Amad ese Universo[*]

Señor presidente, administrador nacional, delegados planetarios: es un honor y una grave responsabilidad dirigirme a ustedes en este momento de crisis. Sé —y lo comprendo muy bien— que muchos de ustedes están sorprendidos y consternados ante algunos rumores que les han llegado. Pero debo suplicarles que olviden sus naturales prejuicios en esos momentos en que la existencia del género humano —de la Tierra misma— está en peligro.

Hace algún tiempo me topé con una vieja frase secular: «Pensar lo impensable». Eso es justamente lo que tenemos que hacer nosotros ahora. Debemos afrontar los hechos sin titubear; no debemos permitir que nuestras emociones socaven nuestra lógica. En efecto, debemos hacer exactamente lo opuesto: ¡Debemos hacer lo posible porque la lógica prevalezca sobre nuestras emociones!

La situación es desesperada, pero no sin esperanza, gracias a los asombrosos descubrimientos que han realizado mis colegas de la Antigean Station. Pues los informes son efectivamente ciertos: podemos establecer contacto con las super-civilizaciones del Corazón Galáctico. Al menos podemos darles a conocer nuestra existencia… y si lo logramos, nos será posible pedirles auxilio.

No hay nada, absolutamente nada, que podamos hacer con nuestros propios esfuerzos en el breve tiempo de que disponemos. Hace sólo diez años que la investigación de los planetas trans-plutonianos nos reveló la presencia del Astro Negro. Dentro de noventa años tan sólo cruzará su perihelio y girará en torno al Sol para precipitarse nuevamente en las profundidades del espacio… dejando tras de sí un sistema solar destrozado. Todos nuestros recursos, todo nuestro cacareado dominio de las fuerzas de la naturaleza, son incapaces de alterar su órbita siquiera una fracción de pulgada.

Pero desde que se descubrió la primera de las llamadas «estrellas-faros» a finales del siglo XX, sabemos que hay civilizaciones que disponen de fuentes de energía incomparablemente superiores a las nuestras. Algunos de los presentes recordarán sin duda la incredulidad de los astrónomos —y más tarde de todo el género humano— cuando se descubrieron las primeras muestras de ingeniería cósmica en las Nubes Magallánicas. En ellas se encontraron estructuras estelares que obedecían a leyes no naturales; aún hoy ignoramos cuál es su finalidad… pero sabemos cuáles son sus tremendas implicaciones. Compartimos el universo con criaturas capaces de manipular las mismísimas estrellas. Si deciden ayudarnos, para ellos será un juego de niños desviar un cuerpo como el Astro Negro, cuya masa equivale tan sólo a unos centenares de veces la de la Tierra… ¿He dicho un juego de niños? Sí, quizá se trate de eso, ¡literalmente!

Todos ustedes recordarán, estoy seguro, el gran debate que siguió al descubrimiento de las super-civilizaciones. ¿Debíamos tratar de ponernos en comunicación con ellas, o debíamos hacer lo posible por permanecer en el anonimato? Naturalmente, existía la posibilidad de que ellos estuvieran al tanto de todo lo referente a nosotros, o que se sintieran molestos de nuestra presunción, o que reaccionaran de mil maneras desagradables. Aunque las ventajas de tales contactos podían ser enormes, los riesgos eran aterradores. Pero ahora no tenemos nada que perder, y sí todo que ganar…

Y hasta ahora había otro factor que reducía el asunto a una cuestión de interés puramente filosófico. Aunque —a costa de enormes esfuerzos económicos— podíamos construir transmisores de radio capaces de enviar señales a esos seres, la super-civilización más próxima a nosotros está a siete mil años-luz. Aun cuando se molestaran en contestar, transcurrirían catorce mil años antes de que la respuesta llegase a nosotros. En estas circunstancias parecía que esos seres superiores no podrían representar para nosotros ni una ayuda ni una amenaza.

Pero ahora todo ha cambiado. Podemos enviar señales a las estrellas a una velocidad que aún no se puede medir y que puede ser infinita. Y sabemos que ellos están utilizando esta técnica, ya que hemos detectado sus impulsos, aunque aún no hemos empezado a descifrarlos.

