Capítulo 26

CUANDO me desperté a la mañana siguiente, poco después de las seis, me asomé a la ventana y vi la hierba cubierta por un manto de rocío. Una blanca neblina envolvía los árboles. El aire estaba frío y la brisa, alegre y juguetona, venía perfumada con la esencia del otoño.

Me arrodillé junto a la ventana, contemplando la rosaleda, donde las rosas pendían de sus tallos, pardos y ajados sus pétalos por la lluvia de la noche anterior, y todo lo ocurrido el día antes se me antojó lejano y ficticio. Despertaba en Manderley un nuevo día, y a los habitantes del jardín no les importaban nuestras preocupaciones. Un mirlo cruzó la rosaleda hacia la pradera, con una serie de rápidas carreras, parando de trecho en trecho para clavar con fuerza en la tierra su pico amarillento. Pasó presuroso un jilguero, camino de sus quehaceres; dos aguzanieves gordezuelas, caminaban con paso mesurado la una detrás de la otra. Bandadas de gorriones alborotaban ruidosos la paz matutina. Una gaviota quedó suspendida en el cielo, solitaria y callada; de súbito, extendió las alas y trazó en el aire un arco fugaz, desapareciendo más allá del Valle Feliz. Todo seguía su curso, sin que nuestra angustia y temor tuvieran el poder de alterarlo. Pronto comenzarían los jardineros su trabajo, barriendo las primeras hojas caídas sobre el césped, y alisando con sus largos rastrillos la gravilla del camino. En el patio, a la espalda de la casa, empezó a oírse el ruido metálico de los cubos de limpieza, el de la manguera regando el coche polvoriento, y la charla de la joven fregona con los hombres del patio, a través de la puerta. Mientras de la cocina sale el olor caliente y quebradizo de las lonchas de tocino, las criadas despiertan la casa, abriendo las ventanas y descorriendo las cortinas.

Salen los perros arrastrándose de sus cestos, bostezando, estirándose, para ir luego a la terraza y guiñar ante los luminosos esfuerzos del sol, aún pálido, por atravesar los celajes de la niebla. Robert pondrá la mesa para el desayuno, trayendo los bollos recién hechos, calentitos, la fuente de huevos, los cristalinos tarros de miel y mermelada, el frutero de los melocotones y un racimo de uvas rojas, aún lozanas y tersas, calientes del invernadero.

Las criadas se afanarán en la limpieza del gabinete y del salón, mientras entra por las ventanas abiertas el aire puro y fresco. De las chimeneas salen rizados tirabuzones de humo y árboles y lomas y plantas van tomando forma, mientras el mar, al otro lado del valle, refleja los rayos del sol, y el faro se yergue airoso espigado sobre la cumbre del promontorio.

Manderley, apacible, callado, gracioso. No importaba que quien viviera entre sus muros penara y sufriera y derramara lágrimas amargas; no importaba que entre ellos naciera el dolor; la paz de Manderley no podía alterarse ni ser destruida su belleza. Morirían las flores, pero para brotar de nuevo al año siguiente; los mismos pájaros construirían allí sus nidos y los mismos árboles florecerían. El mismo perfume añejo del musgo humilde embalsamaría el aire; llegarían los grillos y las abejas; las garzas volverían a hacer sus nidos en los bosques oscuros y silenciosos. Bailarían las mariposas sus danzas alocadas a través de las praderas y las arañas tejerían sus hebras de niebla, mientras algunos gazapillos, que no deberían haberse alejado tanto, asomarían sus caritas por entre los espesos setos. Florecerían las lilas y la madreselva, y los blancos botones de las magnolias se abrirían apretados debajo de las ventanas del comedor. Nada ni nadie podría cambiar Manderley, que, como encantado, permanecería siempre en su hondonada, guardado por los bosques, tranquilo, imperturbable; igual que las olas continuarían yendo y viniendo, rompiendo sin cesar entre los guijarros de la ensenada.

