Maelstrom II[*]

Él no era el primer hombre, se decía Cliff Leyland amargamente, en saber el segundo exacto y la forma precisa de su muerte. Los criminales condenados habían aguardado innumerables veces su último amanecer. Sin embargo, hasta el verdadero final, podían esperar el indulto; los jueces humanos podían mostrarse misericordiosos. Pero no existe apelación posible contra las leyes de la naturaleza.

Y sólo seis horas antes había estado silbando feliz mientras ordenaba sus diez kilos de equipaje personal, antes de emprender el largo viaje de regreso a casa. Todavía podía recordar (aun ahora, después de todo lo que había sucedido) que había soñado que tenía ya a Myra en sus brazos, que llevaba a Brian y a Sue a aquel crucero por el Nilo que les había prometido. Dentro de unos minutos, cuando la Tierra se elevara sobre el horizonte, podría ver otra vez el Nilo; pero sólo su memoria podría evocar los rostros de su mujer y de sus hijos. Y todo porque había intentado ahorrar novecientos dólares-esterlinas iniciando el viaje con la catapulta de carga, en vez de utilizar la pista de cohetes.

Había previsto que los doce primeros segundos del viaje serían difíciles debido a la fuerte aceleración imprimida a la cápsula por el lanzador eléctrico a lo largo del carril de diez millas, a del que habría de salir disparado para alejarse de la Luna.

Aun con la protección del agua en que flotaba durante la cuenta atrás, no le producían tranquilidad las veinte g del despegue. Y cuando la cápsula entró en la fase de aceleración, no tuvo conciencia de las inmensas fuerzas que actuaron sobre él. El único ruido consistía en un débil crujido de las paredes metálicas; para cualquiera familiarizado con el tronar de los cohetes de lanzamiento, el silencio era pavoroso. Cuando el altavoz de la cabina anunció: «T más cinco segundos; velocidad, dos mil millas por hora», apenas podía creerlo.

Dos mil millas por hora en cinco segundos, desde una posición parada… y aún faltaba siete segundos, mientras los generadores vomitaban violentamente sus chorros de fuerza en el lanzador. Cliff guiaba esa centella por la faz de la Luna. Y a los siete segundos la centella vaciló.

Aún protegido en esa especie de seno materno del tanque, Cliff pudo notar que había ocurrido algo. El agua que le rodeaba, hasta el momento fría y casi rígida por su propio peso, pareció cobrar vida de pronto. Aunque la cápsula se desplazaba vertiginosamente por la pista, había cesado toda aceleración y se deslizaba tan sólo por su propio impulso.

No tuvo tiempo de sentir miedo, ni de preguntarse qué había pasado, porque el fallo de la fuerza impulsora duró poco más de un segundo. Luego, con una sacudida que hizo retemblar la cápsula de extremo a extremo, y tras emitir una serie de crujidos sonoros y ominosos el campo volvió a entrar en acción.

Cuando decreció la aceleración por última vez, el peso se disipó con ella. Cliff no necesitó más instrumento que su estómago para saber que la cápsula había dejado atrás la rampa y se estaba alejando de la superficie de la Luna. Esperó impaciente, hasta que las bombas automáticas vaciaron el tanque y los secadores de aire caliente completaron el trabajo; entonces se deslizó hasta el panel de control y se hundió en el asiento.

—Control de Lanzamiento —llamó urgentemente, mientras se ceñía los cinturones alrededor de su cuerpo—, ¿qué demonios ha pasado?

Una voz presurosa, aunque preocupada, contestó inmediatamente: —Estamos comprobando todavía… Le volveremos a llamar dentro de treinta segundos— luego añadió, sorprendida: —Nos alegra saber que está bien.

Mientras aguardaba, Cliff encendió la pantalla de visibilidad de proa. No se veía más que estrellas… exactamente como tenía que ser. Al menos, había despegado casi a la velocidad programada y no corría peligro de estrellarse en la superficie de la Luna… de momento. Pero se estrellaría más pronto o más tarde, pues era imposible que hubiera alcanzado la velocidad de escape. Se elevaría hacia el espacio describiendo una vasta elipse… y, en pocas horas, volvería al punto de partida.

—Hola Cliff —dijo súbitamente el Control de Lanzamiento—. Hemos descubierto lo que ha sucedido. Los interruptores del circuito se han disparado al atravesar el sector cinco de la pista. Tu velocidad de despegue se ha reducido en setecientas millas por hora. De modo que regresarás dentro de unas cinco horas… pero no te preocupes; tus propulsores de corrección de rumbo pueden situarte en una órbita estable. Te avisaremos cuando debes encenderlos. Luego, todo lo que tienes que hacer es aguardar tranquilamente hasta que podamos enviar a alguien para que te remolque hasta aquí.

