Capítulo 25

FUE entonces cuando Maxim me miró. Era la primera vez que lo hacía en toda la noche, y pude leer en sus ojos un mensaje de despedida. Era como si estuviese él asomado a la borda de un barco y yo, abajo, en el muelle, diciéndole adiós. Otras personas junto a él y junto a mí se apretujarían contra nosotros, pero nosotros no las veríamos. No nos hablaríamos ni llamaríamos, pues el viento y la distancia apagarían nuestras voces. Pero antes de que el barco desatracara del muelle, los dos nos miraríamos a los ojos. Favell, la señora Danvers, el coronel Julyan y Frank con el pedacito de papel en la mano, todos estaban olvidados en aquel momento, que era nuestro, inviolable, una fracción de tiempo suspendida entre dos segundos. Se volvió entonces, y, alargando la mano a Frank, dijo:

—Enhorabuena. ¿Qué dirección es?

—Cerca de Barnet, al norte de Londres —respondió Frank, dándole el papel—; pero no tiene teléfono, de manera que no le podemos llamar.

—De todos modos —dijo el coronel—, entre usted y la señora Danvers han hecho mucho. ¿No puede usted ahora decirnos algo sobre el asunto?

La señora Danvers negó con la cabeza.

—La señora no iba nunca al médico. Los despreciaba, como todos los que tienen salud. El único que la vio una vez fue el doctor Phillips, de Kerrith, cuando se dislocó una muñeca. Nunca le oí hablar de ese doctor Baker.

—¿Qué se apuestan ustedes a que es un especialista de belleza? —dijo Favell—. ¿Y qué demonio importa quién sea o deje de ser? Si el asunto tuviera importancia Danny lo sabría. Ya verán como se trata de un farsante que ha inventado un nuevo procedimiento de teñir el pelo o de blanquear la piel. Probablemente el peluquero le hablaría de él por la mañana y Rebeca iría a verle por curiosidad.

—No —dijo Frank—; en eso se equivoca. El portero me ha dicho que es un especialista muy conocido, un ginecólogo.

—¡Ah! —exclamó el coronel, tirándose del bigote—. Todavía va a resultar que le pasaba algo. Lo extraño es que no dijera una palabra a nadie. Ni siquiera a usted, señora Danvers.

—Estaba demasiado delgada —dijo Favell—. Ya se lo decía yo; pero no conseguí sino que se riera. Me contestó que le sentaba bien. Supongo que estaba en plan de adelgazar, como todas las mujeres. Puede que fuera a ver a ese Baker para que le pusiera un régimen.

—¿Cree usted que era ésa la razón, señora Danvers? —preguntó el coronel.

Negó ella con la cabeza lentamente. Parecía anonadada por la sorpresa que le había causado la existencia del tal Baker.

—No lo entiendo —dijo—. No comprendo qué quiere decir esto, Baker. El doctor Baker. ¿Por qué no me diría nada? ¿Por qué me lo ocultó? No tenía secretos conmigo.

—Quizá no quisiera preocuparla —dijo el coronel—. Sin duda tenía hora pedida al médico, le vio, y aquella noche le hubiera dicho a usted de qué se trataba.

—¿Y la nota del señorito Jack? —dijo ella de repente—. «Tengo algo que decirte. Tengo que verte». ¿Es que también se lo iba a decir a él?

—Es verdad —dijo Favell despacio—. Ya se nos olvidaba la nota —y sacándola del bolsillo, volvió a leer el final—: «Tengo que decirte una cosa, y quiero verte lo antes posible. REBECA».

—No cabe duda —dijo el coronel—. Me apostaría mil libras a que iba a comunicar a Favell el resultado de la visita al médico.

—Empiezo a creer que tiene usted razón —dijo Favell—. La nota y la cita parecen estar relacionadas. Pero lo que yo quisiera saber es qué demonios le ocurriría, qué problema tendría.

