Capítulo 22

AQUELLA tarde, cuando Frith trajo el periódico de la localidad y lo dejó sobre la mesa, vi los grandes titulares de la primera página. Maxim no estaba porque había subido temprano a vestirse para cenar. Se quedó Frith parado unos momentos, como si esperase que le dijera algo, y me pareció necio y hasta grosero no mencionar un asunto que indudablemente significaba mucho para todos los de la casa.

—Es terrible, Frith —le dije.

—Sí, señora. Todos lo sentimos mucho.

—Es triste para el señor tener que volver a remover lo pasado.

—Sí, señora, muy triste. Es tremendo tener que pasar por el trance de identificar un segundo cadáver. Supongo que no cabe duda de que esta vez se trata verdaderamente de la difunta señora.

—Así lo creo. No hay duda posible.

—Es muy extraño, señora, que se dejase la señora coger en el camarote como en una trampa. La señora sabía navegar muy bien.

—Sí. Eso es lo que decimos todos. Pero a veces no se puede evitar un accidente. Y supongo que nunca sabremos cómo ocurrió.

—No es probable, señora. Pero es terrible. La servidumbre está toda muy apenada. Y luego, que haya ocurrido tan de pronto, justo después del baile. Parece…, que no debería haber pasado tan enseguida.

—Tiene usted razón, Frith.

—¿Se va a abrir alguna investigación, señora?

—Sí; por pura fórmula.

—Naturalmente, señora. ¿Será necesario que declaremos algunos de nosotros?

—Creo que no.

—Permítame la señora que diga que yo consideraría un honor poder hacer algo por los señores. El señor lo sabe muy bien.

—Sí, Frith. Estoy segura de que lo sabe.

—He prohibido a la servidumbre que hable del asunto; pero es muy difícil vigilarlos a todos. Sobre todo a las criadas. De Robert, naturalmente, me encargo yo. La noticia ha sido un golpe terrible para la señora Danvers.

—Era de suponer.

—Se fue a su cuarto en cuanto terminó de comer y no ha vuelto a bajar. Alice, que le ha llevado hace un rato una taza de té y el periódico, me ha dicho que parece estar enferma.

—Lo mejor que puede hacer es quedarse en su cuarto. Si no se encuentra bien, no tiene sentido que baje. Puede que Alice se lo quiera decir. Ya nos las arreglaremos entre el cocinero y yo para pedir las cosas.

—Sí, señora. Yo no diría que está enferma. Es únicamente el golpe que ha sufrido al enterarse del hallazgo del cuerpo de la difunta señora. La señora Danvers la quería mucho.

—Ya, ya lo sé.

Salió Frith, luego de decir esto, y eché una rápida ojeada al periódico antes de que bajara Maxim. El caso llenaba toda una columna de la primera plana, ilustrada con una horrorosa y medio borrada foto de Maxim, sacada por lo menos unos quince años antes. Era terrible verle allí, mirándome fijamente. Luego había una gacetilla, al final de la página, acerca de mí, explicando quién era la segunda mujer de Maxim, y refiriéndose a continuación al baile de disfraces. Así impreso, con aquellas letras negras, sonaba como si hubiéramos hecho algo malo y cruel. Describían a Rebeca, bellísima, inteligente, adorada por todos; luego contaban su muerte, ahogada, y, a renglón seguido, decían cómo a la primavera siguiente Maxim se había vuelto a casar, llevando inmediatamente a Manderley su segunda mujer (así lo decían), y dando en su honor un fastuoso baile de disfraces. Y a la mañana siguiente se había hallado el cadáver de su primera mujer, ahogada, encerrada en el camarote de un barquichuelo, en el fondo de la bahía.

Todo lo que decían era cierto, pero salpicado de ligeras inexactitudes que hacían el relato más picante, más del gusto de los centenares de lectores que exigían su ración de emociones diarias por un penique. Pero todo ello daba la impresión de que Maxim era un ser repugnante, una especie de sátiro, que después de traer a Manderley a su «joven desposada» —como decía el periódico— había organizado, sin esperar un momento, un ostentoso baile, como si él y yo quisiéramos exhibirnos ante todo el mundo.

