¡BENDITA sea la risa de Favell! ¡Bendito aquel dedo acusador, y su cara enrojecida, y sus ojos inyectados en sangre! ¡Bendito sea aquel traspié que dio! Benditos sean todos, pues tuvieron el efecto de poner de nuestra parte al coronel. Favell le molestó, y yo lo vi en su cara y en el rápido movimiento de los labios. Estaba claro que no le creía, y que estaba de nuestra parte.
—Este hombre está borracho. Ni sabe de lo que está hablando.
—Borracho, ¿eh? —gritó Favell—. Nada de eso, mi buen amigo. Usted será magistrado y coronel, por añadidura; pero no me impresiona. Para una vez en la vida que me apoya la ley, voy a aprovecharme. No es usted el único magistrado del condado. Hay otros que no tienen la cabeza hueca y que saben lo que es justicia. No son militares incompetentes, retirados forzosos hace años, que ahora se pasean exhibiendo unas cuantas filas de medallas de guardarropía. Max de Winter mató a Rebeca, y lo probaré.
—Un momento, Favell —dijo el coronel, en voz baja y tranquila—. ¿No estuvo usted en la vista? Sí, me acuerdo ahora que le vi allí. Si tan escandalosa le parece la injusticia cometida, ¿por qué no se lo dijo al jurado y al coroner mismo? ¿Por qué no sacó usted esa carta durante la vista?
Favell miró un momento y luego se echó a reír.
—¿Que por qué? ¡Porque no me ha dado la gana! Porque prefería entendérmelas con De Winter personalmente.
—Por eso le telefoneé a usted —dijo Maxim, viniendo hacia nosotros desde la ventana—. Ya habíamos escuchado, antes de que usted viniera, las acusaciones de Favell, y le pregunté lo mismo que usted. ¿Por qué no comunicó sus sospechas al coroner? Parece, según me dijo, que no es hombre de fortuna, y si yo estuviera dispuesto a asegurarle una renta anual de dos mil o tres mil libras, me promete no volver a molestarme. Frank estaba presente, y mi mujer también. Le ruego que les pregunte.
—Es la pura verdad, mi coronel. Es, pura y sencillamente, un caso de chantaje —dijo Frank.
—Tal vez; pero el chantaje no es un asunto ni claro ni sencillo. Puede amargar la vida de mucha gente, aunque, al final de cuentas, el chantajista dé con los huesos en la cárcel. Tampoco es imposible que una persona inocente vaya a parar en la cárcel. En este caso, queremos evitar tal contingencia. Favell, no sé si está usted lo suficientemente despejado para responder a mis preguntas. Si lo está, le ruego que se abstenga de hacer alusiones personales, terminaremos antes. Acaba usted de acusar a De Winter de un crimen grave. ¿Tiene usted alguna prueba?
—¿Pruebas? —dijo Favell—. ¿Qué diablos de pruebas quiere usted? ¿Es que no son bastantes pruebas los agujeros del barco?
—De ningún modo; a no ser que pueda usted presentar un testigo que declare haber visto cómo De Winter los hacía. ¿Tiene usted algún testigo?
—¡Vayan al cuerno los testigos! ¡Claro que los hizo De Winter! ¿Quién iba a matar a Rebeca, si no?
—Kerrith tiene muchos habitantes —dijo el coronel—. ¿Por qué no va usted de puerta en puerta preguntando? Yo mismo pude haberla matado. Al parecer, no tiene usted más pruebas contra De Winter que contra mí.
—¡Ah, vamos! Se ha propuesto usted ayudarle, ¿no? Se ha propuesto ponerse de su lado. No va a permitir usted que nadie se meta con él, porque ha cenado en su casa y él en la suya un par de veces. Claro, Maxim es un señorón en esta comarca, y nada menos que el propietario de Manderley. ¡No es usted más que un repugnante esnob!
—Favell, tenga cuidado con lo que dice.
—Pero ¿cree usted que me van a acobardar? ¡Vamos, hombre! ¿Cree usted que no tengo pruebas bastantes para llevar el asunto a los tribunales? ¡Ya conseguiré las que hagan falta, no se apure! Le digo que De Winter mató a Rebeca por mí. Sabía que nos entendíamos, y estaba celoso, rabiosamente celoso. Se enteraría de que ella me estaba esperando en la casita de la playa aquella noche, bajó y la mató. Luego la metió en el barco y lo hundió.