No se trata de impulsos electromagnéticos, por supuesto. No sabemos qué son; ni siquiera tenemos un nombre para designarlos. O más bien tenemos demasiados…

Sí, caballeros; hay algo, en definitiva, en esos cuentos de viejas sobre la telepatía, percepción extrasensorial, o como quieran ustedes llamarlo. Pero no es de extrañar que el estudio de tales fenómenos no haya hecho jamás progreso alguno aquí en la Tierra, donde hay un continuo rumor de fondo de billones de mentes que ahoga todas las señales. Aun el progreso deplorablemente limitado realizado antes de la era espacial parece un milagro… como podría ser el descubrimiento de las leyes de la música en una fábrica de calderas. Mientras no nos alejáramos del tumulto mental de nuestro planeta no había esperanza de poder establecer una verdadera ciencia de la parapsicología.

Y aun así, tuvimos que trasladarnos al otro lado de la órbita de la Tierra, donde el ruido no sólo quedaba disminuido por los ciento ochenta millones de millas de distancia, sino que el punto quedaba protegido por la inimaginable magnitud del propio Sol. Sólo allí, en nuestro planetoide artificial Antigeos, pudimos detectar y medir las débiles radiaciones mentales y descubrir sus leyes de propagación.

En muchos aspectos, esas leyes son todavía un misterio. Sin embargo, hemos comprobado los hechos fundamentales. Como sospechaban los pocos que creían en éstos fenómenos, se disparan mediante estados emocionales, no mediante un acto de voluntad o por un pensamiento consciente y deliberado. No es de sorprender, por tanto, que muchas noticias de sucesos paranormales se asociaran a situaciones de muerte o de desgracia. El miedo es un poderoso generador; en algunas ocasiones puede manifestarse por encima del ruido que lo envuelve.

Una vez comprobado este hecho comenzamos a hacer progresos. Provocamos estados emocionales, primeramente en individuos aislados; luego, en grupos. Pudimos medir cuánto se atenuaban estas señales con la distancia. Ahora bien, tenemos una teoría cuantitativa, digna de toda confianza, que hemos comprobado hasta la distancia de Saturno. Creemos que nuestros cálculos pueden ser prolongados hasta las estrellas. Si esta teoría es correcta podemos emitir un… un grito que se oirá instantáneamente en toda la galaxia. ¡E indudablemente habrá alguien que responderá!

Ahora bien, sólo hay una manera de poder emitir una señal de la intensidad requerida. Ya he dicho que el miedo es un poderoso generador… pero no lo es suficientemente. Aun cuando pudiéramos someter a toda la humanidad a un instante simultáneo de terror, el impulso no podría ser detectado más que a dos mil años-luz. Necesitamos lo menos cuatro veces ese radio de alcance. Y lo podemos lograr… utilizando la única emoción que es más fuerte que el miedo.

Sin embargo; también necesitamos la cooperación de un billón de individuos, al menos, en un momento que deberá estar sincronizado al segundo. Mis colegas han resuelto todos los problemas puramente técnicos, que en realidad son insignificantes. Los sencillos aparatos de electroestimulación que se necesitan han sido utilizados en investigaciones médicas desde principios del siglo XX, y el impulso sincrónico puede emitirse a través de las redes de comunicación planetaria. Todas las unidades necesarias pueden quedar instaladas en un mes, y el aprendizaje de su utilización requiere sólo unos minutos. Es la preparación psicológica para, digamos el día 0, lo que requerirá más tiempo.

Y ése, señores, es el problema de ustedes; naturalmente, los científicos les prestaremos toda la ayuda posible. Comprendemos que habrá protestas, voces airadas de gentes que se considerarán ofendidas, negativas a cooperar. Pero cuando uno considera la cuestión con lógica, ¿es tan injuriosa la idea? Muchos de nosotros pensamos que, al contrario, resulta muy apropiada… incluso de una justicia poética.

La humanidad se enfrenta actualmente a una emergencia final. En tal momento de crisis, ¿no es justo que apelemos al instinto que, en el pasado, ha garantizado siempre la supervivencia? Un poeta de una época remota e igualmente azarosa lo expresó mucho mejor de lo que yo podría hacerlo jamás:

DEBEMOS AMARNOS LOS UNOS A LOS OTROS, O MORIR.

Octubre 1966.