Hacia la medianoche, la cumbre del Everest, pirámide de nieve pálida y fantasmal bajo la luz de una Luna recién salida, se hallaba a sólo un centenar de yardas. El cielo estaba despejado, y el viento que había soplado durante días y días se había encalmado casi hasta cero. Debía de ser poco frecuente, en efecto, que el punto más elevado de la Tierra estuviese tan sereno y tranquilo; habían elegido bien el tiempo.
Quizá demasiado bien, pensó George Harper; había resultado casi decepcionantemente fácil. Su único problema real había sido salir del hotel inadvertidamente. La administración se oponía a las excursiones nocturnas a la montaña no autorizadas: podía haber accidentes, lo que resultaba perjudicial para el negocio.
Pero el Dr. Elwin estaba decidido a realizarla de esta manera, y tenía sus buenas razones, aunque nunca las había discutido con ellos. La presencia de uno de los científicos más afamados —y ciertamente el cojo más universalmente famoso— en el hotel Everest, durante el apogeo de la estación turística, había suscitado ya una enorme sorpresa. Harper había acallado algo la curiosidad dando a entender que estaban trabajando en mediciones de la gravedad, lo cual, al menos, era una parte de la verdad. Si bien, de momento, se trataba de una parte insignificantemente pequeña.
Quienquiera que viese ahora a Jules Elwin avanzar decidido hacia una cota de veintinueve mil pies, con cincuenta libras de equipaje sobre sus hombros, no habría sospechado jamás que sus piernas eran casi inútiles. Había nacido en 1961 y había sido víctima de la talidomida, catástrofe que dejó a más de diez mil niños parcialmente deformados repartidos por toda la faz de la tierra. Elwin era uno de los que habían tenido suerte. Sus brazos eran completamente normales, y los había fortalecido mediante el ejercicio, hasta que fueron considerablemente más poderosos que los de la mayoría de los hombres. Sus piernas, sin embargo, eran meros pedazos de carne con hueso. Con la ayuda de articulaciones ortopédicas podía permanecer de pie y dar unos cuantos pasos inseguros, aunque jamás había podido andar de verdad.
Ahora, sin embargo, se hallaba a doscientos pasos de la cumbre del Everest…
Todo había empezado por un cartel de propaganda de viajes, hacía más de tres años. Como nuevo programador de computadoras de la División de Física Aplicada, George Harper conocía al Dr. Elwin sólo de vista y por su renombre. Aun para quienes trabajaban bajo sus órdenes, el brillante director de Investigaciones del Astrotech era una persona ligeramente remota, apartada del común de los hombres corporal y mentalmente. Ni le amaban ni le odiaban, y aunque le admiraban y compadecían, ciertamente no le envidiaban.
Harper, que acabó la carrera hacía tan sólo unos meses, dudaba que el doctor conociese siquiera su existencia, salvo como un nombre en la lista del personal. Había otros diez programadores en la división, todos mayores que él, y muy pocos habían intercambiado más de una docena de palabras con su director de investigación. Cuando fue elegido Harper por votación como recadero para llevar uno de los archivos al despacho del Dr. Elwin, esperaba no tardar en entrar y salir más de lo que requerían las normas de educación.
Eso fue casi lo que sucedió. Pero justamente cuando iba a salir, se quedó parado ante el grandioso panorama de los picos del Himalaya que cubría media pared. Estaba situado de forma que el Dr. Elwin pudiera verlo cada vez que levantaba la vista de su mesa, y mostraba un paisaje que Harper conocía desde luego muy bien, puesto que también él, turista sobrecogido y sin aliento encaramado sobre la hollada nieve que corona el Everest, lo había fotografiado.
Se veía la blanca cadena montañosa de Kanchenjunga elevándose por encima de las nubes a un centenar de millas de distancia. Casi alineados con ella, pero mucho más cercanos, estaban los picos gemelos de Makalu; y más cerca aún, dominando el primer plano, se elevaba la inmensa mole del Lhotse, vecino y rival del Everest. Más hacia el Oeste, fluyendo hacia un valle de inmensidad tal que el ojo era incapaz de apreciar sus dimensiones, se veía la maraña de ríos de hielo de los glaciares Khumbu y Rongbuk. Desde esta altura sus heladas arrugas no parecían más grandes que los surcos de un campo de cultivo; pero esas hendiduras y cicatrices de hielo duro como el hierro tenían centenares de pies de profundidad.
Estaba Harper absorto aún, contemplando el espectacular panorama y reviviendo viejos recuerdos, cuando oyó la voz del Dr. Elwin detrás de él.
—Parece que le interesa. ¿Ha estado alguna vez allí?
—Sí, doctor. Me llevó mi familia cuando terminé el bachillerato. Estuvimos una semana en el hotel, y pensamos que nos tocaría regresar a casa antes de que el tiempo calmara. Pero el último día dejó de soplar el viento y pudimos hacer la ascensión a la cima unos veinte. Estuvimos allí una hora, tomándonos fotografías unos a otros.
El Dr. Elwin pareció digerir esta información durante un buen rato. Luego, con una voz que había perdido su anterior lejanía, y que ahora tenía un claro matiz de excitación, dijo:
—Siéntese, señor… esto… Harper. Me gustaría que me contara algo más.
Mientras se aproximaba a la silla que había enfrente de la enorme y ordenada mesa del director, George Harper se sintió desconcertado. Lo que había hecho no era ninguna rareza; cada año acudían miles de personas al hotel Everest, y la cuarta parte coronaba la montaña. El año anterior, por ejemplo, se había hecho muchísima propaganda con motivo de la presentación del turista número diez mil sobre el techo del mundo. Algunos comentaron con cinismo la coincidencia de que el número diez mil hubiera recaído precisamente sobre una estrella de televisión de cierto renombre.
