ODILE TOSCANO

Todo le irrita. Las opiniones, las cosas, la gente, todo. Ya no hay modo de que salgamos sin que terminemos mal. Acabo convenciéndolo de que salgamos, pero al final lo lamento casi siempre. Nos despedimos de la gente con bromas estúpidas, nos reímos en el rellano y en el ascensor se instala la frialdad. Algún día habría que estudiar ese silencio, específico del coche y de la noche, cuando vuelves tras haber exteriorizado tu bienestar de cara a la galería, mezcla de connivencia y de autoengaño. Un silencio que ni siquiera tolera la radio, pues ¿quién, en esa guerra de discrepancia muda, se atrevería a ponerla? Esta noche, mientras me desvisto, Robert, como de costumbre, se demora en la habitación de los niños. Sé lo que hace. Controla su respiración. Se inclina y comprueba detenidamente si no están muertos. Luego nos encontramos los dos en el cuarto de baño. Ninguna comunicación. Se cepilla los dientes, yo me desmaquillo. Va al servicio. Me lo encuentro sentado en la cama; consulta el correo en su Blackberry, pone el despertador. Acto seguido se desliza en las sábanas y apaga al instante la luz de su lado; yo me siento al otro lado de la cama, pongo el despertador, me doy crema en las manos, me tomo un Stilnox, dejo a mi alcance los tapones Quies y el vaso de agua en la mesita de noche. Coloco bien las almohadas, me pongo las gafas y me acomodo para leer. Apenas he empezado cuando Robert, con voz impersonal, dice, apaga por favor. Es la primera frase que pronuncia desde que estábamos en el rellano de Rémi Grobe. No contesto. Al cabo de unos segundos, se incorpora y se me echa casi encima para apagar mi lámpara de cabecera. Consigue apagarla. A oscuras, le golpeo en el brazo, en la espalda, al final varias veces, y vuelvo a encender. Robert dice, llevo tres noches sin dormir, ¿qué quieres, que me dé un soponcio? No alzo los ojos del libro y digo, tómate un Stilnox. — Yo no tomo esas mierdas. — Entonces no te quejes. — Estoy cansado Odile… Apaga. Apaga joder. Se hace un ovillo bajo las sábanas. Intento leer. Me pregunto si la palabra cansado en boca de Robert no habrá contribuido a alejarnos más que cualquier otra cosa. Me niego a atribuirle un significado existencial. De un protagonista literario se acepta que se retire a la región de las sombras, pero no de un marido con quien se comparte una vida doméstica. Robert enciende su lámpara, aparta las sábanas con desproporcionada brusquedad y se sienta en el borde de la cama. Sin volverse, dice, me voy al hotel. Yo me callo. No se mueve. Leo por séptima vez «A la luz que se filtraba todavía a través de las deterioradas persianas, Gaylor vio al perro tumbado bajo la silla agujereada, el lavabo de loza desconchada. En la pared de enfrente, un hombre lo miraba con cara triste… Gaylor se acercó al espejo…». Ay, ¿quién era Gaylor? Robert se inclina hacia delante, me da la espalda. En esa postura, espeta, ¿qué he hecho?, ¿he hablado demasiado? ¿Soy agresivo? ¿Bebo demasiado? ¿Tengo papada? Vamos, suelta la letanía. ¿Qué ha sido esta noche? Hablas demasiado, eso seguro, digo. — Era tal coñazo. — Y vomitivo. — La verdad es que bastante aburrido. — Vomitivo. ¿A qué coño se dedica ese Rémi Grobe? — Es consultor. — ¡Consultor! ¿Quién es el genio que se ha inventado esa palabra? No sé por qué nos torturamos yendo a esas cenas absurdas. — Nadie te obliga a ir. — Pues sí. — Pues no. — Claro que sí. ¡Y esa capulla vestida de rojo, que ni se ha enterado de que los japoneses no tienen la bomba! — ¿Pero eso qué más da? ¿Quién necesita saberlo? — Cuando no se conocen las fuerzas defensivas japonesas —¿quién las conoce, además?