ME encontré de nuevo en el cuartito de antes. El cuartito que parecía la sala de espera de una estación. El guardia, inclinado sobre mí, me estaba dando agua y noté una mano sobre mi brazo, la mano de Frank. Me estuve muy quieta mientras, poco a poco, las paredes, Frank y el guardia fueron recobrando su forma ante mis ojos.
—¡Perdónenme! ¡Qué tontería marearme así! ¡Es que hacía ahí dentro tanto calor!
—No está muy ventilada, no —dijo el guardia—. Ya ha habido quejas, pero sigue igual. Son varias las señoras que se han mareado ahí dentro.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó Frank.
—Sí, sí. Mucho mejor. Dentro de un ratito estaré bien. No esté aquí conmigo.
—La llevaré a Manderley.
—¡No!
—Sí. Me lo ha dicho Maxim.
—No. Tengo que quedarme con él.
—Maxim me ha dicho que la lleve a Manderley.
Me cogió del brazo y me ayudó a levantarme.
—¿Puede ir andando hasta el coche o lo traigo a la puerta?
—Puedo andar, pero prefiero quedarme. Quiero aguardar a Maxim.
—Maxim puede tardar mucho aún.
¿Por qué me diría eso? ¿Qué quería decir? ¿Por qué no me miraba? Me agarró del brazo y fue andando, a mi lado, por el pasillo, hasta la puerta, bajando la escalera, a la calle. «Maxim puede tardar mucho aún…»
No hablamos. Llegamos al Morris de Frank; abrió la portezuela y me ayudó a subir. Después subió él y puso el motor en marcha. Salimos de la empedrada plaza del mercado a través de la ciudad silenciosa, y luego tomamos la carretera de Kerrith.
—¿Por qué van a tardar tanto? ¿Qué van a hacer ahora?
—Acaso tengan que declarar otra vez los testigos.
Frank hablaba mirando fijamente la superficie dura y blanca de la carretera.
—Pero…, ¡si ya han dicho lo que tenían que decir! ¡Nadie va a decir ahora nada nuevo!
—Nunca se sabe. El coroner puede hacer el interrogatorio de otra manera. La declaración de Tabb lo ha cambiado todo. Tendrá que examinar ahora el asunto desde un nuevo punto de vista.
—Pero ¿qué punto de vista? ¿Qué quiere decir?
—Ya oyó usted la declaración; lo que Tabb dijo acerca del barco. Ya nadie creerá que fue un accidente.
—Pero ¡es absurdo! ¡Es ridículo! No deben hacer caso a Tabb. ¿Cómo puede él saber, con todos los meses que han pasado, cómo se hicieron esos agujeros? ¿Qué es lo que pretenden averiguar?
—No lo sé.
—Ese viejo empezará a preguntar a Maxim cosas y más cosas, hasta que pierda la paciencia y comience a decir Dios sabe el qué sin querer. Una pregunta, y otra, y otra…, y Maxim no lo aguantará. Sé perfectamente que no lo aguantará.
Frank no respondió. Conducía muy deprisa. Por primera vez, desde que le conocí, le falló su repertorio de amables frases convencionales. Eso quería decir que estaba preocupado, muy preocupado. Solía conducir su coche con gran cuidado, muy despacio, parando por completo en todos los cruces, para mirar a derecha e izquierda, y siempre tocaba la bocina en todas las curvas.
—Ese sujeto estaba allí, el que vino un día a Manderley para ver a la señora Danvers.
—¿Favell? Sí, le he visto.
—Estaba sentado con la señora Danvers.
—Sí, ya lo sé.
—¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué derecho tiene para asistir a la vista?
—Era primo de Rebeca.
—Pues no está bien que estuvieran allí los dos escuchando todas las declaraciones. No me fío de ellos.
—No.
—Pueden tramar algo. Pueden hacer una mala jugada.
Una vez más, Frank no contestó. Comprendí que era tanta su lealtad para con Maxim, que ni siquiera conmigo estaba dispuesto a discutir la situación. Ignoraba hasta qué punto estaba yo al tanto de todo. Ni yo sabía con seguridad lo que él conocía del asunto. Eramos aliados y deseábamos lo mismo, pero no podíamos ni mirarnos a la cara. Ninguno de los dos nos atreveríamos a confiarnos al otro.
Entramos en aquel momento por las puertas de la verja y emprendimos el camino tortuoso y largo hacia la casa. Por primera vez me di cuenta de que habían comenzado a florecer las hortensias, que adelantaban sus bolas azules por entre el verde follaje. A pesar de su hermosura, algo tenían de sombrío y fúnebre; recordaban esas coronas, tiesas y artificiales, encerradas en cajas de cristal, que se ven en algunos cementerios extranjeros. Allí estaban, a todo lo largo y a ambos lados del camino, azules, monótonas, como espectadores curiosos que se hubieran agolpado en las aceras de una calle para vernos pasar.
Al fin llegamos a la casa, al terminar la última y amplia curva que llevaba a la escalinata de entrada.
—¿Se encuentra ya más capaz de quedarse sola? Debería echarse un rato.
—Sí, puede que sí.
—Yo me vuelvo a Lanyon. Maxim podría necesitarme.
No añadió más. Volvió a subir rápidamente al coche y se alejó sin más. Maxim podría necesitarle. ¿Por qué dijo eso? Tal vez el coroner quisiera interrogar a Frank también, y preguntarle acerca de aquella noche, ya hacía más de doce meses, cuando Maxim cenó con él. Querría saber la hora exacta en que Maxim se marchó de su casa. Querría saber si alguien había visto a Maxim volver, si los criados sabían que estaba allí, si había alguien que pudiera probar que cuando llegó se fue derecho a su cuarto y se desnudó. Podría tomar declaración a la señora Danvers. Y a todo esto, a Maxim se le iría agotando la paciencia e iría poniéndose cada vez más lívido…
Entré en el vestíbulo y subí a mi cuarto, echándome en la cama, como Frank me había aconsejado. Me tapé los ojos con las manos. Aún continuaba viendo la sala y todas aquellas caras. Y, entre todas, la del coroner, arrugada, exasperante, con los lentes a caballo sobre la nariz, mientras continuaba el minucioso interrogatorio.