Escondí el periódico debajo de un almohadón para que Maxim no lo viese, pero no pude hacer otro tanto con los periódicos de la mañana. El relato aparecía también en los periódicos de Londres, encabezado por una fotografía de Manderley, Manderley era «noticia» y Maxim también. A Maxim lo llamaban «Max de Winter», lo que tenía un tono de antipática e inoportuna confianza. Todos los periódicos hacían mucho hincapié sobre el hecho de que el hallazgo del cuerpo de Rebeca ocurriera al día siguiente del baile, como si éste se hubiese celebrado sabiendo lo que iba a suceder. Dos periódicos decían que lo ocurrido era «irónico», y puede que lo fuera. Todo ello resultaba… ¡interesante! Vi cómo Maxim, sentado ante su desayuno, iba palideciendo más y más, según leía los periódicos, uno tras otro, sin olvidar el de la localidad. No dijo nada, sino que se limitó a mirarme, y yo le tendí la mano.

—¡Canallas! —dijo en voz baja—. ¡Canallas! ¡Más que canallas!

Pensé en todo lo que dirían si supieran la verdad. No ya una columna, sino cinco o seis. Pancartas en Londres. Los vendedores de periódicos lo vocearían en las escaleras del metro. Y en los anuncios, en la mitad de los anuncios, aparecería esa palabra espantosa de siete letras, en tipo grueso y negro.

Frank vino después del desayuno. Parecía fatigado y tenía la cara ojerosa, como si no hubiese dormido.

—Vengo de teléfonos de decir que desvíen a la oficina todas las llamadas que vengan para Manderley —le dijo a Maxim—, sea quien sea. De los reporteros me encargo yo. Y de todos los demás, también. No quiero que os estén molestando a los dos. Ya ha llamado bastante gente de los alrededores, y a todos les he contestado lo mismo: que los señores de Winter agradecen su amable interés y que esperan que todas sus amistades comprendan sus deseos de no hablar por teléfono durante los próximos días. Tu hermana llamó a eso de las ocho y media. Quería venir, sin perder un momento.

—¡Dios mío! —dijo Maxim.

—No te apures. La he convencido para que no venga, diciéndole que no puede hacer nada, y que tú no querías más compañía que la de tu mujer. Me preguntó que cuándo se va a celebrar la encuesta judicial, y le he dicho que aún no está decidido. Lo que temo es que no podamos evitar que venga si se entera por los periódicos cuándo se celebra.

—¡Malditos periodistas!

—Sí, desde luego. A todos nos gustaría retorcerles el pescuezo, pero hay que ponerse en su lugar. Lo hacen por ganarse sus garbanzos. Tienen que informar a sus periódicos de todo. Si no mandan artículos sensacionalistas, lo más probable es que el director los ponga en la calle. Si el director no consigue que su periódico se venda bien, la empresa le echa a él, porque si no se vende bien, pierde dinero la empresa… No tendrás que verlos ni que hablar con ellos, Maxim. Yo me entenderé con ellos. Lo que tienes que hacer es pensar bien en la investigación y nada más.

—Sé perfectamente lo que tengo que decir.

—Naturalmente que lo sabes; pero no olvides que el coroner[18], ese vejete de Horridge, es un pesado a quien le encanta investigar hasta los detalles más insignificantes, para demostrar al jurado lo bien que lo hace. Tienes que tener cuidado, no te vaya a hacer perder la paciencia.

—¿Por qué diablos voy a perder la paciencia? No creo que tenga ningún motivo para estar preocupado.

—Claro que no. Pero yo he presenciado muchos interrogatorios y sé que es fácil ponerse nervioso. Y no querrás ponerle contra ti.

—Frank tiene mucha razón —intervine yo—. Comprendo perfectamente lo que quiere decir. Cuanto más suavemente y más deprisa vaya todo, más malos ratos nos ahorraremos. Cuando se termine procuraremos olvidarlo, como seguramente hará todo el mundo, ¿verdad, Frank?