Lentamente, Cliff se fue relajando. Había olvidado los cohetes vernier de la cápsula. Pese a su escasa potencia, podían lanzarle a una órbita que le alejara de la Luna. Aunque descendiera a pocas millas de la superficie lunar y pasara rasando por encima de las montañas y llanuras como una exhalación, estaría completamente a salvo.

Luego recordó los crujidos metálicos del compartimiento de control y sus esperanzas desfallecieron otra vez, dado que había muy pocas cosas en un vehículo espacial que pudieran resquebrajarse sin que ello acarreara las más desagradables consecuencias.

Se dispuso a hacer frente a estas consecuencias, ahora que había terminado las últimas revisiones de los circuitos de ignición. Ni el MANUAL ni el AUTOMATICO pudieron encender los cohetes de navegación. Las modestas reservas de combustible de la cápsula, que podían haberle elevado a una zona de seguridad, habían quedado totalmente inutilizadas. Dentro de cinco horas completaría su órbita… y regresaría al punto de lanzamiento.

Me pregunto si le pondrán mi nombre al cráter, pensó Cliff: «Cráter Leyland; diámetro»… ¿qué diámetro tendrá? No hay que exagerar, supongo que no tendrá más de unas doscientas yardas de diámetro. No valdrá la pena registrarlo en el mapa.

El Control de Lanzamiento seguía aún en silencio, pero no era de extrañar. No era mucho lo que se le podía decir a un hombre que ya estaba prácticamente muerto. Y no obstante, aunque sabía que nada podía alterar su trayectoria, le parecía increíble que fuera a caer dentro de unas horas, y que sus restos iban a esparcirse por casi toda la Cara Oculta. Todavía se estaba elevando de la Luna, confortablemente acomodado en su pequeña cabina. La idea de la muerte era completamente absurda… como lo es para todos los hombres, hasta que les llega el instante final.

Y entonces, por un momento, Cliff olvidó su propio problema. El horizonte que tenía ante sí no era ya plano. Algo más brillante aún que el resplandeciente paisaje lunar se elevaba sobre las estrellas. Al dar la vuelta la cápsula en torno a la Luna, dio ocasión al único amanecer posible de la Tierra: un amanecer originado por el hombre. Un minuto después había aparecido toda entera, tal era la velocidad que desarrollaba en su órbita. Un momento más tarde, la Tierra había saltado limpiamente del horizonte, y ascendía velozmente en el firmamento.

Estaba llena en sus tres cuartas partes, y casi era demasiado brillante para mirarla. Era un espejo cósmico compuesto, no de oscuras rocas y polvorientas llanuras, sino de nieve y nubes y mares. Efectivamente, casi todo era mar, pues el Pacífico estaba vuelto hacia él, y el reflejo cegador del Sol cubría las islas hawayanas. La bruma de la atmósfera —esa blanda capa que podía haber acolchado su descenso en cuestión de unas horas— borraba todos los detalles geográficos; puede que esa mancha más oscura que emergía de la noche fuese Nueva Guinea, pero no estaba seguro.

Era una amarga ironía saber que enfilaba directamente hacia esa amada y luminosa aparición. Con otras setecientas millas más por hora lo habría logrado. Setecientas millas: Eso era todo. Pero era tanto como pedir un millón. La visión de la Tierra elevándose en el cielo le recordó, con una fuerza irresistible, el deber que temía, pero que no podía diferir por más tiempo.

—Control de Lanzamiento —dijo, manteniendo la firmeza de su voz a costa de gran esfuerzo—; por favor, deme línea con la Tierra.

Ésta era una de las cosas más extrañas que había hecho en su vida: estar por encima de la Luna y escuchar el teléfono en su propia casa, a un cuarto de millón de millas de distancia. Debían ser casi las doce de la noche en África, y tardaría un poco en atender al teléfono. Myra se removería soñolienta; luego, porque era la esposa de un hombre del espacio, recelosa siempre de alguna desgracia, se despabilaría instantáneamente. Pero a ninguno de los dos le había gustado nunca tener el teléfono en la alcoba, y tardaría lo menos quince segundos en encender la luz, cerrar la puerta del cuarto del bebé para que no se despertara, bajar la escalera y…

La voz de su esposa le llegó clara y dulce a través del espacio. La reconocería desde cualquier punto del universo, y percibió inmediatamente su apagado tono de ansiedad.

