El viento del sol[*]

El enorme disco de la vela se tensó en el aparejo, hinchada por el viento que soplaba entre los mundos. Dentro de tres minutos empezaría la regata, aunque ahora John Merton se sentía relajado, sereno, como no lo había estado en ningún momento durante el año anterior. Sucediera lo que sucediera cuando el comodoro diese la señal de partida, tanto si el Diana le llevaba a la victoria o a la derrota, él había cumplido su ambición. Después de haberse pasado toda la vida diseñando naves para otros, ahora podía patronear la suya propia.

—Tiempo, menos dos minutos —dijo la radio de la cabina—. Por favor, confirmen si están preparados.

Uno por uno, los demás patrones fueron contestando. Merton reconoció todas las voces —unas nerviosas, otras serenas—, porque eran las voces de sus amigos y rivales. En los cuatro mundos habitados apenas si había una veintena de hombres que supieran patronear un yate solar; y todos ellos estaban aquí, en la línea de salida o a bordo de las embarcaciones de escolta, orbitando a veintidós mil millas de la Tierra, por encima del ecuador.

—Número Uno: Gossamer; listo para partir.

—Número Dos: Santa María; todo listo.

—Número Tres: Sunbeam; listo.

—Número Cuatro: Woomera; todos los sistemas EN MARCHA.

Merton sonrió tras este último eco de los primitivos tiempos de la astronáutica. Pero había pasado a formar parte de la tradición del espacio; y había veces en que el hombre necesitaba evocar las sombras de aquellos que habían ido antes que él a las estrellas.

—Número Cinco: Lebedev; preparado.

—Número Seis: Arachne; listo.

Ahora le tocaba a él, situado en un extremo de la fila; resultaba extraño pensar que las palabras que él pronunciara en esta cabina serían oídas lo menos por cinco billones de personas.

—Número Siete: Diana; listo para partir.

—Los siete comprobados —confirmó aquella voz impersonal desde la lancha del juez—. Ahora, T menos un minuto.

Merton apenas lo oyó. Por última vez, estaba comprobando la tirantez del aparejo. Las agujas de todos los dinamómetros estaban quietas; la inmensa vela estaba tensada; su brillante superficie centelleaba y resplandecía gloriosamente con el sol.

A Merton, que flotaba ingrávido junto al periscopio, le parecía que llenaba todo el firmamento. Porque, en efecto, afuera había una vela de cincuenta millones de pies cuadrados, sujeta a su cápsula por casi un centenar de millas de cordaje. Todo el velamen de todos los clípers cargados de té que cruzaron un día los mares de la China, cosidos en una sola sábana gigantesca, no habrían podido competir con la vela única que el Diana había desplegado bajo el sol. Sin embargo, era muy poco más consistente que una burbuja de jabón; aquellas dos millas cuadradas de plástico aluminizado tenían un espesor de unas pocas millonésimas de pulgada tan sólo.

T menos diez segundos. Todas las cámaras grabadoras: EN MARCHA.

Resultaba difícil para la mente captar algo tan gigantesco, y al mismo tiempo tan frágil. Y más difícil aún era comprender que este espejo endeble podía remolcarle lejos de la Tierra, merced únicamente a la fuerza que recogía de la luz solar.

—… Cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡YA!

Siete hojas de cuchillo cortaron siete finas cuerdas que sujetaban los yates a los barcos-nodriza que los habían atendido. Hasta este momento todos habían estado circundando la Tierra, agrupados en rígida formación, pero ahora los yates empezarían a dispersarse como semillas de amargón arrastradas por la brisa. Y el vencedor sería aquel que rebasara primero la Luna.

A bordo del Diana nada parecía haberse movido. Pero Merton tenía plena conciencia de todo. Aunque su cuerpo no llegó a notar ninguna sacudida, el panel de instrumentos le hizo saber que estaba acelerando a casi una milésima de gravedad. Para un coche esa cifra habría sido ridícula… pero ésta era la primera vez que la alcanzaba un yate solar. El diseño del Diana era perfecto; la inmensa vela estaba confeccionada de acuerdo con sus cálculos. De este modo, dos vueltas en torno a la Tierra reforzarían el promedio de su velocidad de escape, y luego pondría proa a la Luna, llevando tras él toda la fuerza del Sol.

Toda la fuerza del Sol… Sonrió tristemente al recordar sus esfuerzos por explicar la navegación a vela solar a los que asistían a sus conferencias, allá en la Tierra. Ésa había sido la única forma de poder ganar dinero al principio. Aunque era jefe diseñador de la Cosmodyne Corporation, con toda una ristra de naves espaciales favorablemente acogidas en su haber, su compañía no se había mostrado muy entusiasmada precisamente con su afición.

—Extiendan las manos al Sol —les había dicho él—. ¿Qué sienten ustedes? Calor, claro. Pero reciben también una presión… aunque no la noten debido a lo pequeña que es. Sobre el área de sus manos se ejerce una presión de una millonésima de onza, más o menos. Pero en el espacio exterior, incluso una presión así de pequeña puede ser importante, ya que actúa perpetuamente, hora tras hora, día tras día. Al contrario del combustible de un cohete, es libre e ilimitada. Si queremos, podemos utilizarla. Podemos confeccionar velas que recojan esa radiación que procede del Sol.

Al llegar a este punto sacaba unas cuantas yardas cuadradas de material de vela y lo agitaba hacia el auditorio. La película plateada se enrollaba y se retorcía como el humo, y luego ascendía lentamente hacia el techo, impulsada por las corrientes de aire caliente.