—, no se mezcla uno en una conversación sobre las reivindicaciones territoriales en el mar de China. Tengo frío. Intento tirar de la colcha. Al sentarse al borde de la cama, Robert la ha inmovilizado sin querer. Tiro, me deja tirar de la colcha sin moverse un centímetro. Tiro lanzando un pequeño gemido. Es una lucha muda y totalmente estúpida. Acaba levantándose y sale de la habitación. Vuelvo a la página anterior para averiguar quién es Gaylor. Robert reaparece al instante, se ha puesto el pantalón. Busca los calcetines, los encuentra, se los embute. Se vuelve a ir. Lo oigo hurgar en el pasillo y abrir un armario. Luego me da la impresión de que ha vuelto a entrar en el cuarto de baño. En la página anterior, Gaylor discute en el fondo de un garaje con un hombre que se llama Pal. ¿Quién es ese Pal? Me levanto de la cama. Me pongo las zapatillas y me reúno con Robert en el cuarto de baño. Se ha puesto una camisa, sin abrochársela, sentado en el borde de la bañera. Le pregunto, ¿adónde vas? Hace un gesto de desesperación, como diciendo, no lo sé, a donde sea. Digo: ¿quieres que te prepare una cama en el salón? — No te preocupes por mí Odile, acuéstate. — Robert, tengo cuatro vistas esta semana. — Déjame, por favor. Digo, vuelve, que apagaré. Me veo en el espejo. Robert ha encendido la luz mala. Nunca enciendo la luz del techo en el cuarto de baño, o, si no, combinada con los focos del lavabo. Digo, estoy fea. Me ha dejado el pelo demasiado corto. Robert dice, demasiado. Es el tipo de humor de Robert. Medio chinchoso, medio inquietante. Lo hace para que me ría, incluso en los peores momentos. Y también lo hace para preocuparme. Digo, ¿lo dices en serio? Robert dice, ¿de qué es consultor ese capullo? — ¿De quién hablas? — De Rémi Grobe. — De arte, de bienes inmuebles, no lo sé exactamente. — Un tipo que anda metido en todo. Un estafador, vamos. ¿Está casado? — Divorciado. — ¿Te parece guapo? Se oye un roce en el pasillo, y una vocecita: ¿mamá? ¿Qué le pasa?, pregunta Robert, como si yo lo supiera, y con esa inflexión al punto inquieta que me crispa. Estamos aquí papá y yo, Antoine, digo, en el cuarto de baño. Aparece Antoine en pijama, medio lloroso. — He perdido a Doudine. ¡Otra vez! Digo, ¿pero es que ahora vas a perder a Doudine todas las noches? ¡A las dos de la mañana, no se juega con Doudine, se sueña con los angelitos, Antoine! La cara de Antoine se arruga casi a cámara lenta. Cuando la cara se le arruga de ese modo, resulta imposible atajar el llanto. Robert dice, pero ¿por qué lo abroncas al pobre? No lo abronco, digo, tras hacer acopio con esa frase de toda la capacidad de dominio sobre mí misma, pero no entiendo por qué no atamos a Doudine. ¡La atamos por las noches y ya está! Si no te riño cielo, pero no son horas de pensar en Doudine. Hale, a la cama. Nos encaminamos al cuarto de los niños. Antoine lloriqueando Doudiiine, Robert y yo en fila india por el pasillo. Entramos en el cuarto. Simon duerme. Le pido a Antoine que se calme para no despertar a su hermano. Robert susurra, la encontraremos campeón. ¿Vas a atarla?, gime Antoine sin hacer el menor esfuerzo por bajar la voz. No voy a atarla campeón, dice Robert. Enciendo la lámpara de cabecera y digo, pero ¿por qué no? Podemos atarla procurando que se encuentre bien cómoda. No notará nada y tú podrás tirar de ella con un cordel… Antoine se pone a gemir en plan sirena. Pocos niños poseen una modulación quejumbrosa tan ingrata. ¡Chssss!, digo. ¿Qué pasa?, dice Simon. — ¡Ya está! ¡Ya has despertado a tu hermano, bravo! — ¿Qué hacéis? Hemos perdido a Doudine, dice Robert. Simon nos mira con los ojos entreabiertos como si fuéramos retrasados mentales. Tiene razón. Me agacho para buscar bajo el somier. Extiendo la mano por donde puedo porque apenas se ve. Robert hurga en la colcha. Con la cabeza hundida bajo la cama, rezongo, ¡no entiendo cómo puedes estar despierto en plena noche! No es normal. A los nueve años, se duerme. De repente, la palpo, encajada entre los listones y el colchón. ¡Ya la tengo! ¡Ya la tengo! ¡Qué jodida esta Doudine!… Antoine se pega a la boca el animalito de trapo. — ¡Hale, a la cama! Antoine se acuesta. Le doy un beso. Simon se envuelve en las sábanas y se da media vuelta como si acabara de presenciar una escena deplorable. Apago la lámpara. Procedo a empujar a Robert fuera de la habitación. Pero Robert se queda. Quiere contrarrestar la sequedad de la madre. Quiere restablecer la armonía en la habitación encantada de la infancia. Lo veo inclinarse sobre Simon y besarlo en la nuca. Acto seguido, en una penumbra que oscurezco al máximo al cerrar la puerta, se sienta en la cama de Antoine, remete las sábanas, lo arropa con el edredón, encaja bien a Doudine para que no se escape. Lo oigo murmurar palabras tiernas, me pregunto si no se habrá arrancado con un cuentecillo del bosque de Maître Janvier. Antes, los hombres partían a la caza del león o a conquistar territorios. Aguardo en el umbral de la puerta, moviendo a cada rato el batiente para señalar mi exasperación, por más que mi postura marmórea sea ya lo bastante elocuente. Robert acaba levantándose. Salimos al pasillo, en silencio, Robert entra en el cuarto de baño, yo en la habitación. Vuelvo a la cama. Me pongo las gafas. «Pal estaba sentado tras su escritorio. Sus manos regordetas descansaban en el cartapacio sucio. Aquella mañana, informó a Gaylor, Raoul Toni había entrado en el garaje…». ¿Quién es Raoul Toni? Se me cierran los ojos. Me pregunto qué hará Robert en el cuarto de baño. Oigo un ruido de pasos. Aparece. Se ha quitado el pantalón. ¿Cuántas veces en la vida habré visto ese vestirse y desvestirse loco y amenazante? Digo, ¿te parece normal que todavía tenga un peluche a los nueve años? — Pues claro. Yo aún tenía uno a los dieciocho. Me entran ganas de reír pero lo disimulo. Robert se quita los calcetines y la camisa. Apaga su lámpara y se mete en las sábanas. Creo saber quién es Gaylor. Gaylor es el tipo al que contratan para encontrar a la hija de Joss Kroll, y me pregunto si, al principio, no aparecía Raoul Toni en la tómbola… Se me cierran los ojos. Esa novela policiaca no vale nada. Me quito las gafas, apago la lámpara. Me vuelvo hacia la mesita de noche. Me doy cuenta de que no he corrido suficientemente la cortina y de que entrará muy pronto la luz. Qué se le va a hacer. Digo, ¿por qué se despierta Antoine en plena noche? Robert contesta, porque no nota a Doudine. Durante un rato permanecemos los dos a cada lado de la cama, contemplando paredes opuestas. Hasta que me vuelvo, una vez más, y me arrimo a él. Robert me rodea la cintura con las manos y dice, debería atarte también a ti.