—Naturalmente —respondió.

Aún rehuía mirarle a los ojos, pues estaba cada vez más convencida de que sabía la verdad, y la había sabido siempre. Me acordé de cuando le conocí, el primer día que pasé en Manderley, en que él y Giles y Beatrice estuvieron a comer, y ésta hizo algunos comentarios acerca de la salud de Maxim. Frank desvió tranquilamente la conversación, ayudando, sin que nadie lo notara, a Maxim, como lo hacía siempre que algo le amenazaba. Recordé también que siempre mostró evidente desgana al hablar de Rebeca, y su procedimiento pomposo y ceremonioso de intervenir en el mismo momento que una conversación amenazaba tornarse íntima. Y, al recordarlo, lo comprendí todo. Frank estaba en el secreto, sin que Maxim lo sospechara. Y Frank no quería que Maxim se diera cuenta. Los tres habíamos alzado entre nosotros estúpidas barreras que nos aislaban de los demás.

El teléfono no volvió a molestarnos. Todas las llamadas iban a parar a la oficina. No teníamos nada que hacer, sino esperar. Esperar al martes.

A la señora Danvers no la vi por ningún lado. Todos los días me encontraba con el menú preparado, pero no lo volví a cambiar. Pregunté por ella a Clarice. Me dijo que atendía a sus ocupaciones corrientes, pero sin hablar con nadie, y que comía y cenaba en su despachito.

Clarice, los ojos muy abiertos, sentía una enorme curiosidad; pero ni me preguntó nada ni yo estaba dispuesta a discutir el asunto con ella. Probablemente, en la cocina no hablarían de otra cosa, ni en la finca, ni en la portería, ni en las granjas. Y Kerrith supuse estaría lleno de habladurías. Nosotros solamente salíamos al jardín, sin alejarnos de la casa, sin siquiera llegar al bosque. El tiempo aún no había cambiado, y hacía un bochorno agobiante. El aire estaba cargado y nubes henchidas de lluvia, que no llegaba a caer, ocultaban el sol, blancas y pesadas. Yo notaba la lluvia escondida detrás de las nubes, y hasta la olía.

La encuesta iba a celebrarse el martes, a las dos de la tarde. A la una menos cuarto nos sirvieron la comida. Frank se quedó a comer. Afortunadamente, Beatrice había telefoneado que le era imposible venir, pues Roger, su hijo, había cogido el sarampión, y estaban todos los de la casa en cuarentena. Bendije al sarampión, pues creo que Maxim no hubiera podido aguantar tener a Beatrice en casa, sincera, verdaderamente preocupada, cariñosa, pero haciendo preguntas sin cesar. Preguntas, preguntas y preguntas.

Aquel almuerzo fue una comida rápida y tensa. Ninguno hablamos gran cosa. Yo sentía de nuevo aquella extraña sensación de angustia y no tenía hambre, ni casi podía tragar. Cuando acabó la farsa de la comida fue un alivio. Maxim salió al jardín y oí cómo ponía en marcha el motor del coche. El runrún del automóvil me tranquilizó. Era la señal de partida, era la señal de algo que hacer, en lugar de permanecer sentados en Manderley. Frank nos siguió en su cochecito. Durante todo el camino conservé mi mano sobre la rodilla de Maxim, mientras él conducía.

No parecía estar nervioso, sino completamente tranquilo. En cuanto a mí, me parecía ir en coche hacia un sanatorio con alguien a quien fueran a operar, y sin saber qué ocurriría, sin saber cómo saldría la operación. Tenía las manos heladas y el corazón me latía, como a tropezones, como si no supiera llevar el compás. Y aquella angustia, aquella incesante angustia, honda, muy honda… La vista iba a celebrarse en Lanyon, seis millas más allá de Kerrith. Tuvimos que dejar los coches en la plaza del mercado, grande y empedrada. El coche del doctor Phillips estaba ya allí, y también el del coronel Julyan y otros. Vi que una mujer miraba con curiosidad a Maxim, y luego daba con el codo a su acompañante.