—Vean lo ligera que es —proseguía—. Una milla cuadrada pesa tan sólo una tonelada, y puede recoger cinco libras de presión por radiación. De modo que puede impulsarnos… y remolcarnos si la sujetamos con el aparejo conveniente. Como es natural, su aceleración será muy pequeña: una milésima de g, aproximadamente. No parece mucho, pero veamos lo que significa. Significa que en el primer segundo recorreremos un quinto de pulgada. Supongo que ésa es la velocidad que podría desarrollar un caracol normal y corriente. Pero al cabo de un minuto habremos recorrido sesenta pies, y comenzaremos a desplazarnos a una milla por hora. ¡No está mal, tratándose de algo que se mueve exclusivamente por el impulso de la luz solar! Al cabo de una hora nos encontraremos a cuarenta millas de nuestro punto de partida y nos moveremos a ochenta millas por hora. Por favor, recuerden que en el espacio no hay fricción de ninguna clase; de modo que una vez hemos puesto algo en movimiento, seguirá moviéndose eternamente. Se sorprenderán cuando les diga la velocidad que ha alcanzado nuestro velero de una milésima de g al cabo de un día: ¡casi dos mil millas por hora! Si parte de una órbita —como tiene que partir, por supuesto—, puede alcanzar la velocidad de escape en un par de días. ¡Y todo eso sin haber utilizado una sola gota de combustible!

Bueno, les había convencido, y, por último, había convencido a la Cosmodyne. Durante los últimos veinte años había ido surgiendo un nuevo deporte. Se decía que era el deporte de los billonarios, y era cierto. Pero empezaba a poderse sostener por sí mismo debido a la publicidad y a la protección de la televisión. Para cuatro continentes y dos mundos era un prestigio participar en esta regata que tenía la más grande audiencia de la historia.

El Diana había hecho una buena salida; era hora de echar una mirada a los contrincantes. Moviéndose muy despacio —aunque había amortiguadores entre la cápsula de control y el delicado aparejo, no estaba dispuesto a correr ningún riesgo—, Merton se situó ante el periscopio.

Allí estaban, como extrañas flores de planta en los campos oscuros del espacio. El más próximo, el Santa María, de Sudamérica, se hallaba sólo a cincuenta millas de distancia; tenía un gran parecido con la cometa de un niño, pero era una cometa cuyos lados medían más de una milla. Más lejos, el Lebedev, de la Universidad de Astrograd, se asemejaba a una Cruz de Malta; las velas que formaban sus cuatro brazos podían terciarse, evidentemente, para variar el rumbo. En contraste, el Woomera, de la Federación de Australasia, era un simple paracaídas de cuatro millas de circunferencia. El Arachne, de la General Spacecraft, como su nombre sugería, parecía una tela de araña, y había sido tejido, según los mismos principios, mediante lanzaderas robots que desplegaban su trabajo en espiral a partir de un punto central. El Gossamer, de la Eurospace Corporation, era de idéntico diseño, si bien de una escala ligeramente inferior. Y el Sunbeam, de la República de Marte, consistía en un anillo con un agujero central de media milla de diámetro, que giraba lentamente, de manera que la fuerza centrífuga le confería su rigidez. Era una vieja idea, pero nadie la había llevado a la práctica; y Merton estaba seguro de que los colonos se verían en apuros cuando empezara a girar.

Desde luego, no tendrían problemas durante las seis primeras horas, mientras los yates se movieran a lo largo del primer cuarto de su lenta y majestuosa órbita de veinticuatro horas. Aquí, en el principio de la regata, marchaban todos en dirección exactamente opuesta al Sol: iban, por así decir, delante del viento solar. Había que aprovechar al máximo esta etapa, antes de que las embarcaciones girasen en dirección a la otra cara de la Tierra y pusieran proa de vuelta hacia el Sol.

Es el momento, se dijo Merton, de hacer una primera verificación, ahora que no hay dificultades de navegación. Por medio del periscopio llevó a cabo un minucioso examen de la vela, concentrándose en los puntos donde la afirmaba la jarcia. Los obenques —estrechas tiras de película plástica no plateada— habrían sido completamente invisibles de no haberlos revestido de una capa de pintura fluorescente. Ahora eran tensas líneas de luz de color que disminuían, unos centenares de yardas más allá, en dirección a aquella vela gigantesca. Cada uno tenía su propio molinete eléctrico de un tamaño no mucho mayor que el de un carrete de caña de pescar. Los pequeños molinetes giraban continuamente, lascando o cobrando cabo, mientras el piloto automático mantenía la vela orientada en el ángulo correcto respecto al Sol.

Era maravilloso contemplar los juegos de la luz del Sol sobre el gran espejo flexible. La vela se ondulaba en lentas y majestuosas oscilaciones, despidiendo múltiples imágenes del Sol que se desplazaban por ella hasta perderse en sus bordes. Eran previsibles estas vibraciones pausadas de la inmensa y endeble estructura. Normalmente no representaban ningún peligro; pero Merton las vigilaba atentamente. A veces podían convertirse en catastróficos rizos conocidos con el nombre de «culebreos», capaces de destrozar la vela.

Cuando vio, satisfecho, que todo estaba en orden, barrió el firmamento con el periscopio, comprobando una vez más la posición de sus rivales. Era como él había previsto: se había iniciado el proceso en el que empezaban a destacarse los mejores, mientras que los menos marineros se iban quedando rezagados a popa. Pero la verdadera prueba empezaría cuando entraran en la sombra de la Tierra. Entonces la maniobrabilidad contaría tanto como la velocidad.

Puede que pareciera extraño, dado que la regata acababa de empezar, pero consideró que sería buena idea echar un sueño. Las tripulaciones de las demás embarcaciones, compuestas de dos hombres cada una, podían turnarse para descansar; pero Merton no tenía a nadie que le echara una mano. Debía confiar en su resistencia física, como aquel navegante solitario, Joshua Slocum, en su diminuto Spray. El patrón americano había navegado en solitario por todo el mundo a bordo del Spray; no se imaginaba él que, dos siglos más tarde, otro hombre navegaría también en solitario de la Tierra a la Luna… inspirado, en parte al menos, por su ejemplo.

Merton apretó los cinturones elásticos del asiento de la cabina en torno a su cintura y piernas, y luego se colocó en la frente los electrodos del inductor de sueño. Dispuso el cronómetro para tres horas, y se relajó. Muy suavemente, hipnóticamente, las pulsaciones electrónicas palpitaron en los lóbulos frontales de su cerebro. Bajo sus párpados cerrados se dilataron espirales de luces multicolores, ensanchándose hasta el infinito. Luego, nada…

El escandaloso clamor de la alarma le sacó de su letargo sin ensueños. En un instante estuvo despierto y sus ojos revisaron el panel de instrumentos. Habían transcurrido sólo dos horas… pero sobre el acelerómetro había una luz roja que se encendía y se apagaba. Estaba disminuyendo el impulso; el Diana perdía fuerza.