—No está mal, Favell, pero le repito que no tiene prueba alguna. Cuando me traiga usted un testigo que viera todo eso que me está contando, empezaré a tomarlo en serio. Conozco esa casita de la playa de que habla. Es una especie de casita para merendar y así, ¿no? Creo que la difunta solía guardar allí velas y cosas para su barco. Su opinión acerca de lo que pasó aquella noche se vería muy favorecida si en lugar de una sola casita hubiera allí una ringlera de cincuenta. En ese caso, quizá encontrase usted algún testigo que hubiera visto lo que ocurrió.
—¡Un momento! —dijo Favell—. Puede que, después de todo, hubiera alguien allí que viera a Maxim aquella noche. Es posible. ¿Qué le parecería a usted si le trajese un testigo?
El coronel se encogió de hombros. Frank miró a Maxim, como preguntándole algo. Max permaneció callado, mirando a Favell. De repente, vi lo que Favell quería decir, y me di cuenta del significado de sus palabras. Y comprendí, en un segundo de miedo y espanto, que no se equivocaba en su suposición. Era verdad: aquella noche hubo en la playa un testigo. Me vinieron a la memoria algunas frases que él mismo dijera. Palabras que yo no había entendido; frases que supuse eran retazos sin sentido del deshilado pensamiento de un idiota. «Está allá abajo, ¿verdad? Ya no volverá». «Yo no he dicho nada». «La encontraron allá abajo. ¿Se la habrán comido los peces?». Ben sabía lo ocurrido, Ben lo había visto todo. Ben, con su mente deforme de idiota era el testigo que lo presenció todo. Estaría escondido entre los árboles. Habría visto a Maxim soltar las amarras del velero, y volver luego a tierra, solo. Noté que la sangre huía de mis mejillas. Me eché hacia atrás en mi asiento.
—Hay un medio idiota que se suele pasar la vida en esa playa —dijo Favell—. Siempre que yo venía a ver a Rebeca, me lo encontraba rondando por allí. Le he visto mil veces. Solía dormir entre los árboles o en la playa, cuando hacía calor. Es tonto de nacimiento y nunca se le hubiera ocurrido ofrecerse para declarar; pero creo que si le interrogo yo, acaso nos diga lo que vio aquella noche, si es que vio algo…, y lo más probable es que viera mucho.
—¿De qué está hablando? —preguntó el coronel.
—Supongo que se refiere a Ben —respondió Frank, mirando otra vez a Maxim—. Es el hijo de uno de los arrendatarios. Pero no es responsable de sus actos. Nació idiota.
—¿Y qué demonios tiene que ver eso? —dijo Favell—. ¿No tiene ojos? No tiene que contestar más que «sí» o «no». El miedo empieza a apoderarse de la sociedad comanditaria, ¿eh? Ya no estamos tan seguros y confiados.
—¿Podríamos encontrar a ese hombre, para hacerle unas preguntas? —dijo el coronel.
—Naturalmente —dijo Maxim—. Frank, haz el favor de decir a Robert que vaya a la casa de su madre y que le traiga aquí.
Frank dudó un momento y me miró con el rabillo del ojo.
—Vamos, hombre, vamos —dijo Maxim—. Acabemos de una vez.
Frank salió del cuarto, y la angustia, una vez más, hizo presa en mi interior. Al poco rato volvió Frank.
—Robert ha ido en mi coche. Si Ben está en casa, le tendremos de vuelta en unos diez minutos.
—Estará en casa, desde luego, con esta lluvia —dijo Favell—. Me parece que podré hacerle hablar —y miró, riendo, a Maxim. Aún tenía la cara arrebolada. La excitación le había hecho romper a sudar, tenía la frente perlada de gotitas. Vi cómo se le desbordaba la carne fofa por la parte de detrás del cuello de la camisa. Tenía las orejas más caídas de lo corriente. Aquella ostentosa apostura no le iba a durar mucho. Ya estaba fofo y blanducho. Encendió otro cigarrillo de los nuestros—. ¡Qué uniditos estamos todos en Manderley!, ¿eh? —dijo—. Aquí nadie pronuncia una palabra contra nadie. Hasta el señor magistrado de la localidad forma parte de la sociedad. Tenemos que exceptuar, naturalmente, a la joven desposada. Las mujeres están exentas de declarar en contra de sus maridos. Crawley, naturalmente, no va a decir nada. Sabe que, si dice la verdad, se queda en la calle. Y, por Dios, no quisiera pensar mal de él, de ningún modo. Además, me parece que tengo una pequeña cuenta pendiente con él…, y no me la perdona. No tuviste mucha suerte con Rebeca, ¿verdad, conquistador? Puede que no tuvieras tiempo… ¿Qué? ¿Estamos teniendo más suerte con la sucesora? No dudo de que la juvenil esposa agradece cada vez que se desmaya el apoyo fraternal de tu brazo. Cuando oiga al juez sentenciar a muerte al amado esposo, supongo que ese brazo le vendrá muy bien.