Maxim aún dormía y no quise despertarle, pues le esperaba un día cansado y largo, corriendo hacia Londres por las carreteras flanqueadas de postes de telégrafo, hasta llegar a las populosas afueras londinenses. No sabíamos qué nos esperaba al final de nuestro viaje. El futuro era una incógnita. Allá, al norte de Londres, vivía un tal Baker que jamás había oído hablar de nosotros, y, sin embargo, nuestras vidas estaban en su mano. Pronto se levantaría también él, y, bostezando, desperezándose, empezaría un día nuevo para él. Me levanté, fui al cuarto de baño y abrí el grifo de la bañera. Al hacerlo me di cuenta de que, como Robert la noche antes cuando estaba arreglando la biblioteca, siempre había hecho estas cosas sin pensar, mecánicamente; pero aquella mañana hasta las cosas más nimias las hice conscientemente, fijándome en lo que hacía. Eché la esponja en el agua, extendí la toalla en la silla, después de cogerla del toallero caliente, y cuando me metí en el agua dejé que ésta me cubriera, acariciándome el cuerpo. Cada momento era una cosa preciosa que encerraba la esencia de lo absoluto. Cuando volví a la alcoba y comencé a vestirme oí unas pisadas que se acercaban cautelosamente. Llegaron ante nuestra puerta, y la llave se descorrió sin ruido. Hubo un silencio, luego roto por las pisadas que se retiraban. Era la señora Danvers.

No lo había olvidado. La noche antes, cuando subimos de la biblioteca, habíamos oído el mismo ruido. No había llamado a la puerta ni había hecho nada que indicara su presencia; únicamente aquellas silenciosas pisadas y la llave que daba la vuelta en la cerradura. Esto me hizo volver en mí y prepararme para soportar con entereza el ajetreo que depararía el nuevo día.

Terminé de vestirme y preparé el baño para Maxim. Al poco rato llegó Clarice con el té y desperté a Maxim. Al principio me miró con los ojos extrañados de un niño sorprendido, pero luego me tendió los brazos. Tomamos el té, se levantó y se fue a bañarse, mientras yo comenzaba a hacer metódicamente la maleta. Pudiera ocurrir que tuviéramos que quedarnos en Londres.

Guardé los cepillos, regalo de Maxim, mi camisón, una bata y las zapatillas, otro traje y un par de zapatos. Cuando saqué mi maletín del armario no lo reconocí. ¡Hacía tantos siglos que no lo usaba! ¡Hacía… cuatro meses! Aún conservaba el garabato hecho con tiza en la aduana de Calais. En uno de los bolsillos encontré un billete para un concierto del casino de Montecarlo. Hice una bolita con él y lo tiré al cesto de los papeles. Igual hubiera podido ser un recuerdo de otras épocas, de otro mundo. Pronto mi alcoba comenzó a tomar ese aspecto peculiar de los cuartos abandonados por su dueño. El tocador parecía aburrido sin los cepillos. Tirado en el suelo había un trozo de papel de seda, junto a una etiqueta usada. Las camas en que habíamos dormido se habían quedado tremendamente vacías. Unas toallas arrugadas estaban caídas en el suelo del cuarto de baño. Las puertas del armario bostezaban abiertas. Me puse el sombrero, para no tener que volver a subir, y cogí el monedero, los guantes y el maletín. Eché una mirada, tratando de descubrir si se me olvidaba algo. La niebla se había disipado, y el sol, ya vencedor, una vez más trazó sus dibujos sobre la alfombra. Ya estaba a mitad del pasillo, cuando sentí que no tenía más remedio que volver al cuarto, para mirarlo otra vez. Volví, y sin motivo alguno estuve en la puerta, contemplando el boquiabierto armario, las camas y la bandeja con el servicio del té. Todo lo miré, concentrándome sobre lo que veía, tratando de grabarlo para siempre en mi memoria, pensando de dónde sacarían aquellos objetos inanimados fuerzas para llegar hasta mi corazón, para entristecerme, como si fueran niños que no quisieran mi marcha.

