Probando, uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Habla Evans. Quiero seguir grabando hasta donde sea posible. Esta cápsula es de dos horas de duración, pero no creo que la llene.
Esa fotografía me ha obsesionado toda la vida; ahora, demasiado tarde, comprendo por qué. (Pero ¿habría importado mucho si lo hubiese sabido antes? Ésa es una de las cuestiones absurdas y sin respuesta, a las que el pensamiento da vueltas interminablemente, como la lengua que explora una muela rota).
Hace años que no la he visto, pero no tengo más que cerrar los ojos y vuelvo a encontrarme ante un paisaje casi tan hostil —y tan hermoso— como éste. Cincuenta millones de millas en dirección al Sol, y setenta y dos años más atrás, cinco hombres posan ante la cámara en medio de las nieves del Antártico. Ni siquiera los voluminosos abrigos de pieles pueden ocultar el agotamiento y la derrota que revela cada línea de sus cuerpos; y sus rostros están marcados ya por la muerte.
Ellos eran cinco. Nosotros también, y, naturalmente, nos hicimos como ellos una fotografía del grupo. Pero todo lo demás ha resultado distinto. Nosotros estábamos sonriendo… alegres, confiados. Y a los diez minutos, nuestros retratos aparecieron en todas las pantallas de la Tierra. En cambio, tuvieron que transcurrir meses antes de que encontraran la cámara de ellos y la trajeran de nuevo a la civilización.
Y nosotros morimos a gusto, con todas las comodidades modernas… muchas de las cuales jamás habría podido imaginar Robert Falcon Scott cuando estuvo en el Polo Sur en 1912.
Dos horas más tarde. Comenzaré a registrar la hora exacta cuando empiece a tener importancia.
Todos los hechos están en el diario de navegación, y a estas alturas ya los conoce todo el mundo. Así, pues, supongo que insisto en esto para ordenar mis pensamientos, para convencerme de que hay que afrontar lo inevitable. El problema está en que no estoy seguro de qué temas son los que hay que eludir y cuáles los que hay que abordar. Bueno, sólo hay una manera de averiguarlo.
Primero y principal: dentro de veinticuatro horas a lo más se habrá agotado todo el oxígeno, lo que me deja ante las tres clásicas alternativas. Puedo dejar que actúe el dióxido de carbono hasta que me deje inconsciente. Puedo salir al exterior y rasgarme el traje, dejando que Marte haga el trabajo en dos minutos. O puedo recurrir a una de las tabletas del botiquín.
Aumento del CO2. Todo el mundo dice que es muy fácil… como dormirse. No dudo que sea cierto; desdichadamente, en mi caso, está asociado con la pesadilla número uno…
Quisiera no haberme tropezado con ese maldito libro titulado Historias verídicas de la Segunda Guerra Mundial, o como se llame. Había un capítulo sobre un submarino alemán que fue descubierto y sacado del agua después de la guerra. Aún estaba dentro la tripulación: en cada litera había dos hombres, y en medio de cada dos esqueletos, el equipo de respiración que habían compartido…
Bueno, al menos esto no sucederá aquí. Pero sé que, con mortal necesidad, tan pronto como empiece a resultarme difícil respirar, me encontraré de nuevo en ese fatal U-Boot.
Entonces, ¿la vía más rápida? Cuando te expones al vacío te quedas inconsciente en cuestión de diez o quince segundos, y los que han sufrido esta experiencia dicen que no es dolorosa… sino rara, más bien. Pero tratar de respirar algo que no existe me lleva inequívocamente a la pesadilla número dos.
Esta vez se trata de una experiencia personal. De chiquillo solía bucear bastante a pulmón libre, cuando mi familia iba al Caribe de vacaciones. Había un viejo carguero, hundido hacía veinte años, que tenía la cubierta sólo un par de yardas por debajo de la superficie. Casi todas las escotillas estaban abiertas, así que era fácil entrar, coger recuerdos y pescar los peces de gran tamaño que suelen esconderse en esos sitios.
Naturalmente, era un poco peligroso si no lo hacías con un equipo de inmersión. Así que, ¿qué niño podía resistir el desafío?
