VINCENT ZAWADA

Mientras espera la sesión de radioterapia en la clínica Tollere Leman, mi madre repasa a cada paciente de la sala de espera y dice, sin bajar apenas la voz, peluca, peluca, no es seguro, peluca no, peluca no… Mamá, mamá, no levantes la voz, digo, te oye todo el mundo. ¿Qué dices? Hablas para ti, no entiendo nada, dice mi madre. — ¿Te has puesto el aparato? — ¿Qué? — ¿Que si te has puesto el audífono? ¿Por qué no te lo pones? — Porque me lo tengo que quitar durante la sesión. — Póntelo mientras tanto mamá. No sirve para nada, dice mi madre. El hombre que se sienta a su lado me sonríe con simpatía. Sostiene en las manos una gorra Príncipe de Gales, y su tez pálida casa con el anticuado traje tipo inglés. De todas formas, dice mi madre hurgando en el bolso, tampoco lo he traído. Regresando a su observación, baja apenas la voz para decir, ésa no pasará de este mes, ya ves que no soy la mayor, eso me tranquiliza… Mamá, por favor, digo, mira, hay un pequeño pasatiempo divertido en Le Figaro. — Bueno, si te hace ilusión. — ¿Qué verdura, hasta entonces desconocida, introdujo la reina Catalina de Médicis en la corte? ¿La alcachofa, el brócoli, el tomate? La alcachofa, dice mi madre. — La alcachofa, bravo. ¿Cuál fue el primer empleo de Greta Garbo cuando tenía catorce años? ¿Aprendiza en una peluquería, doble de Shirley Temple en Little Miss Marker, escamadora de arenques en la lonja de Estocolmo, su ciudad natal? Escamadora de arenques en Estocolmo, dice mi madre. — Aprendiza en una peluquería. Ah, bueno, claro, dice mi madre, mira que soy tonta, ¡desde cuándo tienen escamas los arenques! Desde hace mucho, si me lo permite, interviene el hombre sentado a su lado en cuya corbata gris de lunares rosas reparo ahora. ¿Ah, sí?, dice mi madre, no, no, los arenques no tienen escamas, igual que las sardinas. Las sardinas también han tenido siempre escamas, dice el hombre. Las sardinas tienen escamas, primera noticia, dice mi madre, ¿tú lo sabías Vincent? Al igual que los boquerones, y los espadines, añade el hombre, ¡en cualquier caso, deduzco que no toma usted comida kosher! Se ríe y me incluye en su intento de familiaridad. Pese a sus dientes amarillentos y a su pelo alborotado, tiene cierta presencia. Asiento con amabilidad. Menos mal, contesta mi madre, menos mal que no tomo comida kosher, con el poco apetito que me queda ya. ¿Qué médico tiene usted?, pregunta el hombre, desanudándose ligeramente la corbata de lunares, una vez acomodado el cuerpo a la conversación. El doctor Chemla, dice mi madre. Philip Chemla, el mejor, no hay otro mejor, me lleva desde hace seis años, dice el hombre. A mí, desde hace ocho, dice mi madre, orgullosa de que la lleve alguien desde hace tanto tiempo. ¿El pulmón también?, pregunta el hombre. El hígado, contesta mi madre, primero el pecho y luego el hígado. El hombre afirma con la cabeza como quien conoce el paño. Pero sabe usted yo soy atípica, prosigue mi madre, no hago nada como todo el mundo, Chemla me dice cada vez, Paulette (me llama Paulette, soy su ojito derecho), es usted totalmente atípica, léase, hubiera tenido que palmar hace mucho tiempo. Mi madre se ríe de buena gana, el hombre también. Por mi parte, me pregunto si no va siendo hora de volver al pasatiempo. Es verdad, es que es estupendo, prosigue mi madre ya incontrolable, y me parece una persona muy atractiva. La primera vez que lo vi le dije, ¿está usted casado, doctor? ¿Tiene hijos? No tenía hijos. Le dije, ¿quiere usted que le enseñe cómo se hacen? Le aprieto la mano, cuya piel está reseca y alterada por la medicación, y digo, mamá, escucha. Qué, dice mi madre, si es la verdad, estaba encantado, se rió como un loco, como pocas veces he visto reír a un oncólogo. El hombre asiente. Dice, es un gran señor, Chemla, un mensch. Un día, nunca lo olvidaré, pronunció la siguiente frase, cuando alguien