Tenían la explicación ante los ojos, proclamada a gritos por los detalles, pero no la veían. Allí estaban todos, preguntándose los unos a los otros, sin adivinar lo que era evidente. Yo no me atrevía a mirarlos, y ni moverme osaba, por miedo a descubrir el secreto. Maxim había vuelto, sin decir nada, a la ventana y miraba al jardín, callado, oscuro y tranquilo.

Ya había cesado de llover, pero continuaban cayendo gotas de las hojas chorreantes y de los canalones de encima de la ventana.

—No nos será difícil averiguarlo todo —dijo Frank—. Aquí tenemos la nueva dirección del médico. Le puedo escribir una carta y preguntarle si recuerda la visita de la señora de Winter el año pasado.

—No creo que hiciera caso de tal carta —opinó el coronel—. No olvide la ética profesional de los médicos. Los casos son siempre confidenciales. El único procedimiento de sacarle algo sería que De Winter fuera a verle personalmente y le explicara las circunstancias. ¿Qué le parece, De Winter?

Maxim se volvió y dijo:

—Estoy dispuesto a hacer cuanto le parezca a usted conveniente.

—¡Con tal de ganar tiempo…! —dijo Favell—. Son muchas las cosas que se pueden hacer en veinticuatro horas, ¿verdad? Se puede coger un tren…, o un barco…, o hasta un aeroplano.

Vi que la señora Danvers miró rápidamente a Favell, y luego a Maxim, y comprendí que no sabía nada de la acusación de Favell contra Maxim. Fue entonces cuando empezó a comprender. Lo vi en la expresión de su cara. Al principio fue de duda, luego de sorpresa y de odio mezclados, y, por último, de convicción. Una vez más sus manos largas y huesudas comenzaron a estrujar convulsivamente la tela de su vestido, mientras se humedecía los labios con la lengua. Tenía los ojos clavados en Maxim, sin dejar de mirarle ni un segundo. «Ya no importa —pensé—; ya el perjuicio está hecho. Ya puede pensar y decir lo que quiera. Más daño no puede hacernos». Maxim no se dio cuenta de sus miradas o, si las vio, no lo dio a entender. Estaba hablando con el coronel.

—¿Qué le parece? ¿Quiere usted que le telegrafíe a Baker que me espere, y que vaya mañana a esta dirección de Barnet?

—¿Cómo? ¿Solo? ¡Ni hablar! Solo no vas. Tengo derecho a negarme. Que te acompañe el inspector Welch y no tendré nada que oponer.

¡Si la señora Danvers dejara de mirar así a Maxim…!

También la había visto Frank, que la observaba con precaución y extrañeza. Una vez más le vi dirigir los ojos hacia el pedazo de papel en que había anotado la dirección del doctor Baker, para luego volver la mirada hacia Maxim. Creo que poco a poco, no sé por qué procedimiento, fue adivinando la verdad, pues palideció repentinamente y soltó el papel sobre la mesa.

—No creo que sea necesario mezclar en este asunto al inspector Welch… todavía —dijo el coronel, con voz más seca y dura que de ordinario. No me gustó el tono en que dijo «todavía». ¿Por qué había dicho eso? Siguió hablando—. Si yo voy con De Winter y no me separo de él en todo el camino, ¿quedaría usted satisfecho?

Miró Favell a Maxim y al coronel, con expresión odiosa y calculadora. Se veía en sus ojos azul claro una mirada de triunfo. Al fin, contestó:

—Sí. Supongo que sí. Pero, para mayor tranquilidad mía, ¿no le importa a usted que los acompañe yo?

—No —dijo el coronel—. Desgraciadamente, está usted en su derecho al pedirlo. Pero, si viene usted, yo tengo otro derecho: el de exigirle que no venga usted borracho.

—No se preocupe por eso —dijo Favell comenzando a sonreír—. Estaré tan sereno como el juez que dentro de tres meses condenará a Maxim. No sé por qué tengo el presentimiento de que este buen doctor Baker va a demostrar que tengo razón.

