PASCALINE HUTNER

No vimos venir las cosas. No advertimos que todo podía acabar mal. No. Ni Lionel ni yo. Estamos solos y desamparados. ¿Con quién vamos a hablarlo? Tendríamos que poder hablarlo, pero ¿a quién confiar semejante secreto? Tendríamos que poder decírselo a gente de confianza, gente incondicional, que se tome en serio el asunto. No toleraremos el menor viso de humor sobre el asunto, por más que seamos conscientes, Lionel y yo, de que, si no se tratase de nuestro hijo, podríamos reírnos de ello. E incluso, para ser sinceros, reírnos en sociedad a la menor ocasión. Ni siquiera se lo hemos contado a Odile y a Robert. Los Toscano son amigos de toda la vida, aunque no resulte fácil mantener una amistad entre parejas. Profunda, quiero decir. En definitiva las únicas relaciones auténticamente íntimas entre las personas sólo funcionan entre dos. Tendríamos que habernos visto por separado, entre mujeres o entre hombres, o tal vez de forma cruzada (siempre que Robert y yo podamos acabar encontrando algo que decirnos en privado). Los Toscano se mofan de nuestra faceta fusionista. Han desarrollado respecto a nosotros una ironía constante que ha acabado por hartarme. No podemos decir la menor cosa sin que nos tachen de pareja estancada en un asfixiante bienestar. El otro día cometí el error de contar que había preparado un rodaballo con costra (voy a clases de cocina, me lo paso bien). ¿Un rodaballo con costra?, dijo Odile como si me expresara en otra lengua. — Sí, un rodaballo con una costra en forma de pescado. — Pero ¿cuántos erais? Nosotros dos, dije, Lionel y yo, para nosotros dos. Para vosotros dos, ¡qué barbaridad!, dijo Odile. No sé por qué, dijo mi prima Josiane, que estaba con nosotros, yo podría preparármelo para mí sola. Para ti sola es otro cantar, terció Robert, un rodaballo con costra en forma de pez únicamente para uno es algo que alcanza una dimensión trágica. Por lo general, finjo no entenderlos para que no se envenene el asunto. Lionel no les hace ni puñetero caso. Cuando se lo comento, me dice que es pura envidia y que la felicidad de los demás suele resultar agresiva. Si contásemos lo que nos está pasando, me pregunto yo cómo podría alguien envidiarnos. Pero precisamente porque encarnamos una imagen de armonía se hace tan difícil confesar la catástrofe. Me imagino el pitorreo que montaría gente como los Toscano. Hay que retroceder un poco para comprender la situación. A nuestro hijo Jacob, que acaba de celebrar sus diecinueve años, le ha gustado siempre la cantante Céline Dion. Digo siempre porque esa admiración se remonta a su más temprana infancia. Un día el niño oye en un coche la voz de Céline Dion. Flechazo. Le compramos el álbum, luego el siguiente, la pared se cubre de pósters y comenzamos a vivir con un pequeño fan como supongo que existen millones más en el mundo. Muy pronto nos invita a conciertos en su habitación. Jacob se viste de Céline con una de mis combinaciones y canta en play-back siguiendo la voz de su ídolo. Recuerdo que se confeccionaba una cabellera desenrollando las cintas magnéticas de las casetes de la época. No estoy segura de que Lionel acabara de apreciar el espectáculo, pero era muy divertido. Teníamos ya que aguantar los choteos de Robert, que nos felicitaba por nuestra tolerancia y nuestra amplitud de miras. Pero era muy divertido. Jacob crece. Poco a poco deja de limitarse a cantar como ella, sino que habla como ella y concede entrevistas al vacío con acento canadiense. Hace de Céline y también de René, el marido. Era gracioso. Nos reíamos. La imitaba a la perfección. Le hacíamos preguntas, quiero decir que hablábamos con Jacob y él nos contestaba como Céline. Era muy divertido, divertidísimo. No sé lo que se estropeó. Cómo pasamos de una pasión pueril a ese… no sé qué palabra emplear… ¿ese trastorno de la mente? ¿Del ser?