Soy muy sensible a las luces. Quiero decir psíquicamente. Me pregunto si todo el mundo es sensible de ese modo a la luz o si sufro una vulnerabilidad particular. La luz exterior la tolero. Un tiempo triste lo tolero. El cielo es para todo el mundo. Los hombres se internan en la misma niebla. Los interiores nos devuelven a nosotros mismos. La luz de los lugares cerrados me ataca personalmente. Golpea los objetos y me golpea el alma. Ciertas luces me privan de todo sentimiento de futuro. De niña, comía en una cocina que daba a un patio interior. La iluminación que llegaba del techo lo volvía todo tétrico y te hacía sentirte olvidada por el mundo. Cuando llegamos, a eso de las ocho de la noche, ante el centro hospitalario del distrito X donde Caroline acababa de dar a luz, propuse a Luc que subiera conmigo, pero contestó que prefería esperar en el coche. Me preguntó si tardaría mucho y contesté, no, no, aunque la pregunta me pareció un tanto extemporánea por no decir vulgar. Llovía. La calle estaba desierta. También el vestíbulo de la maternidad. Llamé a la puerta de la habitación. Me abrió Joël. Sentada en la cama, en bata, pálida, feliz, Caroline sostenía a una minúscula niña en los brazos. Me incliné. Era guapa. Muy fina, realmente bonita. No me costó nada decirlo y felicitarlos. Hacía muchísimo calor en la habitación. Pedí un jarrón para poner el ramo de anémonas. Joël me dijo que estaba prohibido tener flores en las habitaciones y que tendría que llevármelas. Me quité el abrigo. Caroline entregó el bebé a su marido y se metió en la cama. Joël recibió el bultito en los brazos y, sin dejar de mecerlo, se sentó en la butaca de escay, henchido de paternidad. Caroline sacó un catálogo de Jacadi y me mostró la cuna plegable de viaje. Anoté la referencia. En un anaquel de formica, había paquetes medio desenvueltos y varios frascos de gel desinfectante. Pregunté si había servicio de reanimación en el establecimiento, pues estaba al borde de la apoplejía. Caroline dijo que no podía abrir la ventana por la niña y me ofreció unas pastas de fruta descoloridas. En la cuna transparente yacían un biberón desechable y un pañal arrugado. Bajo la extraña luz de la lámpara de techo, las telas, sábanas, toallas y baberos se veían amarillos. En ese ambiente viciado, indescriptiblemente mortecino, comenzaba una vida. Acaricié la frente de la niña adormilada y besé a Joël y a Caroline. Antes de salir, deposité las anémonas mustias por el calor en un mostrador del vestíbulo. En el coche, le dije a Luc que la hija de mi amiga era guapa de verdad. Luc preguntó, ¿qué hacemos? ¿Vamos a tu casa? Y yo dije, no. Luc pareció sorprendido. Yo dije, me apetece cambiar. Puso en marcha el coche y arrancó al azar. Lo noté irritado. — Ya no soporto esa tranquilidad con la que decidimos ir siempre a mi casa. Luc no contestó. No tendría que haberlo dicho así. Lamenté la palabra tranquilidad, pero no puede una controlarse siempre. Seguía lloviendo. Circulamos sin hablarnos. Luc aparcó delante mismo de la Bastille. Caminamos hasta un restaurante que él conocía y que estaba lleno. Luc negoció pero no había nada que hacer. Estábamos ya muy lejos del coche y habíamos dado muchas vueltas hasta que encontramos un hueco. Al cabo de un rato, en la calle, dije que tenía frío y Luc replicó con tono que noté irritado, vamos ahí. — No, ¿por qué ahí? — Porque tienes frío. Entramos en un sitio que no me gustaba nada y Luc aceptó de inmediato la mesa que proponía el dueño. Me preguntó si me parecía bien mientras nos sentábamos. La noche estaba tomando un mal sesgo. No me atreví a negarme. Se sentó enfrente de mí, con los codos apoyados en la mesa, las manos cruzadas y tamborileando los dedos. Yo seguía teniendo frío y no podía quitarme el abrigo ni la bufanda. El camarero trajo la carta. Luc fingió estudiarla. Se le veían ojeras bajo la lívida luz del fluorescente. Recibió un mensaje de su hija pequeña en el móvil y me lo enseñó. «¡Estamos tomando una raclette!». Su mujer y sus hijos estaban de vacaciones en la montaña. Eché en cara a Luc su falta de delicadeza, amén de parecerme patética esa chochez paternal. Pero sonreí amablemente. Qué suerte tiene, dije. Sí, dijo Luc. Un sí