Nos miró a todos, uno por uno, y se echó a reír. Me parece que, por fin, también él había comprendido el motivo de que Rebeca fuera a ver al médico.

—Bien, ¿a qué hora salimos? —preguntó.

El coronel Julyan miró a Maxim.

—¿A qué hora puede estar usted listo?

—Cuando usted diga.

—¿A las nueve?

—A las nueve —dijo Maxim.

—Y, ¿cómo sabemos que no se va a escapar esta noche? —dijo Favell—. No tiene más que ir al garaje y sacar el coche.

—¿Le basta mi palabra? —preguntó Maxim al coronel.

Y, por primera vez, dudó éste. Le vi dirigir una mirada a Maxim, y vi que éste enrojecía. Luego dijo Maxim muy despacio:

—Señora Danvers, cuando la señora y yo nos acostemos esta noche, haga el favor de venir y cerrar con llave la puerta de nuestro cuarto por fuera. Mañana llámenos usted misma a las siete.

—Está bien, señor —dijo la señora Danvers, que aún continuaba con los ojos clavados en Maxim y agarrotadas las manos sobre el vestido.

—Perfectamente —dijo el coronel bruscamente—. Creo que no tenemos nada más que hablar esta noche. Mañana estaré aquí a las nueve en punto. ¿Tendrá usted sitio para mí en su coche?

—Sí —respondió Maxim.

—¿Y Favell nos seguirá con el suyo?

—Pegadito a la matrícula trasera —dijo Favell.

Se acercó el coronel a mí y me cogió una mano.

—Buenas noches. No es preciso que le diga lo que lamento todo esto, pues usted lo sabe. Si puede, haga que su marido se acueste temprano. Mañana le espera un día muy cansado.

Retuvo mi mano en la suya unos instantes, dio luego media vuelta y se fue. Es curioso, pero no pudo mirarme a los ojos; mantuvo la mirada sobre mi barbilla. Jack Favell llenaba su pitillera con los cigarrillos que había en una caja, sobre la mesita.

—Supongo que no va a invitarme nadie a cenar —dijo.

Nadie le respondió. Encendió uno de los cigarrillos y echó una bocanada de humo hacia el techo.

—Entonces no me queda más remedio que pasar la noche tranquilamente en la fonda. ¡Y la camarera es bizca! Vaya velada que me espera. Pero no importa. Mañana lo voy a pasar de perlas. Lo noto. Bueno, Danny, buenas noches y que no se te olvide echar la llave al cuarto del señor, ¿eh?

Vino hacia mí y me tendió una mano. Yo, como una niña mal educada, me las puse a la espalda, lo que le hizo reír. Luego se inclinó en una reverencia y dijo:

—Es una pena que un malvado como yo venga a estropearlo todo. Pero no se apure; verá qué emocionante va a ser dentro de poco tiempo leer en los periódicos sensacionalistas la historia de su vida con unos titulares que dirán: «De Montecarlo a Manderley. Experiencias de una niña recién casada con un asesino». Bueno, que tenga mejor suerte la próxima vez que se case.

Se dirigió a la puerta, despidiéndose de Maxim con la mano.

—¡Adiós, hombre! ¡Que tengas unos sueños muy felices esta noche detrás de la puerta cerrada con llave!

Y, al decirlo, se volvió riendo hacia mí, y salió de la habitación. La señora Danvers fue a acompañarle y nos quedamos solos Maxim y yo. Él siguió mirando por la ventana, sin hacerme caso. Entró del vestíbulo Jasper trotando. No le habíamos dejado entrar en toda la noche, y se puso a hacerme fiestas, mordiéndome el borde de la falda.

—Mañana iré contigo —dije a Maxim—. Voy a ir a Londres contigo.

Tardó un momento en contestar y siguió mirando por la ventana. Luego asintió, con voz muerta y sin expresión:

—Sí, no debemos separarnos.

Volvió Frank, que se quedó junto a la puerta con la mano en el picaporte.