—¿Señora Leyland? —dijo la operadora terrestre—. Tengo una conferencia de su marido. Por favor, recuerde los dos segundos de retardo.

Cliff se preguntó cuánta gente estaría escuchando esta conferencia desde la Luna, desde la Tierra o desde los satélites de comunicación. Es difícil hablarles por última vez a los seres queridos cuando no sabes cuántos fisgones estarán escuchando. Pero tan pronto como empezó a hablar, no existió ya nadie más en el mundo que Myra y él.

—Cariño —empezó—. Soy Cliff. Me temo que no voy a volver a casa como te había prometido. Ha surgido un… un fallo técnico. Me encuentro perfectamente bien de momento, pero estoy en un grave aprieto.

Tragó saliva, tratando de dominar la sequedad de boca; luego siguió hablando con rapidez, antes de que ella pudiera interrumpirle. Le explicó la situación lo más brevemente posible. Por él, tanto como por ella, no abandonaba toda esperanza.

—Todo el mundo está tratando de hacer lo que puede —dijo él—. Quizá envíen una nave para remolcarme. Pero en caso de que no puedan… bueno, yo quería hablar contigo y con los niños.

Lo encajó bien, como ya sabía él que lo haría. Sintió orgullo, a la vez que amor, cuando le llegó la respuesta desde la cara oscura de la Tierra.

—No te preocupes, Cliff. Estoy segura de que te sacarán del apuro y que por fin tendremos nuestras vacaciones exactamente como habíamos planeado.

—Eso creo yo también —mintió él—. Pero sólo por si acaso, ¿quieres despertar a los niños? No les digas que pasa nada.

Hubo un interminable medio minuto de espera, antes de oír sus soñolientas aunque excitadas voces. Cliff habría dado de buena gana estas últimas horas de vida que le quedaban por poder ver sus caras una vez más, pero la cápsula no estaba equipada con lujos tales como televisión. Quizá era mejor así, porque de tenerles que mirar a los ojos, no habría podido ocultarles la verdad. Se habrían dado cuenta en seguida, aunque él no les dijera nada. Sólo quería sentirles felices en sus últimos minutos juntos.

Sin embargo, era difícil contestar a sus preguntas, decirles que pronto les vería, prometerles cosas que no podría cumplir. Necesitó recurrir a todo su poder de autodominio cuando Brian le recordó que le trajera el polvo lunar que se le olvidó en el viaje anterior… y ahora se había acordado.

—Esta vez te lo traigo; lo tengo en un frasco aquí a mi lado. Dentro de poco podrás enseñárselo a tus amigos. (No: dentro de poco volverá al mundo donde procede). Y tú, Susie, sé buena y haz todo lo que mamá te diga. Tus últimas notas no fueron muy buenas, sobre todo la que tuviste en conducta… Sí, Brian, tengo esas fotografías, y el trozo de roca de Aristarchus…

Era duro morir a los treinta y cinco años; pero era duro también, para un niño, perder a su padre a los diez. ¿Cómo le recordaría Brian en los años venideros? Quizá como una mera voz borrosa procedente del espacio, dado el poco tiempo que había estado en la Tierra. En los últimos escasos minutos, mientras la nave enfilaba hacia arriba y volvía a torcer luego hacia la Luna, poco era lo que podía hacer, salvo proyectar su amor y sus esperanzas a través del vacío que jamás volvería a traspasar. El resto dependería de Myra.

Una vez se retiraron los niños, dichosos, pero extrañados, aún le quedaba algo que hacer. Ahora era el momento de conservar lúcida la cabeza, de ser práctico y positivo. Myra debía afrontar el futuro sin él, pero al menos él podía hacer más fácil el cambio. Suceda lo que le suceda al individuo, la vida sigue; y para el hombre moderno, la vida implica hipotecas y deudas que se pagan a plazos, pólizas de seguros y cuentas bancarias comunes. Casi impersonalmente, como si se refiriera a otra persona —lo que no tardaría en ser completamente cierto—, Cliff comenzó a hablar de todas estas cosas. Había un tiempo para el corazón, y un tiempo para el cerebro. Al corazón le tocaría el turno final, dentro de tres horas, cuando iniciara su curva final hacia la superficie de la Luna.

Nadie les interrumpió. Debía de haber monitores silenciosos manteniendo el contacto entre los dos mundos, pero era como si ellos dos fueran las únicas personas vivientes. A veces, mientras hablaban, los ojos de Cliff se desviaban hacia el periscopio y se deslumbraban ante el brillo de la Tierra, que ahora había recorrido más de la mitad del camino hacia su cenit. Resultaba imposible creer que fuese el hogar de siete mil millones de almas. Pero de todas ellas, en este momento sólo le importaban tres.