marcado, poco distendido. No estaba de humor para saber protegerme de esa entonación. Dije, ¿y no vas con ellos? — Sí, el viernes. Pensé, que se vaya al infierno. No había absolutamente nada que yo pudiera comer en aquella carta. Además, ni en ésa ni en ninguna del mundo y dije, no tengo hambre, tomaré sólo una copa de coñac. Pues a mí me apetece una escalopa con patatas fritas, dijo Luc. Me asaltó un ataque de melancolía en aquel birrioso box, supuestamente íntimo. El camarero limpió la mesa de madera barnizada, sin dejarla ni siquiera del todo limpia. Me pregunto si los hombres sufren, sin confesárselo, esa clase de ataques. Pensé en la niñita que vivía sus primeros momentos, envuelta en pañales en aquella habitación de luz macilenta. Me vino a la mente una historia que me apresuré a contar a Luc para rellenar el silencio. Una noche, durante una cena, un psiquiatra, que es también psicoanalista, refirió las palabras de un paciente suyo que sufría de soledad. Ese paciente le había dicho, cuando estoy en casa, temo que se presente alguien y vea lo solo que estoy. El psicoanalista agregó, con tono levemente sardónico, el tipo está completamente cerrado en sí mismo. También le conté eso a Luc. Y Luc, mientras pedía una copa de vino blanco, adoptó el mismo tono sardónico que Igor Lorrain, el psicoanalista, un tono estúpido, y prosaico, y odioso. Debería haberme marchado, haberlo dejado plantado en aquel ridículo box, pero en vez de hacerlo dije, me gustaría ver dónde vives. Luc se hizo el sorprendido, como si no estuviera seguro de haberme oído bien. Repetí, me gustaría ir a tu casa, ver cómo vives. Luc me miró como si de repente me hubiera convertido en una persona con cierto interés y canturreó, ¿conque a mi casa, eh picaruela?… Asentí de modo vagamente travieso, y me reproché esa zalamería, esa incapacidad para mantener mi propio rumbo frente a Luc. Aun así dije, volviendo a lo de antes (acababan de traerme la copa de coñac), ¿no te ha gustado la historia del paciente? ¿No la has interpretado como una perfecta alegoría de la ausencia? ¿Ausencia de qué?, preguntó Luc. — Del otro. — Sí, sí, claro, dijo Luc apoyando la mano en el bote de mostaza. ¿Seguro que no quieres comer nada? Al menos toma unas patatas fritas. Cogí una patata frita. No estoy habituada al coñac ni a los alcoholes fuertes. Me da vueltas la cabeza al primer sorbo. A Luc ni siquiera se le había ocurrido llevarme a un hotel. Estaba tan acostumbrado a ir a mi casa que no se le ocurrió la menor posibilidad de cambio. Los hombres son absolutamente inmovilistas. El movimiento lo creamos nosotras. Nos agotamos avivando el amor. Desde que conozco a Luc Condamine, me desvivo perpetuamente. Unos jóvenes escandalosos, llenos de energía, se sentaron en el box de detrás de nosotros. Luc me preguntó si veía a los Toscano últimamente. Nos conocimos en casa de los Toscano. Luc es el mejor amigo de Robert. Trabajan en el mismo periódico pero Luc es el reportero más importante. Dije que volvía tarde a casa y que veía a poca gente. Luc me dijo que Robert le había parecido deprimido y que le había presentado a una chica. Me sorprendió porque siempre he pensado que Robert no era el mismo tipo de hombre que Luc. No sabía que Robert tuviera aventuras, dije. — No las tiene, por eso me encargo yo de buscárselas. Le recordé que al ser amiga de Odile no podía compartir ese tipo de confidencias. Luc se rió restregándose la boca. Me pellizcó la mejilla como medio compadecido. Ya había dado cuenta del bol de patatas fritas y atacaba el resto de la escalopa. ¿Quién es?, dije. — ¡Oh no Paola! ¡Que tú eres amiga de Odile, y no quieres saberlo! — ¿Quién es? ¿La conozco? — Pero si tenías razón, estaría feo que lo supieras. — Sí, estaría muy feo. Vamos, dímelo. — Virginie, secretaria en una clínica. — ¿De qué la conoces?