Habían transcurrido casi dos semanas desde que Henry Cooper llegó a la Luna, cuando descubrió que algo andaba mal. Al principio fue sólo una sospecha mal definida, la típica corazonada que un sagaz periodista especializado en temas científicos no habría tomado demasiado en serio. Al fin y al cabo había venido aquí a petición de la propia Administración Espacial de las Naciones Unidas. La AENU había sido siempre beligerante en lo que se refiere a relaciones públicas… especialmente en vísperas de la elaboración de los presupuestos, cuando un mundo superpoblado exigía a gritos más carreteras y escuelas y granjas marinas, y se lamentaba de los billones que se dilapidaban en proyectos espaciales.
Así que aquí estaba él, recorriendo la Luna por segunda vez y transmitiendo dos mil palabras por día. Aunque la novedad había pasado, todavía quedaba el prodigio y el misterio de un mundo como el África de grande, del que se habían levantado planos de todas sus regiones, aunque estaba casi completamente sin explorar. A un tiro de piedra de las cúpulas de presión, de los laboratorios y los espaciopuertos se abría un vacío que desafiaría a los hombres durante los siglos venideros.
Algunas partes de la Luna eran casi demasiado familiares, por supuesto. Quién no había visto esa cicatriz polvorienta del Mare Imbrium, con su torre de señales de brillante metal y la placa que proclamaba en los tres idiomas oficiales de la Tierra:
EN ESTE LUGAR
2001 DEL T. U.
13 SEPTIEMBRE 1959
EL PRIMER OBJETO FABRICADO POR EL HOMBRE
ALCANZÓ OTRO MUNDO
Cooper había visitado el sepulcro del Lunik II… y la tumba, más famosa, de los hombres que habían venido después. Pero estas cosas pertenecían al pasado; como Colón y los hermanos Wright, iban quedando relegadas a la historia. Lo que le preocupaba a él era el futuro.
Cuando tomó tierra en el espaciopuerto de Arquímedes el administrador jefe manifestó gran alegría al verle, mostrándose muy interesado por su viaje. Arreglaron todo lo referente a transportes, acomodamiento y guía oficial. Podía ir adonde gustara, así como hacer las preguntas que quisiera. La AENU confiaba en él, pues sus relatos habían sido siempre fieles y su actitud amistosa. Sin embargo, el viaje había resultado desagradable; no sabía por qué, pero lo averiguaría.
Cogió el teléfono y dijo:
—¿Operadora? Por favor, póngame con el Departamento de Policía.
Quiero hablar con el inspector general.
Probablemente, Chandra Coomaraswamy poseía uniforme, pero Cooper jamás se lo había visto puesto. Se encontraron, como habían convenido, en la entrada del pequeño parque, que era el más grande orgullo de la ciudad de Platón. A estas horas de la mañana del «día» artificial de veinticuatro horas, el parque estaba casi desierto y podían charlar sin interrupción.
Mientras paseaban por los estrechos senderos de grava, hablaron de los viejos tiempos, de los amigos que habían conocido en la universidad, de los últimos acontecimientos de la política interplanetaria. Habían llegado al corazón del parque, estaban bajo el centro exacto de la gran cúpula pintada de azul, cuando Cooper abordó el tema de lleno.
—Tú estás al corriente de lo que pasa en la Luna, Chandra —dijo—. Y sabes que estoy aquí para escribir una serie de artículos para la AENU… espero hacer un libro con todos ellos cuando regrese a la Tierra. Así que, ¿por qué tratan de ocultarme las cosas?
Era imposible apremiar a Chandra. Siempre se tomaba su tiempo para contestar a una pregunta, y sus palabras escuetas brotaban con dificultad entre la humareda de su pipa bávara.
—¿Quiénes? —preguntó al fin.
—¿De veras no tienes idea?
El inspector general negó con un movimiento de cabeza.
—Ni la más ligera —contestó; y Cooper comprendió que decía la verdad. Puede que Chandra fuera reservado, pero no mentía.
—Temía que dijeras eso. Bueno, si no sabes más de lo que yo sé, será ésta la única clave de que voy a disponer… y me asusta. La Investigación Médica está tratando de mantenerme alejado.
—Mmmm —replicó Chandra, quitándose la pipa de la boca y mirándole pensativamente.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—No me has dado muchos datos. Recuerda que sólo soy un polizonte; carezco de tu intensa imaginación periodística.