Al fin, di media vuelta y bajé al comedor para desayunar. Hacía frío, el sol aún no daba en el comedor y agradecí el café hirviente y amargo y el beicon, tan reconfortante. Comíamos en silencio. Maxim miraba el reloj de cuando en cuando. Robert bajó las maletas y las dejó en el vestíbulo, junto con la manta del coche. Al poco rato sonó el ruido del automóvil que llegaba a la puerta.

Salí a la terraza. La lluvia había limpiado la atmósfera y el césped despedía un perfume fresco y dulzón. Cuando el sol estuviera más alto, quedaría un día encantador. Pensé que hubiéramos podido ir a dar un paseo por el Valle Feliz antes de comer, y luego habernos sentado, a la sombra del castaño con libros y revistas. Cerré un segundo los ojos sintiendo el calor del sol sobre manos y cara.

Maxim me estaba llamando desde el vestíbulo, y volví a entrar. Frith me ayudó a ponerme el abrigo. En esto sonó otro coche. Era Frank.

—El coronel está esperando a la entrada. Le pareció que no valía la pena llegar hasta la casa.

—Está bien —dijo Maxim.

—Yo estaré todo el día en la oficina, esperando a que telefoneéis. Cuando hayáis visto a Baker, tal vez me necesitéis en Londres.

—Sí. Bien pudiera ocurrir.

—Son las nueve. Tenéis tiempo. Va a hacer un día muy bueno para la carretera.

—Sí.

—No se canse usted demasiado —me dijo—. Son muchas horas de automóvil.

—Estaré bien.

Vi entonces a Jasper, que estaba junto a mí, gachas las orejas y mirándome con aire triste y acusador.

—Frank, llévese a Jasper a la oficina. El pobre se queda muy triste.

—Bueno. No se apure.

—Vámonos —dijo Maxim—. Julyan ya debe de estar impacientado. Adiós, Frank.

Subí al asiento delantero, al lado de Maxim, y Frank cerró la puerta de golpe.

—Maxim —dijo—, telefonéame.

—Descuida.

Miré hacia la casa. Frith estaba en lo alto de la escalinata, Robert un poco más atrás. Se me llenaron de lágrimas los ojos, y para que nadie lo viera hice como que se me caía el bolso al suelo y me incliné hacia delante. Arrancó suavemente el motor, y cuando tomamos la primera curva dejamos de ver la casa.

En la entrada nos paramos y recogimos al coronel, que subió detrás. Se extrañó cuando me vio y dijo:

—No debía usted haber venido. El día va a resultar muy cansado. Ya hubiera cuidado yo de su marido.

—He preferido venir.

No volvió a aludir al asunto. Se arrellanó en un rincón del coche y dijo:

—Menos mal que va a hacernos un día magnífico. Ese tipo, Favell, dijo que nos aguardaría en el cruce. Si no está, no le espere usted, De Winter; iremos mucho más a gusto sin él. Ojalá se haya dormido.

Cuando llegamos al cruce, vi enseguida la carrocería abierta y el verde chillón de su coche y se me acongojó el corazón. Tenía la esperanza de que se hubiera retrasado. Allí estaba, sentado al volante, sin sombrero y con un cigarrillo en la boca. Cuando nos vio, sonrió e hizo señas con la mano para que siguiéramos. Me acomodé para el viaje, con una mano descansando sobre la rodilla de Maxim. Pasaron las horas e íbamos dejando atrás el camino. Miraba la carretera y se apoderó de mí una especie de somnolencia. El coronel, en el asiento trasero, iba dando cabezadas de cuando en cuando. Si volvía la cabeza le veía con la boca abierta y los ojos cerrados. El coche verde no se separaba de nosotros. Algunas veces nos pasaba como una centella y otras nos seguía a alguna distancia, pero ni un momento nos perdió de vista. A la una paramos para comer en uno de esos hoteles anticuados que hay siempre en la calle principal de las ciudades de provincias. El coronel se las arregló para abrirse camino a lo largo de toda la carta, empezando con sopa y pescado, y atacando luego el asado y el budín de Yorkshire. Maxim y yo solamente tomamos fiambre y café.

