Capítulo 27

NOS quedamos parados junto a los coches, y durante algunos minutos ninguno pronunció una palabra. El coronel sacó una pitillera y nos ofreció un cigarrillo. Favell estaba pálido y abatido. Noté cómo le temblaba la mano en que sostenía la cerilla para encender el cigarrillo. El cojo del organillo dejó de tocar y vino renqueando hacia nosotros, gorra en mano. Maxim le dio dos chelines. Entonces el cojo volvió hacia su organillo y comenzó a tocar otra pieza. En el campanario de la iglesia el reloj dio las seis.

Favell comenzó a hablar, con tono indiferente, como quien no da importancia alguna a lo que está diciendo, pero aún estaba pálido. No nos miraba. Tenía la vista fija sobre su cigarrillo, al cual daba vueltas entre los dedos.

—Eso del cáncer…, ¿es contagioso?

Nadie le contestó, y el coronel se encogió de hombros.

—Yo no tenía la más remota idea —continuó Favell hablando a trompicones—. No se lo dijo a nadie; ni siquiera o Danny. ¡Es terrible! ¡Quién lo hubiera pensado de Rebeca! ¿Quieren ustedes beber algo? No niego que saber esto me ha causado una impresión tremenda. ¡Cáncer! ¡Qué barbaridad! —se apoyó contra el coche y miró haciendo pantalla con la mano—. ¿No hay nadie que le diga a ese tío del organillo que se calle? ¡No soporto ese escándalo!

—Me parece más sencillo que seamos nosotros los que nos vayamos. ¿Podrás conducir o quieres que el coronel lleve el coche? —le dijo Maxim.

—Esperad un minuto a que me reponga. Tú no comprendes lo que esto me ha impresionado. ¡Es terrible! ¡Es abominable!

—¡Vamos! ¡Haga un esfuerzo, hombre! —dijo el coronel—. Si quiere tomar algo, vuelva a la casa y pídalo al médico. Seguramente tendrá algo para los nervios. Pero no nos dé el espectáculo en mitad de la calle.

—¡Claro! Ahora todos ustedes están encantados —dijo Favell, mirando fijamente a Maxim y a Julyan—. Ya se acabaron las preocupaciones. Maxim ya está a salvo. Ya han encontrado el motivo del suicidio, y Baker les mandará las pruebas libres de gastos en cuanto se las pidan. Ahora, el señor coronel podrá cenar en Manderley todas las semanas, orgullosísimo de sus amigos. Probablemente, Maxim le pedirá que sea padrino del primer niño.

—¿Quiere usted que nos vayamos? —preguntó, disgustado, el coronel a Maxim—. Por el camino podemos decidir lo que vamos a hacer.

Maxim abrió la portezuela del coche y subió el coronel. Yo me senté delante, en mi asiento. Favell aún continuaba apoyado contra el coche, y el coronel le dijo:

—Lo mejor que puede hacer usted es marcharse a casa ahora mismo. Y despacio, no vaya a parar a la cárcel por atropellar a alguien. Como no pienso volver a verle, quiero avisarle que, como magistrado que soy, tengo determinados poderes que no dudaré en utilizar si se le ocurre aparecer por Kerrith. La profesión de chantajista no es recomendable. Y le aseguro que por aquellas tierras sabemos lo que hay que hacer con los que la adoptan, aunque esto pueda extrañarle.

Favell estaba mirando a Maxim. Le había vuelto el color a la cara, y la vieja odiosa sonrisa se formaba una vez más en sus labios.

—¡Qué suerte has tenido, Max! —dijo hablando muy despacio—. Ya crees que has ganado la partida, ¿no? Pero aún puede alcanzarte la ley. Y yo también, a mi manera.

Maxim dio la vuelta a la llave del motor y dijo:

—¿Tienes algo más que decir? Porque más vale que lo digas deprisa.

—No; no os detengo más. Vete.

Y dio un paso atrás, quedándose de pie, sobre la acera, todavía sonriente. Arrancó el coche. Cuando doblamos la esquina miré hacia atrás y le vi mirándonos. Agitaba una mano y se reía.