Mi exploración favorita consistía en sumergirme por una de las escotillas de la cubierta de proa, cubrir a nado los cincuenta pies de largo que tenía el corredor, débilmente iluminado por los portillos, a una yardas de distancia, subir luego por un pequeño tramo de escaleras y salir a la superficie por una puerta de la destrozada superestructura. El trayecto completo se hacía en menos de un minuto: era una inmersión fácil para cualquiera que gozara de buenas condiciones físicas. Había tiempo, incluso, para echar alguna mirada o para jugar con los pocos peces que encontraba en el camino. A veces, para variar, invertía el orden entrando por la puerta y saliendo por la escotilla.
Ése fue el recorrido que hice la última vez. Hacía una semana que no buceaba —había habido un fuerte temporal y la mar estuvo demasiado movida—, así que estaba impaciente por volver otra vez.
Respiré profundamente en la superficie durante unos minutos, hasta que sentí hormigueo en la punta de los dedos, lo cual me indicó que era el momento de parar. Luego me zambullí y me deslicé suavemente por el negro rectángulo de la puerta abierta.
Tenía un aspecto siniestro, amenazador… y eso le daba mayor emoción. Durante los primeros segundos me encontré casi completamente a ciegas; el contraste entre la intensa luz tropical que reinaba encima del agua y la oscuridad que había bajo cubierta era tan grande, que tardé un rato en acostumbrar la vista. Normalmente, recorría medio pasillo antes de poder distinguir nada con claridad. Luego, la iluminación aumentaba progresivamente a medida que me acercaba a la escotilla abierta, donde una barra de luz solar pintaba un rectángulo deslumbrante en el suelo de metal herrumbroso y cubierto de lapas.
Estaba casi llegando a la salida cuando me di cuenta de que esta vez la luz no aumentaba. No tenía la sesgada columna de luz delante de mí que me guiara al mundo del aire y de la vida.
Tuve un segundo de desconcierto y confusión, y me pregunté si no me habría extraviado. Luego me di cuenta de lo que había sucedido… y mi confusión se convirtió en pánico. Durante el temporal, debió cerrarse la escotilla de golpe. Y pesaba lo menos un cuarto de tonelada.
No recuerdo el momento en que di la vuelta; lo único que recuerdo es que retrocedía nadando muy despacio y me decía: sin prisas; el aire durará más si nado despacio. Podía ver muy bien ahora, porque mis ojos habían tenido tiempo de sobra para habituarse a la oscuridad. Había cantidades de detalles que nunca había observado antes, como el pez rojo que me espiaba en la sombra, las hojas verdes y las algas que crecían en las pequeñas manchas de luz, cerca de los portillos, y hasta una bota de goma, en excelente estado al parecer, que yacía aún donde alguien debió de tirarla. Y una de las veces, a un lado, fuera del corredor, vi un mero grande que me miraba con ojos bulbosos y gruesos labios entreabiertos, como asombrado por mi intrusión.
La cinta que me oprimía el pecho se estaba poniendo cada vez más tirante. Era imposible contener por más tiempo la respiración. Sin embargo, la escalera parecía que aún estaba a una distancia casi infinita. Dejé escapar por la boca algunas burbujas de aire. Esto alivió la situación de momento; pero, una vez exhaladas, el dolor de pulmones se me hizo aún más insoportable.
Ya era inútil intentar conservar las fuerzas repaleando pausada y constantemente las aletas. Aspiré las últimas pulgadas cúbicas de aire que contenía la máscara —con lo que ésta se me aplastó contra la nariz— y las hice llegar a mis exhaustos pulmones. Al mismo tiempo, cambié de marcha y aceleré con el último ápice de fuerza…
Y eso es todo lo que recuerdo, hasta que me encontré farfullando y tosiendo a la luz del día, agarrado a la cepa del mástil destrozado. El agua, a mi alrededor, estaba teñida de sangre, sin que yo supiera por qué. Luego, para asombro mío, noté una herida profunda en mi pantorrilla derecha. Debí cortarme con algún obstáculo afilado, pero no llegué a darme cuenta ni a sentir ningún dolor.