Temí que Favell tratara de sentarse a nuestra mesa, pero cuando salimos vi su coche a la puerta de un café enfrente del hotel. Supongo que nos vería salir, pues a los tres minutos ya estaba otra vez su coche pegado al nuestro.

Llegamos a las afueras de Londres cerca de las tres de la tarde. Fue entonces cuando noté por primera vez que estaba cansada, y el ruido y el movimiento de coches me marcaban. Hacía calor en Londres. Las calles presentaban el aspecto hollado y polvoriento de agosto, y las hojas de los árboles pendían exánimes de las ramas mortecinas. La tormenta que descargó en Manderley debió de ser puramente local, pues en Londres no había llovido.

Las mujeres iban por la calle vestidas de algodón y los hombres no llevaban sombrero. Olía a papel viejo, a cáscaras de naranja, a pies y a rastrojos quemados. Los autobuses avanzaban pesadamente y los taxis se arrastraban. Se me pegaron al cuerpo la falda y la chaqueta, mientras que las medias parecían estar llenas de pinchitos.

El coronel se incorporó en su asiento, y mirando por la ventana dijo:

—Aquí no ha llovido.

—No —dijo Maxim.

—Y, a juzgar por las apariencias, buena falta hace.

—Sí.

—No hemos conseguido despegarnos de Favell. Sigue ahí detrás.

—Ya, ya.

La zona comercial de las afueras estaba abarrotada de gente. Mujeres cansadas, empujando cochecitos de niños llorones, miraban los escaparates. Se oían los pregones de los vendedores ambulantes y los golfillos pasaban encaramados en las traseras de los camiones. Hasta el mismo aire parecía irritado, cansado y exhausto.

El camino a través de Londres se hacía interminable, y cuando, más allá de Hampstead, dejamos atrás el bullicio, yo tenía la cabeza aturdida y me ardían los ojos.

¿Estaría Maxim muy cansado? Estaba pálido y ojeroso, pero continuaba en silencio. El coronel Julyan bostezaba con regularidad en el asiento trasero. Primero abría la boca mucho y bostezaba ruidosamente, y acto seguido exhalaba un hondo suspiro. Esto lo hacía cada pocos minutos. No sé por qué, comenzó a invadirme una irritación estúpida, y tuve que esforzarme para no volver la cabeza y pedirle a voces que dejara de hacerlo.

Cuando pasamos Hampstead, sacó del bolsillo un mapa de amplia escala y empezó a dar instrucciones a Maxim para llegar a Barnet. No es que existiera la más mínima dificultad para encontrar el camino, claramente marcado por postes indicadores; pero, a pesar de eso, el coronel nos decía lo que debíamos hacer al llegar a cada esquina. Si Maxim demostraba la más ligera duda, el coronel inmediatamente sacaba la cabeza por la ventanilla y preguntaba al primer transeúnte.

Cuando llegamos a Barnet nos hizo parar cada pocos minutos.

—¿Puede usted decirme dónde está una casa llamada La Rosaleda? Es de un tal doctor Baker, que se ha retirado y ha venido a esta vecindad hace poco.

Y el hombre se quedaba pensando un rato, dando muestras evidentes de no saberlo.

—¿Doctor Baker…, Baker? No, no conozco a ningún Baker Ahí, cerca de la iglesia, había antes una casita que se llamaba Los Rosales; pero allí vivía la señora de Wilson.

—No, no. La que buscamos se llama La Rosaleda y es de un tal doctor Baker.

Y con esto continuábamos unos cuantos metros hasta que el buen coronel nos hacía parar delante de una niñera, a quien preguntaba:

—¿Puede usted decirnos dónde hay una casa llamada La Rosaleda?