—Creo que será mejor que yo me quede aquí —dije—. Me parece que, después de todo, no voy a entrar con vosotros.

—Si yo no quería que vinieras —me respondió Maxim—. Hubieras estado mucho mejor en Manderley. Te lo he dicho.

—No, aquí sentada en el coche, estaré bien.

Frank llegó y metió la cabeza por la ventanilla.

—¿No viene usted?

—No —respondió Maxim—. Prefiere quedarse en el coche.

—Hace usted bien. Estará mejor aquí. Terminaremos enseguida.

—Aquí espero.

—De todos modos, le guardaré un sitio, por si cambia usted de manera de pensar.

Se alejaron juntos y yo me quedé allí sentada. Aquel día les tocaba cerrar temprano a las tiendas, y éstas presentaban un aspecto abandonado y triste. Apenas se veía a nadie. Desde luego, Lanyon nunca ha sido lugar de veraneo, pues está en el interior. Miraba sentada a las tiendas, mientras comenzaron a correr los minutos, y yo me preguntaba qué estaban haciendo el coroner, Frank, Maxim, el coronel Julyan… Bajé del coche y empecé a pasearme por la plaza del mercado. Me paré ante un escaparate. Luego seguí mis pasos. Vi que un guardia me miraba con curiosidad, y para escapar de él me metí por una bocacalle.

Sin pensarlo, casi contra mis deseos, vi que me estaba acercando a la casa en la que se celebraba la vista. La poca publicidad que se había dado a la hora de la encuesta podría explicar la poca gente que vi allí, en contraste con lo que me temía. La casa parecía desierta. Subí la escalera que llevaba a la puerta, y me quedé aguardando, pero no sé de dónde, surgió a mi lado inesperadamente un guardia.

—¿Desea algo? —me dijo.

—No.

—Pues aquí no puede estar.

—Perdóneme —dije, y comencé a bajar la escalera hacia la calle.

—Un momento… ¿No es usted la señora de Winter?

—Sí.

—Entonces, es distinto. Si lo desea, puede quedarse aquí. ¿No quiere esperar sentada en este cuarto?

—Muchas gracias.

Me entró en un cuartito desnudo, en donde había un escritorio. Parecía el salón de espera de una estación. Allí me estuve sentada, con la manos sobre la falda. Pasaron cinco minutos sin que ocurriera nada. Aquello era peor que aguardar sentada en el coche. Me levanté y salí al pasillo. El guardia aún estaba allí.

—¿Falta mucho para que terminen? —le pregunté.

—Si quiere, iré a enterarme.

Desapareció por el corredor, y volvió al poco rato.

—Creo que ya no tardarán. El señor de Winter ha terminado su declaración. El capitán Searle, el buzo y el doctor ya lo han hecho. El único que queda por declarar es el señor Tabb, el armador de Kerrith.

—Entonces…, casi han terminado.

—Supongo que sí, señora. ¿No quiere usted presenciar lo poco que queda? Hay un sitio vacío junto a la puerta. Si entra con cuidado, nadie la verá.

—Bueno, gracias.

Casi habían acabado. Maxim ya había hecho su declaración. Por lo tanto, no me importaba escuchar lo demás. Lo que no había querido presenciar era el interrogatorio de Maxim. La idea de verle declarando se me hacía muy difícil y por eso no había entrado con él y con Frank. Ahora, ya era distinto. Ya habían acabado con él.

Seguí al guardia, que abrió una puerta al final del pasillo, y entré de puntillas, sentándome junto a la puerta, manteniendo la cabeza baja para no mirar a nadie. La sala era más pequeña de lo que me había imaginado. El aire estaba viciado y hacía mucho calor. Yo me había figurado una sala enorme y desnuda, con bancos como los de las iglesias. Maxim y Frank estaban sentados al otro extremo. El coroner era un viejecillo enjuto y con lentes. Había otras personas que me eran desconocidas. Las miré a todas con el rabillo del ojo, y el corazón me saltó en el pecho cuando vi a la señora Danvers y a Favell sentado junto a ella. Jack Favell, el primo de Rebeca. Estaba inclinado hacia delante, la barbilla apoyada en ambas manos, los ojos clavados en Horridge. No esperaba encontrarle allí. ¿Le habría visto Maxim? James Tabb, el armador, estaba de pie en aquel momento, y el coroner le estaba haciendo una pregunta.