Todo pasó en un segundo. Tan deprisa, que no vi cómo lo hizo Maxim; pero, de repente, vi vacilar a Favell, que cayó pesadamente contra el brazo del sofá, y luego al suelo; Maxim estaba a su lado. Sentí náuseas. Que Maxim hubiera pegado a Favell me parecía degradante. Hubiera preferido no saberlo. Hubiera preferido no estar allí. El coronel no dijo nada. Estaba muy serio. Les dio la espalda y me dijo suavemente:
—Tal vez sea mejor que se vaya a su cuarto.
—No, no —respondí.
—Ese tipo está tan ebrio que será capaz de decir cualquier cosa. Lo que acaba de ocurrir no ha sido un espectáculo demasiado edificante. Naturalmente, a su marido le sobró razón para hacer lo que hizo, pero es una lástima que usted lo haya visto.
No contesté. Estaba mirando a Favell, que se alzaba lentamente del suelo, hasta ponerse en pie. Se dejó caer de golpe sobre el sofá y se llevó el pañuelo a la boca.
—Una copa; deme una copa —dijo.
Maxim miró a Frank, y éste salió del cuarto. Ninguno de nosotros dijo nada. Al cabo de unos momentos volvió Frank con el whisky en una bandeja. Mezcló un poco con soda en un vaso y se lo ofreció a Favell, quien lo bebió ávidamente, como bebe un animal. Se llevó el vaso a la boca con un ademán que tenía no sé qué de obscena sensualidad, plegando los labios sobre el cristal de manera odiosa. El golpe de Maxim había dejado sobre la mandíbula una marca oscura y cárdena. Maxim le había vuelto la espalda otra vez, y estaba mirando por la ventana. El coronel observaba a Maxim con un gesto de curiosidad concentrada. ¿Por qué miraba así el magistrado a Maxim? ¿Es que empezaba a sospechar, a recelar? Maxim no se daba cuenta, pues estaba contemplando la lluvia. Continuaba cayendo vertical y sin escampar, llenando el cuarto con su ruido. Favell terminó el whisky y dejó el vaso sobre la mesa de al lado del sofá. Estaba respirando ruidosamente, sin mirarnos, con los ojos fijos en el suelo. Sonó el teléfono del cuartito de al lado, con una nota aguda y discordante. Frank fue a contestar. Volvió, y dirigiéndose a Julyan, dijo:
—Es su hija, mi coronel, que pregunta si retrasan la cena.
Julyan hizo un gesto de impaciencia con la mano y respondió:
—Dígale usted que cenen ellos, y que no sé a qué hora volveré —miró su reloj y añadió, como para sí—. ¡Vaya momento han elegido para llamar!
Frank entró de nuevo en el cuartito para dar el recado, y traté de imaginarme a la hija de Julyan que había llamado. Supuse que sería la jugadora de golf. Me la figuraba llamando a su hermano y diciéndole: «Papá dice que no le esperemos. ¿Qué estará haciendo? Cuando llegue, los filetes van a parecer suelas de zapatos».
Toda la casa desorganizada por culpa nuestra, y sus costumbres cambiadas, sin motivo. ¡Qué sarta de inconsecuencias, provocadas por el hecho de que Maxim había matado a Rebeca! Miré a Frank. Estaba pálido y con una expresión decidida y grave.
—Ya oigo a Robert que vuelve con el coche —dijo el coronel—. Esta ventana da a la entrada de la casa.
Salió de la biblioteca al vestíbulo. Favell había levantado la cabeza, y ahora se puso en pie y se quedó mirando a la puerta, sonriendo repulsivamente.
Se abrió la puerta y entró Frank, que luego se volvió hacia el vestíbulo y habló cariñosamente a alguien que estaba fuera.
—Anda, entra, Ben —dijo—. El señor de Winter quiere regalarte unos cigarrillos. No hay por qué asustarse.
Ben entró arrastrando los pies. Llevaba en la mano su sombrero de hule, y sin él tenía un raro aspecto de desnudez. Por primera vez observé que llevaba la cabeza completamente afeitada. Desprovisto de su sombrero parecía otro. Su aspecto era horrible.
La luz parecía cegarle, y miró alrededor del cuarto, con cara estúpida, guiñando los ojillos. Me vio, y le dediqué una débil sonrisa. No sabría decir si me reconoció, pues no hizo más que continuar abriendo y cerrando los ojos. Entonces, Favell se adelantó hasta quedar frente a él.