Continuamos callados durante un rato, y luego habló el coronel:

—No tiene usted nada que temer. Esa sonrisa es parte de su equipo profesional. Esa gentuza es toda igual. Ahora no puede, de ninguna manera, presentar una denuncia. El testimonio del doctor Baker la invalidaría.

Maxim no respondió. Le miré disimuladamente, pero su cara no me dijo nada.

—Estaba seguro de que Baker nos daría la solución —dijo el coronel—. Esa clandestinidad de la visita rodeada de misterio, y el hecho de que ni siquiera a la señora Danvers le dijera nada… Ella ya sospechaba algo. Sabía que no estaba bien. Es, desde luego, un caso terrible. Verdaderamente terrible. Suficiente para hacer perder el juicio a una mujer joven y bonita.

Continuamos nuestro camino por la carretera, recta, sin una curva. Los palos del telégrafo, los autobuses, los coches descubiertos, veloces y deportivos, las casitas que pasábamos, rodeadas por sus jardines… todo desfilaba rapidísimo a nuestro lado, mezclándose dentro de mi cabeza para formar una extraña combinación que nunca había ya de olvidar.

—Usted —dijo el coronel a Maxim— no tenía idea de la enfermedad, ¿no?

—No.

—Hay gente que le tiene un miedo morboso —comentó Julyan—. Sobre todo, mujeres. Seguramente su esposa era una de éstas. Tenía valor para todo, menos para eso. No podía aguantar el dolor. ¡Eso, por lo menos, se lo ahorró!

—Sí —dijo Maxim.

—Creo que sería una buena idea que yo haga correr discretamente la voz en Kerrith de que un médico de Londres nos ha facilitado la explicación del suicidio. Lo digo para el caso de que pudieran empezar a circular chismes y rumores. Nunca se sabe. La gente es rara. Si supiesen la verdad, las cosas serían más fáciles para usted.

—Sí, sí. Estoy conforme.

—Es curiosa e irritante la manera cómo se propagan en el campo las historias más absurdas. No comprendo el motivo, pero es verdad. No es que yo crea que vaya a ocurrir en este caso, pero más vale estar preparados. Algunas veces, si se les da la oportunidad, la gente da oídos a las suposiciones más extravagantes.

—Sí, es verdad.

—Usted y Crawley podrán sin duda acabar con cualquier rumor que surja en Manderley y en la finca, y yo me ocuparé de Kerrith. También se lo contaré a mi hija. Ella conoce a mucha gente joven, que son los peores chismosos. No creo que los periódicos vayan a molestarle más, lo cual es excelente. Ya verá como se olvidan del asunto en un par de días.

—Sí —dijo Maxim.

Atravesamos los arrabales del norte y llegamos de vuelta a Finchley y Hampstead.

—Son las seis y media —dijo el coronel—. ¿Qué piensan hacer? Yo tengo una hermana, que vive en St. John’s Wood, y me están dando ganas de presentarme allí, sin avisar, e invitarme a cenar. Luego puedo coger el último tren en la estación de Paddington. No salen de veraneo hasta dentro de una semana. Vengan ustedes también. Los recibirá encantada.

Maxim dudó y me miró.

—Se lo agradezco mucho, pero creo que será mejor que nos separemos. Tengo que llamar a Frank por teléfono y hacer otras varias cosas. Seguramente comeremos cualquier cosa en el camino y luego dormiremos en un hotel de la carretera.

—Me hago cargo —dijo el coronel—. ¿Me podría usted dejar en casa de mi hermana? Está en una de las bocacalles de Avenue Road.

Cuando llegamos a la casa, Maxim paró el coche unos metros más allá de la puerta, y dijo:

—No puedo agradecerle bastante todo lo que ha hecho usted hoy. Estoy seguro de que usted comprenderá lo que siento sin necesidad de que lo explique.

