ENTRÓ Maxim en el cuartito y cerró la puerta. A los pocos minutos se presentó Robert para recoger el servicio del té. Le di la espalda para que no me viera la cara. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que empezara a correr la voz, hasta que llegara a la cocina, a Kerrith? ¿Cuándo se enteraría la gente?
Oí el murmullo de la voz de Maxim encerrado en el cuartito. Me atenazó una angustia en la boca del estómago como la que siente quien espera a lo desconocido. El sonido del timbre del teléfono pareció despertar cada nervio de mi cuerpo, antes adormecidos. Había estado sentada en el suelo, frente a Maxim, su mano entre las mías, mi cabeza reclinada en su hombro, como si todo fuera un sueño. Mientras escuchaba su relato, parte de mi persona había cambiado tras él como una sombra. También yo había matado a Rebeca y hundido el yate y, junto a él, estuve escuchando el rumor del viento y del mar. También yo había estado esperando la llamada de la señora Danvers. Todo lo había compartido con él, todo y aun más. Pero la otra mitad de mi persona estuvo sentada todo el tiempo sobre la alfombra, impasible y distanciada, pensando en una sola cosa que me repetía sin cesar a mí misma: «No quería a Rebeca; Maxim no estaba enamorado de Rebeca». Pero aquella llamada de teléfono había reunido mis dos mitades, y una vez más estaba allí toda entera, como antes, la misma de siempre. Sin embargo, sentía algo que era nuevo; a pesar de la ansiedad y la preocupación, me encontraba más ligera y descansada. Ya no tenía miedo a Rebeca, ya no la odiaba. Al saber que había sido una mujer malvada, viciosa y corrompida, se disipó mi odio, pues ya no podría hacerme ningún daño. Ahora me sentaría ante su escritorio y tocaría su pluma y miraría aquellos casilleros, sin que nada me importase. Y si iba a su cuarto y me asomaba a su ventana, como había hecho poco antes, no sentiría ya miedo alguno. El poder de Rebeca sobre mí se había desvanecido como la niebla, y ya nunca más me atormentaría su recuerdo, ni me perseguiría al bajar la escalera, ni se sentaría a mi lado en el comedor, ni se asomaría al vestíbulo para espiarme. Maxim no la había querido nunca, y yo no la odiaba ya. Habían aparecido su cuerpo y su yate, de nombre curiosamente profético, Je reviens, pero yo me había librado de ella para siempre.
Ahora yo quedaba libre para estar con Maxim, para tocarle y abrazarle y quererle. Nunca más volvería a ser una chiquilla. Ya no sería yo, yo todo el tiempo, seríamos nosotros. Los dos juntos, él y yo, saldríamos al encuentro de cualquier amenaza.
Nadie nos podría separar ya. Ni Searle, ni el buzo, ni Frank, ni la señora Danvers, ni Beatrice, ni la gente de Kerrith con sus periódicos. No era cierto que la felicidad nos hubiera llegado demasiado tarde. Yo no era ya una chiquilla tímida y miedosa. Lucharía por Maxim y mentiría y cometería los perjurios que fueran necesarios, y si era preciso imprecaría a los dioses y elevaría mis oraciones al mismo tiempo. Rebeca no había ganado; Rebeca…, ¡había perdido!
Se llevó Robert el servicio del té y volvió Maxim.
—Era el coronel Julyan —me dijo—. Acaba de hablar con Searle. Vendrá mañana en la lancha. Searle le ha contado lo ocurrido.
—¿El coronel Julyan? ¿Qué tiene que ver él con esto?
—Es el magistrado[16] de Kerrith. Tiene que presenciarlo todo.
—¿Qué te dijo?
—Que si yo me había formado ya alguna opinión acerca de la identidad del cadáver.
—¿Y tú?
—Le he dicho que no, que todos creíamos que Rebeca iba sola. Le he dicho que no sabíamos de ningún amigo…
—Y…, ¿qué te respondió?
—Que si me parecía posible haber cometido un error cuando fui a Edgecombe.
—¿Ya se le ha ocurrido eso?
—Sí.
—¿Y tú?
—Le dije que tal vez, que no sabía.
—Entonces, ¿estará contigo cuando icen el yate? ¿Él y Searle y el médico?