—Todo lo que puedo decirte es que cuanto más arriba subo en el Centro de Investigación Médica, más fría se me hace la atmósfera. La última vez que estuve aquí todo el mundo fue muy amable y me proporcionó datos realmente interesantes. En cambio ahora ni siquiera me permiten entrevistar al director. Siempre está demasiado ocupado, o se encuentra en la otra cara de la Luna. En fin, ¿qué clase de hombre es?
—¿El doctor Hastings? Una persona un poco esquinada. Es muy competente, pero no resulta fácil trabajar con él.
—¿Qué puede estar intentando ocultar?
—Conociéndote como te conozco, diría que tienes unas cuantas teorías interesantes sobre eso.
—Bueno, yo había pensado en narcóticos, fraudes y conspiraciones políticas… pero nada de eso tiene sentido hoy en día. Así que lo que queda me produce verdadero horror.
Las cejas de Chandra indicaron un mudo signo de interrogación.
—Una plaga interplanetaria —dijo Cooper lisa y llanamente.
—Yo creía que eso era imposible.
—Sí… Yo mismo he escrito artículos demostrando que las formas de vida de otros planetas se basan en procesos químicos tan extraños que no pueden reaccionar en nosotros, y que todos nuestros microbios y bichitos tardaron millones de años en adaptarse a nuestro cuerpo. Pero siempre me he preguntado si sería eso cierto. ¿Y si hay una nave que ha regresado de Marte, vamos a suponer, con algo realmente nocivo… que los doctores no pueden controlar?
Hubo un largo silencio. Luego, dicho Chandra:
—Empezaré a hacer indagaciones. Yo también estoy preocupado, porque aquí tenemos un asunto del que probablemente no estarás enterado. El mes pasado hubo tres casos de crisis nerviosas en la Divisón Médica… y eso es muy, muy poco corriente.
Consultó su reloj. Luego miró el falso firmamento, que parecía muy lejano, aunque en realidad se hallaba sólo a doscientos pies por encima de sus cabezas.
—Será mejor que nos vayamos —dijo—. La lluvia de la mañana dará comienzo dentro de cinco minutos.
Dos semanas después le llegó la llamada, en plena noche, en la verdadera noche lunar. Según el cómputo de tiempo de la ciudad de Platón, era domingo por la mañana.
—¿Henry? —Aquí Chandra—. ¿Podemos quedar en la cámara de descompresión número cinco para dentro de media hora? Bien… hasta luego.
Eso era, Cooper estaba seguro. Acudir a la cámara de descomprensión cinco significaba salir al exterior de la cúpula. Chandra había descubierto algo.
La presencia de un conductor de la policía limitó la conversación, mientras el tractor se alejaba de la ciudad por la calzada toscamente nivelada en un suelo de ceniza y piedra pómez. Allá por el Sur, aparecía la Tierra casi llena, derramando una brillante luz verdeazul sobre el paisaje infernal. Por mucho que lo intentaran, se dijo Cooper, resultaba difícil hacer que la Luna pareciese encantadora. Pero la naturaleza guarda bien sus secretos más grandiosos, y para descubrirlos, los hombres debían venir hasta estos lugares.
Las múltiples cúpulas de la ciudad combaban aún más el curvado horizonte. El tractor, en este momento, se apartó de la carretera principal para seguir un sendero apenas perceptible. Diez minutos más tarde, Cooper vio brillar ante sí una semiesfera solitaria, erigida sobre una loma aislada. Junto a la entrada había aparcado otro vehículo con una cruz roja pintada. Parecía que no eran los únicos visitantes.
Tampoco llegaron inesperadamente. Cuando subían hacia la cúpula, el tubo flexible de acoplamiento a la cámara de descompresión se alargó tanteando hacia ellos y quedó afianzado a la parte exterior del casco del tractor. Hubo un breve susurro al equilibrarse la presión. Luego, Cooper siguió a Chandra y ambos entraron en el edificio.
El operario de la cámara les condujo por unos corredores circulares y unos pasadizos radiales hasta el centro de la cúpula. De cuando en cuando veían al pasar algún laboratorio, instrumentos científicos, ordenadores electrónicos… todo ello completamente corriente, y desierto en esta mañana de domingo. Debían estar en el corazón del edificio, se dijo Cooper cuando el guía les introdujo en un amplio recinto circular y cerró la puerta silenciosamente tras hacerles pasar.