No había nada que Harper pudiera contarle al doctor Elwin que éste no pudiera encontrar con toda facilidad en una docena de fuentes diversas, como los folletos turísticos, por ejemplo. Sin embargo, ningún científico joven y ambicioso podía dejar escapar esta oportunidad de impresionar a un hombre que tanto podía hacer para ayudarle en su carrera. Harper no era un frío calculador, ni le gustaban los politiqueos de despacho; pero se daba cuenta cuando tenía delante una oportunidad.
—Bueno, doctor —empezó hablando lentamente al principio, mientras trataba de poner en orden sus pensamientos y recuerdos—, el avión le lleva a un pueblecito llamado Namchi, a unas veinte millas de la montaña. Luego el autobús le conduce por una carretera impresionante hasta el hotel, desde donde se domina el Glaciar Khumbu. Está a una altura de dieciocho mil pies, y tiene habitaciones con presión acondicionada para quienes padecen dificultades respiratorias. Naturalmente, hay un equipo médico de servicio y la administración no acepta huéspedes que no sean físicamente aptos. Tienes que permanecer en el hotel al menos dos días, bajo un régimen de comidas especial, antes de que te dejen subir más arriba. Desde el hotel puedes ver realmente la cima porque está junto a la montaña, y ésta parece asomar por encima de ti. Pero la vista es fantástica. Puedes ver el Lhotse y media docena de picos más. Es sobrecogedor… sobre todo por la noche. El viento aúlla normalmente allá arriba, y se oyen ruidos inquietantes al moverse el hielo. Es fácil imaginar que hay monstruos que andan merodeando por las montañas… No hay mucho que hacer en el hotel, salvo descansar y contemplar el paisaje, y esperar a que los doctores te den luz verde. En los viejos tiempos, uno solía tardar semanas en aclimatarse al aire enrarecido; actualmente pueden hacer que tu sangre alcance el nivel adecuado en cuarenta y ocho horas. Aun así, la mitad de los visitantes —mayormente los viejos— deciden que está demasiado alto para ellos. Lo que viene después depende de la experiencia que tengas y de lo que estés dispuesto a pagar. Algunos escaladores expertos alquilan a sus propios guías y hacen la ascensión hasta la cima utilizando el equipo normal de montaña. Hoy en día eso no resulta difícil, y hay albergues en diversos puntos estratégicos. La mayoría de estos grupos hacen la ascensión. Pero el tiempo es siempre un enigma, y todos los años mueren unos cuantos. El turista medio elige la ruta más fácil. No le está permitido a ningún tipo de aeronave tomar tierra sobre el mismo Everest, salvo en caso de emergencia; pero hay un refugio cerca de la cresta del Nuptse, con un servicio de helicópteros que llega hasta allí desde el hotel. Del refugio a la cima hay tres millas, vía Collado Sur: una ascensión fácil para cualquiera que tenga condiciones y un poco de experiencia en montañismo. Algunas personas suben sin oxígeno, aunque no es prudente. Yo subí con la máscara puesta hasta que llegué a la cumbre; luego me la quité y vi que podía respirar sin mucho esfuerzo.
—¿Utilizó filtros o botellas de gas?
—Bueno, yo utilicé filtros moleculares… son bastante seguros hoy en día, y aumentan la concentración de oxígeno en más de un ciento por ciento. Son los que han simplificado considerablemente las ascensiones a grandes altitudes. Nadie lleva gas comprimido ya.
—¿Cuánto tardó en efectuar la ascensión?
—Un día entero. Salimos poco antes del amanecer y volvimos ya de noche. Esto habría dejado asombrados a las gentes de antaño. Pero, naturalmente, nosotros salimos frescos y caminamos de prisa. No existen problemas serios en el trayecto desde el refugio, y han excavado peldaños en todos los lugares difíciles. Como le digo, resulta fácil para cualquiera que reúna las condiciones normales.
En el instante en que acabó de decir estas palabras, Harper deseó haberse mordido la lengua. Era increíble que pudiera haber olvidado con quién estaba hablando, pero el encanto y la emoción del ascenso a la cumbre del mundo le había vuelto a la memoria tan vívidamente que por un momento se sintió una vez más en las alturas de aquel pico solitario azotado por el viento. Un lugar de la Tierra sobre el que el Dr. Elwin jamás podría poner el pie…
Pero el científico no pareció haberlo notado… o estaba tan acostumbrado a estas inconscientes faltas de tacto que ya no le molestaban. ¿Por qué, se preguntó Harper, estará tan interesado en el Everest? Probablemente porque es inaccesible; representaba todo aquello que le estaba negado por el accidente de su nacimiento.
Sin embargo, ahora, sólo tres años más tarde, George Harper se detuvo a un centenar de pies de la cima y tiró de la cuerda de nylon, al alcanzarle el doctor. Aunque no habían hablado al respecto, sabía que el científico deseaba ser el primero en llegar arriba. Merecía ese honor, y el más joven no haría nada por arrebatárselo.
—¿Va todo bien? —preguntó cuando el Dr. Elwin llegó adonde estaba él. La pregunta era completamente superflua. Pero Harper sintió una perentoria necesidad de disputar la inmensa soledad que les rodeaba. Podían haber sido los dos únicos hombres del mundo: en ningún punto de toda esta salvaje blancura de picos se veía vestigio alguno que atestiguara la existencia del género humano.
Elwin no respondió, pero hizo un vago gesto afirmativo al pasarle, con sus brillantes ojos puestos en la cumbre. Caminaba con un extraño paso de piernas rígidas, y sus pies dejaban en la nieve una huella extraordinariamente pequeña. Y mientras caminaba, se oía un débil, aunque inequívoco gemido procedente de la voluminosa mochila que portaba sobre sus hombros.