—Le aseguro que ha sido para mí un verdadero placer. Si hubiésemos sabido lo de Baker desde el principio, nos hubiéramos ahorrado todo esto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que ustedes olviden todo lo relacionado con este desagradable episodio. Favell, estoy convencido, no les volverá a molestar. Y si lo hace, le ruego que me avise. Yo sé lo que tengo que hacer con él —saltó del coche, sin olvidar su mapa, con el abrigo al brazo—. Yo, que ustedes…, me marcharía fuera una temporada, unas vacaciones, tal vez en el extranjero.

Ni Maxim ni yo dijimos nada. El coronel estaba guardándose el mapa y continuó:

—En Suiza se está muy bien en esta época del año. Me acuerdo de que una vez fuimos todos allí, para que mi hija lo conociera, y lo pasamos muy bien. Hay paseos soberbios —se aclaró la garganta y continuó—. No es totalmente imposible que surjan algunos pequeños contratiempos…, no por parte de Favell, sino por algunas otras personas de los alrededores. No es fácil saber lo que Tabb habrá ido diciendo por ahí. Claro que todo ello es absurdo, pero ya sabe usted el refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Si no están ustedes en Manderley para ser blanco de las habladurías, el cotilleo no tendrá interés. La gente es así.

Aún permaneció unos momentos junto a nosotros, pasando lista a sus cosas:

—Creo que no me dejo nada. El mapa…, las gafas…, el bastón…, los guantes… Sí, está todo. Bueno, adiós a los dos. No se cansen demasiado. Ha sido un día de mucho ajetreo.

Pasó la verja y se dirigió hacia la escalinata de entrada. Una mujer se asomó a la ventana, sonriendo, y saludó con la mano. Arrancó el coche y doblamos la esquina de la calle. Me recliné contra el respaldo del asiento y cerré los ojos. Una vez que nos quedamos solos y se aflojó la terrible tensión, la sensación de desahogo me resultó casi insoportable. Era como si hubiera reventado un absceso. Maxim callaba. Noté su mano sobre la mía. Continuamos por en medio del espeso tráfico callejero, sin que yo lo viera.

Oí el trepidar de los autobuses, las bocinas de los taxis, el ruido atronador, interminable y constante de Londres; pero, a pesar del estrépito, yo permanecía aislada de todo. Yo no estaba allí, sino en otro lugar fresco, tranquilo y sosegado. Nada ni nadie nos podría ya tocar. La gran crisis había pasado.

Cuando Maxim paró el coche, abrí los ojos y me incorporé. Estábamos en una calle estrecha, delante de uno de los mil restaurantes pequeñitos de Soho. Miré a mi alrededor, deslumbrada y sin comprender.

—Estás cansada y muerta de hambre. Cuando hayas comido te encontrarás mejor. Y yo también. Vamos a cenar aquí y a telefonear a Frank.

Bajamos del coche. Las únicas personas que había en el comedor eran el maître, una camarera y una chica detrás un mostrador. Dentro estaba oscuro y fresco. Nos dirigimos a una mesa en un rincón. Maxim empezó a pedir la comida. Luego me dijo:

—Favell tenía mucha razón en lo de tomarse unas copas. También yo quiero beber algo. Y a ti tampoco te vendrían mal. Te vas a tomar un coñac.

El maître era gordo y jovial. Nos sirvió unos panecillos largos y sin miga, envueltos en papel de seda. Estaban muy duros y quebradizos, y comencé a comer uno ávidamente. Mi coñac con agua era suave, cálido, extrañamente reconfortante.

—Cuando hayamos cenado, seguiremos el viaje despacio, sin prisa. Va a hacer una noche fresca. Podemos dormir en cualquier hotel de la carretera, y mañana por la mañana seguir a Manderley.

—Sí.

—¿No hubieras querido cenar con la hermana de Julyan y volver en el último tren?

—No.

Maxim terminó de beber su coñac.

Sus ojos me parecían más grandes. Las ojeras destacaban sobre la palidez de su cara.

—¿Crees que Julyan ha adivinado la verdad? —me preguntó.

Me quedé mirándole por encima del borde de mi vaso, sin contestar.

—Estoy seguro —dijo Maxim— que sabe lo que verdaderamente ocurrió.