El primer pensamiento de Merton fue que le había pasado algo a la vela; quizá habían fallado los tensores y se había enredado el aparejo. Rápidamente comprobó los indicadores de tensión de los obenques. Era extraño… a un costado de la vela las cifras eran normales, pero en el otro, el tiro se aflojaba lentamente, incluso mientras él miraba.

Preso de un repentino presentimiento agarró el periscopio, conectó la visión de ángulo amplio y comenzó a revisar el borde de la vela. Sí, allí estaba el problema, y sólo podía deberse a una causa.

Una sombra inmensa y angulosa había empezado a deslizarse por el fulgor plateado de la vela. La oscuridad se cernía sobre el Diana como si pasara una nube entre la embarcación y el Sol. Y en la oscuridad, privado de los rayos que lo impulsaban, el yate perdía su fuerza y se desplazaba impotente en el espacio.

Pero, naturalmente, aquí, a más de veinte mil millas de la Tierra, no había nubes. De haber una sombra tenía que ser producida por el hombre.

Merton se sonrió mientras giraba el periscopio hacia el Sol, conectando los filtros que le permitían mirar directamente su faz resplandeciente sin cegarle.

—Maniobra cuarta —murmuró para sus adentros—. Vemos quién es más listo en esta treta.

Parecía como si un planeta gigantesco estuviera cruzando la cara del Sol; un inmenso disco negro había mordido profundamente en su borde. Veinte millas a popa, el Gossamer trataba de efectuar un eclipse artificial, especialmente a beneficio del Diana.

La maniobra era perfectamente lícita. En los tiempos de las carreras oceánicas los patrones habían intentado a menudo quitarse el viento unos a otros. Con un poco de suerte podían dejar descolgado a tu rival con las velas caídas… y sacarle una sustanciosa ventaja antes de que pudiera enmendar el entuerto.

Merton no tenía intención de dejarse coger tan fácilmente. Había tiempo de sobra para llevar a cabo una maniobra de evasión; las cosas sucedían muy lentamente cuando se navegaba en un velero solar. Tendrían que transcurrir lo menos veinte minutos antes de que el Gossamer rodeara completamente la cara del Sol, dejándole a él sumido en la oscuridad.

La minúscula computadora del Diana —del tamaño de una caja de cerillas, pero equivalente a un millar de matemáticos humanos— estudió el problema durante un segundo, y dio la respuesta. Tenía que abrir los paneles de control tres y cuatro, hasta que la vela hubiera adquirido otros veinte grados de inclinación; luego, la presión de la radiación le apartaría de la peligrosa sombra del Gossamer, volviendo a recibir entonces plenamente el soplo del Sol. Era una lástima interrumpir ahora la labor del piloto automático, que tan cuidadosamente programado tenía para alcanzar la máxima velocidad… pero en definitiva él estaba aquí para eso. Esto era lo que hacía del yachting solar un deporte, más que una batalla entre computadoras.

Habían quedado fuera de control los obenques uno y seis, y ondulaban lentamente como serpientes soñolientas al perder momentáneamente su tirantez. A dos millas, los paneles triangulares comenzaron a abrirse perezosamente, vertiendo luz solar en el interior de la vela. Sin embargo, durante un buen rato nada pareció haber cambiado. Era muy difícil acostumbrarse a este mundo de movimiento lento, en el que había que esperar minutos enteros para que se hicieran visibles a los ojos los efectos de una maniobra. Después, Merton vio cómo se inclinaba la vela hacia el Sol… y cómo se deslizaba inofensiva la sombra del Gossamer, y se perdía su cono de oscuridad en la tiniebla aún más profunda del espacio.

Mucho antes de que la sombra se hubiera desvanecido y quedara claro una vez más el disco del Sol, el Diana volvió a su primitiva inclinación y reemprendió el rumbo que llevaba anteriormente. Este nuevo impulso lo alejaría del peligro; no debía sobrepasarse y virar en exceso, pues eso alteraría todos sus cálculos. Ésa era otra de las reglas difíciles de aprender: en el mismísimo momento en que empiezas una maniobra en el espacio debes ir pensando en terminar.

El dispositivo de alarma estaba preparado para la siguiente emergencia, natural o artificial. Quizá el Gossamer, o uno de los otros contendientes, intentara la misma treta otra vez. Entre tanto, era hora de comer, aunque no tenía demasiada hambre. Se gastaba poca energía física en el espacio, y era fácil olvidarse de la alimentación. Fácil… y peligroso; porque cuando surge una emergencia puede que no tengas las reservas necesarias para afrontarla.

Abrió el primero de los paquetes de comida, y lo inspeccionó sin entusiasmo. El nombre de la etiqueta —SUCULENCIAS ESPACIALES— bastaba para quitarle la gana. Y abrigaba serias dudas sobre la promesa que se anunciaba debajo: «Alimento indesmigable garantizado». Se decía que las migas en el interior de los vehículos espaciales eran más peligrosas que los meteoritos; eran capaces de meterse en los lugares más inverosímiles, ocasionando cortocircuitos, bloqueando propulsores vitales, y hasta se introducían en instrumentos que se consideraban herméticamente cerrados.

En cambio, el embutido de hígado le sentó estupendamente, así como el batido de chocolate y piña tropical. El recipiente plástico del café se estaba calentando en el calentador eléctrico cuando el mundo exterior irrumpió en su soledad al llamarle el operador de radio de la lancha del comodoro.

—¿Doctor Merton? Si dispone usted de un poco de tiempo, Jeremy Blair desearía pedirle unas palabras.

Blair era uno de los informadores más serios que habían surgido últimamente, y Merton había acudido a sus programas muchas veces. Podía rechazar la entrevista, por supuesto, pero Blair le caía simpático, y en este momento, evidentemente, no podía alegar que estaba demasiado ocupado.