—No. Lo siento. Llevo aquí poco tiempo.

—¿No ha oído usted hablar del doctor Baker?

—No. Yo conozco al doctor Davidson.

Miré rápidamente a Maxim. Parecía estar rendido. Tenía la boca apretada en un gesto decidido. El coche verde de Favell continuaba detrás de nosotros, cubierto de polvo.

Fue un cartero quien, al fin, nos indicó una casa rectangular y cubierta de yedra, sin nombre, ante la que ya habíamos pasado dos veces. Busqué mi bolso automáticamente y me empolvé con un pico de la borlita. Maxim paró el coche junto a la entrada, sin meterlo en el jardincito. Permanecimos sentados unos minutos en silencio, hasta que el coronel dijo:

—Bueno, ya hemos llegado. Son exactamente las cinco y doce minutos. Les pillaremos en medio del té. Será mejor esperar un poco.

Maxim encendió un cigarrillo y me tendió una mano en silencio. En el asiento trasero el coronel doblaba cuidadosamente su dichoso mapa.

—Hubiéramos podido venir rodeando Londres, ahorrándonos unos cuarenta minutos. Durante los primeros trescientos kilómetros hemos traído una media muy buena. Pero desde Chiswick hemos venido despacio.

Un recadero pasó silbando en su bicicleta. Un autobús paró en la esquina y bajaron dos mujeres. El reloj de una iglesia cercana dio el cuarto. Detrás de nosotros, Favell, sentado en su coche, fumaba un cigarrillo. Me sentía vacía de sentimientos. Estaba tan cansada que me encontraba incapaz de hablar. Sentada en el coche no podía sino observar detalles insignificantes de cuanto nos rodeaba. Las dos mujeres del autobús que empezaban a andar calle arriba; el recadero desaparecía en su bicicleta al doblar una esquina. Un gorrión se posaba en mitad de la calle y comenzó a picotear el estiércol.

—Este bueno de Baker no parece entender gran cosa de jardinería. Miren esos setos que caen sobre la pared. Necesitan una poda urgentemente —terminó de doblar el mapa y se lo metió en el bolsillo—. ¡Vaya un gusto venirse a vivir aquí! Pegado a la carretera y dominado por todas las demás casas. Esto puede que estuviera bien antes de que se edificara tanto. Claro que supongo que tendrá cerca un buen campo de golf.

Calló unos momentos para abrir luego la portezuela y bajar.

—Bueno, De Winter, ¿qué le parece?

—Vamos —dijo Maxim.

Bajamos del coche y Favell vino a nuestro encuentro.

—¿Qué estamos esperando? ¿Hay mieditis? —dijo.

Nadie le contestó. Echamos a andar por el camino enarenado que conducía a la puerta de la casa, formando un grupo bien extraño. Al otro lado de la casa vi un campo de tenis, y pudimos oír el ruido de las pelotas. Sonó una voz de muchacha que decía: «No, hombre, no; son cuarenta-quince, y no treinta iguales. ¿No te acuerdas que has echado una fuera?».

—Parece que ya han terminado de tomar el té —dijo el coronel.

Se quedó mirando un momento a Maxim, como dudando, y luego llamó al timbre, que sonó muy lejos, dentro de la casa. Tuvimos que esperar un buen rato hasta que una criadita muy joven nos abrió la puerta, poniendo cara de asombro al ver tanta gente.

—¿El doctor Baker? —preguntó el coronel.

—Sí, señor. Hagan el favor de pasar.