«No estoy llevando a cabo esta investigación para divertirme». Hombre lento, cuidadoso, susceptible. ¿Qué estarían diciendo todos ahora? ¿Qué estaría ocurriendo? ¿Y si, pasado un rato, llegaba Frank a Manderley, solo?
No sabía lo que estaba pasando. No sabía lo que se hacía en estos casos. Me acordaba de haber visto en los periódicos fotografías de hombres que salían conducidos por la policía de salas como aquélla. ¿Se llevarían a Maxim? No me dejarían acompañarle. No me dejarían ni verle. Tendría que quedarme sola en Manderley, como estaba en aquel momento, esperando un día y otro día, una noche y otra noche. Algunos, como el coronel Julyan, tratarían de consolarme: «No debe usted estar tan sola. Venga a pasar unos días con nosotros». El teléfono, los reporteros, otra vez el teléfono. «No, la señora no recibe a nadie. La señora no tiene nada que declarar al Country Chronicle». Otro día. Y otro. Semanas enteras, semanas de confusión y casi inexistentes. Al final, Frank vendría a buscarme para ver a Maxim. Estaría delgado, y raro, como los hospitalizados.
No era yo la primera mujer que recorría aquel camino de amargura. Había leído en el periódico acerca de otras. Solían escribir al ministro del Interior, pidiendo clemencia, sin conseguir nada. El ministro del Interior siempre contestaba que no se puede entorpecer la acción de la justicia. También los amigos mandaban instancias firmadas por mucha gente; pero el ministro del Interior no les hacía caso. Y los lectores de periódicos baratos decían: «¿Por qué le habían de indultar? ¿No asesinó a su señora? ¿Quién va a indultar a la pobre? La tendencia sentimental de abolir la pena de muerte únicamente sirve para fomentar el crimen. Que lo hubiera pensado antes de matarla. Ahora, ya es tarde. Le ahorcarán, como a cualquier otro asesino. Y muy merecido se lo tiene. Que sirva de escarmiento a los demás».
Me vino a la memoria una fotografía que había visto alguna vez en la última página de un periódico. Había un grupo de gente a la puerta de una cárcel, y poco después de las nueve salía un guardia y clavaba allí un aviso, para que la gente lo leyera. El aviso decía que la sentencia había sido cumplida. «La sentencia de muerte se ha cumplido esta mañana, a las nueve. Estuvieron presentes el director y el médico de la cárcel, acompañados del primer magistrado del condado». Los ahorcados morían muy deprisa. Y era una muerte sin dolor. Se rompe el cuello. No, no se rompía… No sé quién dijo que, a veces, no salía bien; fue alguien que había sido amigo del director de una cárcel. Te ponen un saquito por encima de la cabeza, y de pie sobre una plataforma, cuando, de repente, el suelo desaparece… Desde que se sale de la celda hasta que te cuelgan, pasan nada más que tres minutos. No, cincuenta segundos, me han dicho… Pero, no puede ser; ¡cincuenta segundos! Eso es absurdo. Junto a la plataforma hay una escalera, que va al foso, y por allí baja el médico a examinar… La muerte es instantánea. No, no lo es. A veces, el cuerpo sigue moviéndose un rato, porque no se le ha roto el cuello. Claro, que ni en esos casos lo sienten todo. Pero algunos dicen que sí, que lo sienten todo. Uno, que tenía un hermano que era médico en la cárcel, dijo que, aunque no se decía, para evitar el escándalo, la verdad es que no todos mueren instantáneamente, sino que se quedan con los ojos abiertos bastante rato…
¡Dios mío! No puedo seguir pensando en estas cosas. Voy a pensar en otras. Vamos a ver, otras cosas… En la señora Van Hopper. Estará en América, en casa de su hija. Tenían una casa de verano en Long Island. Jugarían mucho al bridge, seguramente, e irían a las carreras. A la señora Van Hopper le encantaban las carreras de caballos. ¿Tendría todavía aquel sombrero amarillo? Era pequeño. Con aquella cara redonda, necesitaba un sombrero mayor. Estaría sentada en el jardín de la casa de Long Island, rodeada de libros y revistas y periódicos. De pronto, se pondría los impertinentes y llamaría a su hija, diciendo:
—Oye, Helen, mira. Dicen aquí que Max de Winter asesinó a su primera mujer. Siempre me pareció un tipo raro. Ya le dije a aquella majadera que iba a cometer un error… Y no me quiso hacer caso. Pues ahora, ya no tiene remedio. Probablemente le ofrecerán un buen contrato para hacer películas.
Algo me tocó la mano. Era Jasper; la nariz húmeda y fría de Jasper que me había seguido desde el vestíbulo. ¿Por qué nos dan ganas de llorar los perros? Es su bondad, su cariño, que consuela calladamente. Jasper sabía perfectamente que algo ocurría. Todos los perros lo saben. Cuando se hacen los baúles y llega el coche a la puerta, los perros dejan de mover su rabo, y sus ojos revelan gran tristeza. Cesa el ruido del coche, que se aleja, y vuelven a sus cestas lentamente.
