En los ya lejanos tiempos de mi matrimonio, en el hotel donde veraneábamos en familia, se alojaba una mujer a quien veíamos todos los años. Sonriente, elegante, pelo gris con un corte deportivo. Omnipresente, se movía de grupo en grupo y cenaba cada noche en mesas diferentes. Al caer la tarde, solíamos verla sentada con un libro. Se acomodaba en un ángulo del salón para tener a la vista las idas y venidas de la gente. Al menor rostro familiar, se le iluminaba el semblante y agitaba el libro como un pañuelo. Un día se presentó con una mujer alta y morena que lucía una vaporosa falta plisada. No se separaban nunca. Comían frente al lago, jugaban al tenis y a las cartas. Pregunté quién era aquella mujer y me dijeron que una señora de compañía. Acepté el término como si fuese un término corriente sin un significado particular. Cada año aparecían por la misma época, y yo me decía, ahí están la señora Compain y su señora de compañía. Más adelante llegaron con un perro, al que llevaban de la correa una u otra, pero que pertenecía indudablemente a la señora Compain. Se los veía salir por las mañanas a los tres, el perro tiraba de ellas, intentaban contenerlo modulando su nombre en todos los tonos, sin el menor éxito. En febrero, aquel invierno, o sea bastantes años después, me fui a la montaña con mi hijo ya mayor. Él naturalmente esquiaba con sus amigos. A mí me gusta la marcha, me gusta el bosque y el silencio. En el hotel, me aconsejaban lugares para pasear pero no me atrevía a ir porque quedaban muy lejos. No puede una alejarse sola por la montaña y con nieve. Entre risas, pensé en colgar un anuncio en la recepción, mujer sola busca persona agradable con quien caminar. Enseguida me acordé de la señora Compain y de su señora de compañía, y entendí lo que significaba señora de compañía. Me asustó el comprenderlo, porque la señora Compain me había parecido siempre una mujer un poco despistada. Incluso cuando se reía con la gente. Y quizá, cuando me paro a pensarlo, todavía más cuando se reía o se vestía para la noche. Me volví hacia mi padre, es decir alcé los ojos al cielo y murmuré, ¡papá, no puedo convertirme en una señora Compain! Hacía tiempo que no me dirigía a mi padre. Desde que mi padre murió, le pido que intervenga en mi vida. Miro hacia el cielo y le hablo con voz secreta y vehemente. Es el único ser a quien puedo dirigirme cuando me siento impotente. Aparte de él, no conozco a nadie que pueda prestarme atención en el más allá. Nunca se me ocurre hablar con Dios. Siempre he pensado que no se puede importunar a Dios. No se puede hablar directamente con él. Dios no tiene tiempo para interesarse por casos particulares. O a lo sumo por casos excepcionalmente graves. En la escala de las imploraciones, las mías son, por así decirlo, ridículas. Me identifico con mi amiga Pauline cuando encontró un collar, heredado de su madre, que había perdido entre unas hierbas altas. Al pasar por un pueblo, su marido paró el coche para precipitarse hacia la iglesia. La puerta estaba cerrada, y se puso a sacudir la aldaba frenéticamente. Pero ¿qué haces? Quiero dar gracias a Dios, contestó. — ¡Pero si eso a Dios le importa un rábano! — Quiero dar las gracias a la Virgen. — Mira Hervé, si existe Dios, si existe la Virgen, ¡¿tú crees que a la vista del universo, de las desdichas terrestres y de cuanto sucede aquí, les va a importar mi collar?!… Y por eso invoco a mi padre, que se me antoja más alcanzable. Le pido favores muy determinados. Quizá porque las circunstancias me hacen desear cosas concretas, pero también, soterradamente, para calibrar sus capacidades. Siempre elevo la misma petición de ayuda. Una súplica para que se mueva. Pero mi padre es un cero a la izquierda. O no me oye o no posee ningún poder. Me parece lamentable que los muertos no tengan ningún poder. De vez en cuando le concedo un saber profético. Pienso, no accede a tus peticiones porque sabe que no van encaminadas hacia tu bien. Eso me irrita, me dan ganas de decir, métete en tus asuntos, pero al menos puedo considerar su no intervención como un acto deliberado. Es lo que hizo con Jean-Gabriel Vigarello, el último hombre de quien me enamoré. Jean-Gabriel Vigarello es un colega mío, profesor de matemáticas en el instituto Camille-Saint-Saëns, donde soy profesora de español. Visto con distanciamiento, pienso que mi padre no se equivocó. Pero ¿a qué equivale distanciamiento? Equivale a vejez. Me exasperan los valores celestiales de mi padre, son muy burgueses si bien se piensa. En vida, creía en los astros, en las casas encantadas, y en toda suerte de futilidades esotéricas. Mi hermano Ernest, con tener a gala su descreimiento, se le parece cada día un poco más. Recientemente, le he oído hacer suya la