Según entramos, abrió una puerta a la izquierda del recibidor. Supuse que sería la sala, poco usada en verano. Colgado de la pared había un retrato de una mujer vestida muy sencillamente, de negro. Quizá la mujer del médico. Las fundas de cretona de las sillas y el sofá eran nuevas y brillantes. En la repisa de la chimenea sonreían las fotografías de dos colegiales, de cara redonda. En una esquina del cuarto, junto a la ventana, había un enorme aparato de radio, del que salían algunos alambres y pedazos de antena. Favell examinaba el retrato de la pared. Julyan se quedó en pie delante de la apagada chimenea. Maxim y yo nos pusimos a mirar por la ventana. Debajo de un árbol se veía una tumbona y la nuca de la mujer en ella sentada. El campo de tenis debía de estar a la vuelta de la casa. Llegaban hasta nosotros las voces de los chicos. En medio de un caminito se estaba rascando un terrier escocés, ya muy viejo. Aún tuvimos que aguardar otros cinco minutos. Me pareció que estaba viviendo en lugar de otra persona, y que el motivo de mi presencia en aquella casa era pedir una limosna para algún fin benéfico. Nunca había experimentado una sensación parecida. No sentía nada.

Se abrió la puerta del cuarto y entró un hombre de estatura corriente, cara alargada y barbilla puntiaguda. El pelo rojizo le blanqueaba ya en algunos sitios. Vestía pantalón de franela blanco y una chaqueta azul oscuro.

—Perdonen que los haya hecho esperar —dijo, tan sorprendido como la criada de ver tanta gente—. He tenido que subir para lavarme un poco, pues cuando han llamado ustedes a la puerta estaba jugando al tenis. ¿No se sientan? —dijo, dirigiéndose a mí.

Me senté en la silla que estaba más cerca y esperé.

—Doctor —dijo el coronel—, tiene que parecerle poco normal esta inesperada invasión, y le ruego sinceramente que la perdone. Me llamo Julyan. Permítame que presente a los demás: el señor de Winter, la señora de Winter y el señor Favell. Quizá haya leído usted recientemente el nombre del señor de Winter en los periódicos.

—¡Ah!, ¡sí! Algo me suena. Algo sobre una cuestión judicial, ¿no? Mi mujer me ha contado no sé qué sobre el juicio.

—El jurado dio un veredicto de suicidio —dijo Favell adelantándose— y yo sostengo que eso es una estupidez. La difunta era prima mía y yo la conocía perfectamente. Era incapaz de suicidarse, y, además, no tenía motivo alguno para hacerlo. Lo que queremos saber es a qué diablos vino a verle a usted el día de su muerte.

—Más vale que nos dejes hablar al coronel Julyan y a mí —dijo Maxim con voz tranquila—. El doctor no tiene la más remota idea de lo que estás diciendo.

Se volvió entonces hacia el médico, que rodeado por nosotros, ligeramente fruncido el entrecejo y con su amable sonrisa de los primeros momentos congelada en los labios, escuchaba en silencio.

—El primo de mi difunta mujer no está satisfecho con el fallo del jurado, y hemos venido a verle a usted porque hemos encontrado su nombre y el número de teléfono de su antigua consulta apuntados en la agenda de mi mujer. Parece ser que, a las dos de la tarde del último día que pasó en Londres, tenía una cita con usted, a la cual acudió. ¿Le sería posible comprobarlo?

El médico estaba escuchando con gran interés, pero cuando Maxim terminó de hablar, sacudió la cabeza y dijo:

—Lo siento infinito, pero creo que se han equivocado ustedes. El apellido «De Winter» no se me hubiera olvidado. Nunca he asistido a un cliente de ese nombre.

Sacó entonces el coronel la página que había arrancado de la agenda de Rebeca y la mostró al médico.

—Mire, aquí lo tiene escrito: «Baker, a las dos». Y esta cruz indica que acudió a la cita. Y aquí tiene el número del teléfono: Museum, 0488.

El médico miró fijamente el pedazo de papel.

—Es raro, muy raro. Sí, el número del teléfono era el mío en esa época.

—¿Cree usted que pudo visitarle con nombre supuesto? —preguntó el coronel.

—Es posible. Sí; puede que hiciera eso, aunque no es corriente, y yo nunca lo he tolerado a sabiendas. Va en desdoro de la profesión permitir a la gente que crea que se nos puede tratar así.