Debí de quedarme dormida, pues desperté sobresaltada al oír el ronco estallido del primer trueno. Me levanté. El reloj marcaba las cinco. Fui hacia la ventana. No soplaba ni la más ligera brisa, y las hojas colgaban inmóviles de las ramas, esperando. El cielo aparecía de un gris pizarra. Un relámpago de mil leguas rompió el cielo, y volvió a sonar el remoto rumor de un trueno. No llovía. Salí al pasillo y me puse a escuchar. No se oía nada. Fui al rellano de la escalera. No se veía a nadie. El vestíbulo estaba sombrío a causa de las nubes tormentosas. Bajé y salí a la terraza, y el sordo rumor del trueno volvió a oírse a lo lejos. Me cayó una gota en la mano. Una sola gota de lluvia. Estaba muy oscuro. Más allá de la hondonada del valle vi el mar, semejante a un lago negro. Una de las criadas comenzó a cerrar las ventanas de los cuartos de arriba, y Robert cerró a detrás de mí las del salón.
—¿No han vuelto los señores, Robert?
—No, señora. Creí que la señora estaba con ellos.
—No. Ya hace un rato que he vuelto.
—¿Desea la señora tomar el té?
—No. Esperaré.
—Parece que, por fin, va a cambiar el tiempo, señora.
—Sí…
Pero no llovía… Solamente una gota, que me cayó en la mano. Entré en la biblioteca y me senté. A las cinco y media entró Robert.
—Acaba de llegar el coche, señora.
—¿Qué coche?
—El coche del señor, señora.
—¿Viene el señor conduciendo?
—Sí, señora.
Quise ponerme en pie, pero las piernas, como de trapo, se negaron a sostenerme. Por fin, lo logré, quedándome apoyada sobre el sofá, con la garganta seca. Al cabo de un minuto entró Maxim y se quedó parado junto a la puerta. Estaba completamente agotado y parecía más viejo, con unas arrugas que le salían de las comisuras de los labios, que nunca había yo notado antes.
—Ya acabó todo —dijo.
Esperé. Aún no podía hablar ni acercarme a él.
—Suicidio —continuó—. Sin prueba suficiente para determinar el estado mental de la víctima. Naturalmente, el jurado estaba desorientado y no sabía lo que hacía.
Me dejé caer sobre el sofá.
—Suicidio —dije—; pero…, el motivo; ¿qué motivo han encontrado?
—¡Dios sabe! Parece que no han creído necesario buscar un motivo. Ese necio de Horridge, tenías que haberle visto mirándome con sus ojillos, y preguntándome si Rebeca tenía apuros económicos. ¡Apuros económicos! ¡Qué estupidez, Dios mío!
Se dirigió a la ventana y se quedó allí, mirando a la pradera esmeralda.
—Va a llover. Gracias a Dios que, al fin, va a caer un poco de agua.
—Pero, cuéntame. ¿Qué pasó? ¿Qué dijo Horridge? ¿Cómo habéis tardado tanto?
—Empezó el interrogatorio otra vez, insistiendo sobre detalles insignificantes acerca del barco, que a nadie importaban. ¿Era difícil abrir las espitas? ¿Cuál era la situación exacta del primer agujero en relación al segundo? ¿Qué era lastre? ¿Qué efecto tendría sobre la estabilidad de la embarcación el desplazamiento del lastre? ¿Tendría una mujer bastante fuerza para moverlo sin ayuda? ¿Cerraba bien la puerta del camarote? ¿Qué presión de agua sería necesaria para abrir la puerta? ¡Creí que me volvía loco! Pero conservé la paciencia. Cuando te vi allí, junto a la puerta, me acordé de lo que tenía que hacer. Si no te hubieses desmayado, Dios sabe que lo hubiera hecho todo mal; pero tu mareo me hizo reaccionar de repente, y vi lo que tenía que hacer y decir. Desde aquel momento no quité la vista de encima de Horridge, y estuve mirando sin descanso su carita delgada, de pajarito con lentes, que no olvidaré hasta el día que me muera. Estoy cansado, estoy rendido, tanto que ni veo, ni siento ya nada.
Se sentó en el banco de la ventana y apoyó la cabeza entre las manos. Yo me senté junto a él. A los pocos minutos entró Frith, seguido de Robert, que traía la mesita para el té. Comenzó el solemne ritual, como siempre, como cualquier otro día: sacaron las alas plegables de la mesa, ajustando luego las patas, para cubrirla inmediatamente con el níveo mantel, sobre el que pusieron la tetera y el samovar con su lamparilla de alcohol debajo. Bollos, emparedados, tres clases de bizcocho… Jasper, sentado cerca de la mesa, golpeaba de cuando en cuando el suelo con el rabo, sin dejar de mirarme. Ocurra lo que ocurra, pensé, la vida continúa igual, y hacemos las mismas cosas, y seguimos celebrando las pequeñas ceremonias anejas a nuestra comida, a nuestro sueño y nuestro aseo. No hay crisis capaz de quebrar la corteza de lo habitual. Le serví té a Maxim, se lo llevé junto a la ventana, y, dándole un bollo, unté de mantequilla otro para mí.
—¿Dónde está Frank? —le pregunté.
—Ha ido a ver al párroco. También yo hubiera ido, pero he querido venir a tu lado inmediatamente. No he dejado de pensar ni un momento que estabas aquí, esperando, sin saber lo que había pasado.
—¿Para qué tenéis que ver al párroco?
—Tenemos una cosa que hacer esta tarde en la iglesia.
En un principio me quedé mirándole, sin entender, pero enseguida comprendí. Iban a enterrar a Rebeca. Iban a llevarla del depósito de cadáveres.
—Se ha fijado la hora para las seis y media. No se lo hemos dicho a nadie. Sólo iremos Julyan, Frank, el párroco y yo. Ya lo habíamos convenido ayer. El veredicto no cambia nada.
—¿A qué hora te vas?
—Estoy citado con ellos, en la iglesia, a las seis y veinticinco.