—Y el inspector Welch también.
—¿El inspector Welch? ¿Un policía?
—Sí.
—¿Para qué?
—Es la costumbre cuando se descubre un cadáver.
Callamos y de nuevo volvió la angustia a atenazarme las entrañas.
—Puede que no sea posible sacar a flote el yate —dije.
—Sí, puede.
—Entonces…, no podrían hacer nada con el cadáver.
—No lo sé.
Se puso a mirar por la ventana. Estaba el cielo blanco y encapotado, como cuando llegué yo de las rocas. No soplaba ni la más ligera brisa. Todo estaba tranquilo y apacible.
—Hace una hora creí que iba a comenzar a soplar del sudoeste, pero se ha calmado el viento —dijo.
—Sí.
—Mañana estará el mar muy tranquilo para el buzo.
Empezó a sonar el teléfono otra vez. Había algo angustioso en ese agudo timbre que sonaba con una urgencia ruidosa. Maxim salió del cuarto, para contestar, cerrando la puerta tras él, como antes. Aún sentía que algo me oprimía las entrañas, y cuando sonó el timbre del teléfono el dolor se hizo más intenso. Aquel timbre me trajo a la memoria mi niñez, pues esa sensación la había notado cuando aún siendo muy niña, sin comprender lo que pasaba, me acurrucaba junto a un armario, debajo de la escalera de mi casa, mientras en las calles de Londres sonaban terribles estampidos. La sensación era idéntica; la angustia, la misma.
Volvió Maxim a la biblioteca y dijo:
—¡Ya empezamos!
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —dije, mientras me quedaba repentinamente fría.
—Era un reportero del Country Chronicle. Que si era verdad que habíamos encontrado el yate de la difunta señora de Winter.
—¿Qué le has dicho?
—Que se había encontrado una embarcación y que no sabíamos nada. Que puede que no sea el barco de Rebeca.
—¿No te dijo más?
—Sí. Me preguntó que si era cierto el rumor que corría acerca del hallazgo de un cadáver en el camarote.
—¡No!
—Sí. Alguien ha debido de decir algo. Searle, desde luego que no. Pero el buzo, o uno de sus amigos… No es posible hacer callar a esa gente. Mañana, a la hora del desayuno, lo sabrá todo Kerrith.
—Pero…, ¿qué le has dicho del cadáver?
—Que no sabía nada. Además, le he pedido que no vuelvan a molestarme por teléfono.
—Eso les va a sentar mal. Los vas a poner contra ti.
—¡Qué se le va a hacer! No quiero hacer declaraciones a los periódicos. Esa gente se cree que no tengo nada mejor que hacer que hablarles por teléfono y contestar a sus preguntas.
—Puede que necesitemos su ayuda.
—Si hay que luchar, lo haré sin ayudas. No quiero la protección de ningún periódico.
—El reportero llamará a otro. Al coronel Julyan o a Searle.
—Lo que es de esos dos no sacará mucho en limpio.
—¡Si pudiéramos hacer algo! Tenemos muchas horas por delante y las estamos desperdiciando sentados, sin hacer nada, esperando a que llegue el día de mañana…
—No podemos hacer nada —dijo Maxim.
Allí nos quedamos, sentados en la biblioteca. Maxim cogió un libro, pero estoy segura de que no leía. De vez en cuando alzaba la vista y se ponía a escuchar, como si oyera el teléfono. Pero éste no volvió a sonar, ni nadie nos molestó. Nos vestimos para cenar, como de costumbre, y me pareció increíble que la noche antes estuviera yo delante de mi espejo poniéndome mi vestido blanco, arreglando los rizos de la peluca. Todo aquello me parecía ya una pesadilla olvidada, algo que me venía a la memoria después de muchos meses. Cenamos. Frith, que ya había vuelto, nos sirvió con su cara solemne y sin expresión. ¿Habría estado en Kerrith? ¿Habría oído algo?