—Sí, señor —respondió Tabb—. Yo me encargué de arreglar el velero de la señora de Winter. Era un barco de pesca francés. La señora lo compró poco menos que de balde en Bretaña, y lo trajo luego aquí, encargándome que lo decorara y convirtiera en un yate de recreo.

—¿Estaba el barco en condiciones de hacerse a la mar? —dijo el coroner.

—Lo estaba cuando yo lo revisé, el pasado abril. La señora de Winter solía mandarme el velero en el mes de octubre para guardarlo. En marzo me mandó que lo preparase, como de costumbre, y así lo hice. Ése fue el cuarto año que usó el barco desde que yo lo transformé.

—¿Sabe usted si el barco había volcado alguna vez?

—No, señor. La señora me lo hubiera dicho, y la verdad es que estaba encantada con él en todos los sentidos, a juzgar por lo que me decía.

—Supongo que sería difícil de manejar, ¿no?

—Verá usted, señor; no voy a negar que hay que andar con cuidado cuando se sale al mar en un barco de vela. Pero el barco de la señora de Winter no era un barquichuelo de esos llenos de trucos y en mal estado que no se los puede dejar un momento, como algunos que se ven en Kerrith. Estaba bien construido, y era muy marinero, capaz de aguantar mucho viento. La señora de Winter lo había manejado sin dificultad con el mar mucho más picado que aquella noche. ¡Si apenas soplaban algunos golpes de viento de cuando en cuando! Eso es lo que yo digo, y lo que he dicho siempre, que no entiendo cómo pudo zozobrar el barco aquella noche.

—Pero, vamos a ver. Si suponemos que la difunta bajó al camarote en busca de un abrigo, como se cree, un golpe de viento que soplase de tierra de repente, ¿no sería bastante para volcar el barco?

James Tabb sacudió la cabeza, y respondió cabezón:

—No; yo creo que no.

—Bueno; sin embargo, eso es lo que ocurrió, sin duda —dijo el coroner—. No creo que ni el señor de Winter ni ninguno de nosotros queramos insinuar que usted haya tenido la culpa del accidente por no haber hecho bien el trabajo que se le encomendó. Usted nos dice que al empezar la temporada preparó el barco y que lo dejó en condiciones. Eso es lo único que quería saber. Por desgracia, la difunta tuvo un momento de descuido, que le costó la vida al hundirse el barco con ella dentro. Ya le digo que nadie pretende culparle a usted.

—Perdóneme, señor —dijo el armador—; pero la cosa no es tan sencilla como parece. Y si usted me lo permite, quisiera añadir algo.

—Perfectamente. Puede continuar.

—Pues verá usted, señor. Cuando el año pasado ocurrió lo que ocurrió, no faltó quien dijera cosas poco agradables acerca de mí: que si yo tenía la culpa de que la difunta hubiera salido en un barco podrido y viejo, que si patatín, que si patatán. De resultas, perdí dos o tres encargos. No había derecho; pero el barco hundido estaba, y no pude hacer nada para disculparme. Pero el barco ése encalló y encontraron el de la difunta, y lo pusieron a flote. Ayer, aquí, el señor capitán Searle me dio permiso para examinarlo, y así lo hice. Quería yo convencerme a mí mismo de que cuando entregué el barquito éste estaba en regla, y fui a verlo, aunque como sabemos, ya llevaba hundido más de doce meses.

—Me parece muy natural, y espero que se convenciera usted de que había hecho bien el trabajo —dijo el coroner.