Ese fardo, en efecto, era quien le llevaba a él… o a tres cuartas partes de su persona. Mientras avanzaba los pocos pies que quedaban hasta su en otros tiempos inalcanzable meta, el Dr. Elwin y todo su equipaje pesaban cincuenta libras tan sólo. Y si eso resultaba todavía demasiado, no tenía más que hacer girar un botón y no pesaría nada en absoluto.
Aquí, en medio de este Himalaya bañado por la Luna, se hallaba el más grande secreto del siglo XXI. En todo el mundo había sólo cinco levitadores experimentales Elwin, y dos de ellos estaban aquí, en el Everest.
Aun cuando los conocía desde hacía dos años y había estudiado por encima su teoría fundamental, a Harper le parecía que los «levis» —como se les bautizó en seguida en el laboratorio— eran cosa de magia. Sus acumuladores contenían la suficiente energía eléctrica para elevar un peso de doscientas cincuenta libras en un recorrido vertical de diez millas, lo que aportaba un amplio factor de seguridad para esta misión. El ciclo ascenso-descenso podía repetirse casi indefinidamente, dado que los equipos reaccionaban ante el campo gravitatorio de la Tierra. En el ascenso, la batería se descargaba; en el descenso, se volvía a cargar. Puesto que ningún procedimiento mecánico es completamente perfecto, había una ligera pérdida de energía en cada ciclo, pero se podía repetir al menos un centenar de veces antes de que las unidades de carga se agotaran.
Escalar la montaña con la mayor parte de sus respectivos pesos neutralizados resultó una experiencia gozosa. La fuerza del equipo que tiraba de ellos verticalmente les hacía experimentar la sensación de que colgaban de unos globos invisibles cuya flotabilidad podía ajustarse a voluntad. Necesitaban cierta cantidad de peso para poder desplazarse en el suelo, y tras algunas pruebas, lo ajustaron al veinticinco por ciento. Con esto, escalar las laderas, una tras otra, era tan fácil como pasear normalmente por terreno llano.
Varias veces tuvieron que reducir casi a cero sus pesos para salvar las caras de las rocas verticales. Ésta había sido la impresión más extraña de todas y exigía una fe completa en el equipo. Mantenerse suspendidos en el aire, sostenidos, evidentemente, por la caja de un aparato electrónico que zumbaba suavemente, requería un considerable esfuerzo de voluntad. Pero al cabo de unos minutos, la sensación de fuerza y de libertad se sobrepuso a todo temor; porque, en efecto, aquí estaba hecho realidad uno de los más antiguos sueños del hombre.
Hacía unas semanas, uno de los bibliotecarios había encontrado un verso de un poema de principios del siglo XX que describía esta hazaña a la perfección: «Surcar seguro el cielo cruel». Ni los pájaros habían poseído jamás esa libertad de la tercera dimensión; ésta era la verdadera conquista del espacio. El levitador haría accesibles las montañas y los parajes elevados del mundo, del mismo modo que el pulmón acuático había hecho accesible la mar. Una vez terminaran satisfactoriamente las pruebas de los prototipos y se industrializara su producción, cambiarían todos los aspectos de la civilización humana. Revolucionaría el transporte. Los viajes espaciales no serían ya más caros de lo que podía ser un vuelo ordinario; toda la humanidad huiría al aire. Lo que había sucedido cien años antes con la invención del automóvil no sería más que el preludio de los tremendos cambios sociales y políticos que se iban a desencadenar.
Pero el Dr. Elwin, Harper estaba seguro, no pensaba en esas cosas en este momento de soledad triunfal. Más tarde recibiría el aplauso del mundo (y puede que sus maldiciones); pero ahora eso no significaba nada para él, erguido sobre el punto más elevado de la Tierra. Ésta era una auténtica victoria del espíritu sobre la materia, de la pura inteligencia sobre su cuerpo frágil y tullido. Todo lo demás sería el anticlímax.
Cuando Harper se reunió con el científico en la pirámide achatada cubierta de nieve se estrecharon la mano con ceremoniosa rigidez, porque parecía que era eso lo que se debía hacer. Pero no dijeron nada; el encanto de su proeza y el panorama de picos que se extendía hasta donde abarcaba la vista en todas direcciones, les había dejado sin habla.
Harper descansó en el soporte flotante de su mochila y examinó lentamente el círculo del cielo. A medida que los reconocía, iba evocando los nombres de los vecinos gigantes: Makalu, Lhotse, Baruntse, Cho Oyu, Kanchenjunga… Aún hoy, había docenas de picos que no habían sido escalados. Bueno, no tardarían los «levis» en cambiar todo esto.
Habría muchos que lo desaprobarían, naturalmente. Pero años atrás, en el siglo XX, hubo también montañeros que consideraron una «trampa» el uso del oxígeno. Era difícil creer que, aun después de semanas de aclimatación, fueran los hombres capaces de intentar alcanzar las alturas sin ayuda artificial de ninguna clase. Harper se acordó de Mallory y de Irvine, cuyos cuerpos se hallaban perdidos aún, quizá a una milla de este mismísimo lugar.
Detrás de él, el Dr. Elwin se aclaró la garganta.
—Vamos, George —dijo sosegadamente, con la voz apagada por el filtro de oxígeno—. Debemos regresar antes de que empiecen a buscarnos.