entra en mi consulta, me hace un gran honor. ¿Sabe que no ha cumplido los cuarenta? A mi madre eso la trae totalmente sin cuidado. Prosigue con lo suyo como si no hubiera oído nada. El viernes, cada vez levanta más la voz, le dije, el doctor Ayoun (mi cardiólogo) es bastante mejor médico que usted, bueno, eso me extrañaría, pues sí, enseguida me felicitó por mi nuevo sombrero, mientras que usted, doctor, ni siquiera reparó en él. Tengo que moverme. Me levanto y digo, voy a preguntarle a la recepcionista cuánto falta para que te reciban. Mi madre se vuelve hacia su nuevo amigo: va a fumar, mi hijo va a salir a fumar un cigarrillo, eso es lo que va a hacer en realidad, dígale usted que se está matando a fuego lento a sus cuarenta y tres años. Pues así nos moriremos a la vez mamá, mira el lado bueno de las cosas. Muy gracioso, dice mi madre. El hombre de la corbata de lunares se pellizca la nariz e inspira como quien se dispone a declarar algo decisivo. Zanjo el asunto para aclarar que no salgo a fumar aunque un chute de nicotina me sentaría de maravilla, sino que sólo voy a hablar con la recepcionista. Al volver informo a mi madre de que la radiarán dentro de diez minutos y de que el doctor Chemla aún no ha llegado. Ah, eso es típico de Chemla, siempre reñido con el reloj, ni se plantea que podamos llevar una existencia aneja, dice el hombre, encantado de volver a intervenir y esperando llevar la voz cantante. Pero mi madre vuelve a atacar: yo me llevo de maravilla con la recepcionista, siempre me hace pasar primero, la llamo Virginie, me adora, añade mi madre en voz baja, le digo: sea buena, póngame la primera Virginie, tesoro, eso le gusta, la personaliza. Vincent cariño, ¿no deberíamos traerle bombones la próxima vez? Por qué no, digo. — ¿Cómo? Hablas para ti. Digo, es una buena idea. Hubiéramos debido tirar los Vanille Kipferl de Roseline, dice mi madre, ni siquiera he abierto la caja. No sabe hacerlos, da la impresión de que comes arena. Pobre Roseline, tiembla ya como un manojo de llaves. Es que es otra mujer desde que desapareció su hija en el tsunami, su cuerpo es uno de los veinticinco que no aparecieron, Roseline cree que sigue viva, a veces me irrita, me dan ganas de decirle, sí claro, la recogieron los chimpancés y la volvieron amnésica. Digo, no seas mala mamá. — No soy mala, pero es que hay que ser realista, ya se sabe que el mundo es un valle de lágrimas. El valle de lágrimas, una expresión de tu padre, ¿te acuerdas? Contesto, sí, me acuerdo. El hombre de la corbata de lunares parece hallarse abismado en pensamientos más bien sombríos. Se ha inclinado hacia delante, y observo una muleta colocada a lo largo de su silla. Pienso que quizá le duele algún punto del cuerpo y me digo que otras personas presentes en esa sala de espera de la clínica Tollere Leman deben de tener también alguna dolencia secreta. Sabe usted, dice mi madre inclinándose hacia el hombre con cara sorprendentemente seria, mi marido estaba obsesionado con Israel. El hombre se incorpora y se recompone los faldones de su traje de rayas. Los judíos están obsesionados con Israel, yo no, yo no estoy en absoluto obsesionada con Israel pero mi marido lo estaba. Me cuesta seguirle el hilo a mi madre en ese viraje. A no ser que quiera enmendar la falsa pista de los pescados sin escamas. Sí, quizá pretende precisar que toda su familia es judía, incluida ella, pese a su ignorancia de las pautas fundamentales. ¿A usted también le obsesiona Israel?, pregunta mi madre. Naturalmente, contesta el hombre. Apruebo su laconismo. Si por mí fuera, podría disertar sobre el calado de esa respuesta. Mi madre tiene una percepción distinta de las cosas. Cuando conocí a mi marido, él no tenía nada, dice, su familia regentaba una mercería en la rue Réaumur, minúscula, una ratonera. Al final de su vida era mayorista, tenía tres tiendas y