—Sí, señor. El trabajo estaba bien hecho. Lo estuve examinando a bordo de la chalana, donde lo había puesto el señor capitán Searle. Al hundirse, quedó descansando sobre un banco de arena. Esto se lo pregunté al buzo, que me dijo que sí. No había chocado contra ningún escollo. La escollera estaba a más de metro y medio de distancia. El velero había estado descansando sobre la arena todo este tiempo, sin que le tocara ninguna roca.

Hizo una pausa. El coroner le miró, esperando la continuación.

—Bueno. ¿No tiene más que añadir?

—Sí que tengo —dijo con énfasis—. ¡Y mucho! Lo que yo quiero saber es quién hizo aquellos agujeros en el casco. Las rocas no fueron. La roca que estaba más cercana quedaba a más de metro y medio. Ni eran aquéllos los agujeros que hacen las rocas. Aquellos eran agujeros hechos con una barra de hierro.

No pude mirarle. Tenía la vista fija en el suelo. El piso estaba cubierto de linóleo verde, y me quedé mirándolo. ¿Por qué no diría nada el coroner? ¿Por qué no diría nada alguien? Por fin, habló, pero su voz me sonó muy remota.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué clase de agujeros?

—Había tres. Uno en la proa, junto a la caja de la cadena para el ancla, a estribor, por debajo de la línea de flotación. También habían cambiado el lastre de posición. Estaba todo suelto. Y no es eso todo; además, las espitas estaban abiertas.

—¿Las espitas? ¿Qué es eso?

—Las que cierran y abren las cañerías que de un lavabo o un retrete van al mar. La señora había mandado arreglar un cuartito de aseo en la popa. Y en la proa un fregadero para platos sucios, y así, cada uno tenía una espita. Cuando el barco está navegando, hay que tenerlas cerradas, porque si no entraría el agua. Bueno, pues cuando ayer examiné el barquito, las dos espitas no podían estar más abiertas.

Hacía allí dentro un calor sofocante. ¿Por qué no abrirían una ventana? ¡Nos íbamos a asfixiar! Con toda aquella gente respirando el mismo aire. ¡Tanta gente y tan poco aire!

—Con esos agujeros en el casco y las espitas abiertas, no tardaría mucho en hundirse un barco como aquél. No creo que pudiera pasar de los diez minutos. Esos agujeros no los tenía el barco cuando lo entregué. Mi trabajo estaba bien hecho. Eso no sólo lo digo yo, sino que lo decía la difunta. Y mi opinión es que el barco no zozobró, sino que lo hundieron intencionadamente.

«Lo que tengo que hacer —pensé— es salir, volverme a aquel cuartito, porque aquí ya no se puede respirar, no queda aire». Y el que estaba a mi lado se me acercaba cada vez más y más… Alguien delante de mí se puso en pie, y todo el mundo parecía estar hablando y cuchicheando. El calor era asfixiante. El coroner impuso silencio y dijo algo «del señor de Winter». No me dejaba ver nada el sombrero de una mujer que tenía delante. Maxim estaba en pie. No pude mirarle. No debía mirarle. Noté una sensación que ya había sentido otra vez. ¿Cuándo? No sabía… No me acordaba… ¡Ah! ¡Sí! ¡La señora Danvers! ¡Cuando estuve asomada a la ventana con la señora Danvers! Ahora ella estaba escuchando lo que decían el coroner y Maxim. Maxim estaba allí, de pie. El calor subía desde el suelo en oleadas lentas y sofocantes hasta mis manos, mojadas y escurridizas; hasta mi cuello, mi barbilla, mi cara…

—Señor de Winter: ha oído usted la declaración de James Tabb, que preparó el barco de su difunta esposa. ¿Puede usted decirnos si sabe algo de esos agujeros?

—No sé nada en absoluto.

—¿No puede usted explicarnos eso de alguna manera?

—No, claro que no.

—¿Es la primera vez que oye usted hablar de ellos?

—Sí.

—Naturalmente, su existencia le sorprende.