—¡Hola, hombre! —le dijo—. ¿Qué tal te ha ido desde que no te veo?
Ben le miró fijamente. No pareció reconocerle y no contestó.
—Bueno, ¡qué!, ¿sabes quién soy?
Ben iba dando vueltas al sombrero, y dijo:
—¿Eh?
—Mira —le dijo Favell, ofreciéndole su petaca—; toma un cigarrillo; coge los que quieras.
Cogió Ben cuatro y se puso dos detrás de cada oreja. Luego empezó otra vez a dar vueltas al sombrero.
—Sabes quién soy yo, ¿verdad?
Tampoco esta vez respondió Ben. Julyan se adelantó entonces hacia él y le dijo:
—Dentro de un ratito volverás a casa, Ben. Nadie te va a hacer nada. Queremos solamente que contestes a unas preguntas. ¿Conoces a este señor?
Ben sacudió la cabeza y dijo:
—No le he visto nunca.
—¡No seas estúpido! —dijo Favell bruscamente—. Sabes que me has visto. Me has visto ir a la casita de la playa, la casita de la señora de Winter. Me has visto allí, ¿verdad?
—No —dijo Ben—, yo no he visto a nadie.
—No digas mentiras, idiota —dijo Favell—. ¿Eres capaz de decir que no me viste el año pasado bajar por el bosque con la señora a la casita de la playa? ¿No te acuerdas de que un día te pescamos mirando por una ventana?
—¿Eh? —dijo Ben.
—Un testigo convincente —dijo el coronel sarcásticamente.
Favell giró sobre sus talones.
—¡Es un amaño indigno! —exclamó—. Alguien ha sobornado también a este idiota. Le digo que me ha visto mil veces. Mira, te voy a ayudar a hacer memoria —y mientras decía esto, sacó la cartera y le mostró un billete de una libra—. ¿Te acuerdas ahora de mí?
—No le he visto nunca —dijo Ben, sacudiendo la cabeza, y agarrándose luego al brazo de Frank añadió—. ¿Ha venido para llevarme al asilo?
—No, hombre —le contestó Frank—; claro que no.
—Yo no quiero que me lleven al asilo. Allí pegan a la gente. Yo quiero quedarme en mi casa. Yo no he hecho nada.
—No tengas miedo, Ben —intervino el coronel—, que nadie te va a llevar al asilo. ¿Estás seguro de que no conoces a este señor?
—Sí, señor; yo no lo he visto nunca.
—Y de la señora de Winter, ¿te acuerdas?
Ben miró dudoso hacia mí.
—No, ésta no —dijo el coronel con dulzura—; la otra señora, la que solía bajar a la casita de la playa.
—¿Eh?
—¿Te acuerdas de una señora que tenía un velero?
Ben guiñó un ojo y dijo:
—¡Se ha ido!
—Ya, ya sabemos que se ha ido. Solía salir en un velero, ¿te acuerdas? ¿Estabas tú en la playa la noche que salió al mar por última vez? Una noche, hace cosa de un año, cuando ya no volvió más.
Ben miró a Frank y luego a Maxim, sin dejar de dar vueltas al sombrero.
—¿Eh?
—Estabas allí. ¿Verdad que estabas allí? —dijo Favell inclinándose hacia Ben—. Viste a la señora que entraba en la casita, y después viste a ese señor. Y, después, ¿qué viste? Di, ¿qué viste después? Anda, dinos.
Ben retrocedió hasta la pared y dijo:
—Yo…, yo no he visto nada. Yo quiero quedarme en mi casa. No quiero que me manden al asilo. Yo no le he visto a usted nunca. Nunca. Yo no he visto a la señora con usted.
Y comenzó a gimotear como un niño.
—¡Necio! ¡Rata estúpida! —dijo Favell—. ¡Necio!
Ben se estaba limpiando las lágrimas con la manga.
—Este testigo no le ha servido para nada —dijo el coronel—. No estamos haciendo más que perder el tiempo. ¿Quiere usted preguntarle alguna otra cosa?
—¡Esto es una confabulación! —dijo Favell—. Todos se han puesto en contra de mí. Todos. Le digo que alguien ha pagado a este idiota para que suelte esta sarta de mentiras.
—Creo que Ben se puede marchar ya —dijo el coronel.
—Anda, Ben —le dijo Maxim—. Robert te llevará a casa. Y no tengas miedo, que nadie te va a llevar al asilo. Oye, Frank, di a Robert que le lleve a la cocina y que le den un poco de carne fría, o lo que le apetezca.