… Una noche estábamos sentados los tres a la mesa de la cocina, Lionel le dijo a Jacob que estaba cansado de oírle hacer el payaso en quebequés. Yo había preparado un petit salé con lentejas. Por lo general es un plato que les chifla a ambos, pero se mascaba algo triste en el ambiente. Una sensación comparable a la que puede experimentarse en la intimidad cuando la otra persona se repliega en sí misma y ve uno en ello un presagio de abandono. Jacob fingió no entender la palabra payaso. Contestó a su padre, con su acento quebequés, que aunque vivía en Francia desde hacía algún tiempo, él era canadiense y no tenía intención de renegar de sus orígenes. Lionel alzó el tono de voz diciendo que la cosa empezaba a no tener gracia y Jacob replicó que no podía «pelearse» pues debía proteger sus cuerdas vocales. A partir de aquella terrible noche, comenzamos a vivir con Céline Dion materializada en el cuerpo de Jacob Hutner. No se nos volvió a llamar papá y mamá, sino Lionel y Pascaline. Y dejamos de mantener la menor relación con nuestro hijo real. Al principio pensábamos que se trataba de una crisis pasajera, los adolescentes suelen sufrir esos pequeños delirios. Pero cuando Bogdana, la asistenta, vino a decirnos que Jacob había pedido, con suma delicadeza, un humidificador para su voz (la mujer estaba a punto de opinar que nuestro hijo era muy sencillo para ser una gran estrella), sentí que las cosas comenzaban a tomar un mal cariz. Sin decírselo a Lionel, los hombres a veces son demasiado prosaicos, acudí a un hipnotizador. Había oído ya hablar de personas poseídas por un espíritu. El hipnotizador me explicó que Céline Dion no era un espíritu. Y por lo tanto él no podía apartarla de Jacob. El espíritu es un alma errante que se introduce en un ser vivo. No podía liberar a un hombre habitado por una persona que canta a diario en Las Vegas. El hipnotizador me aconsejó que consultara a un psiquiatra. La palabra psiquiatra se hundió en mi garganta como un tapón de algodón. Necesité que pasara algún tiempo antes de formularla en casa. Lionel se mostró más lúcido. Me habría sido imposible superar esa prueba sin la estabilidad de Lionel. Mi marido. Mi corazón. Un hombre fiel a sí mismo, que nunca ha querido figurar y a quien no atraen los caminos tortuosos. Un día Robert dijo de él, es un hombre que busca la alegría, que persigue la felicidad, pero una felicidad que yo llamaría «cúbica». Nos reímos de la malignidad del término, incluso le di un cachete a Robert. Pero sí, en definitiva, cúbica. Sólida. Firme en todos los aspectos. Conseguimos llevar a Jacob a un psiquiatra haciéndole creer que era un otorrino. El psiquiatra prescribió una estancia en una clínica. Me conmocionó comprobar cómo podía manipularse tan fácilmente a nuestro hijo. Jacob traspasó alegremente el umbral del sanatorio, convencido de que entraba en un estudio de grabación. Una suerte de estudio-hotel reservado a las estrellas de esa idiosincrasia para que no tengan que realizar el trayecto todas las mañanas. El primer día, al entrar en aquella habitación vacía y blanca, estuve a punto de arrojarme a sus pies y pedirle que me perdonase por aquella traición. Le dijimos a todo el mundo que Jacob había ido a hacer unos cursillos en el extranjero. A todo el mundo, incluidos los Toscano. La única persona que comparte nuestro secreto es Bogdana. Insiste en prepararle pasteles serbios de nueces y de semillas de amapola, que Jacob no toca, pues ya no le gusta nada de lo que le gustaba antes. Físicamente está normal, no imita a una mujer. Es algo mucho más profundo que una imitación. Lionel y yo hemos acabado llamándolo Céline. Entre nosotros, a veces decimos ella. El doctor Igor Lorrain, el médico psiquiatra que lo trata en el centro, nos dice que