Ése fue el final de mis buceos a pulmón libre, hasta que empecé los entrenamientos astronáuticos, diez años más tarde, y tuve que descender al simulador de gravedad-cero subacuático. Entonces era diferente, porque utilizaba escafandra autónoma. Pero tuve momentos muy desagradables, y temí que los psicólogos me lo notaran; así que tuve siempre la precaución de no agotar nunca mis botellas. Ya había estado una vez a punto de asfixiarme y no tenía intención de correr nuevamente ese riesgo…
Sé exactamente qué se siente al aspirar una bocanada del casi-vacío que reina en Marte. No, gracias.
Entonces, ¿qué tiene de malo el veneno? Nada, supongo. La pastilla que llevamos actúa en sólo quince segundos, nos han dicho. Pero todos mis instintos se oponen, aun cuando no hay otra alternativa en perspectiva.
¿Llevaba Scott veneno consigo? Lo dudo. Y si lo llevaba, estoy seguro de que no llegó a utilizarlo.
No voy a ponerme a discutir esto. Supongo que de algo sirve. Pero no estoy seguro.
La radio acaba de transmitirme un mensaje de la Tierra, recordándome que el tránsito empieza dentro de dos horas. Como si fuera yo a olvidarlo… cuando han muerto ya cuatro hombres, y puede que sea yo el primer ser humano en presenciarlo. Y el único, hasta dentro de cien años exactamente. No es frecuente que el Sol, la Tierra y Marte se coloquen en línea tan limpiamente; la última vez ocurrió en 1905, cuando el pobre Lowell escribía aún aquellas tonterías sobre los canales y la espléndida, aunque ya moribunda civilización que los había construido. Lástima que fuera una completa fantasía.
Será mejor que revise el telescopio y los instrumentos de cronometraje.
El Sol está tranquilo hoy… seguramente porque se encuentra, en definitiva, próximo a la mitad de su ciclo. Sólo se aprecian unas pocas manchitas y algunas zonas más pequeñas de perturbaciones a su alrededor. El tiempo solar será tranquilo en los próximos meses. Ésa es una de las cosas por las que los demás no tendrán que preocuparse al regresar a casa.
Creo que el peor momento fue cuando vimos cómo se alejaba el Olympus de Fobos y puso proa a la Tierra. Aun cuando sabíamos desde hacía semanas que no se podía hacer nada, eso fue el portazo definitivo.
Era de noche, y pudimos presenciarlo todo perfectamente. Fobos había surgido del Oeste unas horas antes, Y había iniciado su loca carrera hacia atrás a través del cielo, aumentando de tamaño y pasando de un delgado creciente a una media luna; antes de alcanzar el cenit, desaparecería al sumergirse en la sombra de Marte y quedar completamente eclipsado.
Habíamos estado escuchando la cuenta atrás, naturalmente, tratando de atender a nuestro trabajo normal. No fue fácil aceptar finalmente el hecho de que, de los quince que habíamos venido a Marte, sólo diez regresarían. Aun entonces, supongo que había millones de seres en la Tierra que no comprendían aún. Debió resultarles imposible de creer que el Olympus no pudiera descender tan sólo cuatro mil millas para recogernos. Sobre la Administración Espacial llovieron los más extravagantes proyectos de rescate; y sabe Dios lo que pensamos nosotros. Pero cuando, por último, cedió la capa de hielo bajo la pista de despegue tres y se volcó el Pegasus, se acabó. Todavía parece un milagro que no saltara la nave por los aires al reventar el tanque de combustible…
Pero estoy divagando otra vez. Volvamos a Fobos y a la cuenta atrás.
Por el monitor del telescopio pudimos ver claramente la agrietada meseta allí donde el Olympus había tomado tierra después de separarnos e iniciar nuestro propio descenso. Aunque nuestros amigos no llegaron a aterrizar en Marte, al menos tenían un pequeño mundo a su disposición para explorar; aun tratándose de un satélite tan reducido como Fobos, tocaban a treinta millas cuadradas por hombre. Era una considerable cantidad de terreno para buscar minerales extraños y residuos del espacio… o para grabar tu nombre para que las edades venideras supiesen que fuiste tú el primero en pasar por aquí.