—De acuerdo —contestó.

—Hola, doctor Merton ——dijo inmediatamente el locutor—. Me alegro de que tenga un momento para nosotros. Mis felicitaciones… ya que, al parecer, marcha usted en cabeza.

—Es demasiado pronto para estar seguro de eso —contestó Merton precavidamente.

—Dígame, doctor, ¿por qué ha decidido tripular el Diana usted solo? ¿Porque así es usted el primero que lo intenta?

—Bueno, ¿no le parece una buena razón? De todos modos no es ésa la única, naturalmente —guardó silencio y eligió sus palabras con cuidado—. Usted sabe hasta qué punto depende de su masa la velocidad de un yate solar. Un hombre más, con todos sus pertrechos, significaría una sobrecarga de quinientas libras de peso. Y es muy posible que ésa sea la diferencia entre ganar y perder.

—¿Y está usted seguro de que puede gobernar el Diana solo?

—Bastante seguro; gracias a los controles automáticos que yo mismo he diseñado seguro de eso. Mi tarea principal consiste en supervisar y decidir.

—Pero… ¡son dos millas cuadradas de vela! No parece posible que pueda un hombre solo con todo eso.

Merton rió:

—¿Por qué no? Esas dos millas cuadradas producen una fuerza impulsora máxima de diez libras. Yo puedo hacer más fuerza con el dedo meñique.

—Bien, muchas gracias, doctor. Y buena suerte. Volveré a ponerme en contacto con usted.

Tras despedirse el locutor, Merton se sintió un poco avergonzado de sí mismo. Porque su respuesta había sido parcialmente verdadera; y estaba seguro de que Blair era lo suficientemente sagaz como para haberse dado cuenta.

Había una razón concreta por la que él estaba aquí, solo en el espacio. Durante casi cuarenta años había trabajado en equipos de cientos y hasta de miles de hombres, ayudando a diseñar complicados vehículos que jamás habían visto la luz. Durante los últimos veinte años había dirigido uno de dichos equipos y había visto cómo sus creaciones se remontaban hacia las estrellas (a veces hubo fallos… que él no olvidó jamás, aun cuando no fue suya la culpa). Era famoso, y había dejado un brillante historial tras de sí; siempre había sido un fuera de serie.

Ésta era la última oportunidad de que disponía para intentar una proeza individual, y no iba a compartirla con nadie. No habría más regatas de yates solares lo menos en cinco años, dado que estaba terminando el período de calma solar y comenzaba el ciclo del mal tiempo, en el que las tormentas de radiación se propagarían por todo el sistema planetario. Cuando volviera el tiempo idóneo para que estas embarcaciones frágiles y sin protección se aventuraran a recorrer las alturas sería ya demasiado viejo. Si es que, efectivamente, no lo era ya…

Echó las envolturas vacías de los alimentos al eliminador de desperdicios y se volvió una vez más hacia el periscopio. Al principio sólo vio cinco yates más; no había ni rastro del Woomera. Tardó varios minutos en localizarlo: era un fantasma confuso, perdido entre las estrellas, atrapado limpiamente por la sombra del Lebedev. Imaginó los frenéticos esfuerzos de los australianos para librarse, y se preguntaba cómo habrían caído en la trampa. Ello indicaba que el Lebedev era de una maniobrabilidad excepcional. Tendría que vigilarle, aunque estaba demasiado lejos para que representara una amenaza para el Diana de momento.

Ahora la Tierra casi había desaparecido, había encogido hasta convertirse en un arco estrecho y brillante de luz que se desplazaba majestuosamente hacia el Sol. Perfilada oscuramente dentro de ese arco ardiente estaba la cara nocturna del planeta, con los centelleos fosforescentes de las grandes ciudades, que surgían aquí y allá, entre los desgarrones de las nubes. El disco de oscuridad había borrado ya una gran zona de la Vía Láctea. Dentro de unos minutos empezaría a avanzar sobre el Sol.

La luz se estaba debilitando; un matiz purpúreo y crepuscular —el resplandor de una multitud de puestas de Sol, miles de millas más abajo— descendía sobre la vela, mientras el Diana se deslizaba silencioso por la sombra de la Tierra. El Sol caía a plomo bajo ese horizonte invisible; dentro de unos minutos se haría de noche.

Merton miró hacia atrás, en dirección a la órbita que acababa de recorrer, equivalente a un cuadrante en torno al mundo. Una por una, vio parpadear las brillantes estrellas de los otros yates que venían a compartir con él la breve noche. Pasaría una hora antes de que el Sol emergiera de ese enorme escudo negro; durante todo ese tiempo serían completamente impotentes, se desplazarían sin fuerza impulsora.

Encendió el reflector exterior y empezó a buscar con su haz de luz la vela que acababa de sumirse en las sombras. Los miles de acres de película empezaban a arrugarse y a colgar fláccidos. Las jarcias habían perdido su tirantez y había que recogerlas antes de que se enredaran. Pero esto no le cogía de sorpresa: todo marchaba de acuerdo con lo previsto.

Cincuenta millas a popa, el Arachne y el Santa María no habían tenido tanta suerte. Merton se enteró de sus dificultades cuando la radio cobró vida y empezó a hablar por el circuito de emergencia.

—Número Dos y Número Seis, aquí Control. Navegan a rumbo de colisión; ¡sus órbitas incidirán dentro de sesenta y cinco minutos! ¿Necesitan ayuda?

Hubo un largo silencio, mientras los dos patrones digerían la mala noticia. Merton se preguntó quién tendría la culpa. Quizá uno de los yates había intentado hacerle sombra al otro, y se habían sumergido en la noche antes de terminar la maniobra. Ahora ninguno de los dos podría hacer nada. Iban lenta, pero inexorablemente, en una trayectoria convergente, incapaces de variar el rumbo siquiera una fracción de grado.