Con un mudo adiós a todos aquellos que habían estado aquí antes que ellos, se alejaron de la cima y comenzaron a descender por la suave pendiente. La noche, que había sido brillantemente clara hasta ahora, se estaba volviendo más oscura; algunas nubes altas se deslizaban por la faz de la Luna tan de prisa que su luz se encendía y se apagaba de forma que a veces era difícil ver el camino. A Harper no le gustó el aspecto del tiempo y empezó a reorganizar mentalmente sus planes. Quizá fuera mejor dirigirse al refugio del Collado Sur, en vez de intentar llegar al hotel. Pero no le dijo nada al Dr. Elwin porque no deseaba inquietarlo con falsas alarmas.
Ahora caminaban por el filo de un cuchillo de roca flanqueado por la más absoluta oscuridad a un lado, y el débil resplandor de un paisaje nevado al otro. Este lugar podía ser terrible, no paraba de pensar Harper, si les cogía una tormenta.
Y apenas se le ocurrió este pensamiento cuando sintieron sobre ellos el ventarrón. Pareció surgir de la nada el estallido del viento, como si la montaña hubiera estado acumulando su energía para este momento. No hubo tiempo para nada; aun cuando hubieran pesado lo normal, les habría levantado igualmente por los aires. En cuestión de segundos el viento les elevó por encima de la tenebrosa y vacía negrura.
Era imposible apreciar el abismo que se abría debajo de ellos; Harper hizo un esfuerzo para mirar hacia abajo, pero no consiguió ver nada. Aunque el viento parecía arrastrarle horizontalmente, sabía que debía estar cayendo. Su peso residual le precipitaría a un cuarto de la velocidad normal. Pero sería suficiente: si caían cuatro mil pies, sería un pobre consuelo saber que equivaldría sólo a mil.
Aún no había tenido tiempo para sentir miedo —eso vendría después, si sobrevivía—, y su gran preocupación, absurda por demás, era que el costoso levitador pudiera sufrir algún desperfecto. Había olvidado completamente a su compañero, ya que en un momento de crisis como éste su mente no podía atender más que a un pensamiento cada vez. La repentina sacudida de la cuerda de nylon le produjo un inesperado sobresalto. Luego vio al Dr. Elwin girando lentamente en torno suyo al extremo de la cuerda, como gira un planeta alrededor de un sol.
La visión le devolvió a la realidad, cobrando conciencia de lo que debía hacer. Su paralización había durado, probablemente, sólo una fracción de segundo. Gritó al viento:
—¡Doctor! ¡Utilice la ascensión de emergencia!
Mientras hablaba, buscó a tientas el precinto de su dispositivo de control, lo abrió de un tirón y apretó el botón.
Inmediatamente el equipo empezó a zumbar como un enjambre de abejas irritadas. Sintió cómo el equipo tiró de su cuerpo tratando de elevarle hacia el cielo, alejándole de la muerte invisible de abajo. En su mente se iluminó la simple aritmética del campo gravitatorio de la Tierra como escrita con letras de fuego. Un kilovatio podía elevar cien kilogramos a la velocidad de un metro por segundo, y los equipos podían transformar energía a un promedio máximo de diez kilovatios… aunque no podían funcionar durante más de un minuto. De modo que con esta reducción inicial de peso se elevaría a más de cien pies por segundo.
Hubo un violento tirón de cuerda al tensarse el seno que quedaba entre los dos. El Dr. Elwin se había retrasado en apretar el botón de emergencia; pero, por fin, ascendía también. Sería una competición entre la fuerza elevadora de los dos equipos y el viento que les impulsaba hacia la cara del Lhotse, que ahora distaba de ellos unos mil pies escasos.
La pétrea pared de nevadas arrugas resplandecía por encima de ellos a la luz de la Luna como una ola de roca congelada. Era imposible apreciar con precisión la velocidad a que se desplazaban, pero no podía ser menos de cincuenta millas por hora. Aun cuando sobrevivieran al impacto, no cabía esperar que se libraran de alguna grave lesión; y herirse aquí era tanto como morir.
Luego, precisamente cuando el choque parecía inevitable, la corriente de aire cambió súbitamente en dirección al cielo, arrastrándoles consigo. Salvaron la arruga rocosa con la tranquilizadora holgura de cincuenta pies. Parecía un milagro, pero tras un vertiginoso momento de alivio, Harper se dio cuenta de que les había salvado la simple aerodinámica. El viento tenía que elevarse para sortear la montaña; en el otro lado descendería otra vez. Pero eso ya no importaba, pues el cielo que se abría ante ellos estaba vacío.
Ahora se desplazaban tranquilamente bajo los desgarrones de nubes. Aunque su velocidad no había aminorado, el rugido del viento había desaparecido de pronto, ya que viajaban con él a través del vacío. Podían incluso conversar cómodamente, pese a los treinta pies de espacio que les separaba.
—Doctor Elwin —gritó Harper—, ¿está usted bien?
—Sí, George —dijo el científico, completamente tranquilo—. Y ahora, ¿qué hacemos?
—Debemos dejar de ascender. Si nos elevamos más no podremos respirar… ni siquiera con los filtros.
—Tiene usted razón. Vamos a restablecer el equilibrio.
Al desconectar los circuitos de emergencia, el furioso zumbido de los equipos disminuyó hasta convertirse en un gemido eléctrico apenas audible. Durante unos minutos se balancearon arriba y abajo como yo-yós en los extremos de la cuerda de nylon —primero subía uno, luego el otro—, hasta que consiguieron el ajuste adecuado. Cuando finalmente lograron mantenerse en equilibrio, quedaron flotando un poco por debajo de los tres mil pies. A menos que fallaran los «levis» —lo que, después de la sobrecarga que aguantaron, estaba dentro de lo posible—, se hallaban fuera de todo peligro inmediato.
Sus dificultades empezarían cuando trataran de regresar a la Tierra.