—¿Tendría usted registrada esta visita en su fichero, doctor? —preguntó el coronel—. Ya sé que la pregunta va contra toda costumbre profesional, pero lo pregunto porque las circunstancias son extraordinarias. Tenemos el presentimiento que esta visita a usted está ligada con el caso y que podría explicar el subsecuente… suicidio.

—Asesinato —dijo Favell.

El médico miro a Maxim interrogativamente.

—No tenía idea de que se trataba de una cosa así. Naturalmente —añadió en voz baja— que haré cuanto en mi mano esté para ayudarles. Si me disculpan unos minutos, voy a consultar mi fichero. Allí están consignadas todas las visitas y la descripción de cada caso. Cojan un cigarrillo si lo desean. Supongo que es todavía demasiado temprano para ofrecerles un vaso de jerez.

Julyan y Maxim negaron con la cabeza. Favell pareció que iba a decir algo, pero cuando empezó a hablar el médico ya había salido del cuarto.

—¡Ya podía habernos ofrecido un vaso de whisky! —dijo Favell entonces—. Seguramente lo tendrá guardado bajo llave. A mí no me ha hecho buena impresión este tipo, no creo que su ayuda nos vaya a servir de gran cosa.

Maxim no dijo nada. Una vez más, escuchamos el ruido de la pelota de tenis. El terrier escocés estaba ladrando, y una voz de mujer le mandó callar. Vacaciones de verano. Baker jugando con sus chicos. Habíamos ido a interrumpirle. Un reloj de oro, de agudo tictac, medía los segundos ruidosamente desde la repisa de la chimenea, encerrado en una cajita de cristal. Apoyada contra él, vi una postal del lago de Ginebra. Supuse que los Baker tenían amigos en Suiza.

Volvió el doctor trayendo un libro grande y un fichero, que dejó sobre la mesa.

—He traído todos estos datos del año pasado. No los he mirado desde que nos mudamos a esta casa. Hace sólo seis meses que me he retirado —abrió el libro y comenzó a volver las páginas. Yo le miraba aterrada; era cuestión de segundos—. El siete, el ocho, el diez… —murmuró—. No, aquí no hay nada. ¿Han dicho el día 12? ¿A las dos? ¡Ah!

Todos estábamos inmóviles mirándole a la cara.

—El día doce, a las dos, vi profesionalmente a una señora Danvers.

—¿Danny? —dijo Favell, pero Maxim le interrumpió.

—Doctor, le dijo a usted un nombre falso. Me lo había figurado desde el primer momento. ¿Se acuerda usted ahora de la visita?

Pero el médico ya estaba consultando el fichero. Vi cómo metía el dedo en la separación marcada con una D. Encontró lo que buscaba casi inmediatamente, y se puso a leer una ficha, probablemente escrita por él mismo.

—Sí —dijo—; me acuerdo perfectamente de esta cliente.

—Alta, delgada, muy bonita —dijo el coronel.

—Sí —asintió el médico—. Sí.

Continuó leyendo la ficha y luego se dirigió a Maxim:

—Comprenderá usted que esto va en contra de las normas profesionales. Tratamos a los enfermos con igual discreción que un confesor. Pero ya que su mujer ha fallecido, y como las circunstancias son extraordinarias… Lo que ustedes quieren saber es si la difunta tenía algún motivo para suicidarse. Creo que puedo decirles lo que desean saber. La mujer que vino a mí con el nombre de señora Danvers, estaba… gravemente enferma.

Hizo una pausa y se quedó mirándonos.