—Ya se han marchado Julyan y Favell. Yo mismo los he visto irse.

—Bueno, Frank —dijo Maxim.

—¿Puedo hacer algo? ¿Cualquier cosa? —preguntó—. ¿Telegrafiar a alguien, arreglar algo? Si es preciso no me acostaré, aunque no haya que hacer mucho. Desde luego, voy a poner ese telegrama a Baker.

—No te preocupes —dijo Maxim—. Aún no hay nada que hacer. Puede que vayas a estar muy ocupado… a partir de mañana. Cuando llegue el momento oportuno hablaremos de todo eso. Esta noche queremos estar solos. Tú te haces cargo, ¿verdad, Frank?

—Sí, claro que sí.

Esperó unos segundos más, y luego dijo:

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondió Maxim.

Cuando se hubo marchado y se cerró la puerta, Maxim vino adonde yo estaba, delante de la chimenea. Abrí los brazos y se refugió entre ellos, como un niño pequeño. Le apreté contra mí, y así estuvimos un largo rato, callados. Le tenía abrazado, y le consolaba como si fuera Jasper. Como si Jasper se hubiera lastimado y venido a mí en busca de alivio para su dolor.

—Podemos ir sentados juntos en el coche —dijo.

—Sí.

—A Julyan no le importará.

—No.

—Mañana por la noche también podremos estar juntos. No creo que hagan nada inmediatamente. Probablemente pasarán veinticuatro horas.

—Sí.

—Ahora no son tan severos. Permiten las visitas. Y luego todo lleva mucho tiempo. Si puedo, trataré de que se encargue de la defensa Hastings. Es el mejor. Hastings o Birkett. Hastings conocía a mi padre.

—Sí.

—Le diré la verdad. Cuando saben la verdad les resulta más fácil el trabajo. Saben a qué atenerse.

—Sí.

Se abrió la puerta y entró Frith. Me separé de Maxim y me quedé de pie, normal, como siempre, alisándome el peinado con unos golpecitos.

—¿Se van a vestir los señores, o sirvo la cena, señora?

—No, Frith; esta noche no vamos a vestirnos.

—Está bien, señora.

Dejó la puerta abierta y entró Robert, quien corrió las cortinas, arregló los almohadones, puso el sofá derecho, y ordenó los libros y periódicos que había encima de la mesa. Luego se llevó el whisky y los ceniceros sucios. Le había visto hacer precisamente lo mismo todas las noches desde que llegué a Manderley; pero aquel día todo tenía un sentido especial, como si jamás fuese a olvidar aquel momento. Pasados muchos años, en otros tiempos, diría: «Me acuerdo de aquel instante».

Entró Frith para avisarnos que la cena estaba servida. Me acuerdo de todos los detalles de aquella noche. Tomamos consomé frío en tazas, filetes de lenguado y asado caliente de cordero. Y me acuerdo también del postre de azúcar quemado y del savoury, de fuerte sabor, que fue servido después.

En los candelabros de plata había velas nuevas, esbeltas, blancas y espigadas. Las cortinas estaban corridas, cerrando la entrada a la luz triste del anochecer. Se me hizo raro estar sentada en el comedor sin ver el césped del jardín. Parecía que ya había llegado el otoño.

Cuando estábamos tomando el café en la biblioteca sonó el timbre del teléfono. Esta vez fui yo a contestar, y oí la voz de Beatrice, que decía:

—¿Eres tú? He estado tratando de llamaros toda la noche. Por dos veces estabais comunicando.

—Lo siento muchísimo.

—Hará dos horas que nos han traído los periódicos de la noche, y el veredicto nos ha dado un disgusto tremendo a Giles y a mí. ¿Qué dice Maxim?

—Ha sido un disgusto para todos.

—Pero si es que es ridículo. ¿A santo de qué iba a suicidarse Rebeca? La última persona del mundo capaz de suicidarse. Ahí alguien ha metido la pata.

—No sé.