Me quedé callada, y seguí tomando mi taza de té. Maxim soltó en su plato el emparedado, sin probarlo.
—Sigue haciendo bochorno.
—Es la tormenta. No acaba de descargar. Han caído nada más que unas gotas. Está en el aire, pero no acaba de descargar.
—Cuando salí de Lanyon tronaba y el cielo estaba negro como la tinta. ¡A ver si se decide a empezar a llover de una vez!
Los pajarillos callaban, ocultos en los árboles. La tarde estaba oscura.
—Preferiría que no volvieras a salir hoy.
No me contestó enseguida. Estaba rendido, agotado.
—Esta noche, cuando vuelva, hablaremos de todo. Tenemos que planear muchas cosas, ¿verdad? Tenemos que empezar de nuevo. Hasta ahora he sido un mal marido.
—No, Maxim. ¿A qué viene eso?
—Vamos a empezar de nuevo, ahora que ya hemos acabado con esta pesadilla. Juntos no es igual que separados, y podremos conseguir lo que nos propongamos. El pasado no nos puede robar nuestra felicidad. Y tendremos hijos —miró su reloj y continuó—. Son las seis y diez. Me tengo que marchar. No tardaré: una media hora. Tenemos que bajar a la cripta.
Le cogí una mano, diciéndole:
—Te acompaño. No me importa. Déjame que vaya contigo.
—No, no quiero que vengas.
Salió del cuarto, y a los pocos momentos oí el coche que se alejaba por el camino. Luego cesó el ruido y comprendí que ya estaba lejos.
Entró Robert a retirar los restos de la merienda. Como todos los días. ¿Hubiera ocurrido todo con igual normalidad, aunque Maxim se hubiese quedado en Lanyon? ¿No habría cambiado ni un poco la expresión de cordero de Robert, mientras recogía las migas del mantel y se llevaba la mesa?
Cuando salió Robert de la biblioteca, ésta quedó sumida en un silencio absoluto, y comencé a pensar en los que estaban en la iglesia, que acaso acababan de pasar por aquella puerta y estaban en aquel momento bajando la escalera de la cripta. No había estado nunca allí. Sólo había visto la puerta. ¿Cómo sería una cripta por dentro? ¿Estarían los ataúdes alineados en el suelo? Allí estaban el padre y la madre de Maxim. ¿Qué harían con aquella mujer enterrada allí por equivocación? ¿Quién sería, pobre desgraciada, que nadie la reclamó, arrojada a la playa por la marea y el viento? Su ataúd sería ahora reemplazado por otro. Rebeca, al fin, iría a reposar en la cripta. El párroco estaría leyendo el oficio de difuntos, con Julyan, Frank y Maxim a su lado. «Vuelvan las cenizas junto a las cenizas, y el polvo al polvo…». Rebeca no tenía ya realidad alguna. Cuando la encontraron en el suelo del camarote, dejó de existir. En el ataúd que estaban enterrando ya no estaba Rebeca, sino únicamente un puñado de polvo. Polvo nada más.
Poco después de las siete empezó a llover. Al principio, un poquito nada más, solamente unas gotas, que cayeron con ruido discreto sobre las hojas de los árboles, tan finas, que ni pude verlas. Luego arreció la lluvia, cayendo el agua más rápida y con más ruido hasta convertirse en un verdadero torrente que se arrojaba desde el cielo, color de pizarra, trazando rayas oblicuas en el aire. Dejé abiertas las ventanas de par en par y permanecí ante una respirando el aire fresco y recién lavado. La lluvia me salpicaba la cara y las manos. La espesa y variante cortina de agua no me permitía ver más allá del prado. Oía el ruido, como de arcadas, que hacía el agua en los canalones de encima de la ventana, y su chapoteo repiqueteante sobre las losas de la terraza. Retumbó un trueno. El aire se perfumó con olores de musgo, de tierra mojada, de la oscura corteza de los árboles.
No oí entrar a Frith. Yo estaba junto a la ventana contemplando la lluvia, y no me enteré de su presencia hasta que estuvo a mi lado.
—Perdone la señora; pero ¿tardará mucho el señor? —me pregunto.
—No, no mucho —contesté.
—Hay un señor que quiere verle —dijo Frith, después de dudar un instante—. No sé qué decirle. Insiste en que tiene que ver al señor.
—¿Quién es? ¿Le conoce usted?
Frith pareció turbarse.
—Sí, señora. Es un señor que solía frecuentar la casa en vida de la difunta señora. Se llama Favell.
Me arrodillé en el banco de la ventana y la cerré. La lluvia estaba salpicando los almohadones. Luego me volví hacia Frith, y le dije:
—Creo que será mejor que reciba yo al señor Favell.
—Está bien, señora.
Fui hacia el otro extremo del cuarto y me quedé en pie sobre la alfombra, ante la chimenea apagada. Acaso pudiera deshacerme de Favell antes que volviera Maxim. No sabía qué le iba a decir, pero no estaba nerviosa.
De allí a poco rato volvió Frith, anunció a Favell y entró éste en la biblioteca. No había cambiado su aspecto desde la última vez, aunque acaso se mostrase algo más descuidado en su vestir. Era de esos hombres que jamás usan sombrero. Tenía el pelo descolorido del sol de los últimos días y la cara muy tostada.
—Lo siento, pero Maxim no está —le dije—, ni sé cuándo volverá. ¿No sería mejor que se cite usted con él mañana, en la oficina?
—No, si no me importa esperar —contestó—, y además, no creo que tarde mucho. He echado un vistazo al comedor y la mesa está puesta para dos.
—Hemos cambiado de idea, y puede que Maxim no vuelva a casa en toda la noche.