La nave se veía nítidamente como un cilindro brillante y aparrado, recortado sobre el gris oscuro de las rocas; de cuando en cuando, alguna de sus superficies planas captaba la luz del sol presuroso, y refulgía como el vivo resplandor de un espejo. Unos cinco minutos antes del despegue, el cuadro se volvió súbitamente rosa, luego rojo… y después se desvaneció totalmente, al precipitarse Fobos en su eclipse.
Se encontraba aún la cuenta atrás a diez segundos, cuando nos sorprendió un fogonazo. Por un momento temimos que el Olympus hubiera sufrido una catástrofe. Luego nos dimos cuenta de que era alguien que estaba filmando el despegue, y había encendido los reflectores del exterior.
Durante los pocos segundos restantes, creo que olvidamos todos, lo apurada que era nuestra propia situación; estábamos a bordo del Olympus, deseosos de verlo partir sin obstáculos y salir del reducido campo gravitatorio de Fobos, para alejarse luego de Marte en dirección al Sol. Oímos decir al comandante Richmond: «Ignición»; hubo una breve interferencia, y el círculo de luz comenzó a desplazarse en el campo visual del telescopio.
Eso fue todo. No hubo ninguna llamarada de fuego porque, naturalmente, no hay ignición propiamente dicha en el encendido de un cohete nuclear. «¡Encendido!». Ése es otro residuo de la vieja tecnología química. Pero el chorro de hidrógeno caliente es totalmente invisible; es una lástima que no volvamos a ver nunca algo tan espectacular como el despegue de un Saturno o de un Korolov.
Poco antes de finalizar el encendido, el Olympus abandonó la sombra de Marte y surgió a la luz del sol otra vez, reapareciendo casi tan instantáneamente como un astro brillante que se desplazara a gran velocidad. La luminosa llamarada debió sobresaltarles a bordo de la nave, porque se oyó gritar a alguien:
—¡Cerrad el portillo!
Luego, unos segundos más tarde, anunció Richmond:
—Ha despegado.
Pasara lo que pasara, el Olympus se dirigía ya irrevocablemente hacia la Tierra.
Una voz que no reconocí —aunque debió ser la del comandante— dijo:
—Adiós, Pegasus.
Y la transmisión se cortó. Naturalmente, no había por qué decir «buena suerte». Eso estaba decidido desde hacía semanas.
Acabo de escuchar este registro. Hablando de suerte, existe una compensación, aunque no para nosotros. Con una tripulación de sólo diez miembros, el Olympus ha podido descargar un tercio de su carga, eliminando varias toneladas de peso. Así que ahora llegará a casa un mes antes de lo previsto.
Muchas cosas les pueden haber ido mal en este mes; y quizá hayamos salvado la expedición. Naturalmente, nosotros no lo sabremos jamás… pero es hermoso creer que sí.
He estado poniendo música a todo volumen… ahora que no puede molestar a nadie. Aunque hubiese marcianos, no creo que este fantasma de atmósfera les llevara el sonido más allá de unas cuantas yardas.
Tenemos una preciosa colección, pero debo poner mucho cuidado en elegir. Nada triste ni nada que requiera demasiada concentración. Sobre todo, nada de voces humanas. Así que me limitaré a poner lo más ligero de la música clásica. La sinfonía del «Nuevo Mundo» y el concierto para piano de Grieg llenarán el programa perfectamente. En este momento estoy escuchando la «Rapsodia sobre un tema de Paganini», de Rachmaninoff; pero ahora debo apagar y volver a mi trabajo.
Sólo faltan ya cinco minutos. Todo el equipo se encuentra en perfectas condiciones. El telescopio va siguiendo el Sol, el vídeo-grabador está preparado y el cronómetro de precisión continúa marchando.
Estas observaciones las haré lo más fielmente que pueda. Se lo debo a mis camaradas perdidos, con quienes no tardaré en reunirme. Ellos me dieron su oxígeno, por eso estoy vivo aún en este momento. Espero que recordéis esto dentro de cien o mil años, cuando metáis estos datos en vuestras computadoras…
Sólo falta un minuto; la cosa va a empezar. Para el archivo: año, 1984; mes, mayo; día, II; van a ser las cuatro horas treinta minutos por el Tiempo de Efemérides… ahora.