Sin embargo… ¡eran sesenta y cinco minutos! Para entonces estarían bajo la luz del Sol otra vez, dado que iban a salir de la sombra de la Tierra. Tenían una ligera posibilidad, si es que sus velas llegaban a recoger la suficiente fuerza para evitar la catástrofe. A bordo del Arachne y del Santa María debía haber una actividad frenética.

El Arachne fue el primero en contestar. Su respuesta fue exactamente la que Merton esperaba.

—Número Seis llamando a Control. No necesitamos ayuda, gracias.

Nos las arreglaremos solos.

Lo dudo, pensó Merton; pero al menos sería interesante presenciarlo. El primer drama de la regata se aproximaba, exactamente, por encima de la línea de medianoche de la cara nocturna de la Tierra.

Durante la hora siguiente Merton estuvo demasiado atareado con su propia vela para ocuparse del Arachne y del Santa María. Era difícil mantener estrecha vigilancia de esos cincuenta millones de pies cuadrados de plástico confuso que flotaban en la oscuridad, iluminados tan sólo por el débil reflector y los rayos de la lejana Luna. Desde ahora, y durante casi la mitad de su órbita en torno a la Tierra, debía mantener toda esta inmensa área de perfil respecto del Sol. En las doce o catorce próximas horas, la vela sería un estorbo inútil, dado que se desplazaría en dirección al Sol, de suerte que sus rayos le impulsarían de nuevo hacia atrás, haciéndole retroceder por la trayectoria que había recorrido. Era una lástima no poder recoger la vela completamente hasta que llegara el momento de utilizarla de nuevo; pero nadie había descubierto hasta ahora un procedimiento práctico que permitiera ejecutar esta maniobra.

Allá abajo, en el borde de la Tierra, surgió el primer atisbo del amanecer. En diez minutos surgiría el Sol de la sombra que lo eclipsaba. Los yates se animarían otra vez cuando el soplo de radiación hinchara sus velas. Ése sería el momento crítico para el Arachne y el Santa María… y, naturalmente, para todos ellos.

Merton fue moviendo el periscopio hasta que descubrió las dos sombras que se desplazaban contra las estrellas. Estaban muy cerca la una de la otra… quizá distaban menos de tres millas. Puede, pensó Merton, que fueran capaces de conseguirlo…

La aurora irrumpió como una explosión de luz en el canto de la Tierra, mientras surgía el Sol por el Pacífico. La vela y las jarcias adquirieron un breve tono carmesí, luego dorado, y después se encendieron con la blanca luz del día. Las agujas de los dinamómetros comenzaron a despegarse de sus ceros… pero sólo un poco. El Diana flotaba aún casi completamente ingrávido, dado que, con la vela encarada hacia el Sol, su aceleración se reducía a unas pocas millonésimas de gravedad.

Pero el Arachne y el Santa María se estaban aproximando a todo trapo, en un desesperado intento por alejarse. Ahora, cuando ya distaban menos de dos millas el uno del otro, sus nubes de resplandeciente plástico se desplegaron y se extendieron con angustiosa lentitud al recibir el primer impulso tenue de los rayos del Sol. Casi todas las pantallas de televisión de la Tierra estarían siguiendo este drama interminable, del que ni aún ahora, en este último minuto, se podía predecir el desenlace.

Los dos patrones eran hombres obstinados. Los dos podían haber cortado sus velas respectivas y retroceder, dando así una oportunidad al otro; pero no lo haría ninguno de los dos. Había en juego demasiado prestigio, demasiados millones, demasiada reputación. Y así, silenciosos y mansos como copos de nieve en una noche de invierno, el Arachne y el Santa María entraron en colisión.

La cuadrada cometa cayó casi imperceptiblemente en la telaraña circular. El largo cordaje de los obenques se retorció y se enmarañó con una lentitud onírica. A bordo del Diana, Merton, atareado aún con su propio aparejo, apenas lograba apartar los ojos de este desastre silencioso y prolongado.

Durante más de diez minutos las dos nubes, hinchadas y brillantes, siguieron fundidas en una maraña inextricable. Luego, las cápsulas tripuladas se desprendieron y prosiguieron sus distintas trayectorias, cruzándose una con otra a un centenar de yardas. Con una llamarada de cohetes, las lanchas de salvamento corrieron veloces a recogerlas.

Eso nos reduce a cinco, pensó Merton. Lo sentía por los patrones que con tanta intransigencia se habían eliminado mutuamente, a sólo unas horas de haberse iniciado la regata; pero eran jóvenes y tendrían otras oportunidades.

A los pocos minutos, de cinco quedaron reducidos a cuatro. Desde el principio Merton había tenido sus dudas sobre las lentas evoluciones del Sunbeam; ahora vio que estaban justificadas.

La nave marciana no había podido virar correctamente. Su giro le había dado demasiada estabilidad. El anillo inmenso de su vela se estaba orientando de cara al Sol en vez de colocarse de perfil a él. Estaba siendo impelido hacia atrás, por su misma trayectoria, casi al máximo de su aceleración.

Eso era lo más exasperante que le podía suceder a un patrón… era incluso peor que una colisión, ya que la culpa la tenía únicamente él. Pero nadie sentiría mucha simpatía por estos colonos frustrados al verles perderse lentamente hacia popa. Se habían dado demasiado aire de superioridad antes de la regata, y lo que ahora les estaba pasando era de una justicia poética.

No obstante, no había que borrar al Sunbeam completamente de la lista; con casi medio millón de millas todavía por recorrer, podían aún reintegrarse a la regata. Desde luego, si se daban unas cuantas casualidades más, podía ser el único en entrar en la meta. No sería la primera vez.

Las doce horas siguientes transcurrieron sin incidencias, mientras la Tierra fue creciendo desde su fase nueva a la llena. Había poco que hacer, en tanto la flotilla se deslizaba por la mitad de la órbita, en la que se veía privada de impulso; pero Merton no dejó correr el tiempo a lo tonto. Durmió algunas horas, hizo dos comidas, tomó anotaciones en el cuaderno de bitácora y participó en varias entrevistas radiofónicas más. Pero la mayor parte del tiempo la pasó disfrutando de esa sensación de flotar en ingrávido relajamiento, lejos de todas las preocupaciones de la Tierra, sintiéndose feliz como no lo había sido desde hacía muchos años. Era dueño de su propio destino —tan dueño como puede serlo un hombre en el espacio—, gobernando la nave a la que había consagrado tanta destreza, tanto amor, que se había convertido en parte de su propio ser.