—Ya me sorprendió bastante saber que me equivoqué al hacer aquella identificación, hace doce meses, y ahora me entero de que mi mujer no sólo murió ahogada en su propio camarote, sino que se hicieron determinados agujeros, con el propósito deliberado de que entrara el agua y el barco se hundiera. ¿Le parece a usted que no debería estar sorprendido?

«No, Maxim, no. Le irritarás. Ya oíste lo que te dijo Frank. No le enfades. No le hables en ese tono, con ese tono airado, Maxim. No comprenderá. Te lo suplico, amor mío, te lo suplico. ¡Dios mío! ¡No permitas que Maxim pierda la cabeza! ¡No dejes que pierda la cabeza!»

—Señor de Winter, le ruego que me crea si le digo que aquí todos sentimos mucho lo ocurrido. No se me oculta que ha sido un duro golpe para usted, un golpe durísimo, saber que su difunta esposa se ahogó en su camarote y no en el mar, como usted supuso. Yo estoy llevando a cabo este interrogatorio, por usted. Y por usted quiero llegar a saber exactamente cómo y por qué murió su esposa. No estoy llevando esta investigación para divertirme.

—Eso resulta evidente, ¿no?

—Así lo espero. James Tabb nos acaba de decir que el barco dentro del cual se han hallado los restos de su difunta esposa presenta tres agujeros, hechos a golpes dados en el casco. Y que las espitas estaban abiertas. ¿Pone usted en duda tal declaración?

—Naturalmente que no. Él, como armador que es, sabrá lo que está diciendo.

—¿Quién cuidaba del barco de su difunta esposa?

—Ella misma.

—¿No empleaba a nadie?

—No, a nadie.

—El barco solía quedar amarrado al puertecito particular de Manderley, ¿no es así?

—Sí.

—Si un extraño hubiera tratado de hacer algo en el barco, ¿hubiera podido ser visto? Creo que no se puede llegar a aquel lugar por ningún camino público.

—No; no se puede.

—Entiendo que aquella bahía está desierta y rodeada de árboles, ¿no?

—Sí.

—Entonces, ¿acaso pudiera pasar inadvertido un extraño?

—Puede.

—Y, sin embargo, Tabb nos ha dicho, y no tenemos ningún motivo para dudarlo, que un barco como aquél, con aquellos agujeros hechos en el casco y las espitas abiertas, no flotaría durante más de diez minutos.

—Exactamente.

—Entonces, podemos olvidarnos de la teoría de que alguien anduvo en el barco con intenciones criminales antes de que su difunta esposa saliera a dar un paseo por el mar, pues, en ese caso, el barco se hubiera hundido en el sitio en que estaba amarrado.

—Indudablemente.

—Por consiguiente, hemos de suponer que quien quiera que fuese, la persona que sacó el barco aquella noche fue quien hizo los agujeros en el casco y abrió las espitas.

—Así parece.

—Ya ha declarado usted que la puerta del camarote estaba cerrada, como las ventanillas, y los restos de su mujer en el suelo de su camarote. Ésta fue su declaración y la del capitán Searle, y la del señor doctor.

—Sí.

—Si añadimos a esto la información referente a los agujeros hechos con la barra de hierro y las espitas abiertas, ¿no le parece, señor de Winter, que todo es muy extraño?

—Desde luego.

—¿No se le ocurre nada más?

—No; nada más.

—Señor de Winter, aunque me sea penoso, tengo el deber de hacerle una pregunta muy delicada.

—¿Sí?

—¿Las relaciones entre usted y su difunta esposa eran… cordiales?

Ya sabía yo que aparecerían los dichosos puntos negros ante mi vista, bailarines, relampagueantes, cruzando veloces el aire denso… ¡Hacía tanto calor, tanto calor, con toda aquella gente, con todas aquellas caras, y ninguna ventana abierta! La puerta, que yo creía estaba junto a mí, la veía ahora a lo lejos. El suelo se alzó para venir a mi encuentro. En aquel momento, saliendo de la extraña neblina que me rodeaba, llegó a mis oídos la voz clara y fuerte de Maxim, que decía:

—Hagan el favor de sacar a mi mujer de la sala. Se va desmayar.