Debían haber sido cuatro, pero con la mejor voluntad del mundo, no lograba sentir por el bebé lo mismo que sentía por los otros. No había visto aún a su hijo más pequeño; y ya no lo vería jamás.

Finalmente no supo qué decir. Para determinadas cosas no bastaba una vida entera, en cambio una hora podía resultar demasiado. Se sentía física y emocionalmente agotado, y el esfuerzo de Myra debía de ser igualmente grande. Cliff quería estar solo con sus pensamientos y con las estrellas para serenar su ánimo y estar en paz con el universo.

—Quisiera cortar la comunicación una hora o dos, cariño —dijo. No había necesidad de explicaciones; se entendían demasiado bien—. Te volveré a llamar con… con tiempo suficiente. Hasta luego.

Esperó los dos segundos y medio, hasta que le llegó la despedida desde la Tierra; luego Cliff desconectó el circuito y clavó su mirada vacía en el pequeño panel de control. De manera totalmente inesperada, sin el menor deseo o volición por su parte, le brotaron lágrimas de los ojos, y súbitamente comenzó a llorar como un niño.

Lloraba por su familia y por él mismo. Lloraba por el futuro que podía haber sido, y las esperanzas que no tardarían en convertirse en un vapor incandescente que se disiparía entre las estrellas. Y lloraba porque no podía hacer otra cosa.

Un rato después se sintió mucho mejor. Efectivamente, se dio cuenta de que tenía un hambre atroz. No tenía por qué morir con el estómago vacío, y empezó a revolver entre los alimentos en la diminuta despensa. Mientras masticaba un tubo de pasta de pollo con jamón llamó el Control de Lanzamiento.

Era una voz nueva la que le hablaba, una voz lenta, firme y enormemente capaz que daba la impresión de no tolerar ninguna impertinencia por parte de mecanismos inanimados.

—Aquí Van Kessel, Jefe de Mantenimiento de la División de Vehículos Espaciales. Escuche con atención, Leyland. Creemos haber encontrado una solución. Es una posibilidad remota… pero es la única que existe para usted.

Las alternancias de esperanza y desesperación son terribles para el sistema nervioso. Cliff sintió un súbito desvanecimiento; habría caído de haber sido posible caer en dirección alguna.

—Prosiga —dijo débilmente, tan pronto como se recuperó. Luego escuchó a Van Kessel con un ansia que lentamente se fue transformando en incredulidad.

—¡No lo creo! —dijo por último—. ¡Eso no tiene sentido!

—No se puede discutir con los ordenadores —contestó Van Kessel—. Han comprobado las cifras de veinte maneras distintas. Y, desde luego, tiene sentido. Una vez en el apogeo, no se desplazará tan rápidamente, y no necesitará más que dar un salto para cambiar de órbita. Supongo que no se ha puesto nunca un traje interestelar, ¿verdad?

—No, desde luego.

—Lástima… pero no importa. Si sigue las instrucciones no habrá error. Encontrar el traje en el armario del fondo de la cabina. Quite los precintos y sáquelo.

Cliff recorrió flotando los seis pies de distancia que había desde el panel de control hasta el fondo de la cabina y tiró de la palanca, donde se advertía: SOLO EN CASO DE EMERGENCIA; TRAJE ESPACIAL INTERESTELAR TIPO 17. Se abrió la puerta, y el brillante tejido plateado colgó fláccido ante él.

—Quítese la ropa interior y enfúndese en él —dijo Van Kessel—. No se preocupe del biopaquete… luego se lo ajustará.

—Ya está —dijo Cliff al cabo de un rato—. ¿Qué hago ahora?

—Espere veinte minutos… luego le daremos la señal de abrir la cámara de descompresión y saltar.

De pronto, comprendió todo lo que significaba la palabra «saltar». Cliff contempló la cabina, pequeña, confortable, familiar, y luego pensó en el vacío interestelar: el abismo carente de reverberaciones, donde un hombre que cayese no dejaría de descender hasta el fin de los tiempos.

Jamás había estado en el espacio libre; no había tenido motivo alguno para haber estado. Era hijo de un granjero, titulado en agronomía, auxiliar del Proyecto para la Recuperación Agrícola del Sahara, y trataba de obtener cosechas en la Luna. El espacio no era asunto suyo; él pertenecía a los mundos formados de tierra y de rocas, de polvo lunar y piedra pómez.