Medio minuto para el contacto. Pongo en marcha la grabadora y el cronómetro para altas velocidades. Acabo de comprobar otra vez el ángulo de posición para asegurarme de que estoy mirando la mancha correcta del borde exterior del Sol.
Utilizo una potencia de quinientos: la imagen es perfectamente firme, incluso desde esta escasa elevación.
Las cuatro treinta y dos. De un momento a otro…
Ahí está… ¡ahí está! ¡Casi no puedo creerlo! Es una mella negra y diminuta en el mismo borde del Sol… va aumentando, aumentando, aumentando…
Hola, Tierra. Miradme ahora. Soy el astro más brillante de vuestro firmamento, exactamente en lo alto de la cúspide de la medianoche…
Reduzco velocidad grabadora.
Las cuatro treinta y cinco. Parece como si un pulgar hundiera más y más el borde del Sol… Es fascinante…
Las cuatro y cuarenta y un minutos. Ahora está exactamente en la mitad. La Tierra es un perfecto semicírculo negro, un mordisco en el Sol. Es como si lo estuviera devorando alguna enfermedad…
Las cuatro y cuarenta y ocho. Ingresan las tres cuartas partes completas.
Las cuatro, cuarenta y nueve minutos, treinta segundos. Pongo grabadora a alta velocidad otra vez.
La línea de contacto con el borde del Sol está disminuyendo rápidamente. Ahora no es más que un hilo de oscuridad apenas perceptible. La Tierra va a superponerse enteramente sobre el Sol.
Ahora puedo ver los efectos de la atmósfera. Hay un halo tenue de luz que envuelve el negro agujero del Sol. Qué extraño resulta pensar que estoy viendo el resplandor de todas las puestas de sol —y de todos los amaneceres— que tienen lugar en toda la redondez de la Tierra en este preciso momento…
Ingreso completo: son las cuatro horas, cincuenta minutos, cinco segundos. El mundo entero se ha adentrado en la faz del Sol. Ahora es un disco negro perfectamente circular, recortado sobre ese infierno, noventa millones de millas más abajo. Parece más grande de lo que me esperaba; uno podría confundirla fácilmente con una mancha solar de considerables dimensiones.
Ya no hay nada más que ver hasta dentro de seis horas, en que aparecerá la Luna siguiendo a la Tierra a una distancia de medio diámetro solar. Enviaré los datos grabados al Lunacom; luego trataré de descabezar un sueño.
Mi último sueño. Me pregunto si necesitaré tomar píldoras. Es una lástima desperdiciar estas últimas horas, pero quiero conservar mi fuerza… y mi oxígeno.
Creo que fue el Dr. Johnson quien dijo que nada serena tanto la mente de un hombre como el saber que será ahorcado por la mañana. ¿Cómo diablos lo sabía él?
Tiempo de Efemérides, las diez y treinta minutos. El Dr. Johnson tenía razón. Me he tomado sólo una píldora y no recuerdo haber soñado nada.
Los condenados también desayunaban abundantemente. Borraré esto…
Vuelvo al telescopio. Ahora la Tierra está en medio del disco, pasando bastante al norte del centro. Dentro de diez minutos veré la Luna.
He conectado el telescopio a toda su potencia: dos mil. La imagen es ligeramente borrosa, pero todavía es bastante buena; el halo atmosférico es muy nítido. Espero ver las ciudades del lado oscuro de la Tierra…
No ha habido suerte. Probablemente hay demasiadas nubes. Es una lástima; teóricamente es posible, pero nunca se consigue. Me gustaría… pero no importa.
Las diez cuarenta. Grabadora a velocidad reducida. Espero estar mirando al punto correcto.
Faltan quince segundos. Grabadora a alta velocidad.
¡Maldita sea!… He fallado. No importa, la grabadora habrá captado el momento exacto. Hay una pequeña muesca en el borde del Sol. El primer contacto ha debido de ocurrir a las diez, cuarenta y un minutos, veinte segundos, Tiempo de Efemérides.
Qué grande es la distancia entre la Tierra y la Luna; entre una y otra hay como la mitad de la anchura del Sol, Parece increíble que esos dos cuerpos celestes tengan nada que ver el uno con el otro. Eso da idea de lo inmenso que es el Sol…
Las diez y cuarenta y cuatro. La Luna está centrada exactamente sobre el borde del Sol. Es un mordisco limpio y semicircular en el borde del Sol.