Ningún hombre en toda la historia había saludado nunca amanecer más extraño. Aunque estaban cansados y entumecidos y fríos, y la sequedad del aire les raspaba en la garganta a cada bocanada que tragaban, se olvidaron de todas sus incomodidades cuando se propagó el primer resplandor confuso por el mellado horizonte de Oriente. Las estrellas fueron palideciendo una tras otra; la última en desaparecer, sólo unos minutos antes de romper el día, fue la más brillante de todas las estaciones espaciales: la Número Tres del Pacífico, que flotaba a veintidós mil millas del suelo de Hawaii. Luego subió el sol por encima de un mar de innumerables picos, y amaneció el día himalayo.
Era como contemplar la salida del sol en la Luna. Al principio sólo las montañas más elevadas recibían los rayos sesgados, mientras los valles contiguos estaban inundados de sombras negras como la tinta. Pero lentamente, la línea de luz descendió por las laderas peñascosas y, cada vez más, esta tierra áspera y prohibida se fue integrando al nuevo día.
Ahora, si uno miraba fijamente, podía llegar a ver signos de vida humana. Había unos pocos caminos estrechos, delgadas columnas de humo que se elevaban de los pueblecitos solitarios, reflejos del sol al iluminar los tejados de los monasterios. Allá abajo el mundo estaba despertando, totalmente ignorante de los dos espectadores suspendidos, mágicamente a quince mil pies.
Durante la noche el viento debió cambiar de dirección varias veces, y Harper no tenía idea de dónde estaban. No les era posible reconocer ningún punto de referencia. Podían estar en cualquier parte de una extensión de quinientas millas a caballo entre el Nepal y el Tíbet.
El problema inmediato era escoger el punto donde tomar tierra; y pronto, pues estaban siendo impelidos rápidamente hacia un montón de picos y glaciares donde difícilmente podían esperar encontrar ayuda. El viento les arrastraba en dirección nordeste, hacia China. Si salvaban las montañas y aterrizaban allí, podían tardar semanas en entrar en contacto con alguno de los Centros de las Naciones Unidas para la Lucha contra el Hambre y encontrar el camino de regreso. Podían incluso exponerse a algún peligro personal si descendían del cielo a una región habitada por una población de campesinos ignorantes y supersticiosos.
—Será mejor que descendamos rápidamente —dijo Harper—. No me gusta el aspecto de estas montañas.
Estas palabras parecieron perderse totalmente en el vacío que les rodeaba. Aunque el Dr. Elwin estaba sólo a diez pies de distancia, era fácil imaginar que su compañero no podía oír nada de lo que decía. Pero, finalmente, el doctor asintió con la cabeza, casi de mala gana.
—Me temo que tiene usted razón… pero no estoy seguro de que podamos hacerlo con este viento. Recuerde que no podemos bajar igual de rápido que subimos.
Eso era cierto; los acumuladores se podían cargar sólo al diez por ciento del promedio de su descarga. Si perdían altura y volvían a cargar energía gravitatoria demasiado rápidamente, se recalentarían las células y probablemente estallarían. Los asustados tibetanos (¿o nepalíes?) creerían que se había incendiado un gran meteorito en el cielo. Y nadie sabría jamás exactamente qué les había ocurrido al Dr. Elwin y a su prometedor y joven ayudante.
A cinco mil pies del suelo, Harper empezó a esperar el estallido en cualquier momento. Descendían de prisa, pero no a una velocidad excesiva; muy pronto tendrían que moderar la marcha para no chocar violentamente. Para poner las cosas peor, habían calculado mal la velocidad del viento a nivel del suelo. Este viento infernal, imprevisible, soplaba con todas sus fuerzas otra vez. Pudieron ver los culebreos de la nieve al ser arrancada de las arrugas rocosas y elevarse como pabellones fantasmales por debajo de ellos. Mientras marcharon con el viento, ignoraron su fuerza; pero ahora debían hacer una vez más la peligrosa transición entre la implacable roca y el cielo blandamente acogedor.
La corriente de viento les precipitó por la boca de un cañón. No tuvieron posibilidad de elevarse por encima. Estaban atrapados y tenían que escoger el mejor terreno que encontraran para bajar.
El cañón se fue estrechando de manera sobrecogedora. Ahora era poco más que una grieta vertical, y las paredes de roca se deslizaban junto a ellos a la velocidad de treinta o cuarenta millas por hora. De cuando en cuando, los ocasionales remolinos les sacudían a derecha e izquierda; frecuentemente, estuvieron a punto de chocar. Una de las veces, cuando pasaban a escasas yardas por encima de un arrecife de riscos cubiertos de espesa nieve, Harper se sintió tentado de tirar del cinturón y librarse del levitador. Pero eso sería saltar de la sartén para caer en el fuego: podían alcanzar tierra firme sin daño, sólo para encontrarse atrapados a no se sabía cuántas millas de toda ayuda posible.
Sin embargo, aun en este momento de renovado peligro, se sentía muy poco asustado. Todo era como un sueño excitante… un sueño del que despertaría luego para encontrarse confortablemente metido en su propia cama. Esta fantástica aventura no podía sucederle a él de verdad…
—¡George! —gritó el doctor—. ¡Ésta es la ocasión… si podemos agarrarnos a esa peña!
Contaban sólo con unos segundos para actuar. Inmediatamente empezaron a lascar cuerda, hasta que quedó colgando un gran seno por debajo de ellos, cuya parte más baja corría a una yarda del suelo. Una enorme roca de unos veinte pies de alta se elevaba exactamente delante de su trayectoria; más allá, una inmensa zona cubierta de nieve les auguraba un blando aterrizaje.