—Justa retribución de los servicios prestados, ¿eh, Maxim? —dijo Favell—. ¡Buen servicio te ha hecho!
Frank salió acompañado de Ben. Julyan miró a Maxim y le dijo:
—Ese pobrecillo parecía aterrado. Estaba temblando como una hoja. ¿Le han maltratado alguna vez?
—No —dijo Maxim—. Es completamente inofensivo y siempre le he dejado que vague a su gusto por toda la finca.
—Pues estoy seguro de que alguien le ha asustado. Tenía los ojos como un perro que sabe que le van a pegar.
—¡Si le hubiesen dado una buena paliza, seguramente se hubiera acordado de mí! Pero, en lugar de eso, lo contrario: le van a recompensar con una buena cena, y, ¡ay de quien le toque el pelo!
—Este testigo, desde luego, no le ha servido a usted para nada —dijo el coronel tranquilamente—. No puede usted aducir la más mínima prueba de acusación contra De Winter. Ni siquiera el motivo que usted cita es suficiente. Si lleva el asunto a los tribunales, fracasará usted en su propósito. Dice usted que iba a casarse con la difunta señora de Winter y que la veía clandestinamente en la casita de la playa, pero hasta ese pobre idiota que acaba de salir dice que jamás le ha visto a usted. Por lo tanto, no tiene prueba de esas pretendidas relaciones.
—¡Ah!, ¿no? —dijo Favell.
Le vi sonreír y dirigirse al timbre.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó el coronel.
—Ahora lo verá.
Adiviné de qué se trataba. Frith apareció.
—Dile a la señora Danvers que venga —dijo Favell.
Frith miró un momento a Maxim, y éste asintió con un gesto. Frith salió y el coronel preguntó:
—¿No es la señora Danvers el ama de llaves?
—Pero también era amiga de Rebeca. La conoció mucho antes de que se casara, y se puede decir que la crió. Creo que va usted a encontrar en Danny un testigo bastante diferente de Ben.
Frank entró en el cuarto y Favell le dijo:
—¡Qué! ¿Venimos de acostar a Ben? ¿Le han dado ya de cenar y le han dicho que sea buen chico? Me parece muy bien; pero creo que ahora la sociedad en comandita no va a salir tan bien librada.
—Favell ha mandado decir que venga la señora Danvers, porque cree que puede decir algo de interés —dijo el coronel.
Frank lanzó una mirada a Maxim; el coronel la advirtió y apretó los labios. No me gusto nada ese gesto. No, nada. Comencé a morderme las uñas.
Todos quedamos en espera de que se abriese la puerta. Al fin entró la señora Danvers. Hasta entonces, casi siempre la había visto sola y a mi lado parecía alta y enjuta, cuando noté lo bajita que era en comparación con Favell, Frank y Maxim, me dio la impresión de que se había encogido y arrugado. Se quedó junto a la puerta, mirándonos a todos por turno.
—Buenas tardes, señora Danvers —dijo Julyan.
—Buenas tardes, señor coronel.
Era la misma voz gastada, muerta, automática, que yo había escuchado tan a menudo.
—Ante todo, quiero hacerle una pregunta —dijo Julyan—. ¿Sabe usted la clase de relaciones que unían a la difunta señora de Winter con el señor Favell, aquí presente?
—Eran primos hermanos.
—No me refiero a relaciones de consanguinidad, sino a algo más íntimo.
—No sé qué quiere usted indicar.
—¡Vamos! ¡Venga ya, Danny! Sabes perfectamente lo que quiere decir. Yo ya se lo he dicho al señor coronel, pero no quiere creerme. ¿Verdad que Rebeca y yo nos entendíamos? ¿Verdad que estaba enamorada de mí?
Para mi sorpresa la señora Danvers le observó en silencio, con un punto de desprecio.
—No.
—¡Oye!, ¡vieja estúpida…! —empezó a decir Favell, pero la señora Danvers le interrumpió:
—No estaba enamorada de usted ni del señor. No estaba enamorada de nadie. Estaba por encima de esas cosas. Despreciaba a todos los hombres.
Favell se puso rojo de ira.
—Óyeme: ¿venía o no venía por el sendero del bosque a encontrarse conmigo, una noche y otra noche? ¿No la esperabas tú? ¿No solía pasar los fines de semana conmigo en Londres?
—¡Y qué! —saltó la señora Danvers, con pasión repentina—. ¡Qué, si lo hacía! ¿No tenía ella derecho a divertirse? Para ella el amor era un juego. Ella misma me lo dijo. Se dejaba querer porque eso le divertía, porque le hacía reír. Y de usted se reía, como de todos los demás. ¡Cuántas veces la he visto reírse a carcajadas de todos ustedes!