… Luc esbozó con un gesto el amplio mundo de sus relaciones. De repente me sentía alegre. Me había tomado la copa de coñac a inusitada velocidad. Pero me sentía alegre porque veía que Luc volvía a estarlo. Pidió una tarta de albaricoque con dos cucharas. Estaba ácida y demasiado cremosa, pero nos peleamos por la última fruta. Los jóvenes se reían detrás de nosotros y me sentí tan joven como ellos. Dije, ¿me llevas a tu casa Luc? Vamos, dijo. Ya no supe si era una buena idea. No tenía las ideas muy claras. Durante un rato todo era aún distendido. Corriendo bajo la lluvia. En el coche, al principio, el humor siguió siendo distendido. Hasta que se me cayó uno de los CD que estaban en la guantera central. El disco se salió de la carátula y rodó bajo mi asiento. Cuando di con él, Luc había recogido ya la carátula. Mientras conducía, me cogió el CD de las manos y lo metió él mismo en la carátula. A continuación lo dejó en su lugar inicial golpeteando con el dedo para restablecer la alineación. Todo ello sin ruidos. Sin palabras. Me sentí torpe y aun quizá culpable de indiscreción. Hubiera podido deducir de tal diligencia que Luc Condamine era un maniático, pero de forma estúpida, me entraron ganas de llorar como una niña pillada en falta. Ya no me parecía una buena idea ir a su casa. En el vestíbulo de su edificio, Luc abrió con sus llaves una puerta acristalada. Detrás había un cochecito de niño y un carrito plegable colgados de la barandilla. Luc me hizo pasar delante y subimos andando hasta la tercera planta, por una escalera devorada por un ascensor invisible. Luc iluminó la entrada de su piso. Divisé estantes con libros y un perchero de donde colgaban anoraks y abrigos. Me quité el mío, los guantes y la bufanda. Luc me hizo pasar al salón. Ajustó una lámpara de pie halógena y me dejó sola durante un instante. Había un sofá, una mesa baja, sillas heterogéneas, como en cualquier salón. Un sillón de cuero bastante usado. Una biblioteca, libros, fotos enmarcadas, una de ellas de Luc en el despacho oval, hipnotizado por Bill Clinton. Un conjunto de elementos aleatorios. Me senté en el borde del sillón de cuero. Ya había visto en algún sitio el estampado de las cortinas. Luc volvió, se había quitado la chaqueta. Me dijo, ¿quieres tomar algo? Un coñac, dije, como si en el espacio de una velada me hubiera transformado en una mujer que toma coñac cada dos por tres. Luc trajo una botella de coñac y dos copas. Se sentó en el sofá y escanció el licor. Bajó la intensidad de la lámpara de pie, encendió otra lámpara de tela plisada, y se repantigó sobre los cojines contemplándome. Yo estaba sentada sobre unos centímetros de sillón, tiesa, las piernas cruzadas, intentando darme un toque a lo Lauren Bacall con mi copa de licor. Luc se arrellanaba en el sofá, con las piernas abiertas. Entre él y yo, sobre una suerte de velador, había una foto enmarcada de su mujer sonriente, aparentemente en un minigolf, con sus dos hijas. Andernos-les-Bains, dijo Luc. Tienen una casa familiar en Andernosles-Bains. La mujer de Luc es bordelesa. La cabeza empezaba a darme vueltas. Con una lentitud que se me antojó casi melodramática, Luc comenzó a desabrocharse la camisa con una mano. A continuación tiró de los faldones. Comprendí que la idea era que yo hiciera lo mismo, que me desnudara al mismo ritmo a unos metros de él. En ese sentido Luc Condamine ejerce un gran dominio sobre mí. Yo llevaba un vestido, y encima un cárdigan. Me descubrí un hombro. Luego me quité una manga del cárdigan para adelantarle. Luc se quitó una manga de la camisa. Yo me quité el cárdigan y lo tiré al suelo. Él hizo lo propio con la camisa. Luc estaba con el torso desnudo. Me sonreía. Yo me quité el vestido y enrollé una media. Luc se quitó los zapatos. Yo me quité la otra media, hice una bola con ella y se la arrojé. Luc se desabrochó la bragueta. Aguardé un instante. Él liberó su sexo y de pronto advertí que el sofá era de color turquesa. Un turquesa tornasolado bajo la luz artificial de la habitación, y pensé que en medio de lo demás resultaba bastante extraño haber elegido ese color de sofá. Me pregunté quién sería el responsable de la decoración entre aquella pareja. Luc se había tumbado en una postura lasciva que me pareció a la par atrayente y molesta. Contemplé la estancia, los cuadros en la falsa penumbra, las fotos, los farolillos marroquíes. Me pregunté de quién serían los libros, la guitarra, la horrible pata de elefante. Dije, nunca abandonarás todo esto. Luc Condamine alzó la cabeza y me miró como si acabara de decir una frase totalmente disparatada.