—¿Ha puesto tierra por medio? —dijo Favell, sonriendo maliciosamente—. No sé si creerla o no, porque, en sus circunstancias, tal vez sería lo más indicado. Hay gente que no puede aguantar las habladurías. Y siempre resulta más agradable evitarlas. ¿No cree?
—No sé de qué está hablando.
—¿No? Vamos, vamos… ¡No esperará usted que me trague eso! ¿Eh? Y qué, ¿se encuentra usted mejor? ¡Qué lástima ese desmayo de usted durante la vista! Hubiera ido a ayudarla de mil amores, pero vi que ya tenía a su lado otro caballero andante. Estoy seguro de que Frank lo habrá pasado muy bien… ayudándola. A él le dejó usted que la trajera a casa…, a mí, ni cinco metros me quiso acompañar en coche.
—¿Para qué quiere ver a Maxim?
Se acercó a la mesa y cogió un cigarrillo.
—Supongo que no le importará que fume, ¿no? ¿No se mareará o algo así? A veces, las recién casadas…
Se quedó mirándome por encima de su mechero y continuó:
—Parece usted menos niña que cuando la vi la última vez. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Jugando con Frank? —echó una bocanada de humo hacia el techo y continuó—. ¿Le importaría mucho decir al provecto Frith que me traiga un whisky?
No respondí, pero llamé al timbre. Se sentó en el respaldo del sofá y se puso a balancear las piernas aún dibujando con los labios su desagradable sonrisa. Fue Robert quien acudió a mi llamada.
—Traiga un whisky al señor.
—¿Qué hay, Robert? —dijo Favell—. Ya hace mucho que no te echo la vista encima. ¿Sigues partiendo los corazones de las niñas de Kerrith?
Robert se sonrojó, lastimosamente turbado.
—Bueno, hombre, bueno; no te apures, que no le voy a contar a nadie tus secretos. Anda, corre, y tráeme un whisky cumplidito; date prisa.
Desapareció Robert, y Favell se echó a reír mientras tiraba la ceniza al suelo.
—Una vez que le tocaba salir me llevé a Robert de jarana. Me había apostado Rebeca cinco libras a que no me atrevería a hacerlo. Me gané las cinco libras y, al mismo tiempo, pasé una de las tardes más divertidas de mi vida. ¡Me reí como un loco! Rebert, en plan calavera, es algo serio, y no tiene mal gusto, no, puedo asegurárselo; aquella tarde escogió la más bonita de todas las niñas que vimos.
Volvió Robert con el whisky y una botella de soda en una bandeja, y sirvió a Favell, aún muy colorado y molesto.
Favell le estuvo mirando, mientras echaba el whisky en el vaso, hasta que comenzó a reír, apoyándose en el brazo del sofá. Luego se puso a silbar los primeros compases de una musiquilla.
—¿No era ésta la música? —dijo, y luego añadió—. Bueno, ¿y te siguen gustando pelirrojas?
Robert le sonrió sin ganas. Se le veía azorado a más no poder, y esto hizo que Favell riera aún más. Robert dio media vuelta y se marchó.
—¡Pobre chico! Estoy seguro de que no ha vuelto a echar una canita al aire desde aquel día. Ese pelma de Frith le tendrá atado bien corto.
Comenzó a beber el whisky, mirando alrededor del cuarto y, de cuando en cuando, a mí, dedicándome una sonrisa.
—Empiezo a notar que no me importaría gran cosa que no viniera Maxim a cenar. ¿Qué le parece?
No respondí. Continué callada, en el mismo lugar que antes, con las manos a la espalda.
—Usted no iba a permitir que se desperdiciara el cubierto de Maxim, ya puesto en la mesa y todo; ¿verdad que no?
Y continuó mirándome, la cabeza inclinada a un lado, y con la misma sonrisa.
—Mire usted —le dije, por fin—; no quiero que me llame grosera, pero la verdad es que estoy rendida. Hoy ha sido un día muy largo y muy cansado. Si no me puede decir para qué quiere ver a Maxim, no vale la pena que siga usted aquí. Haga lo que le digo: vaya a la oficina mañana por la mañana.
Se puso de pie y vino hacia mí, vaso en mano.
—No, no. No sea usted mala. Yo también he tenido un día muy cansado. No vaya a salir corriendo y a dejarme solo. Le aseguro que soy completamente inofensivo. Supongo que Maxim habrá estado contándole cuentos acerca de mí.
No contesté y continuó:
—Yo no soy el lobo feroz que dicen por ahí. Créame. Soy un sujeto corriente, normal y nada peligroso. Y permítame que le diga que la admiro profundamente.
Las últimas palabras las pronunció trabucándosele la lengua, y comencé a arrepentirme de haber dicho a Frith que le hiciera pasar.
—Llega usted a Manderley —dijo, haciendo un ademán vago con el brazo—, se posesiona de todo, conoce cientos de personas que no ha visto en la vida, aguanta a Max y sus malos humores, y no le importa nada, sino que sigue haciendo lo que le viene en gana. Está muy bien. Condenadamente bien. Y no me importa que me oigan decirlo —se tambaleó ligeramente al poner el vaso vacío en la mesa, y continuó—. Todo este asunto ha sido un disgusto, pero que muy serio, para mí. Un disgusto del demonio. ¡Sí, señor! ¡Vaya! Rebeca era mi prima. Y la quería un rato.
—Sí, sí. Lo siento por usted.
—Nos criamos juntos. Siempre fuimos camaradas. Los mismos gustos. Los mismos amigos. Nos reíamos de los mismos chistes. No creo que haya querido nunca a nadie en el mundo como a Rebeca. Todo esto ha sido un disgusto.
—Sí, naturalmente.
—Pero, vamos a ver. Lo que yo quiero saber es qué va a hacer Maxim. ¿Se cree que, porque ya se acabaron las investigaciones, se va a quedar tranquilo? ¡Diga!