La siguiente contingencia ocurrió cuando estaban atravesando la línea entre la Tierra y el Sol y se internaban en la otra mitad de la órbita en que recibían la fuerza solar. A bordo del Diana, Merton vio cómo se hinchaba la inmensa vela al terciarla para recoger los rayos que la impulsaban. Comenzó a aumentar la aceleración, contada en microsegundos, aunque tardaría horas en llegar a su valor máximo.

No sería alcanzado jamás por el Gossamer. El momento del retorno de la fuerza era crítico, y éste no lo había podido superar.

El comentario que hizo Blair por radio, la cual había dejado Merton conectada a bajo volumen, le alertó con la noticia: «¡Hola, el Gossamer culebrea!». Se precipitó hacia el periscopio, pero al principio no vio nada anormal en el inmenso disco circular de la vela del Gossamer. Era difícil examinarlo bien porque estaba casi totalmente de perfil con respecto a él, y ofrecía el aspecto de una delgada elipse; pero poco después vio que cimbreaba de un lado a otro en lentas, irresistibles oscilaciones. A menos que la tripulación amortiguara este bailoteo tirando rítmica y suavemente de los obenques, la vela acabaría hecha jirones.

Pusieron todo el empeño, y al cabo de veinte minutos pareció que lo habían conseguido. Luego, en un punto próximo al centro de la vela, la película de plástico empezó a rasgarse. Lentamente, el desgarrón se fue corriendo hacia el borde, bajo la presión de la radiación, como el humo ascendente de una hoguera. Al cabo de un cuarto de hora no quedaba más que la delicada tracería de los mástiles radiales que habían sostenido la inmensa telaraña. Una vez más surgieron las llamaradas de los cohetes al pasar una lancha de salvamento para rescatar la cápsula del Gossamer y a su desalentada tripulación.

—Nos estamos quedando solos aquí, ¿eh? —dijo una voz amistosa por el comunicador de nave a nave.

—Tú no, Dimitri —replicó Merton—. Tú aún tienes compañía ahí, en el límite del campo. Yo sí que estoy solo aquí delante —no era una baladronada; el Diana le sacaba en ese momento trescientas millas al siguiente competidor, y su ventaja aumentaría aún más de prisa en las horas siguientes.

A bordo del Lebedev, Dimitri Markoff rió con buen humor. No parecía, pensó Merton, un hombre que se ha resignado a la derrota.

—Recuerda la leyenda de la tortuga y la liebre —contestó el ruso—. Puede pasar un montón de cosas durante el próximo cuarto de millón de millas.

Sucedió algo mucho antes, tras completar la primera órbita de la Tierra y cruzar de nuevo la línea de salida… aunque lo hicieron varias millas más arriba, gracias a la energía extra que les había proporcionado los rayos del Sol. Merton había estudiado cuidadosamente los otros yates, y había introducido las cifras en la computadora. La respuesta que le dio para el Woomera era tan absurda que la volvió a comprobar inmediatamente.

No cabía duda… los australianos estaban alcanzando una media totalmente fantástica. Ningún yate solar era capaz de conseguir semejante aceleración, a menos que…

Una rápida ojeada por el periscopio le dio la respuesta. El aparejo del Woomera, que se reducía al verdadero mínimo de masa, se había desprendido. Era sólo la vela, que aún conservaba su forma, lo que seguía corriendo tras él como un pañuelo hinchado por el viento. Dos horas más tarde pasó flotando a menos de veinte millas; pero mucho antes de eso, los australianos habían ido a reunirse con la cada vez más numerosa concurrencia de a bordo de la lancha del comodoro.

Así que ahora se trataba de una lucha entre el Diana y el Lebedev… pues aunque los marcianos no se habían retirado, estaban a mil millas a popa y no constituían una seria amenaza. Por lo demás, era difícil ver qué podía hacer el Lebedev para alcanzar al Diana; pero durante todo el recorrido de la segunda vuelta, a través de la zona de eclipse y de la larga y lenta ascensión contra el Sol, Merton sintió una creciente inquietud.

Conocía a los pilotos y diseñadores rusos. Llevaban veinte años intentado ganar la regata… y, en definitiva, era justo que la ganaran, porque, ¿acaso no había sido Pyotr Nikolaevich Lebedev el primer hombre que descubrió la presión de la luz solar a principios del siglo XX? No obstante, jamás lo habían conseguido.

Pero nunca dejarían de intentarlo. Dimitri debía estar tramando algo… y sería espectacular.

A bordo de la lancha oficial, que seguía a mil millas a los yates de la regata, el comodoro Van Stratten miraba el radiograma con furiosa consternación. El parte había recorrido más de cien millones de millas, desde la cadena de observatorios solares que giraban en torno a la inflamada superficie del Sol; y era portador de las peores noticias que cabía esperar.

El comodoro —su título era puramente honorífico, por supuesto; en la Tierra era profesor de Astrofísica de Harvard— casi lo había estado esperando. Nunca se habían hecho los preparativos de la regata con la estación tan avanzada. Había habido muchos retrasos; se habían aventurado… y ahora, por lo visto, podían perder todos.

Bajo la superficie del Sol se estaban acumulando fuerzas enormes. En cualquier momento la energía de un millón de bombas de hidrógeno podía estallar en una pavorosa explosión conocida con el nombre de protuberancia solar. Ascendiendo a millones de millas por hora, una invisible bola de fuego muy superior al tamaño de la Tierra saltaría del Sol y cruzaría los espacios.

Las nubes de gas electrificado probablemente pasarían lejos de la Tierra. De no ser así, tardaría en llegar a ella un día tan sólo. Las naves espaciales podían protegerse con sus escudos y sus poderosas pantallas magnéticas; pero los yates solares, de construcción liviana, con sus paredes del espesor del papel, estaban indefensos ante tal amenaza. Tendrían que ser recogidas las tripulaciones y habría que abandonar la regata.