—Si lo sabe —dije yo—, no dirá nunca una palabra.

—No. No la dirá.

Pidió al maître que le trajera otra copa de coñac y permanecimos un rato callados, en el rincón del silencioso restaurante. Luego dijo:

—Creo que Rebeca me mintió con toda intención. Aquella mentira fue su última locura. Quería que la matase. Lo planeó todo en un momento. Supongo que por eso se reía y continuó riendo hasta morir…

No dije nada; seguí bebiendo mi coñac con soda. Todo había terminado. Ya se había arreglado todo. Ya nada importaba. No había ningún motivo para que Maxim continuase pálido y preocupado.

—Sí; fue su última broma. La mejor de todas. Ni siquiera ahora estoy seguro de que no me haya ganado la partida.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo puede haber ganado?

—No sé. No lo sé —terminó el coñac, y poniéndose en pie continuó—. Voy a llamar a Frank.

Yo me quedé sentada en mi rincón, y al poco rato el camarero se presentó con el primer plato. Langosta. Estaba muy caliente y deliciosa. Tomé otro coñac con soda. Me encontraba a gusto allí sentada, sin sentir ya ninguna preocupación. Sonreí al camarero, y le pedí que me trajera más pan, hablando, Dios sabe por qué, en francés. El sosiego tranquilo del restaurante me resultaba muy acogedor. Ya estábamos juntos Maxim y yo. La tormenta había pasado. Todo estaba arreglado. Rebeca, muerta, ya no podía nada contra nosotros. Aquella «última broma» había sido, de verdad, la última. Al cabo de diez minutos volvió Maxim.

—¿Qué tal está Frank? —le pregunté, y mi propia voz me sonó extraña y lejana.

—Bien. No se ha movido de la oficina desde las cuatro, esperando la conferencia. Le he contado lo que ha ocurrido. Parece que se ha alegrado y que se ha quedado más a gusto.

—Lo creo.

—Me ha dicho una cosa que no comprendo —dijo Maxim frunciendo el entrecejo—: que se ha marchado la señora Danvers. Ha desaparecido sin decir nada a nadie; pero ha estado todo el día haciendo el equipaje, recogiendo sus cosas, y a eso de las cuatro ha llegado un mozo a buscar sus baúles. Frith llamó a Frank por teléfono para decírselo, y Frank le contestó que dijera a la señora Danvers que se pasara por la oficina. Pero no ha aparecido por allí. Unos diez minutos antes de llamar yo, Frith volvió a telefonear a Frank para decirle que había llamado por conferencia a la señora Danvers, que él mismo puso la comunicación a su despachito y que ella contestó. Esto fue a eso de las seis y media. A las siete menos cuarto, Frith llamó a la puerta del despachito, y como nadie contestaba, entró. Estaba vacío, y también su cuarto. Comenzaron a buscarla por todas partes, pero no han dado con ella. Parece que se ha ido. Debe de haber salido de la casa y haberse marchado por el bosque, pues por la caseta del guarda no ha pasado.

—¿No te parece que es lo mejor que podía haber ocurrido? Es una preocupación menos. Hubiéramos tenido que decirle que se fuera, en cualquier caso. Creo que también ella adivinó la verdad. ¿Te fijaste en su cara? Cuando veníamos en el coche, no la podía olvidar.

—No me gusta esto. No me gusta nada.

—¿Qué puede hacer? ¡Nada! Si se ha marchado, tanto mejor. El que la llamó sería Favell, seguro. Le habrá contado lo de Baker y lo que ha dicho Julyan. Acuérdate que éste nos ha dicho que si alguien trata de hacerte un chantaje, se lo digas. No se atreverán. No pueden. Es demasiado peligroso.

—No estoy pensando en un chantaje.

—Y, ¿qué otra cosa podrían hacer? No te preocupes. Tenemos que olvidarlo todo, como nos dijo Julyan. Ya ha acabado todo. Lo que deberíamos hacer es arrodillarnos y dar gracias a Dios.

Maxim se quedó mirando al vacío, callado.