una casa de vecinos. Quería legárselo todo a Israel. — Mamá, ¿se puede saber qué te pasa? ¡Qué estás contando! Es la verdad, dice mi madre, sin molestarse en volverse, éramos una familia muy unida, muy feliz, el único punto negro era Israel. Un día le dije que Israel no necesitaba tener un país y por poco me pega. Otra vez Vincent quiso descender el Nilo y lo echó a cajas destempladas. El hombre se dispone a hacer una observación, pero no es lo bastante rápido. Cuando abre sus labios descoloridos, mi madre ya ha retomado el hilo. Chemla quiere ponerme un nuevo tratamiento. Ya no soporto el Xynophren. Tengo las manos despellejadas, ya ve. Chemla quiere volver a la quimio por perfusión intravenosa, con lo cual se me caerá el pelo. Mamá eso no es seguro, intervengo. Chemla dice que hay una probabilidad de cada dos. Eso quiere decir que hay dos probabilidades de cada dos, dice mi madre descartando mi aserción con un gesto, pero yo no quiero morir como en Auschwitz, no quiero acabar con el coco pelado. Si sigo ese tratamiento, ya puedo despedirme de mi pelo. A mi edad, no me quedará tiempo para verlo crecer. Y puedo despedirme de mis sombreros. Mi madre agita la cabeza con una mueca de pesar. Se mantiene muy tiesa mientras habla sin parar, con el cuello estirado como una jovencita piadosa. No me hago ilusiones sabe usted, dice. Estoy aquí charlando con usted en esta horrenda sala de espera por complacer a mis hijos y al doctor Philip Chemla. Soy su niña bonita, le gusta seguir cuidando de mí. Entre nosotros, esos rayos no sirven de nada. Se supone que me devuelven la vista que tenía antes y cada día veo peor. No digas eso mamá, la interrumpo, te han explicado que el resultado no es tan inmediato. ¿Qué dices?, dice mi madre, hablas para ti. El resultado no es inmediato, repito. No instantáneo quiere decir que no está garantizado, dice mi madre. La verdad es que Chemla no está seguro de nada. Está tanteando. Yo le sirvo de cobaya, bueno, también hacen falta. Soy fatalista. Mi marido, en su lecho de muerte, me preguntó si seguía siendo enemiga de Israel, la patria del pueblo judío. Yo contesté, qué va, claro que no. ¿Qué se le va a decir a un hombre que muy pronto dejará este mundo? Se le dice lo que quiere oír. Es muy extraño que la gente se aferre a valores tan estúpidos. En los últimos momentos, cuando todo va a desaparecer. La patria, ¿quién necesita la patria? Hasta la vida, llegado un momento, es un valor estúpido. Hasta la vida, ¿no cree usted?, dice mi madre suspirando. El hombre se lo piensa. Podría contestar porque mi madre parece haber suspendido su parloteo para pasar a una fase curiosamente meditativa. En ese instante una enfermera llama al señor Ehrenfried. El hombre coge su muleta, su gorra Príncipe de Gales y un loden que reposa en la silla contigua. Todavía sentado, se inclina hacia mi madre y susurra: la vida quizá, pero no Israel. Luego apoya el brazo en la muleta y se levanta con dificultad. El deber me llama, dice inclinándose, Jean Ehrenfried, ha sido un placer. Se nota que todo movimiento le cuesta, pero su rostro sigue sonriente. El sombrero que lleva hoy, añade, ¿es el mismo por el que le felicitó el cardiólogo? Mi madre toca el sombrero para comprobarlo. — No, no, éste es el de lince. El del doctor Ayoun es tipo Borsalino con una rosa de terciopelo negro. Pues yo la felicito por el de hoy. Ha ennoblecido esta sala de espera, dice el hombre. Es mi primera toca de lince, dice mi madre contoneándose, hace cuarenta años que la llevo, ¿aún me sienta bien? De maravilla, dice Jean Ehrenfried imprimiendo un pequeño giro a su gorra a modo de saludo. Lo vemos andar y desaparecer tras la puerta de la radioterapia. Mi madre hunde sus martirizadas manos en el bolso. Saca una polvera y una barra de labios y dice, va cojo, pobrecillo, me pregunto si no se habrá enamorado de mí ese hombre.