Era un zoológico en pequeño. Alrededor de ellos había jaulas, tanques y recipientes que contenía una extensa selección de la fauna y flora terrestres. Aguardando en el centro vieron a un hombre bajito de pelo gris, con aspecto inquieto y sumamente desdichado.
—Doctor Hastings —dijo Coomaraswamy—, le presento al señor Cooper —el inspector general se volvió hacia su compañero y añadió—: He convencido al doctor de que sólo hay un medio de tenerte callado… y es contártelo todo.
—Francamente —dijo Hastings—, me parece que no me importa ya.
Su voz era insegura, controlada a duras penas, y Cooper pensó: «¡Hola!, otro desmoronamiento nervioso a la vista».
El científico no se entretuvo en formalismos tales como estrecharse la mano. Se dirigió a una de las jaulas, sacó una pequeña pelota de piel sedosa y la tendió a Cooper.
—¿Sabe lo que es esto? —preguntó de repente.
—Naturalmente, un hámster… el animalito más empleado en el laboratorio.
—Sí —dijo Hastings—. Un hámster dorado común y corriente. Salvo que éste tiene cinco años… como todos lo que hay en esta jaula.
—Bien, ¿y qué tiene de raro?
—¡Oh!, nada, nada en absoluto… únicamente hay un pequeño detalle, y es que los hámsters sólo viven dos años. Y nosotros tenemos algunos aquí que van para diez.
Durante un momento, ninguno de ellos dijo nada; pero la habitación no estaba en silencio. Se hallaba poblada de susurros y revuelos y arañazos, de débiles gemidos y pequeños chillidos de animales. Luego, Cooper murmuró:
—¡Dios mío, han descubierto ustedes el modo de prolongar la vida!
—No —replicó Hastings—. No lo hemos descubierto. La Luna es quien nos lo ha dado… como podíamos haber previsto, si hubiéramos mirado lo que teníamos delante de las narices.
Parecía haber recuperado el control de sus emociones, como si nuevamente fuera el puro científico, fascinado por el descubrimiento en sí, sin tener en cuenta sus implicaciones.
—En la Tierra —dijo— nos pasamos la vida luchando con la gravedad. La gravedad agota nuestros músculos, deforma nuestros estómagos. En setenta años, ¿cuántas toneladas de sangre eleva el corazón a través de cuántas millas de recorrido? Pues todo ese trabajo, todo ese esfuerzo, se reduce a la sexta parte aquí, en la Luna, donde un ser humano de ciento ochenta libra pesa treinta tan sólo.
—Comprendo —dijo Cooper lentamente—. Diez años para un hámster… ¿cuánto tiempo para un hombre?
—No es una ley simple —contestó Hastings—. Varía con el tamaño y la especie. Hace un mes aún no estábamos seguros. Pero ahora lo sabemos con certeza: en la Luna el período de la vida humana será lo menos de doscientos años.
—¡Y han estado tratando de mantenerlo en secreto!
—¡Loco! ¿Es que no lo entiende?
—Tranquilícese, doctor… tranquilícese —dijo Chandra suavemente.
Con un evidente esfuerzo de voluntad, Hastings logró dominarse otra vez. Empezó a hablar con una calma tan fría que sus palabras penetraron en el espíritu de Cooper, como una lluvia helada.
—Piense en los que están allá —dijo, señalando hacia el techo, a la invisible Tierra, cuya presencia espectral era incapaz de olvidar nadie en la Luna—. En los seis billones de seres que forman una masa compacta que cubre todos los continentes hasta los bordes… y ahora invade hasta los lechos marinos. Y aquí —señaló el suelo—, sólo un centenar de miles de nosotros, en un mundo casi vacío. Pero un mundo en el que necesitamos los milagros de la tecnología y de la ingeniería simplemente para subsistir, donde un hombre con un cociente intelectual de sólo ciento cincuenta no puede encontrar trabajo. Y ahora nos encontramos con que podemos vivir doscientos años. ¡Imagínese cómo van a reaccionar cuando les demos la noticia! Pues ése es, señor periodista, su problema; usted me lo ha preguntado, y yo le doy mi respuesta. Dígame, por favor, tengo verdadero interés por saberlo, ¿cómo va a darles la noticia?
Esperó y esperó. Cooper abrió la boca, luego la cerró otra vez, incapaz de pensar lo que tenía que decir.
En el último rincón de la sala una cría de mono comenzó a chillar.
Junio 1963.