afirmación de que «los astros inclinan y no predestinan». A mi padre le encantaba esa fórmula, se me había olvidado, a la que añadía de modo casi amenazador el nombre de Ptolomeo. He pensado, si los astros no predestinan, ¿qué podías saber tú papá del futuro inmanente? Me interesó Jean-Gabriel cuando me fijé en sus ojos. No era fácil fijarse en ellos dado su peinado, el pelo largo que hacía desaparecer la frente, un peinado a la vez feo e imposible para una persona de su edad. Enseguida pensé, ese hombre tiene una mujer que no se ocupa de él (está casado por supuesto). No se puede dejar a un hombre de casi sesenta años con un pelo así. Y sobre todo se le dice, no escondas los ojos. Unos ojos azul gris cambiantes, espejeantes como los lagos de altura. Una noche me encontré a solas con él en un café de Madrid (habíamos organizado una estancia en Madrid con tres clases), me atreví y le dije, tiene usted unos ojos muy dulces Jean-Gabriel, es una auténtica locura ocultarlos. De una cosa a otra, tras esa frase y una botella de Carta de Oro, nos encontramos en mi habitación, que daba a un patio donde maullaban unos gatos. Al regresar a Rouen, se sumergió de inmediato en su vida habitual. Nos cruzábamos por los pasillos del centro como si no hubiera sucedido nada, parecía ir siempre con prisas, la cartera en la mano izquierda y el cuerpo inclinado siempre hacia el mismo lado, el flequillo grisáceo le cubría los ojos más que nunca. Me parece bastante miserable ese modo silencioso con el que los hombres nos expulsan al curso del tiempo. Como si fuera menester recordarnos, a todo evento, que la existencia es discontinua. Pensé, le dejaré una nota en su casillero. Una nota no comprometedora, ingeniosa, que incluya el recuerdo de una anécdota madrileña. Le dejé la nota, una mañana en que sabía que él estaba allí. No hubo respuesta. Ni ese día ni en días sucesivos. Nos saludábamos como si tal cosa. Me sobrevino una suerte de pena, no puedo decir una pena de amor, no, antes bien una pena de abandono. Hay un poema de Borges que empieza «Ya no es mágico el mundo. Te han dejado». Dice dejado, una palabra de lo más corriente, que no levanta ruido alguno. Todo el mundo puede dejarnos, incluso un Jean-Gabriel Vigarello, que sigue peinado a lo Beatle cincuenta años después. Le pedí a mi padre que interviniera. Entretanto había escrito otra nota, una frase, «No me olvides del todo. Marguerite». El del todo se me antojaba ideal para disipar sus temores, si es que los tenía. Un pequeño toque de atención con tono festivo. Le dije a mi padre, hago el paripé, pero ya ves que todo sigue igual y que muy pronto seré vieja. Le dije a mi padre, salgo del instituto a las cinco, son las nueve, tienes ocho horas para inspirarle a Jean-Gabriel Vigarello una respuesta cariñosa que me encuentre en mi casillero o en el móvil. Mi padre no movió un dedo. Con la distancia, le doy la razón. Nunca ha aprobado mis encaprichamientos absurdos. Tiene razón. Escogemos un rostro entre muchos, nos inventamos balizas en el tiempo. Todo el mundo quiere tener algo que contar. Tiempo atrás, me lanzaba al futuro sin pararme a pensar. Seguro que la señora Compain es de las que caen en encaprichamientos absurdos. Cuando llegaba sola al hotel, traía varias maletas. Cada noche la veíamos con un vestido distinto, un collar distinto. Se le desbordaba el pintalabios hasta los dientes, formaba parte de su elegancia. Iba de una mesa a otra, tomando copas con uno u otro grupo, en animada conversación, sobre todo con los hombres. Por aquella época yo estaba con mi marido y mis hijos. Una pequeña celda, placentera, desde la que se contempla el mundo. La señora Compain revoloteaba como una mariposa nocturna. En los rincones donde entraba luz, siquiera débil, sobrevenía la señora Compain con sus alas de encaje. Desde niña me forjo representaciones mentales del tiempo. Veo el año como un triángulo isósceles. El invierno queda arriba, una línea recta muy marcada. El otoño y la primavera están dispuestos como una falda. Y el verano ha sido siempre un largo suelo plano. Actualmente me da la impresión de que los ángulos se han alisado. La figura ya no es estable. ¿De qué es señal? No puedo convertirme en una señora Compain. Hablaré en serio con mi padre. Le diré que tiene una ocasión única para intervenir en mi bien. Le pediré que restablezca la geometría de mi vida. Es algo muy sencillo y muy fácil de armonizar. ¿Podrías, me dispongo a decirle, cruzar en mi camino a una persona alegre, con quien pueda reírme y a quien le guste caminar? Seguro que conoces a alguien que se remeta bien la bufanda cruzada dentro de un abrigo a la antigua, que me tenga bien cogida del brazo y me lleve sin perdernos por la nieve y por el bosque.