—Se te va enfriar la langosta —le dije—, cómetela. Te sentará bien. Estás cansado y necesitas alimentarte.

Ahora era yo quien le decía las palabras que antes escuchara de sus labios. Ahora me sentía yo mejor y más fuerte. Yo era quien tenía que cuidarle a él. Estaba pálido y agotado. Yo ya me había sobrepuesto a mi fatiga, y el que sufría era Maxim. Lo que le pasaba era que tenía hambre y estaba cansado. No había motivo para preocuparse. ¿Qué se había ido la señora Danvers? Eso más teníamos que agradecer a Dios, pues simplificaba las cosas y nos las hacía más fáciles.

—Anda, come.

«Desde ahora en adelante —me dije— todo va a ser completamente distinto. Ya no me asustarán los criados, y desaparecerá mi timidez. Ahora que se ha marchado la señora Danvers, aprenderé, poco a poco, a llevar la casa. Bajaré a la cocina para hablar con el cocinero. Los criados aprenderán a obedecerme y a respetarme, como si la señora Danvers no hubiese existido nunca. También procuraré enterarme de la marcha de la finca. Frank me lo explicará todo». Estaba segura de que a Frank le era simpática. También me gustaba él a mí. Me enteraría de todo y aprendería a dirigir. Los asuntos de la alquería y la labranza. Puede que me dedicara al jardín, y mandara cambiar algunas cosas.

Por ejemplo, aquel claro entre los árboles, con la estatua del sátiro. No me gustaba. Regalaríamos la estatua. Si me lo proponía, podía hacer muchas cosas poco a poco. Tendríamos invitados, y no me importaría. Al revés, preparar los cuartos para los huéspedes, poner en ellos flores y libros, y decidir sobre las comidas, todo ello me serviría de entretenimiento. Y tendríamos hijos, estaba segura.

—¿Has terminado? —preguntó Maxim de repente—. Yo no quiero nada más —y dirigiéndose al maître—. Traiga café, muy cargado, y la cuenta.

¿Por qué teníamos que marcharnos con tanta prisa? ¡Se estaba tan bien allí! Y no teníamos nada que hacer. Me encontraba muy a gusto con la cabeza apoyada sobre el respaldo del diván, planeando perezosamente nuestra vida futura. Hubiera preferido quedarme allí un buen rato.

Salí del restaurante detrás de Maxim, reprimiendo un bostezo y arrastrando las piernas. Cuando estuvimos en la acera de la calle, me dijo:

—¿Crees que podrás dormir en el asiento de atrás si te arropo bien con la manta? Tienes un almohadón, y puedes usar, además, mi abrigo.

—Pero ¿no íbamos a quedarnos a pasar la noche en un hotelito de la carretera?

—Sí. Pero no sé por qué tengo el presentimiento de que deberíamos llegar a Manderley lo antes posible. ¿No podrías dormir en el coche?

—Sí… —dije, no muy segura—. Puede que sí.

—Son las ocho menos cuarto. Sí salimos ahora, podemos llegar a eso de las dos y media. No habrá muchos coches en la carretera.

—Pero es una paliza para ti.

—No. Podré aguantarlo. Quiero llegar a casa. Algo pasa. Estoy seguro. Quiero llegar lo antes posible.

Tenía una expresión desacostumbrada, casi de miedo. Abrió la portezuela y empezó a prepararme el almohadón y la manta en el asiento de detrás.

—Pero ¿qué tienes? Ahora que ha pasado todo, te entran las preocupaciones. La verdad, no acabo de entenderlo.

No me respondió. Subí al coche y me eché, con las piernas sobre el asiento. Maxim me arropó con la manta. No puedo negar que estaba muy cómoda, mucho más de lo que me había figurado. Arreglé el almohadón y recliné sobre él la cabeza.

—¿Estás bien? ¿Seguro que no te importa?

—No —dije sonriendo—. Estoy muy bien y me dormiré. No tiene sentido quedarnos en un hotel. Vale más que volvamos a casa. Llegaremos mucho antes de que amanezca.