Después de cenar volvimos a la biblioteca. No hablamos mucho. Yo me senté en el suelo a los pies de Maxim, reclinando la cabeza sobre sus rodillas, mientras él me pasaba por el pelo el peine de sus dedos entreabiertos. Pero sus caricias ya no eran como las de antes, hechas sin pensar, como si estuviera rascando a Jasper. Notaba las yemas de sus dedos sobre la cabeza. De vez en cuando me besaba o me decía algo. Ya no se alzaba entre nosotros sombra alguna, y si permanecíamos callados a ratos, era por desearlo así. Y no pude menos de pensar cómo podía sentirme tan dichosa cuando tan negros nubarrones se cernían por encima de nosotros. Era una dicha indefinible la que sentía, y nada parecida a aquella con que soñara durante tantas horas de soledad. No era una felicidad febril y apasionada, sino sosegada y tranquila. Estaban abiertas de par en par las ventanas de la biblioteca, y cuando callábamos, entre caricia y caricia, fijábamos la vista en los oscuros y amenazadores nubarrones.
Aquella noche debió de llover, pues cuando desperté, poco después de las siete, y ya levantada me asomé al jardín, vi las rosas gotear colgadas de sus tallos y los bancales de césped húmedos y adornados de plata. El aire estaba ligeramente perfumado de neblina húmeda y de ese olor característico de las primeras hojas que caen. El otoño parecía haberse adelantado dos meses. Maxim se levantó a las cinco, sin que yo le oyera. Debió de hacerlo calladamente y salir silencioso por el cuarto de baño. Supuse que ya estaría en la bahía con el coronel Julyan, Searle y los tripulantes de la chalana. Allí estaría la barcaza, con su grúa y su gruesa cadena, levantando el yate de Rebeca. Esto lo pensé tranquilamente, sin sentir nada. Me los imaginé a todos allá en la bahía, mientras el oscuro casco del velero subía lentamente a la superficie, chorreando, cubiertos sus costados de conchas y de algas marinas. Cuando lo izaran a bordo de la chalana se escurriría el agua para volver al mar. La madera del casco estaría reblandecida, gris y pulposa. Olería a moho y barro y a las algas negruzcas que crecen en las profundidades del mar, junto a las rocas sumergidas que jamás conocen el aire. Tal vez pudiera leerse aún el nombre pintado en la proa: Je reviens, con las letras verduscas y borrosas. Los clavos estarían cubiertos de herrumbre, y Rebeca tirada en el suelo del camarote.
Me bañé y, vestida ya, bajé para desayunar a las nueve, como siempre. Junto a mi plato encontré un montón de cartas de gente agradeciéndome el baile. Leí algunas por encima. Frith me preguntó si tenía que guardar el desayuno para Maxim, y le contesté que no sabía cuándo iba a volver, añadiendo que tuvo que salir muy temprano. No me respondió. Parecía muy serio y solemne, y pensé si ya sabría lo ocurrido.
Cuando terminé el desayuno me llevé las cartas al gabinete. Olía allí dentro a cuarto sin ventilar. Abrí de par en par las ventanas, dejando entrar el fresco aire matinal. Encima de la chimenea vi unas flores mustias. Algunas estaban secas. El suelo estaba cubierto de pétalos caídos. Llamé al timbre y vino Maud, la doncella encargada de la limpieza.
—Esta mañana no han limpiado ustedes el gabinete —le dije—, y ni siquiera han abierto las ventanas. Esas flores están secas. Haga el favor de llevárselas.
La doncella, azorada, se disculpó.
—Perdone la señora.
Cogió las flores que había sobre la chimenea.
—Que no vuelva a ocurrir.
—No, señora.
Y se marchó, llevándose las flores. Jamás se me había ocurrido que fuera tan fácil ponerse seria. ¿Por qué me parecía tan difícil antes? En el escritorio vi el menú de la comida; salmón frío con mayonesa, chuletas en aspic, gelatina de pollo y un soufflé. Comprendí que eran restos de la noche del baile. Por lo visto, aún estábamos comiendo las sobras de la fiesta. Seguramente, era la misma comida fría que me prepararon el día antes, y que yo no comí. Los criados no parecían tener ganas de trabajar. Taché con lápiz el menú y llamé al timbre para que viniera Robert.
—Diga a la señora Danvers que mande preparar una comida caliente. Si aún quedan cosas frías que no las saquen a la mesa.
—Está bien, señora.
