean en la pantalla. Me recuerdan las moscas que se deslizaban ante mis ojos de niño. Se lo comenté a una amiguita. ¿Son ángeles?, le pregunté. Me dijo que sí. Me hizo sentir cierto orgullo. No creo en nada. Ni que decir tiene en esa sarta de estupideces religiosas. Pero sí creo un poco en los ángeles. En las constelaciones. En mi papel, siquiera infinitesimal, en el libro de las causas y efectos. No está prohibido imaginar ser parte de un todo. No sé qué demonios hace Jeannette con ese paño en vez de seguir haciendo tostadas. Retuerce las puntas y se las enrolla en el dedo índice. Me desconcentra totalmente. No puedo mantener una conversación seria con mi mujer. Conseguir que te entiendan es imposible. No existe modo alguno. Sobre todo en el marco matrimonial, donde todo cobra visos de juicio criminal. Jeannette desenrolla el paño con un golpe seco y dice con voz lúgubre, no quieres estar conmigo. ¿Contigo dónde?, digo. — Conmigo, en general. — Pues claro que quiero estar contigo Jeannette. — No. — En la muerte todos estamos solos. Deja tranquilo ya el paño, ¿qué haces? — Siempre me ha parecido triste que tus padres no estén enterrados juntos. Tu hermana piensa lo mismo. Papá es muy feliz en el Braive, digo. — Y tu madre está triste, dice Jeannette. — ¡Mi madre triste! De nuevo muestro dientes aviesos, podía haberlo acompañado en vez de hacer incinerar a sus padres para llenar el panteón familiar. ¿Quién la obligaba? — Eres un monstruo Ernest. — Eso no es una novedad, digo. A Jeannette le gustaría enterrarme con ella para que los paseantes vieran nuestros dos nombres, Jeannette Blot y su abnegado marido, bien juntitos en la piedra. Le gustaría borrar para siempre las vejaciones de nuestra vida conyugal. Tiempo atrás, cuando yo dormía fuera de casa, arrugaba mi pijama antes de que llegara la asistenta. Mi mujer cuenta con la tumba para ganar la partida a las malas lenguas. Quiere seguir siendo una pequeñoburguesa hasta en la muerte. La lluvia ametralla los cristales. Cuando volvía de Bréhau-Monge, en Lamballe, donde estaba mi internado, soplaba el viento nocturno. Pegaba la nariz a los hilillos de agua. Había una frase de Renan: «Cuando suena la campana a las cinco…». ¿En qué libro? Me gustaría releerlo. Jeannette ha dejado de enredar con el paño. Su mirada se pierde a lo lejos hacia el día brumoso. De joven, tenía cierto aire descarado. Se parecía a la actriz Suzy Delair. El tiempo modifica también el alma de los rostros. Digo, ¿ni siquiera podré tomarme un café? Jeannette se encoge de hombros. Me pregunto qué día me espera. Antes no prestaba atención a esa vertiginosa espiral del día y de la noche, ignoraba si era mañana, noche o sabe Dios qué. Acudía al ministerio, al banco, buscaba líos de faldas, jamás me inquietaban las posibles consecuencias. A veces aún busco algún lío, pero a partir de cierta edad cansan los preliminares. También podemos hacernos incinerar sin esparcir las cenizas, dice Jeannette. No le presto atención. Vuelvo a mi falsa actividad cibernética. No me importa iniciar un nuevo aprendizaje, pero ¿con qué objeto? Para estimular mis células cerebrales, dice mi hija. ¿Cambiará eso mi visión del mundo? Bastante polen y porquería hay en el aire como para encima añadirle residuos de muertos, no merece la pena, dice Jeannette. Pues ya se lo pediré a alguien, digo. A Odile o a Robert. O a Jean, pero me temo que ese idiota pase a mejor vida antes que yo. No lo vi muy católico el martes pasado. Echadme al Braive. Me reuniré con mi padre. Pero, eso sí, que no me endosen ceremonias, servicios fúnebres y demás sandeces, ni discursos beatos y empalagosos. A lo mejor me muero yo antes que tú, dice Jeannette. — Qué va, tú estás fuerte. — Si me muero antes que tú Ernest, quiero que se celebre una ceremonia religiosa y que tú cuentes cómo me pediste en matrimonio en Roquebrune. Pobre Jeannette. En una época que ya no es más que una nebulosa, pedí su mano a través de la mirilla de un calabozo medieval donde la había encerrado. Si supiera que Roquebrune ya no significa absolutamente nada para mí. Que aquel pasado se ha disuelto y volatilizado. Dos seres viven juntos y aun así su imaginación los aleja de modo cada vez más definitivo. Las mujeres construyen palacios encantados en su interior. Uno permanece momificado allí sin enterarse. Ningún descarrío, ninguna falta de escrúpulos, ninguna crueldad son considerados reales. Llegado el momento de la eternidad, tendremos que contar una historia de jovencitos. Todo es malentendido, y embotamiento. — No cuentes con ello Jeannette. Afortunadamente desapareceré antes que tú. Y tú asistirás a mi cremación. Tranquila que ya no huele a cerdo asado como antes. Jeannette empuja la silla y se levanta. Arroja el paño sobre la mesa. Apaga el gas donde se consume el agua de mis huevos y desenchufa la tostadora. Al salir me espeta, menos mal que tu padre no eligió que lo cortaran en pedazos, porque tú querrías que te hicieran lo mismo. Creo que ha apagado también la lámpara del techo. El día no dispensa ninguna luz y hallo sosiego en la penumbra. Saco del bolsillo un paquete de Gauloises. Prometí al doctor Ayoun que dejaría de fumar. Al igual que le prometí tomar ensalada y bistecs a la plancha. Es simpático ese Ayoun. Por uno no me moriré. Mis ojos se topan con la red de madera para gambas, colgada desde hace años en la pared. Tiene cincuenta años, alguien la hundía en las algas y en las grietas. Tiempo atrás, Jeannette metía manojos de tomillo, laurel y toda suerte de hierbas en la red. Los objetos se amontonan sin la menor utilidad. Como nosotros. Oigo la lluvia, que ha bajado un tono. El viento también. Inclino la tapa del ordenador. Todo cuanto tenemos ante los ojos ha periclitado. No estoy triste. Las cosas están llamadas a desaparecer. Me iré sin dejar rastro. No encontrarán ataúd, ni huesos. Todo seguirá como siempre. Todo partirá alegremente en el agua.