Las diez, cuarenta y siete minutos, cinco segundos. Contacto interior. La Luna ha dejado el borde, está completamente en el interior del Sol. Supongo que no podré ver nada en la oscuridad del alrededor, pero aumentaré la potencia.
Esto sí que tiene gracia.
Bien, bien. Alguien ha debido estar tratando de comunicarse conmigo; hay una luz diminuta intermitente que va desapareciendo en la cara oscura de la Luna. Probablemente es el láser de la base Imbrium.
Lo siento, señores. Ya he dicho todos los adioses que tenía que decir, y no quiero empezar otra vez. Nada importa ya.
Sin embargo, es casi hipnótico… el parpadeo de ese puntito luminoso que proviene de la misma cara del Sol. Cuesta creer que, aun después de haber recorrido toda esta distancia, el rayo de luz tenga una anchura de sólo un centenar de millas. El Lunacom se está tomando todos los cuidados para apuntar directamente sobre mí, y supongo que debería sentirme culpable por ignorarles. Pero no. Yo casi he terminado lo que tenía que hacer; y las cosas de la Tierra no me conciernen ya.
Las diez y cincuenta minutos. Desconecto la grabadora. Eso es todo, hasta que finalice el tránsito de la Tierra, que será dentro de dos horas.
Me he tomado un tentempié y estoy echando mi última mirada desde la cúpula de observación. El Sol está alto aún, así que no hay mucho contraste, pero la luz realza vívidamente todos los colores: las innumerables variedades de rojo y rosa y carmesí, tan sorprendentes sobre el azul intenso del firmamento. Qué diferencia con la Luna, aunque ésta tiene también su belleza.
Es extraño lo sorprendente que puede ser la cosa más palpable. Todos sabían que Marte era rojo. Pero en realidad no esperábamos que fuera el rojo de la herrumbre, el rojo de la sangre. Como el Desierto Pintado de Arizona; después de contemplarlo un rato, el ojo siente deseos de verde.
Hacia el norte hay un agradable cambio de color: el casquete de nieve de dióxido de carbono sobre el Mount Burroughs es una pirámide blanca deslumbrante. Ésa es otra sorpresa. Está a veinte mil pies por encima de Mean Datum; cuando yo era niño se suponía que no había montañas en Marte…
La duna arenosa más próxima está a un cuarto de milla, y hay también zonas de hielo en la ladera que da la sombra. Durante la última tormenta, creímos que se había movido algunos pies, pero no estábamos seguros. Evidentemente, las dunas se mueven, como las de la Tierra. Un día, supongo, esta base quedará cubierta… para volver a aparecer únicamente dentro de mil años. O de diez mil.
Ese extraño grupo de rocas —el Elefante, el Capitolio, el Obispo— guardan todavía su secreto, y me atormentan con el recuerdo de nuestra primera decepción. Habríamos sido capaces de jurar que eran sedimentarias; ¡con qué ansiedad nos lanzamos en busca de fósiles! Aún hoy, ignoramos cómo se formó ese grupo rocoso. La geología de Marte sigue siendo un montón de contradicciones y enigmas…
Hemos dejado bastantes problemas para el futuro, y a quienes vengan después de nosotros se les plantearán bastantes más. Pero hay un misterio que jamás hemos comunicado a la Tierra, ni hemos consignado en el diario de a bordo…
La primera noche, después de aterrizar, establecimos turnos de vigilancia. Y estaba Brennan cumpliendo su guardia cuando me despertó poco después de las doce de la noche. Me enfadé —todavía no era mi turno—, y entonces me contó que había visto moverse una luz alrededor del Capitolio.
Estuvimos mirando lo menos una hora, hasta que me tocó el relevo. Pero no vimos nada; fuera lo que fuese la luz aquella no volvió a aparecer.
Ahora bien, Brennan era tan sensato y falto de imaginación como el que más; y si dijo que había visto una luz, es que la había visto. Puede que fuera alguna especie de descarga eléctrica, o el reflejo de Fobos en la cara de alguna roca pulida por la arena. En cualquier caso, decidimos no dar parte del incidente al Lunacom, a menos que la viéramos otra vez.