La cuerda se deslizó saltando por las curvas menos pronunciadas del peñasco, pareció que iba a resbalar sin engancharse, y luego quedó atrapada bajo un saliente. Harper sintió el tirón repentino. Se quedó girando como una piedra en el extremo de una honda.
Jamás imaginé que fuera tan dura la nieve, se dijo. Después hubo una breve y brillante explosión de luz, y luego nada.
Estaba de nuevo en la universidad; en un aula. Uno de los profesores hablaba con una voz que le era familiar, aunque de algún modo no encajaba en aquel lugar. De una manera soñolienta e indiferente, repasó la lista de los profesores de su facultad. No; desde luego, no era ninguno de ellos. Sin embargo, conocía esa voz muy bien y, evidentemente, se dirigía a alguien.
«… aún muy joven cuando comprendí que debía de haber algún error en la teoría de la gravitación de Einstein. Particularmente, parecía haber una falacia en el principio de equivalencia. Según esto, no había forma de distinguir entre los efectos producidos por la gravitación y los de la aceleración.
»Pero esto es evidentemente falso. Uno puede crear una aceleración uniforme; sin embargo, es imposible que se dé un campo gravitatorio uniforme, ya que obedece a una ley inversa muy precisa, y, por tanto, debe variar aun en distancias muy reducidas. Así que se pueden idear pruebas para distinguir entre los dos casos; esto es lo que hizo que me preguntara si…».
Las suaves palabras no dejaban en la mente de Harper más impresión que si se tratara de una lengua extranjera. Comprendió confusamente que debía entender todo esto, pero era demasiado complicado para captar su significado. En todo caso, el primer problema consistía en averiguar dónde estaba.
A menos que le pasara algo en los ojos, se hallaba en la más completa oscuridad. Parpadeó, y el esfuerzo le produjo un tremendo dolor de cabeza que le hizo gritar.
—¡George! ¿Se encuentra usted bien?
¡Naturalmente! Era la voz del Dr. Elwin, que hablaba suavemente en la oscuridad. Pero ¿hablando con quién?
—Tengo un dolor de cabeza terrible. Y me duele el costado cuando intento moverme. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está tan oscuro?
—Se ha dado un golpe, y creo que se ha roto una costilla. No hable más de lo necesario. Ha estado inconsciente todo el día. Es de noche otra vez, y estamos en el interior de la tienda. Estoy ahorrando pilas.
La luz de la linterna fue casi cegadora cuando el doctor Elwin la encendió, y Harper descubrió las paredes de la pequeña tienda en torno a ellos. Había sido una suerte salir pertrechados con todo el equipo de montañismo, precisamente por si se quedaban atrapados en el Everest. Pero quizá no les sirviera más que para prolongar la agonía…
Le sorprendía que el científico, tullido como era, se las hubiese arreglado sin ayuda de ninguna clase para desempaquetar el equipo, montar la tienda y meterle a él dentro. Todo estaba colocado en orden: el instrumental de primeros auxilios, las latas de alimentos concentrados, los recipientes de agua y los cilindros pequeños y rojos de gas para la calefacción portátil. Sólo faltaban las voluminosas unidades de los levitadores; probablemente, estarían fuera de la tienda para que no ocuparan espacio.
—Estaba usted hablando a alguien cuando me he despertado —dijo Harper—. ¿O lo he soñado?
Aunque la luz indirecta reflejada por las paredes de la tienda le impedía leer la expresión del otro, se dio cuenta de que el Dr. Elwin estaba turbado. Inmediatamente comprendió por qué, y deseó no haber hecho esa pregunta.
El científico no creía que pudieran sobrevivir. Había estado grabando sus notas, por si alguna vez llegaban a descubrir sus cuerpos. Harper se preguntó tristemente si habría grabado su testamento y su última voluntad.
Antes de que Elwin pudiera contestar, cambió rápidamente de tema.
—¿Ha llamado a la vigilancia?
—Lo vengo intentado cada media hora, pero me temo que estamos aislados por las montañas. Yo puedo oírles a ellos, pero ellos no captan nuestra señal.
El Dr. Elwin cogió el pequeño aparato transmisor-receptor que se había quitado de la muñeca y lo conectó.
—Aquí Unidad Cuatro de Vigilancia —dijo una débil voz mecánica—; estamos a la escucha.
Durante la pausa de cinco segundos, Elwin apretó el botón de S. O. S., y luego esperó.
—Aquí Unidad Cuatro de Vigilancia; estamos a la escucha.
Aguardaron un minuto entero, pero no hubo confirmación de que había sido recibida su llamada. Bueno, se dijo Harper lúgubremente, es demasiado tarde para echarnos la culpa el uno al otro ahora. Varias veces, mientras vagaban a la deriva por encima de las montañas, habían discutido sobre si llamar o no al servicio terrestre de rescate, pero habían decidido no hacerlo, en parte porque parecía inútil mientras se hallaban aún impelidos por el viento, y en parte por la inevitable publicidad que ello traería consigo. Era fácil ser sensato después de ocurrido el incidente: pero ¿quién iba a imaginar que aterrizarían en uno de los pocos lugares que quedaban fuera del alcance de la Vigilancia de Salvamento?
El Dr. Elwin apagó el transmisor, y el único ruido que siguió oyéndose en el interior de la tienda fue el débil gemido del viento que reptaba por las paredes de los montes, entre las cuales se hallaban doblemente atrapados: sin salida y sin comunicación.
—No se preocupe —dijo por fin el doctor—. Mañana por la mañana veremos la forma de salir. Hasta tanto amanezca, no hay nada que podamos hacer… salvo acomodarnos lo mejor posible. Tome esta sopa caliente.
Varias horas más tarde, a Harper se le había pasado el dolor de cabeza. Aunque sospechaba que se había fracturado una costilla, encontró una postura en la que no le dolía mientras no se moviera, y casi se sintió en paz con el mundo.