—No puedo —susurró—. ¿No hay otro medio?

—No —atajó Van Kessel—. Vamos a hacer lo que podemos para salvarle, y no hay tiempo para ponerse neurótico. Docenas de hombres se han encontrado en peores situaciones… gravemente lesionados, atrapados en naves a la deriva, a un millón de millas de la ayuda más próxima. Pero usted no tiene todavía ni un rasguño y ya se pone a chillar. Cálmese, o cortamos la comunicación y le dejamos cocerse en su propia salsa.

Cliff se fue poniendo colorado poco a poco, y transcurrieron varios segundos antes de contestar.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Prosigamos con esas instrucciones.

—Eso está mejor —dijo Van Kessel con tono de aprobación—. Dentro de veinte minutos, cuando se encuentre en su apogeo, se introducir en la cámara de descompresión. A partir de ese momento perderemos toda comunicación; el transmisor de su traje tiene un alcance de sólo diez millas, pero le seguiremos por radar y podremos hablar con usted cuando pase de nuevo por encima de nosotros. Ahora veamos los mandos que tiene su traje…

Los veinte minutos transcurrieron de prisa. Al final de ese tiempo Cliff sabía exactamente lo que tenía que hacer. Incluso había acabado por creer que daría resultado.

—Es hora de lanzarse —dijo Van Kessel—. La cápsula está orientada correctamente, la cámara de descompresión apunta en la trayectoria que usted necesita seguir. Pero no es preciso que la dirección sea exacta. Lo que importa es la velocidad. Ponga toda su alma en ese salto… ¡y buena suerte!

—Gracias —dijo Cliff torpemente—. Siento haber…

—Olvídelo —le interrumpió Van Kessel—. ¡Ahora muévase!

Por última vez, Cliff echó una mirada en torno a la diminuta cabina, preguntándose si no habría olvidado algo. Tenía que dejar todas sus pertenencias, si bien podía sustituirlas fácilmente después. Luego recordó el pequeño frasco de polvo lunar que había prometido a Brian; esta vez no defraudaría al muchacho. La reducida masa de la muestra —unas onzas tan sólo— no importaba para la suerte que iba a correr. Ató un trozo de cordón en el cuello del frasco y lo sujetó al equipo del traje.

La cámara de descompresión era tan pequeña que, literalmente, no había espacio para moverse; se quedó emparedado entre la puerta interior y la exterior, hasta que terminó el bombeo automático. Luego se abrió el mamparo lentamente hacia fuera, y Cliff se encontró frente a las estrellas.

Tiró de sí con sus torpes dedos enfundados, salió de la cámara y se puso de pie sobre la empinada curva del casco, sujetándose firmemente a él con el cordón de seguridad. La magnificencia del panorama le dejó casi paralizado. Se olvidó de todos sus temores de vértigo e inseguridad al mirar en torno suyo, libre del estrecho campo visual del periscopio.

La Luna se veía como un gigantesco creciente, y la línea divisoria entre la noche y el día era un arco dentado que recorría un cuadrante del firmamento. Abajo, el Sol se estaba poniendo en el inicio de la larga noche lunar, pero las cimas de los picos desiertos aún se veían inflamados por la última luz del día, y desafiaban la oscuridad que ya les cercaba.

Esta oscuridad no era completa. Aunque el Sol se había ocultado, tras el suelo que tenía debajo, la Tierra, casi llena, la inundaba con su resplandor. Y a la luz vacilante de la Tierra, Cliff pudo distinguir, débil, aunque nítidamente, las siluetas de los mares y las zonas montañosas, las estrellas confusas de los picos encrespados, los círculos oscuros de los cráteres. Volaba por encima de una tierra soñolienta y fantasmal… una tierra que trataba de arrastrarle hacia su muerte. Pues ahora se hallaba en equilibrio, en el punto más elevado de su propia órbita, exactamente en la línea situada entre la Luna y la Tierra. Era el momento de saltar.

Dobló las piernas, agachándose contra el casco. Luego, con todas sus fuerzas, se impulsó hacia las estrellas, dejando correr el cordón de seguridad tras de sí.

La cápsula retrocedió a sorprendente velocidad, y al hacerlo, sintió Cliff una sensación de lo más inesperada. Había pensado que experimentaría terror o vértigo, pero no esta inequívoca, inolvidable, persistente sensación de cosa familiar. Todo esto había sucedido antes; no a él, por supuesto, sino a otro. No podía precisar el recuerdo, pero no tenía tiempo de pensar en ello ahora.