Subió al coche y puso en marcha el motor. Cerré los ojos. Comenzamos a movernos y noté la suave resistencia de los muelles bajo mi peso. Se movió el coche rítmicamente, sin sacudidas, y pronto mi cabeza fue acomodándose al dulce vaivén. Cerrados los ojos, mil imágenes inconexas se despertaban en mi memoria. Cosas olvidadas, cosas vistas algún día, todas formando un gracioso revoltijo, sin orden ni concierto. La pluma del sombrero de la señora Van Hopper; las sillas de alto respaldo en el comedor de Frank; el ventanal del ala oeste de Manderley; aquella señora sonriente del baile, con su vestido salmón, una campesina de la carretera de Montecarlo…

Jasper perseguía una mariposa a través de la pradera. El perro del doctor Baker se rascaba una oreja detrás de la tumbona en el jardín. El cartero nos indicaba la casa que buscábamos. La madre de Clarice estaba quitando el polvo a una silla en su casita, para que yo me sentara. Ben, llenas las manos de caracoles, me sonreía, mientras la mujer del obispo decía que me quedara a merendar. Las sábanas frescas de mi cama me acariciaban el cuerpo, mientras yo miraba los guijos de la playa. El perfume de los helechos en el bosque, el musgo jugoso y aquellos olorosos pétalos mustios de las azaleas…

Me quedé dormida, despertándome de cuando en cuando, debido a mi postura encogida en el asiento. Allí seguía Maxim; le veía la cabeza. La penumbra de la tarde se había convertido en la oscuridad de la noche. De vez en cuando relampagueaban los faros de coches que se cruzaban con nosotros. En las poblaciones se veían luces en las ventanas, veladas por las cortinas corridas. Daba media vuelta, cerraba los ojos y volvía a dormir.

La escalera de Manderley. La señora Danvers, vestida de negro, me esperaba en el rellano. Yo subía la escalera hacia ella; pero antes de llegar, había desaparecido. La buscaba sin hallarla, cuando, de repente, la veía espiándome desde un hueco; gritaba yo y volvía ella a desaparecer.

—¿Qué hora es? —pregunté a Maxim.

Volvió él la cabeza, y su cara, en la semioscuridad del coche, parecía la de un fantasma.

—Las once y media. Ya estamos a medio camino. Procura dormirte otra vez.

—Tengo sed.

Paro en el primer pueblo. El hombre del garaje nos dijo que su mujer aún no se había acostado y nos haría té. Bajamos del coche y entramos en el garaje. Di unas patadas en el suelo para que volviera a circular la sangre. Maxim encendió un cigarrillo. Hacía fresco. Un viento frío entraba a bocanadas por la abierta puerta del garaje y hacía temblar el techo de metal rizado. Me abroché el abrigo, pues estaba tiritando.

—Hace fresco esta noche —dijo el del garaje, mientras hacía funcionar la bomba de la gasolina—. Ha cambiado el tiempo esta tarde. Ya se ha acabado el calor. Pronto empezaremos a pensar en encender las chimeneas otra vez.

—En Londres hacía mucho calor —le dije.

—¿Sí? Es que Londres pasa de un extremo a otro. Cuando empieza el mal tiempo, los primeros que nos enteramos somos los que vivimos por aquí. Antes de que amanezca estará soplando de firme el viento en la costa.

Su mujer nos trajo el té. Sabía a madera amarga, pero estaba caliente, y lo bebí con avidez agradecida. Maxim estaba mirando el reloj.

—Deberíamos marcharnos. Son las doce menos diez.

Salí, sin ganas, del abrigo del garaje. Una bocanada de aire frío me dio en la cara. Una estrella fugaz cruzó el cielo. Vi algunas nubes.

—Sí —dijo el hombre—. Ya se ha acabado el verano.

Subimos de nuevo al coche y una vez más me arropé con la manta. El coche echó a andar y cerré los ojos.