Desde que me he quedado solo me despierto a menudo a medianoche y me pongo a contemplar las rocas. A la débil iluminación de Fobos y Deimos, me recuerdan la silueta de una ciudad a oscuras recortada contra el cielo. Siempre ha estado a oscuras. Porque a mí jamás se me ha aparecido luz alguna…
Tiempo de Efemérides, las doce cuarenta y nueve. El último acto va a empezar. La Tierra ya casi ha alcanzado el borde del Sol. Los dos afilados cuernos de luz que aún la abrazan apenas se tocan ya…
Grabadora a alta velocidad.
¡Contacto! Son las doce horas, cincuenta minutos, dieciséis segundos. Los crecientes de luz se han separado. Una diminuta mancha negra ha aparecido en el borde del Sol, al tiempo que la Tierra empieza a cruzarlo. Ya va alargándose más y más…
Grabadora a velocidad moderada. Faltan dieciocho minutos para que la Tierra se separe del todo de la cara del Sol.
A la Luna aún le queda más de la mitad del camino por recorrer; aún no ha alcanzado el punto medio de su tránsito. Parece una manchita de tinta, del tamaño de un cuarto de la Tierra. Y ya no parpadea en ella ninguna luz. El Lunacom debe haber desistido.
Bueno, me queda exactamente un cuarto de hora de vida aquí en mi último hogar. El tiempo parece acelerarse a la manera como corren los últimos minutos que preceden a un lanzamiento. No importa; ahora ya he hecho todo lo que tenía que hacer. Puedo incluso relajarme.
Ya siento que formo parte de la historia. Estoy como estaba el capitán Cook en Tahití, allá por el año 1769, contemplando el tránsito de Venus. De no ser por esa imagen de la Luna qué va detrás, la escena podía ser exactamente la misma…
¿Qué habría pensado Cook hace más de doscientos años si hubiera sabido que un día un hombre iba a observar el tránsito de la Tierra desde un mundo distinto? Estoy seguro de que se habría quedado mudo de estupor… y luego de alegría…
Pero me siento más identificado con un hombre que no haya nacido todavía. Espero que oigas estas palabras, quienquiera que seas. Quizá te encuentres aquí, en este mismo sitio, dentro de cien años, cuando acontezca el próximo tránsito.
¡Saludos al 10 de noviembre de 2084! Te deseo mejor suerte de la que hemos tenido nosotros. Supongo que habrás venido en una lujosa nave. O puede que hayas nacido en Marte y seas un extranjero en la Tierra. Sabrás cosas que yo no puedo ni imaginar. Sin embargo, en cierto modo no te envidio. Ni siquiera me cambiaría por ti, de tener esa posibilidad.
Porque tú recordarás mi nombre y sabrás que fui el primer ser humano que vio el tránsito de la Tierra. Y nadie verá otro en un período de cien años…
Las doce y cincuenta y nueve minutos. Exactamente en mitad de la egresión. La Tierra es un semicírculo perfecto: una sombra negra sobre la cara del Sol. Todavía no puedo sustraerme a la impresión de que algo ha producido esa enorme mordedura en el disco de oro. Dentro de nueve minutos se habrá ido, y el Sol estará entero otra vez.
Las trece y siete minutos. Grabadora a alta velocidad.
Ya casi ha salido la Tierra. Ahora es sólo una leve abolladura negra en el borde del Sol. Podría confundirse fácilmente con una pequeña mancha próxima al borde.
Las trece y ocho minutos.
Adiós, Tierra maravillosa.
Se va, se va, se va. ¡Adiós, ad…!
Ya vuelvo a sentirme mejor. He transmitido todos los cronos. Dentro de cinco minutos irán a sumarse al saber acumulado de la humanidad. Y el Lunacom sabrá que me he mantenido en mi puesto.
Pero no voy a enviar esto. Voy a dejarlo aquí, para la próxima expedición… venga cuando venga. Tendrán que pasar diez o veinte años antes de que nadie vuelva a venir por aquí. No van a volver a un lugar ya conocido, cuando hay todo un mundo aguardando a ser explorado…
Así que esta cápsula se quedará aquí, igual que se quedó el diario de Scott en su tienda, hasta que la descubran los próximos visitantes. Pero a mí no me encontrarán.