Echó una rápida mirada a la Tierra, a la Luna, y nuevamente a la cápsula espacial, y tomó una decisión sin tener conciencia plena de ello. El cordón dio un latigazo al soltar el resorte de sujeción. Ahora estaba solo, a dos mil millas de la Luna y a un cuarto de millón de millas de la Tierra. No podía hacer nada más que esperar; tendrían que transcurrir dos horas y media antes de saber con certeza si seguiría viviendo… y si sus músculos habían cumplido la misión que no habían podido realizar los cohetes.

Y cuando las estrellas giraron lentamente en torno suyo, comprendió súbitamente cuál era el origen de ese recuerdo persistente. Hacía muchos años había leído los relatos de Poe; ¿y quién sería capaz de olvidarlos?

Él también se sentía atrapado en un maelstrom, y giraba y giraba, hundiéndose hacia su propia destrucción; también él esperaba escapar abandonando su navío. Y aunque las fuerzas con las que se enfrentaba eran totalmente diferentes, el paralelismo se le antojaba asombroso. El pescador de Poe se había amarrado a un barril porque los objetos cortos y cilíndricos eran absorbidos más lentamente que su embarcación. Fue una brillante aplicación de las leyes de la hidrodinámica. A Cliff sólo le quedaba esperar que su empleo de la mecánica celeste fuese igualmente inspirado.

¿Qué velocidad se había podido imprimir a sí mismo al saltar de la cápsula? Seguramente, cinco millas por hora. Aunque comparada con los cómputos astronómicos era despreciable, debía de ser la suficiente como para situarse en una nueva órbita… la cual, como le había prometido Van Kessel, le alejaría varias millas de la Luna. No era un margen demasiado grande, pero sí sería lo suficiente en este mundo sin aire ni atmósfera que le arrastrara hacia abajo.

Con un repentino sobresalto de culpabilidad, Cliff se acordó de que no había llamado a Myra por segunda vez. Había sido culpa de Van Kessel; el ingeniero le había tenido continuamente ocupado, sin darle tiempo a pensar en sus propios asuntos. Y Van Kessel tenía razón: en una situación como ésta un hombre tenía que pensar sólo en sí mismo. Todos sus recursos, los mentales y los físicos, debían concentrarse en sobrevivir. No era éste momento ni lugar para distracciones y blanduras afectivas.

Iba ahora en dirección al lado oscuro de la Luna, y a medida que la contemplaba, la creciente iluminada iba disminuyendo. El disco intolerable del Sol, al que no se atrevía a mirar, se hundió rápidamente en el combado horizonte. El paisaje lunar fue menguando, y se convirtió en una raya luminosa, en un arco de fuego recortado contra las estrellas. Luego el arco se fragmentó en una docena de cuentas que parpadearon una tras otra, mientras él se precipitaba vertiginosamente en la sombra de la Luna.

Al irse el Sol, la luz de la Tierra pareció más brillante que nunca, escarchando su traje de plata, mientras él giraba lentamente en su órbita. Tardaba unos diez segundos en efectuar cada rotación; no podía hacer nada para detenerse, y, en realidad, agradecía ese constante cambio de perspectiva. Ahora que sus ojos ya no se distraían con las ocasionales miradas al Sol podía ver millares de estrellas allí donde antes sólo había visto unos cientos. Las constelaciones familiares se confundían, y hasta el más brillante de los planetas resultaba difícil de descubrir entre tanto resplandor.

El disco oscuro de la noche lunar se dibujaba en el campo de estrellas como una sombra eclipsadora, y crecía lentamente a medida que Cliff caía hacia ella. A cada instante, alguna estrella, débil o brillante, se precipitaba hacia su borde y desaparecía tras un leve parpadeo. Era casi como si estuviera creciendo un enorme agujero en el espacio, y éste se fuera tragando los cielos.

No había ninguna otra indicación de su movimiento, o del paso del tiempo, salvo sus giros regulares de diez segundos. Cuando miró su reloj, le asombró comprobar que había abandonado la cápsula hacía diez minutos. La buscó con la mirada entre las estrellas, pero fue inútil. En este momento debía de estar varias millas atrás. Pero luego la tendría delante, dado que se movía en una órbita inferior a la suya, y se estrellaría antes contra la Luna.

Cliff estaba aún tratando de descifrar esta paradoja cuando el esfuerzo de las últimas horas, junto con la euforia de la ingravidez, le produjeron un resultado que difícilmente habría considerado posible. Arrullado por el blando susurro de los conductos de aire, flotando más liviano que una pluma, girando bajo las estrellas, se quedó dormido en un sueño sin ensoñaciones.