—La recuerdo perfectamente —dijo, y volvió a consultar su archivo—. La vi por primera vez siete días antes de la fecha que han citado ustedes. Se quejaba de determinados síntomas y en vista de eso le hice algunas radiografías. La segunda visita fue para conocer el resultado del examen radiográfico. No tengo aquí las radiografías, pero sí están anotados en esta ficha los resultados. Recuerdo perfectamente que se quedó en pie en medio de mi consultorio y alargó la mano hacia las radiografías diciéndome: «Quiero que me diga la verdad, no quiero ni palabras suaves ni consuelos de médicos de cabecera. Si tengo algo grave, me lo puede decir sin rodeos».

Hizo una pausa y volvió a consultar sus tarjetas.

Aquellas pausas me mataban. ¿Por qué no terminaría de una vez, para que nos pudiéramos marchar, en lugar de tenernos allí sentados mirándole?

—Como me pidió que le dijera la verdad…, se la dije. Es preferible ser franco con algunos pacientes. Los rodeos son, a veces, contraproducentes. Aquella señora Danvers, o De Winter, no me pareció ser de las que aceptan mentiras. Usted lo sabrá mejor que yo. Oyó la verdad sin inmutarse, y lo único que me dijo fue que ya hacía tiempo que lo sospechaba. Me pagó mis honorarios y se fue. No la vi nunca más.

Cerró la caja del fichero de golpe y luego el libro.

—Aún no habían comenzado los dolores fuertes, pero el cáncer estaba ya muy avanzado, y pasados tres o cuatro meses únicamente hubiera podido aguantar el dolor a base de morfina. De nada hubiera servido operar. Y se lo dije. El mal estaba ya demasiado arraigado. No; en casos como aquél lo único que se puede hacer es administrar morfina y esperar el desenlace.

Nadie habló. El relojito de la chimenea continuaba su tictac y los chicos seguían jugando al tenis en el jardín. Un aeroplano pasó por encima de la casa, zumbando ruidoso.

—Su aspecto era el de una mujer perfectamente sana —continuó el médico—. Tal vez un poco demasiado delgada. Y pálida; pero como, desgraciadamente, eso está de moda…, no se puede juzgar la salud tan sólo por eso. Como les digo, los dolores hubieran ido aumentando semana tras semana y a los cuatro o cinco meses hubiera tenido que vivir bajo el efecto de grandes dosis de morfina. Las radiografías también indicaban que existía una ligera malformación del útero, que la hacía incapaz de tener un hijo; pero esto nada tenía que ver con la enfermedad.

Recuerdo vagamente que, al llegar aquí, el coronel Julyan dijo algo, dando las gracias al médico por haberse tomado tantas molestias.

—Nos ha dicho usted exactamente lo que queríamos averiguar, y si le fuera posible darnos una copia de sus anotaciones…

—Sí, sí, desde luego.

Nos pusimos todos de pie. Le di la mano al médico. Todos me imitaron. Luego salimos detrás de él al recibidor. Una mujer asomó la cabeza por la puerta de enfrente, pero cuando nos vio se escondió rápidamente. Arriba se llenaba un baño, y el agua, al caer, hacía un gran ruido. El perro del jardín entró y empezó a olerme los talones.

—¿Quiere que le mande el informe a usted o al señor de Winter? —preguntó el médico.

—Puede que lo necesitemos. Lo más probable es que no nos haga falta. Pero, ya sea de Winter o yo, uno de los dos le escribiremos. Permítame, mi tarjeta.

—Me alegro mucho de haberles podido ser de utilidad. Créame que jamás se me había ocurrido pensar que su mujer fuera la señora Danvers que yo examiné.

—Naturalmente —dijo Julyan.

—¿Van ustedes a volver a Londres?

—Sí, supongo que sí.

—Pues entonces lo mejor que pueden hacer es torcer a la izquierda, pasado aquel buzón de correos, y, luego, al llegar a la iglesia, a la derecha. Desde allí ya es todo derecho.

—Muchas gracias; adiós.

Salimos al camino del jardín y nos dirigimos hacia los coches. El médico entró en casa al perro, y oí la puerta que se cerraba. En la esquina de la calle, un hombre cojo comenzó a tocar en un organillo Las rosas de Picardía.