Había pasado sucesivamente por diversas fases de desesperación, irritación con el Dr. Elwin, y autorreproche por haberse dejado embarcar en tan extraña empresa. Ahora estaba sosegado otra vez, aunque su mente, buscando algún medio de escapar, trabajaba demasiado para conciliar el sueño.
Fuera de la tienda, el viento casi se había calmado y la noche era muy serena. No estaba completamente oscuro, porque había salido la Luna. Aunque no les llegaban directamente sus rayos, debía haber algún reflejo de las nieves de allá arriba. Harper divisaba un confuso resplandor en el umbral mismo de la visibilidad, filtrándose por las paredes translúcidas de la tienda.
Ante todo, se dijo, no estaban en peligro inmediato. Los alimentos durarían lo menos una semana; había nieve en abundancia, que ellos podían derretir para proveerse de agua. En un día o dos, si su costilla marchaba bien, podrían elevarse de nuevo… esta vez, esperaba, con más felices resultados.
Desde algún punto no muy lejano llegó un ruido extraño, apagado, que dejó desconcertado a Harper, hasta que comprendió que debía ser un desprendimiento de nieve. La noche era tan extraordinariamente serena que casi imaginaba oír el latido de su propio corazón: cada respiración de su compañero dormido parecía anormalmente ruidosa.
¡Era curioso cómo la mente se fijaba en las cosas más triviales! Volvió a centrar su atención en el problema de la supervivencia. Aun cuando él no estaba en condiciones de moverse, el doctor podía intentar volar. Éste era uno de esos casos en que un hombre podía tener tantas probabilidades de éxito como dos.
Se oyó otro de esos blandos desprendimientos, ligeramente más fuerte esta vez. Era un poco extraño, pensó Harper, que la nieve se desprendiera en la fría quietud de la noche. Esperaba que no hubiese peligro de ningún alud; como no había tenido tiempo de ver claramente el paraje donde habían aterrizado, no podía calcular el peligro. Se preguntó si debía despertar al doctor, que sin duda habría inspeccionado minuciosamente el terreno antes de montar la tienda. Luego, fatalistamente, decidió no llamarle; si se avecinaba una avalancha de nieve, probablemente no podrían hacer gran cosa para escapar.
Volvió al problema número uno. Había una interesante solución que valía la pena considerar. Podían atar el transmisor a uno de los levitadores y dejar que se elevara. Tan pronto como el equipo saliera del cañón captarían la señal, y la vigilancia les encontraría en cuestión de unas horas… o todo lo más en unos días.
Naturalmente, esto significaba desprenderse de uno de los levitadores, y si no daba resultado, se hallarían en un aprieto todavía más grave. Pero aun así…
¿Qué era eso? Lo que había sonado no era el blando ruido de la nieve. Era un débil, pero inequívoco «clic», como el de un guijarro al chocar contra otro. Y los guijarros no se mueven por sí solos.
Estás imaginando cosas, se dijo Harper para sus adentros. La idea de que alguien o algo anduviera deambulando por los altos desfiladeros del Himalaya, en medio de la noche, era completamente ridícula. Pero la garganta se le había secado repentinamente, y sintió que se le ponía la carne de gallina en la nuca. Había oído algo, y eso era una cosa imposible de desechar.
Condenada respiración la del doctor; era tan ruidosa que le resultaba imposible concentrarse en los ruidos del exterior. ¿Significaba esto que, pese a lo profundamente dormido que estaba el Dr. Elwin, su subconsciente siempre alerta le había puesto también sobre aviso? Ya estaba fantaseando otra vez…
«Clic».
Parecía un poco más cerca. Desde luego, provenía de un lugar distinto a la vez anterior. Era casi como si algo —moviéndose con asombroso, aunque no absoluto silencio— estuviera rodeando lentamente la tienda.
Éste fue el momento en que Harper deseó fervientemente no haber oído hablar jamás del abominable hombre de las nieves. Es cierto que no sabía gran cosa, pero lo poco que sabía era ya demasiado.
Recordaba que el Yeti, como le llamaban los nepalíes, era un mito himalayo que perduraba desde hacía más de cien años: era un monstruo peligroso, más grande que un hombre; jamás había sido capturado, fotografiado o descrito siquiera por ningún testigo fidedigno. La mayoría de los occidentales estaban completamente convencidos de que se trataba de una pura fantasía, y desconfiaban de los escasos rastros de huellas encontradas en la nieve, o de los trozos de piel que se conservaban en oscuros monasterios. Pero las tribus de las montañas conocían este tema mucho mejor. Y ahora Harper temía que estuvieran en lo cierto.
Luego, mientras transcurrían interminables segundos en que nada sucedía, sus temores comenzaron a disiparse lentamente. Quizá su imaginación sobreexcitada le había estado jugando alguna mala pasada; dadas las circunstancias, no era imposible. Con un deliberado y decidido esfuerzo de voluntad, concentró su pensamiento una vez más en el problema del rescate. Había conseguido enfrascarse en sus razonamientos, cuando algo vino a chocar contra la tienda.
El miedo le paralizó de tal modo los músculos de la garganta que no pudo gritar. Tampoco era capaz de movimiento alguno. En la oscuridad, junto a él oyó al Dr. Elwin agitarse aún medio dormido.
—¿Qué es eso? —murmuró el científico—. ¿Se encuentra usted bien?
Harper oyó a su compañero que se daba la vuelta, y comprendió que estaba buscando a tientas la linterna. Quiso susurrarle… «¡Por el amor de Dios, estese quieto!», pero no pudo salir una sola palabra de sus labios sellados. Hubo un «clic», y el haz de la linterna formó un círculo brillante en la pared de la tienda.