Había dejado de sonreír. Se inclinó hacia mí, y dijo:
—Ya me encargaré yo de que hagan justicia a Rebeca —y subiendo la voz, prosiguió—. ¡Suicidio! ¡Valiente paparrucha! ¡Ese vejestorio de coroner consiguió que el jurado dijera que había sido un suicidio! Pero —y se acercó más a mí—, usted y yo sabemos muy bien que no fue suicidio, ¿eh? ¿Verdad que lo sabemos muy bien?
En aquel momento se abrió la puerta y entró Maxim, seguido de Frank. Se quedó inmóvil junto a la puerta mirando a Favell, y luego dijo:
—¿Qué demonios haces tú aquí?
Se volvió Favell hacia él, con las manos en los bolsillos. Calló unos segundos, y luego dijo, con una sonrisa:
—La verdad es que he venido a darte la enhorabuena por el interrogatorio de esta tarde.
—¿Quieres marcharte, por las buenas y ahora mismo, o prefieres que entre Frank y yo te echemos a puntapiés?
—Calma, calma —dijo Favell, y sentándose en el sofá encendió otro cigarrillo—. Supongo que no querrás que Frith oiga lo que tengo que decirte, ¿eh? De manera que yo cerraría la puerta.
Maxim no se movió, pero vi que Frank cerraba la puerta sin hacer ruido.
—Y ahora escucha, Max —dijo Favell—. Todo te ha salido esta tarde a las mil maravillas, ¿no? Mucho mejor de lo que tú esperabas. Lo sé porque estuve allí. ¿No me viste? Pues sí, estuve allí desde que empezó hasta que acabó. Vi a tu mujer desmayarse oportunamente, y no me extraña. En aquel momento hubiera podido pasar cualquier cosa y pasó lo mejor. ¿No será que has sobornado a esos zotes del jurado? Hubo un momento en que me dio la impresión.
Maxim dio un paso hacia Favell; pero éste le detuvo con un ademán, diciendo:
—Espera, hombre, espera, que aún no he concluido. Supongo que te das cuenta de que, si quiero, puedo darte un disgusto, que acaso fuera hasta peligroso para ti.
Me senté en un sillón, junto a la chimenea, y me agarré con fuerza a los brazos. Frank se colocó detrás de mí. Maxim permaneció inmóvil, sin dejar de mirar a Favell.
—¿Sí? ¿Y en qué consiste ese peligro?
—Mira, Max, supongo que no existen secretos entre tú y tu mujer. Y, a juzgar por la cara de Frank, formáis un trío perfecto. Por tanto, puedo hablar con claridad, y voy a hacerlo. Todos sabéis cuanto hay que saber acerca de Rebeca y de mí. Éramos amantes. Lo sabíais, ¿no? Nunca lo he negado, ni lo negaré. Hasta aquí, la cosa está clara. Hasta ahora, yo había creído, como un estúpido, que Rebeca se ahogó en la bahía en un accidente, y que se encontró su cuerpo en Edgecombe unas semanas después. Para mí fue aquello un golpe del diablo; pero me dije que tal muerte es la que, probablemente, hubiera elegido Rebeca; morir luchando, como había vivido —hizo una pausa y nos miró uno por uno, sentado como estaba, en el borde del sofá. Después, continuó—. Pero hace unos días leí en el periódico que se había encontrado por casualidad el velero de Rebeca, y que en el camarote había un cadáver. Esto me sorprendió. ¿Quién diablos podría ser el acompañante de Rebeca? Era incomprensible. Vine aquí, me fui a una fonda de las afueras de Kerrith, me puse al habla con la señora Danvers, y ésta me dijo que el cadáver encontrado era el de la misma Rebeca. Incluso entonces pensé lo que todos los demás: que Rebeca se había quedado encerrada en el camarote cuando bajó a buscar un abrigo o algo así, y que la identificación del primer cadáver había sido, sencillamente, una equivocación. Pero estuve en el interrogatorio hoy, como sabes. Todo marchaba perfectamente, ¿eh?, hasta que declaró Tabb. Pero, después…; venga ya, Max: ¿qué tienes que decir acerca de esos misteriosos agujeros en el casco y del hecho de que las espitas estuvieran abiertas?
—¿Te crees, ni por un momento —dijo Maxim muy despacio—, que después de haber estado todas esas horas hablando del asunto esta tarde, voy a empezar a discutirlo de nuevo… contigo? Has oído todas las declaraciones. El coroner las ha encontrado satisfactorias. Tú tendrás que hacer otro tanto.
—Conque… suicidio, ¿eh? Ahora resulta que Rebeca se suicidó. Justo lo que se le ocurriría a ella, ¿no? Mira, aquí tengo una nota de Rebeca, que tú no conoces. La he guardado todo este tiempo porque es lo último que me escribió. Voy a leerla, porque estoy seguro de que te va a resultar interesante.
Sacó un papel del bolsillo, escrito con una letra picuda y sesgada, que reconocí, y comenzó a leer:
He estado llamándote por teléfono, pero no ha contestado nadie. Salgo ahora mismo para Manderley. Estaré en la casita de la playa esta noche. Si recibes esta nota a tiempo, coge el coche y ven. Pasaré la noche en la casita y dejaré la puerta abierta para que puedas entrar. Tengo algo que decirte, y quiero verte lo antes posible.
REBECA
Volvió a guardarse el papel en el bolsillo.
—Yo diría que a una persona que va a suicidarse no se le ocurre escribir esto. Me encontré la nota en casa, cuando volví a las cuatro de la mañana. No tenía idea de que Rebeca estuviera en Londres, pues la habría buscado. Pero mi mala suerte quiso que aquella noche estuviera en una fiesta. Cuando leí esta nota eran ya las cuatro y me pareció inútil ponerme en camino hacia Manderley, a seis horas de carretera. Me acosté, decidido a llamarla por teléfono aquel mismo día. Y lo hice. Pero ya no pude hablar con ella, pues me enteré de que se había ahogado.