El cojo y su organillo. Las rosas de Picardía sonaba dentro de la cabeza. Frith y Robert entraban en la biblioteca trayéndome la merienda. La mujer del guarda me saludaba bruscamente con la cabeza y llamaba a su hijo para que entrara en la casa. Sobre la chimenea de la casita de la playa había unos barquitos cubiertos de polvo. Las telarañas colgaban de los pequeños mástiles como velas fantásticas. Oí el tamborileo de la lluvia sobre el tejado… Quise huir hacia el Valle Feliz y no lo encontré. Árboles, nada más que árboles, oscuros, negros. Gritó una lechuza. La luna se reflejó un momento sobre los cristales de Manderley… El jardín estaba lleno de ortigas monstruosas, de tres metros… de seis metros.

—¡Maxim! —grité.

—¿Qué te ocurre? Aquí me tienes.

—He soñado, Maxim. He tenido un sueño.

—¿Qué has soñado?

—No lo sé.

Y volví a hundirme en profundidades inquietas y alborotadas. Ahora estaba escribiendo cartas en el gabinete, enviando invitaciones que yo misma escribía con una pluma negra y gruesa. Pero cuando fui a leer lo que había escrito, no vi mi letra cuadrada, pequeña, sino otra, grande, rasgada, picuda, de firmes trazos… Aparté las invitaciones violentamente, escondiéndolas debajo de la carpeta. Me levanté y fui hacia el espejo. Una cara que no era la mía me miraba desde detrás del cristal: una cara pálida, perfecta, dentro de un marco negro de pelo exuberante. Se estrecharon los ojos y me sonrió. Los labios se abrieron. Luego, sin dejar de mirarme, la cara se echó a reír. Entonces me di cuenta de que estaba sentada delante de mi tocador y que Maxim le cepillaba el pelo con fuerza. Luego cogió el pelo con las manos, y lo retorció hasta convertirlo en una cuerda larga y gruesa. Se retorcía como una serpiente. Maxim la cogió con las dos manos, sonriendo a Rebeca, y se la puso en torno al cuello.

—¡No! —grité—. ¡¡No, no!! ¡Nos tenemos que ir a Suiza! ¡Julyan nos dijo que a Suiza!

La mano de Maxim, acariciándome la cara, me despertó.

—¿Qué te pasa?

Me incorporé, quitándome el pelo de los ojos.

—No puedo dormir. Es inútil.

—Has estado durmiendo dos horas. Son las dos y cuarto. Ya estamos cerca de seis kilómetros al otro lado de Lanyon.

Hacía mucho frío, y me estremecí en la oscuridad del coche.

—Voy a sentarme a tu lado. Llegaremos a las tres.

Salté al asiento delantero, por encima del respaldo, y me puse a mirar por el parabrisas. Puse mi mano en su rodilla. Estaba tiritando.

—Te has quedado helada.

—Sí.

Las cuestas se alzaban ante nosotros, para luego hundirse hacia abajo y volver a empinarse después. Estaba muy oscuro. No se veían ya las estrellas.

—¿Qué hora has dicho que era?

—Son las dos y veinte —me contestó.

—¡Qué raro! Parece enteramente como si estuviera empezando a amanecer por encima de las lomas.

—Por allí no puede ser. Estás mirando hacia el oeste.

—Ya, ya. Pero es raro, ¿no?

No me contestó y seguí contemplando el cielo. La claridad parecía ir en aumento, semejante a los primeros albores del amanecer. Poco a poco aquella extraña luz se iba extendiendo por el cielo.

—Oye —le dije—, la aurora boreal… no se ve en verano, ¿verdad?

—Eso no es la aurora boreal. Eso es Manderley.

Le miré, y vi su cara y la expresión de los ojos.

—¿Qué es, Maxim? ¿Qué pasa?

Aceleró, apretando el pedal hasta el fondo. Coronamos la cuesta, y vimos a Lanyon a nuestros pies. A nuestra izquierda brillaba la cinta plateada del río, ensanchándose más y más según se acercaba a la ría de Kerrith. La carretera de Manderley se perdía a lo lejos. No había luna. Encima de nuestras cabezas el cielo estaba negro como la tinta. Pero hacia el horizonte aparecía iluminado por una viva luz roja, como salpicado de sangre. El viento salobre del mar venía lleno de cenizas…