no lo pasa mal, salvo cuando ve las noticias. Le obsesiona el carácter arbitrario de su suerte y de su privilegio. Las enfermeras no saben si quitarle el televisor, porque llora cuando ve los telediarios de la noche, incluso ante una cosecha destrozada por el granizo. Al psiquiatra le preocupa también otro aspecto de su comportamiento. Jacob baja al vestíbulo para firmar autógrafos. Se enrolla varias bufandas al cuello para no acatarrarse, su gira mundial le obliga a cuidarse, bromea el médico (no me gusta mucho ese médico), y se planta ante la puerta giratoria, convencido de que la gente que entra en la clínica ha recorrido kilómetros para ir a verlo. Allí estaba cuando llegamos ayer por la tarde. Lo vi desde el coche, antes de entrar en el parking. Inclinado sobre un niño, tras los cristales de la puerta giratoria, absurdamente amistoso, garabateando algo en una libretita. Lionel conoce mis silencios. Una vez aparcado el coche miró hacia los plátanos y dijo, ¿estaba otra vez abajo? Asentí y nos abrazamos, incapaces de hablar. El doctor Lorrain nos dice que Jacob lo llama Humberto. Le hemos explicado que al parecer lo toma por Humberto Gatica, su ingeniero de sonido, bueno, quiero decir el ingeniero de sonido de Céline. Es bastante lógico si bien se piensa, pues ambos se parecen al cineasta Steven Spielberg. Del mismo modo, hemos oído a Jacob llamar Oprah (por Oprah Winfrey) a la enfermera martiniquesa, que se contonea como si eso la halagase. Hoy ha sido un día de lo más difícil. Primero nos ha dicho, con esa pronunciación suya que me resulta imposible imitar, Lionel y Pascaline, no parecéis muy felices últimamente. Yo siento mucha empatía con los demás y me apena veros así. ¿Queréis que os cante algo para subiros la moral? Le hemos dicho que no, que mejor que descansara la voz, que bastante trabajo tenía ya con las grabaciones. Pero aun así se ha empeñado. Nos ha puesto a uno al lado del otro, como hacía de niño, Lionel en un taburete, yo en la butaca de escay. Y se ha puesto a cantar, de pie ante nosotros, con excelente ritmo, una canción que se llama Love Can Move Mountains. Al final, hemos hecho lo que hacíamos cuando era niño, prorrumpir en aplausos. Lionel me ha rodeado los hombros con el brazo para impedir que me flaqueasen las piernas. Al marcharnos por la noche, hemos oído a gente llamarse entre sí con acento canadiense. ¡Eh David Foster ven a ver! ¿Ha bajado Humberto? ¡Pregúntale a Barbra!… ¡Ésa también tendría que hacer su two years break!… Hemos oído risas y comprendido que el personal sanitario se divertía remedando a Céline y a sus allegados. Lionel no lo ha soportado. Ha entrado en la sala de donde salían las risas y ha dicho con voz solemne, que incluso a mí me ha sonado enseguida un poco ridícula, soy el padre de Jacob Hutner. Se ha hecho un silencio. Y nadie sabía qué decir. Y yo he dicho, ven Lionel, no pasa nada. Y los enfermeros han comenzado a balbucir disculpas. Y yo le he tirado de la manga a mi marido. No sabíamos ya ni dónde estaba el ascensor, hemos bajado, desorientados, por unas escaleras que resonaban bajo nuestros pasos. Fuera era casi de noche, caían unas gotas. Me he enfundado los guantes y Lionel ha echado a andar por el parking sin siquiera esperarme. He dicho, espérame, corazón. Se ha vuelto, amusgando los ojos por las gotas, me ha parecido que tenía la cabeza pequeñita y que le había menguado el pelo bajo la luz de la farola. He pensado, tenemos que reanudar nuestra vida normal, Lionel tiene que volver a la oficina, tenemos que recobrar la alegría. En el coche he dicho que me apetecía ir a la Cantina rusa, tomar vodka y comer pirozhkis. Luego le he preguntado, ¿tú quién crees que es Barbra? Barbra Streisand, ha dicho Lionel. — Sí, pero ¿y en la clínica? ¿Crees que es la jefa de planta narizotas?