Había algo horrible en aquel inesperado torrente de palabras. Algo repugnante que, sin embargo, no me resultaba nuevo. Maxim se había puesto lívido. Favell estaba mirando a la señora Danvers como si no acabara de comprender. El coronel se tiraba de los pelitos del bigote. Nadie dijo nada durante algunos minutos, y nada se oía sino el incesante salpicar de la lluvia. Entonces, la señora Danvers rompió a llorar. Lloraba como aquella mañana en la alcoba, con llanto seco y angustioso. Yo no podía mirarla, y hube de volverme de espaldas. Todos continuamos callados. Y el ruido de la lluvia se entremezcló con el de los gemidos de aquella mujer. Faltó poco para que comenzara a gritar sin poderme contener. Deseaba salir del cuarto corriendo y gritando.
Nadie se acercó a ella ni hizo lo más mínimo para consolarla, mientras continuaba llorando. Por fin, tras una eterna espera, fue dominándose, poco a poco, hasta quedar inmóvil el cuerpo, con la cara haciendo extrañas muecas y las manos agarrándose nerviosas a la negra tela de su vestido. Al fin calló, y el coronel habló sosegada y tranquilamente:
—Señora Danvers: ¿podría usted pensar en alguna causa, aunque fuera muy remota, que pudiera haber inducido a su señora a quitarse la vida?
Tragó saliva y continuó retorciendo la tela de su vestido, para luego sacudir la cabeza y responder:
—No.
—¿Lo ven ustedes? —intervino Favell—. Es imposible. Ella lo sabe tan bien como yo. Ya se lo he dicho.
—Usted, cállese —dijo el coronel—. Deje a la señora Danvers tiempo para pensar. Todos estamos de acuerdo en que esa suposición parece absurda. Y no estoy discutiendo la autenticidad o la veracidad de esa nota. Esa nota la escribió durante las pocas horas que pasó en Londres. Tenía algo importante que comunicarle. Existe la posibilidad de que si supiésemos qué es lo que tenía que decirle, pudiéramos dar con la solución de este terrible problema. Enseñe esa nota a la señora Danvers. Puede que ella sepa indicarnos algo.
Favell se encogió de hombros, buscó la nota en el bolsillo y la tiró a los pies de la señora Danvers, que se agachó para recogerla. Todos estuvimos mirándola mover los labios mientras la leía. La leyó dos veces. Después negó con la cabeza.
—No sé qué quiere decir. Si hubiese tenido algo importante que decir al señorito Jack…, antes me lo hubiera dicho a mí.
—Usted, ¿no la vio aquella noche?
—No; había salido. Pasé la tarde en Kerrith. Nunca me lo perdonaré. Nunca, hasta el día de mi muerte.
—Entonces…, no sabe lo que le ocurría, no nos puede dar una idea… Esas palabras «Tengo algo que decirte», ¿no le indican absolutamente nada?
—No, nada.
—¿Nadie sabe que hizo ella durante su último día en Londres?
Nadie respondió. Maxim sacudió la cabeza. Favell dejó escapar una imprecación y dijo:
—Esa nota la dejó en mi casa a eso de las tres de la tarde. El portero la vio. Para llegar aquí cuando lo hizo debió de salir de Londres enseguida, y aún así tuvo que venir echando chispas por esas carreteras.
—La señora tenía hora con el peluquero desde las doce a la una y media —dijo la señora Danvers—. Me acuerdo, porque yo misma telefoneé a Londres a media semana para que le reservasen esa hora. De doce a una y media. Cuando iba a arreglarse el pelo comía siempre en su club, para no tener que quitarse las horquillas tan pronto. Es casi seguro que comió allí ese día.
—Vamos a suponer que tardase medía hora en comer; ¿qué hizo hasta las tres? Eso es lo que deberíamos averiguar —dijo el coronel.
—Pero ¡hombre! ¿Qué demonios nos importa lo que hizo? —gritó Favell—. Lo único que nos interesa es saber que ella no se mató.
—Yo tengo en mi cuarto su agenda —dijo la señora Danvers—. Me quedé con todas esas cosas, porque el señor nunca me las pidió. Es posible que apuntase sus citas de aquella tarde. En esas cosas era muy ordenada. Las apuntaba todas, y una vez que las había cumplido, ponía una cruz. Si cree usted que puede servir para algo, iré por la agenda.
—¿Qué dice, De Winter? ¿Le importa que la veamos?
—¿A mí? ¡Claro que no! ¿A santo de qué iba a importarme?