Es extraño lo difícil que me resulta apartar el pensamiento de Scott. Creo que me ha dado una idea.
Porque su cuerpo no se quedó allí, eternamente congelado en el Antártico, aislado del gran ciclo de la vida y la muerte. Hace mucho tiempo, aquella tienda solitaria emprendió su marcha hacia la mar. En pocos años quedó enterrada en la nieve y se convirtió en parte del glaciar que repta eternamente, alejándose del Polo. Y en pocos siglos el marinero habrá regresado a la mar. Y entonces Scott se fundirá una vez más con los seres vivientes: será plancton, focas, pingüinos, ballenas y toda la inmensa fauna del océano Antártico.
No hay océanos aquí en Marte, ni los ha habido desde hace lo menos cinco billones de años. Pero existe alguna clase de vida, allá en las tierras yermas del Caos II, que jamás tuvimos tiempo de explorar.
Ahí están esas manchas móviles que aparecieron en las fotografías orbitales. Y las pruebas de que todas las regiones de Marte han sido limpiadas de cráteres por fuerzas distintas a la erosión. Y la cadena larga de átomos de carbono ópticamente activo, captada en las moléculas por los analizadores atmosféricos.
Y, por supuesto, el misterio del Viking 6. Hasta hoy no ha habido nadie capaz de encontrar sentido a las últimas lecturas del aparato, antes de que algo enorme y pesado aplastara la sonda, hundiéndola en las inmóviles y frías profundidades de la noche marciana…
¡Y que no me hablen de formas de vida rudimentaria en un lugar como éste! Todo cuanto haya sobrevivido aquí ha de ser tan complejo que a su lado pareceremos torpes como dinosaurios.
Todavía queda suficiente combustible en los tanques de la nave para poner en marcha el vehículo de Marte y recorrer el planeta. Me quedan tres horas de luz natural… el tiempo suficiente para bajar a los valles y dar una vuelta por Caos. Después de la puesta de sol, aún me será posible alcanzar una velocidad discreta con los faros delanteros. Será romántico conducir en la noche bajo las lunas de Marte…
Una cosa quiero consignar antes de marcharme. No me agrada ver cómo yace Sam ahí fuera. Era siempre tan apuesto, tan gallardo. No parece justo que esté ahí con ese aspecto desgalichado ahora. Debo hacer algo.
Me pregunto si podría recorrer yo un trecho de trescientos pies sin traje, caminando despacio, sin detenerme… como hizo él, hasta el mismísimo final.
Debo procurar no mirarle a la cara.
Ya está. Ya lo tengo todo cabalmente dispuesto para la marcha.
La terapia ha dado resultado. Me siento perfectamente bien… incluso satisfecho, ahora que sé exactamente qué es lo que voy a hacer. Las pesadillas de antes han perdido su poder.
Es cierto: todos morimos solos. No importa, al final, encontrarse a cincuenta millones de millas de casa.
Voy a disfrutar de un paseo por ese paisaje maravillosamente pintado. Pensaré en todos aquellos que han fantaseado sobre Marte: Wells y Lowell y Burroughs y Weinbaum y Bradbury. Todos estaban equivocados… aunque la realidad es tan extraña y hermosa como ellos la imaginaron.
No sé qué es lo que me espera ahí fuera, y probablemente no lo veré jamás. Pero en este mundo desmedrado debe haber unas desesperadas ansias de carbono, de fósforo, de oxígeno, de calcio. Puede que se sirvan de mí.
Y cuando mi alarma de oxígeno dé un «ping» final en algún paraje de esa soledad fantasmal, terminaré con elegancia. Tan pronto como sienta dificultad en respirar, saldré del vehículo marciano y empezaré a caminar… con un magnetófono conectado a mi casco a todo volumen.
Como expresión de poder y gloria absolutos, triunfantes, no hay nada que pueda compararse a la «Toccata y Fuga en Re». No me dará tiempo a oírla entera; pero no importa.
Johann Sebastian, allá voy.
Febrero 1970.