—Pero, Maxim, ¿qué dice? ¿Dónde está?

—Está muy cansado. Hemos tenido gente en casa. El coronel Julyan y otros. Mañana vamos a Londres.

—¿Para qué?

—Para un asunto relacionado con el veredicto. Me es difícil explicartelo.

—Se debería apelar. Es ridículo, te digo, completamente ridículo. Y todo este escándalo perjudicará a Maxim.

—Sí.

—¿No puede hacer nada Julyan? ¿No es magistrado? ¿Para qué sirven los magistrados, si no? Ese viejo Horridge debe de haberse vuelto loco. ¿Qué motivo han descubierto para el suicidio? Es la estupidez más grande que he oído en mi vida. Debería hablar alguien con Tabb. ¿Qué sabe él si esos agujeros del barco fueron hechos adrede o no? Giles, naturalmente, dice que la causa de ello fueron las rocas.

—Aquí no creían lo mismo.

—¡Si hubiera estado yo allí! Hubiera exigido que me dejaran hablar. Ninguno habéis hecho nada. ¿Está Maxim muy disgustado?

—Está más cansado que otra cosa.

—¡Ojalá pudiera ir a Londres con vosotros! Pero no veo manera. Roger está con cuarenta y un grados de fiebre y la enfermera que tenemos es de lo más estúpido que he visto. Roger no la aguanta. No puedo dejarle solo.

—No, no, ni pienses en ello, naturalmente.

—¿A qué parte de Londres vais?

—No sé exactamente. Todo ello es muy vago.

—Dile a Maxim que tiene que procurar que anulen ese veredicto. No le hace ningún bien a la familia. Yo le estoy diciendo a todo el mundo que es un absurdo. Rebeca era incapaz de matarse. No era de ésas. Tengo ganas hasta de escribir a Horridge y decirle lo que pienso.

—Ya es inútil. Es demasiado tarde. Más vale que lo dejes.

—Pero si es que me indigna semejante majadería. Giles y yo opinamos que si por casualidad los agujeros no fueron hechos por las rocas, entonces sería algún vagabundo. Puede que un comunista. Los hay a montones. Precisamente ésas son las cosas que hacen los comunistas.

Maxim me llamó desde la biblioteca, diciendo:

—¿No te puedes librar de ella? ¿Qué diablos está diciendo?

—Mira, Beatrice —le dije, ya desesperada—, procuraré llamarte desde Londres.

—¿Queréis que hable yo con Dick Godolphin? —me preguntó—. Es el diputado de vuestro distrito, y yo le conozco mucho mejor que Maxim. Estuvo en la Universidad de Oxford con Giles. Dile a Maxim que, si quiere, telefonee a Dick para ver si puede anular el veredicto. Y pregúntale qué le parece esa idea acerca del comunista.

—Es inútil —dije—. No podrá hacer nada. Beatrice, te ruego que no hagas nada. Podrías poner las cosas peor, mucho peor. Quizá tuviera Rebeca un motivo que desconocemos. Y en cuanto a los comunistas, no creo que se dediquen a hacer agujeros en los barcos. ¿A santo de qué? Te ruego que no hagas nada.

¡Gracias a Dios, no estuvo en Manderley con nosotros aquel día! Algo teníamos que agradecer, al fin y al cabo. Oí un zumbido lejano en el teléfono y a Beatrice que decía: «¡Central! ¡Central! ¡No corte!». Luego sonó un ruidito y dejé de oírla.

Volví a la biblioteca desmadejada y exhausta. A los pocos minutos comenzó a llamar de nuevo el teléfono. No descolgué. Me acerqué a Maxim y me senté a sus pies. Nos quedamos quietos, dejando que sonara el teléfono. Al cabo de un rato calló, como si se hubiera cansado de repente. El reloj de la chimenea dio las diez. Maxim me rodeó con los brazos y empezamos a besarnos febrilmente, con desesperación, como amantes culpables que nunca se hubiesen besado antes.