Cuando despertó, a instancias de alguna llamada de su subconsciente, la Tierra estaba llegando al borde de la Luna. El espectáculo estuvo a punto de despertar de nuevo en él autocompasión, y durante un momento tuvo que luchar por dominar sus emociones. Ésta podía ser la última vez que veía la Tierra, ya que su órbita le llevaría a la Cara Oculta, a la parte donde jamás brillaba la luz terrestre. Las relucientes capas de hielo del Antártico, los cinturones de nubes ecuatoriales, los centelleos del Sol sobre el Pacífico… todo se iba hundiendo rápidamente tras las montañas lunares. Luego, desaparecieron; se quedó sin Sol y sin Tierra que le alumbraran, y el suelo invisible de abajo era tan negro que le hacía daño a los ojos.

De manera increíble, apareció un grupo de estrellas dentro del disco de tiniebla, donde no era posible que hubiese estrella alguna. Cliff se quedó mirándolas con asombro durante unos segundos, luego comprendió que estaba sobrevolando una de las colonias de la Cara Oculta. Allá abajo, protegidos por las cápsulas herméticas de la ciudad, los hombres aguardaban a que transcurriera la noche lunar… durmiendo, trabajando, amando, descansando o discutiendo. ¿Sabían ellos que Cliff cruzaba su firmamento con un meteorito y se desplazaba por encima de sus cabezas a cuatro mil millas por hora? Era casi seguro; porque en este momento toda la Luna y toda la Tierra debían estar enterados del trance por el que atravesaba. Quizá le estaban buscando con el radar y los telescopios, pero no disponían de mucho tiempo para encontrarle. En unos segundos la desconocida ciudad desaparecería de su vista y nuevamente estaría solo por encima de la Cara Oculta.

Era imposible saber a qué altitud se encontraba sobre el neutro vacío que se abría debajo, ya que no había posibilidad de cálculo o de perspectiva. A veces parecía que podía llegar a tocar la oscuridad que atravesaba; sin embargo, él sabía que en realidad debía de estar aún a muchas millas del suelo que tenía debajo. Pero sabía también que seguía descendiendo, y que, en cualquier momento, la pared de uno de los cráteres, o el pico de una montaña, que se alzaban invisibles hacia él podía atraparle.

En algún punto de la oscuridad que tenía delante se ocultaba el obstáculo final: era el peligro más temible de todos. En el corazón de la Cara Oculta, cruzando el ecuador de Norte a Sur y formando una pared de más de mil millas de longitud, se extiende la Cordillera Soviética. Cliff era un muchacho cuando fue descubierta, allá por el año 1959, y aún recordaba su excitación cuando vio las primeras fotografías borrosas del Lunik III. Jamás se le habría ocurrido pensar que un día volaría hacia esas mismas montañas en espera de que ellas decidieran su destino.

La primera erupción de claridad le cogió de sorpresa. La luz estalló delante de él, elevándose de pico en pico hasta que se encendió el arco entero del horizonte. Cliff estaba saliendo vertiginosamente de la noche lunar y se dirigía hacia la cara iluminada por el Sol. Al menos no moriría en la oscuridad; pero el más grave peligro estaba aún por venir. Pues ahora se encontraba nuevamente casi donde había empezado, y se aproximaba al punto más bajo de su órbita. Echó una mirada al cronómetro del traje, y vio que habían transcurrido ya cinco horas. Dentro de unos minutos se estrellaría contra la Luna… o pasaría rasando y se elevaría en el espacio.

Por lo que él podía juzgar, estaba a menos de veinte millas de la superficie, y seguía descendiendo, aunque muy lentamente ahora. Por debajo de él, las sombras alargadas del amanecer lunar eran dagas de tiniebla que apuntaban hacia el suelo aún envuelto por la noche. La luz puntiaguda y sesgada exageraba cada prominencia de suelo, y confería a las colinas más pequeñas el aspecto de montañas. Y ahora, de manera inequívoca, el terreno que tenía delante se iba elevando, arrugándose y configurando las estribaciones de la Cordillera Soviética. A más de un centenar de millas, pero acercándose a un promedio de una milla por segundo, se elevaba el oleaje de rocas de la superficie de la Luna. No podía hacer nada por evitarlo; su trayectoria era fija e inalterable. Todo lo que podía hacer lo había hecho ya, hacía dos horas y media.

No había sido suficiente. No se podía elevar por encima de estas montañas; eran las montañas las que se elevaban por encima de él.