Se quedó mirando fijamente a Maxim desde el sofá. Todos callamos.
Con voz irónica continuó:
—Vamos a suponer que el coroner hubiera leído esta nota durante el interrogatorio. Hubiera complicado ligeramente el asunto, ¿no crees, Max?
—¿Por qué no la entregaste? —preguntó Maxim.
—Vamos despacio, hombre. No pierdas la cabeza. Yo no quiero hundirte. Dios sabe que nunca me has demostrado un cariño excesivo, pero no te guardo rencor. Todos los maridos que tienen mujeres guapas son algo celosillos, ¿eh? Algunos, hasta se sienten Otelos. Depende de los nervios. No es culpa suya, y yo lo siento por ellos. Yo soy un poco socialista en estas cosas, y no veo ningún motivo para que no se pueda compartir con otro una mujer… ¿Qué importa? Puedes disfrutarla igual. Una mujer hermosa no se gasta como si fuera un neumático. Al contrario: cuanto más la usas mejor se vuelve. Bueno, mira, Max, yo ya he puesto las cartas boca arriba; ¿por qué no hemos de llegar a un acuerdo? No soy rico. Me gusta demasiado jugarme los cuartos. Pero encuentro desagradable no tener unos billetes de los que echar mano en los apuros. Pero si alguien me diese una renta vitalicia de dos o tres mil libras al año… eso me permitiría vivir bastante agradablemente. Y jamás volvería a molestarte. Te lo juro.
—Hace un rato que te he dicho que salgas de mi casa —dijo Maxim—, y no te lo voy a repetir. Ahí tienes la puerta. Prefiero que la abras tú mismo.
—Espera un poco, Maxim —dijo Frank—. El asunto no es tan sencillo como parece —y luego, volviéndose hacia Favell, continuó—. Comprendo lo que quiere usted decir. Por desgracia, podría usted presentar los hechos desfigurándolos de tal modo que pudieran interpretarse desfavorablemente para Maxim. Creo que él no lo ha comprendido tan bien como yo. ¿Cuánto dinero pretende usted que le dé Maxim?
Maxim se puso lívido, y le latió visiblemente una vena de la sien.
—No te metas en esto, Frank. Es un asunto personal mío. Y no voy a ceder ante un vulgar chantaje.
—Sin embargo —dijo Favell—, no creo que a tu mujer le gustase ser conocida por la viuda de Winter, la viuda de un asesino que murió en el patíbulo.
Se rió y miró en mi dirección.
—Crees que me voy a asustar, ¿no? —dijo Maxim—. Pues te equivocas. No me asusta nada que tú puedas hacer. En ese cuarto está el teléfono. ¿Quieres que llame al coronel Julyan? Es el magistrado del distrito. Probablemente encontrará interesante tu cuento.
Favell le miró un segundo, y se echó a reír.
—Eres un buen actor, Maxim, pero no me engañas. No te atreverás a llamar a Julyan. Sabes perfectamente que tengo pruebas suficientes para mandarte a la horca.
Maxim echó a andar lentamente, entró en el cuarto y llegó a nuestros oídos el ruido que hizo el teléfono al descolgarlo.
—¡No le deje! —le dije a Frank—. ¡No!
Frank me miró y luego se dirigió rápidamente hacia la puerta.
Sonó la voz de Maxim, que decía fría y calmosamente:
—Central, deme el número diecisiete de Kerrith.
Favell estaba mirando la puerta con cierta ansiedad en su cara.
—Déjame —dijo Maxim a Frank, y luego, pasados dos minutos—. ¿Es usted, coronel? Soy yo, De Winter. Sí, sí. Ya lo supongo. Quisiera saber si podría usted venir enseguida. Sí, a Manderley. Es un asunto urgente. No, no le puedo explicar por teléfono, pero se lo diré en cuanto llegue. Perdone que le moleste a estas horas. Sí, muchas gracias, coronel. Adiós.
Volvió a entrar en la biblioteca, y dijo:
—Julyan viene ahora mismo.
Y yendo a la ventana la abrió de par en par. Aún continuaba diluviando. Se quedó allí, dándonos la espalda, callado, respirando el aire fresco.
—Maxim, oye —dijo Frank.
No contestó, y Favell, cogiendo otro cigarrillo, se echó a reír.
—Si tienes el capricho de que te ahorquen, a mí me da igual.
Cogió un periódico, se dejó caer en el sofá y, cruzando las piernas, se puso a volver las hojas. Frank no sabía qué hacer, mirándonos a Maxim y a mí. Luego vino a mi lado.
—¿No podemos hacer algo? —le dije en voz baja—. Salga usted al encuentro del coronel y no le deje entrar. Dígale que ha sido un error.
Maxim debió de oírme, pues sin volver la cabeza dijo:
—Frank no se moverá de aquí. Este asunto lo tengo que arreglar yo solo. Julyan estará aquí dentro de diez minutos.
Volvimos a callar todos. Favell siguió leyendo el periódico. Nada se oía sino el golpeteo de la lluvia. Caía el agua sin cesar, continuamente, con monotonía. Me sentía sin fuerzas y completamente inútil. No podía hacer nada. Ni Frank tampoco. En una obra teatral, o en una novela, hubiera encontrado a mano un revólver, y después de matar a Favell hubiéramos escondido su cadáver en un armario. Nosotros éramos gente normal, a quienes no podían ocurrir estas cosas. Tampoco era posible que yo me arrodillara ante Maxim, suplicándole que diese aquel dinero a Favell. No podía hacer nada, sino quedarme allí sentada, con las manos sobre la falda, mirando la lluvia, mirando a Maxim, que continuaba junto a la ventana de espaldas a mí.