John Merton no sabía nada de esto mientras orbitaba en su Diana alrededor de la Tierra por segunda vez. Si todo marchaba bien, ésta sería la última vuelta para él y para los rusos. Habían girado en espiral, remontando miles de millas, sacando energía de los rayos del Sol. En esta vuelta debían escapar completamente de la Tierra y emprender la larga carrera hacia la Luna. Sería una regata en línea recta ahora; la tripulación del Sunbeam había abandonado definitivamente, agotada después de luchar como valientes con su vela giratoria durante más de cien mil millas.

Merton no se sentía cansado; había comido y había dormido muy bien, y el Diana se estaba portando admirablemente. El piloto automático, tensando el aparejo como una araña laboriosa, mantenía la inmensa vela orientada al Sol con más precisión que cualquier patrón humano. Aunque, a estas alturas, las dos millas cuadradas de lámina de plástico debían estar acribilladas por cientos de micrometeoritos. Las picaduras, del tamaño de una cabeza de alfiler, no habían provocado ninguna disminución del impulso.

Tenía sólo dos preocupaciones. La primera era el obenque número ocho, que ya no ajustaba correctamente. De manera imprevista se había atascado el molinete; aun después de todos estos años de ingeniería astronáutica, los contratiempos le cogían a uno por sorpresa. No podía ni lascar ni cobrar el obenque, y tendría que navegar lo mejor que pudiera con los otros. Por suerte, las maniobras más difíciles habían terminado ya; en adelante, el Diana tendría el Sol de popa y navegaría en línea recta, impelido por el viento solar. Y como solían decir los marineros de los viejos tiempos, es muy difícil gobernar una embarcación cuando el viento sopla por encima de tu hombro.

Su otra preocupación era el Lebedev, que seguía pisándole los talones trescientas millas más atrás. El yate ruso había demostrado su extraordinaria maniobrabilidad, gracias a los cuatro grandes paneles de sus brazos, capaces de inclinarse alrededor de la vela central. Sus virajes al circunvalar la Tierra habían sido ejecutados con soberbia precisión. Pero para aumentar su maniobrabilidad, había tenido que sacrificar algo su velocidad. No se podían tener las dos cosas; a la larga, navegando en línea recta, Merton tenía que salir victorioso con el suyo. Sin embargo, no podía estar seguro de esa victoria hasta que, en el espacio de tres o cuatro días, el Diana cruzara la cara oscura de la Luna.

Y entonces, a las cincuenta horas de regata, justo al terminar la segunda órbita en torno a la Tierra, Markoff sacó a relucir su pequeña sorpresa.

—Hola, John —dijo despreocupadamente a través del circuito de nave a nave—. Quisiera que vieses esto. Puede que te interese.

Merton se trasladó al periscopio y le dio toda la potencia de amplificación. En el campo visual, como una visión inverosímil que se recortaba contra el fondo estrellado, estaba la resplandeciente cruz de Malta del Lebedev, muy pequeña, pero muy nítida. Y mientras miraba, los cuatro brazos de la cruz se desprendieron lentamente del cuadrado central y se soltaron, perdiéndose con todos sus mástiles y su cordaje en el espacio.

Markoff había arrojado por la borda toda la masa innecesaria, ahora que entraba en velocidad de escape y ya no necesitaba girar penosamente en torno a la Tierra, ganando impulso en cada vuelta. En adelante, el Lebedev sería casi ingobernable… pero no importaba; tenía detrás todos los trucos de la navegación. Era como si un patrón de yate de los viejos tiempos hubiera arrojado deliberadamente su pesado timón, sabiendo que haría el resto de la regata con viento de popa y una mar en calma.

—Mis felicitaciones, Dimitri —dijo Merton—. Es un bonito truco. Pero no va a servir. Ahora no puedes cogerme ya.

—Aún no he terminado —contestó el ruso—. Existe un viejo cuento en mi tierra sobre un trineo que era perseguido por los lobos. Para salvar la vida, el conductor tuvo que arrojar a los pasajeros uno por uno. Supongo que ves la analogía.

Merton la veía, y demasiado bien. En esta etapa final, Dimitri no necesitaba ya a su copiloto. El Lebedev podía realmente arrojar todo su lastre para entrar en combate.

—Alexis no se va a sentir muy contento con eso —replicó Merton—. Además, va contra el reglamento.

—Alexis no está muy contento, pero aquí el patrón soy yo. Tendrá que esperar unos diez minutos, hasta que le recoja el comodoro. Y el reglamento no dice nada sobre el número de la tripulación… deberías saberlo.

Merton no contestó; estaba demasiado ocupado haciendo apresurados cálculos, basados en lo que deducía él del diseño del Lebedev. Al terminar, sabía que la regata no estaba ganada aún por ninguno de los dos. El Lebedev le alcanzaría justo en el momento en que calculaba él rebasar la Luna.

Pero el resultado de la regata se había decidido ya, a noventa millones de millas.

En el Observatorio Solar Tres, en la órbita de Mercurio, los instrumentos automáticos registraron la historia entera de la protuberancia. Cien millones de millas cuadradas de la superficie solar habían estallado con tal furia blanquiazul que, en comparación, el resto del disco palideció, tornándose una brasa mortecina. De ese infierno tumultuoso, retorciéndose y girando como una criatura viva en los campos magnéticos de su propia creación, se elevó el plasma electrizado de la enorme protuberancia. Ante ella, desplazándose a la velocidad de la luz, corrió la anunciadora llamarada de rayos X y ultravioleta. Tardaría ocho minutos en llegar a la Tierra, y era relativamente inofensiva. No lo eran, en cambio, los átomos cargados que corrían detrás a la moderada velocidad de cuatro millones de millas por hora… y que, en espacio de un día, sumergirían al Diana, al Lebedev y a la flotilla que les acompañaba en una nube de radiación mortal.