Una vez más vi que Julyan miraba a Maxim con la misma expresión de curiosidad. Esta vez también Frank lo notó, y él, a su vez, miró a Maxim, y luego a mí. Me levanté y me puse a mirar por la ventana. Ya no llovía tan fuerte. La violencia del chaparrón había cesado. Ahora, la lluvia caía con un rumor más suave, más tranquilo. La grisácea luz del anochecer iluminaba el cielo. El césped parecía más oscuro al empaparse de lluvia, y los árboles, como envueltos en mantos de melancolía. Yo escuchaba a la servidumbre en el piso de arriba, corriendo las cortinas, cerrando las ventanas que aún quedaban abiertas, preparando la casa para la noche. La rutina del día seguía su curso inalterable. Cortinas cerradas, zapatos que se llevaban a limpiar, la toalla puesta en la silla del cuarto de baño y el agua corriendo en mi bañera. Las camas preparadas, las zapatillas debajo de la silla. Y, mientras tanto, allí estábamos nosotros, en la biblioteca, callados, conscientes de que el destino de Maxim iba a decidirse en unos instantes.
Cuando oí que la puerta se cerraba suavemente, me volví. Era la señora Danvers, que volvía con la agenda en la mano.
—No me equivocaba. Aquí están las citas, como les había dicho. Aquí están las del día en que murió.
Abrió la agenda, que era un librito encuadernado en piel roja, y se lo dio al coronel, el cual, una vez más, sacó las gafas. Hubo una pausa mientras el coronel examinaba la página en cuestión. No sé por qué, pero en aquellos momentos que pasó examinando la página del diario, mientras nosotros esperábamos, fueron los más angustiosos de aquel horrible día.
Miré a Maxim, clavándome las uñas en las palmas de las manos, recelando de que el alborotado latir de mi corazón pudiera ser oído por el coronel.
—¡Hola! —dijo, señalando con el dedo hacia la mitad de la página. «¡Ahora ocurrirá algo definitivo y sin remedio!», pensé—. Sí, aquí lo tenemos: «A las doce, peluquero», como dijo la señora Danvers, y a su lado, una cruz, lo que indica que estuvo en el peluquero. «A la una, comida en el club», y la correspondiente cruz. Pero y esto, ¿qué significa? «A las dos, Baker». ¿Quién era este Baker?
Miró primero a Maxim, que sacudió la cabeza, y luego a la señora Danvers.
—¿Baker? —repitió ésta—. No conocía a nadie con ese nombre. Jamás he oído ese nombre.
—Pues aquí está bien claro —dijo Julyan alargándole la agenda—. Véalo usted misma, y con una cruz trazada con fuerza, hecha como si quisiera romper el lápiz. No cabe duda de que, sea quien sea este Baker, le vio.
La señora Danvers estaba mirando el nombre escrito en la agenda y la cruz negra que aparecía a su lado, mientras repetía: «Baker, Baker…».
—Me parece que si averiguáramos quién es este Baker, resolveríamos el misterio —dijo el coronel—. ¿No habría caído en garras de prestamistas?
—¿Mi señora entre prestamistas? —dijo la señora Danvers mirándole con desprecio.
—Bueno, pues, chantajistas, tal vez —dijo mirando hacia Favell.
La señora Danvers negó con la cabeza y continuó repitiendo: «Baker…, Baker…».
—¿Tenía algún enemigo? ¿Alguien que la hubiera amenazado y de quien tuviera miedo?
—¿Miedo ella? —dijo la señora Danvers—. No temía a nada ni a nadie. Lo único que la preocupaba era hacerse vieja y enfermar, morir en la cama. Mil veces me dijo que cuando muriera quería hacerlo como una vela que se apaga. Y éste fue mi único consuelo cuando murió, porque el ahogarse no duele, ¿verdad?
Miró inquisitivamente al coronel, pero éste no contestó. Se quedó un momento dudando, tirándose del bigote; y le vi dirigir otra de aquellas miradas a Maxim.
—¡Estamos perdiendo el tiempo estúpidamente! —dijo Favell adelantándose—. Nos estamos saliendo de la cuestión. ¿A quién le importa ese señor Baker? ¿Qué tiene que ver él en el asunto? Probablemente es un vendedor de medias o de cremas para la cara. Si se tratara de alguien de importancia, Danny, para quien Rebeca no tenía secretos, habría oído hablar de él.
Yo miraba a la señora Danvers, que, agenda en mano, volvía una a una las hojas, cuando dejó escapar una exclamación.
—Aquí hay algo… Entre los números de teléfono dice: «Baker, 0488». Pero no dice qué central.