Dicha pared estaba combada hacia dentro como si descansara sobre ella un pesado bulto. Y en el centro de la curva había una forma absolutamente inequívoca: la silueta de una mano deforme o de una garra. Estaba sólo a unos pies del suelo; fuera quien fuese, parecía que estaba de rodillas, manoteando sobre la tela de la tienda.
La luz debió de sobresaltarle, pues la silueta desapareció súbitamente, y la pared de la tienda volvió a recuperar su tersura. Sonó un gruñido sordo, malhumorado; luego, y durante un largo rato, reinó silencio.
Harper se dio cuenta de que volvía a respirar. Esperaba que desgarraran la tienda de un momento a otro y que se abalanzara sobre ellos algún horror inimaginable. En vez de eso, y casi como una especie de anticlímax, oyó el confuso y lejano sollozo de una ráfaga de viento en lo alto de las montañas. Estaba temblando de manera exagerada, y sus temblores no tenían nada que ver con la temperatura, ya que se estaba confortablemente caliente en el pequeño mundo aislado del interior de la tienda.
Luego sonó un ruido familiar y, a decir verdad, casi entrañable. Fue el sonido metálico de una lata vacía al chocar contra una piedra, cosa que vino a relajar un poco la tensión. Por primera vez, Harper se sintió capaz de hablar, o al menos de susurrar.
—Ha encontrado nuestras provisiones. Puede que se vaya ahora.
Casi como una respuesta, hubo un gruñido sordo que parecía de ira y decepción, luego el ruido de un golpe y el estrépito de las latas rodando en la oscuridad, Harper recordó de pronto que todos los alimentos estaban aquí en la tienda; en el exterior había sólo latas vacías. No era un pensamiento muy alentador. Deseó haber dejado una ofrenda, como las tribus supersticiosas, a cualesquiera dioses o demonios de las montañas para haberlos podido conjurar.
Lo que sucedió a continuación fue tan repentino, tan absolutamente inesperado, que terminó antes de darle tiempo a reaccionar. Hubo un ruido de forcejeo, como de algo que era arrojado contra una roca; luego, un gemido eléctrico familiar; a continuación, un gruñido asustado.
Finalmente, sonó un paralizador chillido de rabia y frustración, el cual se convirtió inmediatamente en expresión de un agudo terror, y comenzó a perderse en la lejanía, cada vez más de prisa, y hacia arriba, en dirección al cielo vacío.
El cada vez más lejano alarido evocó un recuerdo equivalente en la memoria de Harper. Cierta vez había visto una película de principios del siglo XX sobre la historia de la aviación, en la que aparecía una secuencia realmente espantosa del despegue de un dirigible. Algunos de los ayudantes de tierra siguieron asidos a las amarras unos segundos de más y la aeronave les había arrastrado, elevándolos hacia el cielo, y se bamboleaban debajo de ella sin poder hacer nada. Luego, uno por uno, fueron perdiendo su sujeción, cayendo a tierra.
Harper esperó a oír el golpe lejano, pero no llegó. Luego oyó lo que el doctor decía y repetía una y otra vez:
—Había dejado los equipos atados. Había dejado los dos equipos atados.
Se encontraba aún demasiado paralizado por la intensa emoción para preocuparse por esa noticia. Al contrario, todo lo que sentía era una fría y admirablemente científica sensación de desencanto.
Ahora jamás sabría qué era lo que había estado merodeando por los alrededores de la tienda en las solitarias horas que precedieron al amanecer.
Uno de los helicópteros de rescate pilotado por un escéptico sikh que todavía se preguntaba si no sería todo una complicada broma, enfiló el cañón cuando caía la tarde. Mientras el aparato tomaba tierra en medio de un remolino de nieve, el Dr. Elwin agitaba frenéticamente un brazo y se sujetaba con otro en el borde de la tienda.
Al reconocer al científico inválido, el piloto del helicóptero experimentó una sensación de temor supersticioso. Así, pues, el informe debía ser cierto; no había ninguna otra forma posible de que Elwin llegara a este paraje. Esto significaba que todo cuanto volaba en y por encima de los cielos de la Tierra sería, a partir de este momento, una anticuada carreta de bueyes.
—Gracias a Dios que nos ha encontrado —dijo el doctor con sincera gratitud—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí tan pronto?
—Den las gracias a la red de estaciones de radar y a los telescopios de las estaciones orbitales. Habríamos llegado antes, pero al principio creímos que todo era una broma.
—No comprendo.
—¿Qué habría dicho usted, doctor, si alguien le hubiera informado que había un leopardo himalayo muerto enredado en una maraña de correas y cajas… flotando a una altitud constante de noventa mil pies?
Dentro de la tienda, George Harper se echó a reír, a pesar del dolor que le producía. El doctor metió la cabeza entre las lonas y preguntó ansiosamente:
—¿Qué ocurre?
—Nada… ¡Uy! Pero me pregunto cómo vamos a bajar ese pobre animal, antes de que represente una amenaza para la navegación aérea.
—Bueno, tendrá que subir alguien con otro levitador y apretar los botones. Quizá deberíamos instalar un control por radio en todos los equipos…
La voz del Dr. Elwin se extinguió a mitad de frase. Se había sumido ya en unos sueños que cambiarían la faz de muchos mundos.
En poco tiempo, bajaría de las montañas como un nuevo Moisés, portando las leyes de una nueva civilización. Pues devolvería a toda la humanidad la libertad que hacía tiempo había perdido, cuando los primeros anfibios abandonaron su medio fluido bajo las olas.
La batalla contra la fuerza de la gravedad, que ya duraba un billón de años, había concluido.
Noviembre 1966.