—Por deferencia a los familiares más allegados —explicó el comandante Cummerbund con morbosa fruición—, no ha sido revelada jamás la historia completa de la última misión del super-crucero Flatbush. Ustedes saben, naturalmente, que se perdió durante la guerra contra los mucoides.
Todos nos estremecimos. Aún hoy, el sólo nombre de esos monstruos gelatinosos que, succionando, habían venido hacia la Tierra procedentes del Saco de Carbón, suscitaba recuerdos nauseabundos.
—Yo conocía mucho al hombre que lo mandaba: el capitán Karl van Rinderpest, héroe que ordenó el ataque final a esos seres indecibles, espantosos. ¡Aj!
Guardó cortésmente silencio para darnos tiempo a destaponar nuestros oídos y limpiar las bebidas que se nos habían derramado.
—El Flatbush había lanzado una salva de inversores de probabilidad contra el planeta originario de los mucoides, y luego puso nuevamente rumbo al espacio, escoltado por tres destructores: el ruso Lieutenant Kizbe, el israelí Chutzpah y el inglés Insufferable. Estaban aún acelerando, cuando sucedió un accidente fantásticamente inverosímil. El Flatbush se precipitó directamente en el pozo gravitatorio de una estrella de neutrones.
Cuando se sosegaron nuestras manifestaciones de horror e incredulidad, prosiguió gravemente:
—Sí… una esfera de materia recientemente condensada, de sólo diez millas de diámetro, aunque maciza como un sol, y, por tanto, de una gravedad en superficie equivalente a cien billones la de la Tierra. Las otras naves tuvieron suerte. No hicieron más que bordear el límite exterior de su campo y lograron escapar, aunque sus trayectorias se desviaron casi unos ciento ochenta grados. Pero el Flatbush, según calculamos más tarde, debió pasar a unas docenas de millas de esa inconcebible concentración de masa, sufriendo consiguientemente toda la violencia de su fuerza de atracción gravitatoria. Ahora bien, en cualquier campo gravitatorio normal —incluso el del White Dwarf, que quizá sea un millón de g superior al de la Tierra—, giras en torno a su centro de atracción y sales proyectado hacia el espacio otra vez, sin el menor percance. En el punto más próximo puedes experimentar una aceleración de cientos o miles de g… pero vuelves a la caída libre, por lo que no se producen efectos físicos. Siento insistir sobre lo que es evidente, pero me doy cuenta que no todos los presentes están técnicamente preparados.
Si lo dijo con intención de zaherir al «Manilargo» Geldclutch, intendente general de la Flota, éste no se percató de nada, ya que se hallaba en plena degustación de su quinto vaso de delectable zumo marciano.
—Una estrella de neutrones, empero, no es un astro normal. Cerca del centro de su masa, el gradiente gravitatorio —es decir, la razón a la que varía el campo gravitatorio con la distancia— es tan enorme que, aun a través de la anchura de un cuerpo tan pequeño como el de una nave espacial, puede haber una diferencia de cien mil g. No necesito decirles qué efectos produce esa clase de campo sobre cualquier objeto material. El Flatbush debió saltar en pedazos casi instantáneamente, y los pedazos fluirían como el agua en los pocos segundos que tardaron en girar en torno a la estrella. Luego, volvieron a ser proyectados al espacio. Meses más tarde, un barrido del radar de la Unidad de Salvamento localizó algunos restos. Yo los he visto: son burujos de formas surrealistas, de los metales más resistentes que poseemos, retorcidos y mezclados como una pasta de melaza. Sólo uno de los trozos pudo ser reconocido; debió de pertenecer al equipo de herramientas de algún infortunado ingeniero.
La voz del comandante se hizo casi inaudible, y dejó escapar una lágrima viril.
—Verdaderamente, odio tener que decir esto —suspiró—. Pero el único fragmento identificable del orgullo de la Flota Espacial de los Estados Unidos era… una llave de tuercas magullada por las estrellas.*
Enero 1970.