—¡Magnífico, Danny! —dijo Favell—. Con los años te estás convirtiendo en un detective formidable. Es una lástima que llegues tarde por doce meses. Eso lo podías haber hecho hace un año.
—Desde luego, éste es el número del teléfono —dijo el coronel—. 0488, y el nombre de Baker. ¿Por qué no pondría también la central?
—¡No importa! ¡Pruébelas todas! —dijo Favell irónicamente—. Tardará toda la noche, da lo mismo. A Max no le importa tener que pagar una cuenta de teléfono de cien libras, ¿verdad, Max? La cuestión es ganar tiempo; lo mismo haría yo si me encontrara en tu pellejo.
—Al lado del número hay un garabato —dijo el coronel—; pero puede tomarse por cualquier cosa. Mire, señora Danvers; ¿cree usted que puede ser una «M»?
La señora Danvers volvió a coger la agenda.
—Podría ser una «M» —dijo poco segura—; pero no parece su letra. Acaso si lo hubiera hecho con mucha prisa… Sí pudiera ser una «M».
—Mayfair 0488 —dijo Favell—. ¡Qué portentoso genio el mío!
—¡Está bien! —dijo Maxim, encendiendo el primer cigarrillo—. Vamos a probar. Anda, Frank, pide conferencia con Mayfair 0488.
Sentí que el dolor me subía hasta el corazón. Me quedé muy quieta apretándome el costado con una mano. Maxim no me miró.
—Anda, hombre, Frank, ¿qué esperas? —insistió Maxim.
Pasó Frank al cuartito de al lado. Estuvimos esperando mientras pedía la comunicación. A los pocos momentos volvió.
—Dicen que me llamarán.
El coronel puso las manos a la espalda y empezó a pasear por la habitación. Estuvimos un rato en silencio, hasta que, transcurridos unos cuatro minutos, rompió el silencio la llamada aguda e insistente del teléfono, con esa persistencia irritante y monótona que anuncia una conferencia telefónica. Fue Frank a contestar.
—¿Es el 0488 de Mayfair…? ¿Puede decirme si vive ahí alguien llamado Baker? Está bien. Bueno, perdón. Sí, seguramente me han dado un número equivocado. Muchas gracias.
Sonó el ruidito del teléfono al colgarlo, y Frank volvió.
—Allí vive una señora, lady Eastleigh. Es una casa de la calle de Grosvenor. No conocen a ningún Baker.
Favell soltó una carcajada.
—¡A ver! El famoso detective. ¿A qué otra central vamos a llamar ahora?
—Podríamos probar Museum —dijo la señora Danvers.
Frank miró a Maxim, que dijo:
—Prueba.
La farsa se repitió de nuevo. El coronel reanudó sus paseos por la habitación. Pasaron otros cinco minutos y volvió a llamar el teléfono. Frank fue a contestar. Dejó la puerta abierta, de manera que le veía inclinado sobre la mesa donde descansaba el aparato.
—¡Oiga! ¿Es el 0488 de Museum? ¿Puede usted indicarme si vive ahí alguien llamado Baker? Pero… ¿Con quién hablo entonces? ¡Ah! ¿Es el sereno? Sí, sí, entiendo perfectamente. No son horas de consulta. No, no, claro. ¿Puede darme la dirección? Sí, es bastante importante —hizo una pausa y, dirigiéndose a nosotros, dijo—. Creo que hemos dado con él.
«¡Dios mío! ¡Que no sea verdad! ¡Que no encuentren a Baker! ¡Yo te lo ruego, Dios mío! ¡Que se haya muerto Baker!». Yo sabía quién era Baker. Lo sabía desde un principio. Me puse a mirar a Frank, y le vi inclinarse de repente y coger un lápiz.
—¿Sí? Sí, aquí estoy, diga. ¿Me lo quiere deletrear? Gracias, muchas gracias. Adiós. Buenas noches.
Entró en el cuarto trayendo un pedazo de papel en la mano. Frank, que tanto quería a Maxim, no sabía que todo lo que se había dicho en contra de Maxim aquella noche no tenía importancia alguna en comparación con aquel pedacito de papel, y no sabía que, al entregarlo, iba a matar a Maxim con tanta seguridad como si le hundiese un puñal en la espalda.
—Me ha contestado el sereno de una casa de Bloomsbury. Allí no vive nadie. De día, un médico tiene la consulta en esa casa. Este Baker es otro médico, anterior al actual, y que ya se ha retirado. Pero le podemos encontrar, porque el portero me ha dado su dirección, aquí está, en este pedazo de papel.