Ahora lamentaba no haber llamado por segunda vez a su esposa, que aún estaría esperando a un cuarto de millón de millas de distancia. Sin embargo, quizá fuera mejor así, porque no habría sabido qué decir.

Otras voces llamaron en el espacio que le rodeaba, al entrar nuevamente en el radio de alcance del Control de Lanzamiento. Aumentaban y disminuían al cruzar como un relámpago las zonas neutras que producían las montañas; estaban hablando de él, pero el hecho apenas le afectó. Escuchaba con un interés impersonal, como si se tratara de mensajes procedentes de algún lugar remoto del espacio o del tiempo sin la menor conexión con su persona. Una de las veces oyó con toda claridad la voz de Van Kessel, que decía: Diga al comandante del Callisto que le daremos una órbita de interceptación tan pronto como comprobemos que Leyland ha pasado el perigeo. El momento del encuentro deber ser dentro de una hora y cinco minutos exactamente. Siento decepcionarle —pensó Cliff—, pero ése es un encuentro al que jamás podré acudir.

Ahora estaba la pared rocosa a sólo cincuenta millas, y cada vez que giraba impotente en el espacio se hallaba diez millas más cerca. No cabía optimismo ya, puesto que corría hacia aquella barrera implacable más deprisa que una bala de fusil. Era el final, y de pronto le pareció una cuestión muy importante saber si chocaría de cara, con los ojos abiertos, o de espaldas, como los cobardes.

Ningún recuerdo de la vida pasada emergió de la memoria de Cliff mientras contaba los segundos que le quedaban. El vertiginoso paisaje lunar giraba por debajo de él, y cada detalle se recortaba limpio y claro en la cruda luz de la madrugada. Ahora estaba de espaldas a las montañas que se le venían encima, y miraba hacia la trayectoria que había descrito, hacia la trayectoria que debía haberle llevado a la Tierra. No le quedaban más que tres de sus días de diez segundos.

Y entonces, el paisaje lunar se inflamó en una inmensa llamarada silenciosa. Una luz feroz como la del Sol barrió las sombras alargadas, y prendió fuego a los picos y cráteres que se diseminaban abajo. Duró sólo una fracción de segundo, y luego se desvaneció, antes de que él girase hacia el lugar de donde procedía.

Justamente delante de él, a sólo unas veinte millas, una inmensa nube de polvo se elevaba hacia las estrellas. Era como si hubiera entrado en erupción un volcán de la Cordillera Soviética; pero eso, naturalmente, era imposible. Igualmente absurdo fue el segundo pensamiento de Cliff: que merced a alguna fantástica proeza de organización y de logística, la División de Ingenieros de la Cara Oculta había destruido el obstáculo que se oponía a su trayectoria.

En efecto, había desaparecido. Habían arrancado un inmenso mordisco, en forma de media luna, a la cada vez más próxima línea del horizonte; las rocas y escombros se elevaban aún de un cráter que cinco segundos antes no existía. Sólo la energía de una bomba atómica, lanzada en el momento preciso en su trayectoria, podía haber producido tal milagro. Y Cliff no creía en milagros.

Había completado otro giro sobre sí, y se hallaba casi encima de las montañas cuando recordó que, durante todo este tiempo, había llevado delante, aunque invisible, una excavadora cósmica. La energía cinética de la cápsula abandonada —un millar de toneladas desplazándose a una velocidad superior a una milla por segundo— era más que suficiente para provocar el boquete a través del cual pasaba ahora. El impacto de este meteoro artificial debió provocar una sacudida de toda la Cara Oculta.

La suerte le acompañó hasta el final. Hubo un breve golpeteo de partículas de polvo contra su traje, y tuvo una visión borrosa y fugaz de rocas incandescentes y nubes de humo que se disiparon rápidamente por debajo de él (¡qué extraño resultaba ver una nube en la Luna!). Luego cruzó las montañas, y no tuvo ante sí más que el bendito firmamento vacío.

En algún lugar, dentro de una hora, en su segunda órbita futura, el Callisto se aproximaría hasta entrar en contacto con él. Pero ya no había prisa; había escapado del maelstrom. Para bien o para mal, se le había concedido el don de la vida.

Unas millas a la derecha de su trayectoria estaba la pista de lanzamiento; parecía una raya del pelo trazada sobre la superficie de la Luna. Dentro de unos momentos entraría dentro del alcance de su transmisor. Ahora, lleno de gratitud y alegría, podría hacer la segunda llamada a la Tierra, y hablar con esa mujer que aún estaba esperando en la noche africana.

Mayo 1962.