Llovía demasiado fuerte para que pudiéramos oír el coche. El chapoteo de la lluvia apagaba todos los demás ruidos, y no nos enteramos de la llegada del coronel hasta que se abrió la puerta y Frith nos lo anunció.
Maxim dio media vuelta y salió, decidido, a su encuentro.
—Buenas noches, mi coronel —dijo—. Aquí estamos otra vez. Bien poco ha tardado usted.
—Como me dijo que era algo urgente, he venido corriendo. Afortunadamente, todavía tenía el coche en la puerta. ¡Vaya nochecita! —miró dubitativamente a Favell y, dirigiéndose a mí, me dio la mano, mientras saludaba con la cabeza a Frank—. Menos mal que ha empezado a llover. Ya era hora de que descargara. ¿Se encuentra usted mejor?
Dije algo, no sé el qué. Él se quedó de pie, mirándonos a todos, restregándose las manos.
—Supongo que comprenderá usted —dijo Maxim— que no le he sacado de su casa en una noche como ésta por puro gusto de charlar un rato agradablemente antes de cenar. No sé si conoce usted a Jack, primo hermano de mi primera mujer.
—Me parece que sí. Quizá nos hayamos conocido aquí en otra ocasión.
—Muy posible —dijo Maxim—. Bueno, Favell, tú tienes la palabra.
Éste se levantó del sofá y tiró el periódico encima de la mesa. Los diez minutos últimos habían hecho que se le pasara bastante la borrachera. Andaba derecho, y había dejado de sonreír. Me dio la impresión de que no le gustaba el cariz que habían tomado los acontecimientos, y de que no estaba preparado para una entrevista con Julyan. Empezó a hablar demasiado alto y con tono desabrido.
—Pues verá usted; es inútil andarse por las ramas. El motivo de que yo esté aquí es que no estoy conforme con el fallo de la investigación de hoy.
—¡Ah! Y… ¿no es el señor de Winter, y no usted, el llamado a opinar sobre este asunto?
—No. Creo que no. Tengo derecho a hablar, no sólo como primo de Rebeca, sino porque, de no haber muerto ella, nos hubiéramos casado.
Julyan demostró su evidente sorpresa.
—¡Ah! Comprendo. Así es diferente. ¿Es cierto lo que he oído, De Winter?
Maxim se encogió de hombros y respondió:
—Es la primera vez que lo oigo.
Julyan miró a uno y a otro, sin saber qué hacer, y después dijo:
—Vamos a ver, Favell; ¿quiere ser algo más explícito?
Favell le miró un momento; comprendí que estaba tramando algo, pero que aún no estaba bastante despejado para llevarlo a buen término. Metió la mano lentamente en el bolsillo del chaleco y sacó el papel de Rebeca.
—Esta nota la escribió Rebeca unas horas antes de ese supuesto paseo suicida en barco. Tómela, léala y dígame si, en su opinión, una mujer que escribe eso está pensando en matarse.
Sacó Julyan las gafas de un estuche que llevaba en el bolsillo y leyó la nota. Luego se la alargó a Favell, diciendo:
—No; al parecer no. Pero no sé a qué alude esta nota. Quizá usted, o usted, De Winter, lo sepan.
Maxim no respondió. Favell dobló la nota sin dejar de mirar a Julyan ni un segundo.
—En esa nota, mi prima me citaba de manera concreta. Me dice en ella, con perfecta claridad, que coja el coche y venga a Manderley, porque tiene algo que decirme aquella misma noche. Seguramente no sabremos nunca lo que era; pero, para el caso, es lo mismo. Lo que nos importa es el hecho de que me citase y se propusiera pasar la noche en la casita de la playa, para verme a solas. Que saliera a dar un paseo en barco no me sorprendió. Lo solía hacer, pasando en su velero un par de horas, después de volver de Londres. Pero de eso a que se encerrara en el camarote y comenzase a hacer agujeros en el casco para ahogarse adrede, como si fuera una niña histérica o neurótica… ¡que no, hombre, que no!
Su rostro había enrojecido y las últimas palabras las dijo casi gritando. Pude ver que su manera de conducirse en nada le favorecería con Julyan, en cuya apretada boca vi que Favell no le había hecho buena impresión.
—Mi querido amigo —dijo—, es inútil que se enfade usted conmigo. Ni soy el coroner que dirigió la encuesta, ni he formado parte del jurado de este caso. Es claro que deseo ayudarle en lo que pueda, y a De Winter. Dice usted que se niega a creer que su prima se suicidara. Sin embargo, usted mismo ha oído la declaración del armador. Las espitas estaban abiertas y los agujeros estaban allí. Bueno, vamos a ver. ¿Qué opina usted que ocurrió entonces?
Favell volvió la cabeza lentamente y se quedó mirando a Maxim. Aún continuaba jugando con la carta de Rebeca.
—Ni Rebeca abrió esas espitas ni hizo tales agujeros. Rebeca no se quitó la vida. Me ha pedido usted mi opinión, y le juro que la va a escuchar. A Rebeca la asesinaron. Y si quiere usted saber quién la mató, ahí le tiene usted, junto a la ventana, con esa cara de superioridad. Ni un año pudo esperar para casarse con la primera que se topó. Ahí le tiene usted; ahí tiene usted al asesino, el muy noble y muy distinguido señor Maximilian de Winter. Mírele bien. ¿Verdad que tiene un gran tipo para la horca?
Y Favell rompió a reír, con risa de beodo, estentórea, forzada y estúpida, sin dejar de retorcer entre sus dedos la nota de Rebeca.