El comodoro demoró su decisión hasta el último minuto. Aun cuando se había registrado el paso del chorro de plasma por la órbita de Venus, había una posibilidad de que pasara lejos de la Tierra. Pero cuando faltaban menos de cuatro horas y fue detectado por la red de radar montada en la Luna comprendió que no había esperanza. Se había terminado la navegación solar hasta dentro de cinco o seis años… cuando el Sol se apaciguara otra vez.

Un gran suspiro de decepción cruzó el sistema solar. El Diana y el Lebedev estaban a medio camino entre la Tierra y la Luna, navegando codo a codo… pero ahora nadie sabría ya qué embarcación era la mejor. Los entusiastas discutirían el posible resultado durante años; la historia constataría sólo lo siguiente: «Regata suspendida debido a una tormenta solar».

Cuando John Merton recibió la orden, sintió una amargura como jamás la había experimentado desde su niñez. A través de los años, de una manera clara y distinta, le llegó el recuerdo del día en que cumplió los diez años. Le habían prometido una maqueta a escala exacta de la famosa nave espacial Morning Star, y durante meses había estado planeando cómo la montaría y dónde la colgaría en su habitación. Y luego, en el último momento, su padre le dio la noticia: «Lo siento, John… es demasiado cara. Puede que al año que viene»…

Medio siglo después, y tras una vida entera de éxitos, volvía a ser aquel muchacho acongojado.

Por un momento pensó en desobedecer al comodoro. ¿Y si proseguía su navegación, sin hacer caso de la advertencia? Aun cuando se suspendiera la regata, podía hacer una travesía hasta la Luna que constara después en los libros durante generaciones.

Pero eso habría sido algo más que una estupidez; habría sido un suicidio… una forma muy desagradable de suicidio. Había presenciado la muerte de hombres envenenados por radiación al fallarles el escudo magnético de sus naves espaciales. No… no había nada en el mundo que mereciese ese sacrificio…

Lo sentía tanto por Dimitri como por él mismo. Los dos merecían haber ganado, y ahora la victoria no sería de ninguno de los dos. Ningún hombre podía ponerse a discutir con el Sol cuando éste se encolerizaba, aunque fuese capaz de cabalgar sobre sus rayos hasta el borde del espacio.

A sólo cincuenta millas de su popa la lancha del comodoro se aproximaba a la cápsula del Lebedev por un flanco y estaba dispuesta a transbordar a su patrón. Allá fue la vela plateada, al cortar Dimitri —con un sentimiento que él compartía— el aparejo que la sujetaba. La pequeña cápsula sería devuelta a la Tierra, quizá para ser utilizada otra vez; pero la vela se aparejaba para un viaje únicamente.

Podía apretar el botón de eyección ahora mismo y dejar que le rescataran los de salvamento en cuestión de minutos. Pero no podía hacerlo; quería seguir hasta el último minuto a bordo de la pequeña embarcación que durante tanto tiempo había formado parte de sus sueños y de su vida. La gran vela estaba extendida ahora en ángulo recto respecto del Sol, ejerciendo su más grande impulso. Mucho antes le había alejado limpiamente de la Tierra; y ahora el Diana seguía aumentando aún su velocidad.

Entonces, súbitamente, con absoluta certeza, comprendió qué era lo que debía hacer. Por última vez, se sentó ante la computadora que le había guiado durante la mitad del viaje hacia la Luna.

Cuando hubo terminado, recogió el diario de a bordo y sus pocas pertenencias personales. Desmañadamente, porque había perdido la práctica y porque no era tarea para hacerla sin ayuda, se enfundó en el traje de emergencia. Estaba precintando el casco cuando llamó por radio la voz del comodoro.

—Atracaremos a su costado dentro de cinco minutos, capitán. Por favor, corte su vela para no chocar con ella.

John Merton, primero y último tripulante del yate solar Diana, dudó un momento. Echó una última mirada a la reducida cabina, con sus brillantes instrumentos y sus ordenados controles, todos trabados en sus posiciones finales. Luego dijo por el micrófono: «Me dispongo a abandonar la nave. No tengan prisa por recogerme a mí. El Diana puede cuidar de sí mismo».

No hubo respuesta por parte del comodoro, por lo que se sintió agradecido. El profesor Van Stratten debió adivinar lo que pasaba… y sabía que, en estos momentos finales, deseaba que le dejaran solo.

No se preocupó de vaciar la cámara de descompresión, y el chorro le expulsó suavemente al espacio. El impulso que le dio entonces a la embarcación fue lo último que el Diana recibiría de él. Lo vio alejarse y perder tamaño, con su vela brillando espléndidamente con la luz del Sol, que sería suya durante los siglos venideros. Dentro de dos días, dejaría la Luna atrás; pero la Luna, como la Tierra, no lo alcanzaría jamás. Sin el peso de su persona a bordo, la embarcación aumentaría su velocidad dos mil millas por hora cada día de navegación. En un mes navegaría más de prisa que ninguna otra nave jamás construida por el hombre.

Cuando los rayos del Sol se debilitaran por la distancia, su aceleración disminuiría. Pero en la órbita de Marte el Diana iría aumentando su velocidad a razón de mil millas por hora cada día. Así, pues, mucho antes de llegar ahí, se desplazaría a demasiada velocidad para que pudiera alcanzarlo el Sol. Y, más veloz que el más veloz cometa surgido de entre las estrellas, pondría proa hacia el abismo.

El fulgor de los cohetes, a unas millas de distancia, atrajeron la atención de Merton. Se aproximaba la lancha de rescate… su aceleración era miles de veces superior a la que el Diana podía alcanzar.

Pero sus motores podían funcionar durante unos minutos tan sólo antes de agotar su combustible… mientras que el Diana estaría aún aumentando su velocidad, impulsado hacia los espacios exteriores por el eterno fuego del Sol, durante los milenios por venir.

—Adiós, barquichuela —dijo Merton—. ¿Qué ojos te verán otra vez y dentro de cuántos miles de años?

Por último, se sintió en paz, mientras el hocico de torpedo de la lancha se aproximaba a él. Jamás ganaría ya la regata a la Luna pero su embarcación era la primera en izar su vela para el largo viaje a las estrellas.

Mayo 1963.