Salí detrás de él y fui al cuartito de las flores a buscar mis tijeras, y luego a la rosaleda para cortar unos capullos. La mañana ya se había templado. El día iba a ser tan caluroso y asfixiante como el anterior. ¿Estarían aún en la bahía, o habrían llegado a la ensenada de Kerrith? Ya sabría todo cuando volviera Maxim; pero, ocurriera lo que ocurriera, tendría que conservar la calma y vencer el miedo. Corté las flores y volví al gabinete. Ya habían cepillado la alfombra y recogido los pétalos. Comencé a arreglar las flores en los jarrones recién llenos de agua por Robert, y cuando ya casi había terminado, llamaron a la puerta.
—¡Entre!
Era la señora Danvers, y traía el menú en la mano. Estaba pálida, tenía ojeras y parecía muy cansada.
—Buenos días, señora Danvers.
—No comprendo —comenzó— por qué me mandó el menú y el recado con Robert. ¿Qué significa esto?
La miré con una rosa en la mano.
—Esas chuletas y ese salmón son los mismos que sirvieron ayer. Los vi en el aparador. Hoy quiero algo caliente. Si no quieren comer esas cosas en la cocina, es mejor que las tire. Hay tanto despilfarro en esta casa, que un poco más no se notará.
Se quedó callada, mirándome, mientras yo colocaba la rosa en el florero con las demás. Luego le dije:
—No vaya a decirme que no se le ocurre qué darnos. Estoy segura de que tiene usted en su cuarto menús para cualquier ocasión que pueda presentarse.
—No estoy acostumbrada a que se me manden recados con Robert. Si mi señora quería cambiar algo del menú, me llamaba ella misma por teléfono.
—Lo siento, pero no me interesa lo que solía hacer su señora. La señora ahora soy yo, y si me parece bien mandar recados con Robert, puede usted estar segura de que lo haré.
En aquel momento entró Robert en el cuarto y dijo:
—Señora, llaman por teléfono del Country Chronicle.
—Diga usted que no estoy en casa.
—Está bien, señora.
Y salió.
—¿Quiere usted algo más? —pregunté a la señora Danvers.
Continuó mirándome sin hablar.
—Si no tiene nada más que decir, más vale que vaya a la cocina a dar órdenes acerca de la comida. Estoy ocupada.
—¿Por qué querían hablar con usted del Country Chronicle?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Es verdad —dijo muy despacio— lo que ha oído Frith en Kerrith ayer, que han encontrado el yate de mi señora?
—¿Le han dicho eso? No sé una palabra.
—Ayer vino aquí el capitán Searle, el jefe del puerto de Kerrith, ¿no? Me lo ha dicho Robert, que le abrió la puerta. Frith dice que el rumor que corre por Kerrith es que el buzo encontró ayer el yate.
—Puede que sí, pero más vale que espere usted que vuelva el señor y le pregunte a él.
—¿Por qué se levantó tan temprano el señor?
—Eso sólo le interesa a él.
Continuó mirándome fijamente, y añadió:
—Frith ha oído decir que encontraron un cadáver en el camarote. ¿Qué hace allí ese cadáver? Mi señora salía siempre sola.
—Es inútil que me pregunte. No sé más que usted acerca de todo eso.
—¿Está usted segura? —me preguntó, hablando muy despacio, sin dejar de mirarme.
Le di la espalda y coloqué el florero encima de la mesita, junto a la ventana.
—Dispondré otra comida —me dijo.
Se quedó esperando unos segundos, pero como yo callara, salió de la habitación. Ya no me asustaba, pensé. Había perdido el poder que tenía sobre mí, al mismo tiempo que Rebeca. Ya nada que pudiera decir o hacer me importaría o haría daño. Sabía que era mi enemiga, pero me daba igual. Únicamente…, si averiguara de quien era el cadáver hallado y se pusiera en contra de Maxim…, ¿qué podría hacer? Me senté en una silla y dejé las tijeras sobre la mesa. Se me habían acabado las ganas de continuar arreglando flores. No hacía sino pensar en lo que estaría haciendo Maxim. ¿Y para qué habría vuelto a llamar el reportero del Country Chronicle? Volví a notar que se apoderaba de mí la dolorosa angustia de antes. Me asomé a la ventana. Hacía un calor bochornoso. Estaba amenazando tormenta. Los jardineros comenzaron de nuevo a segar el césped. Vi a uno que caminaba con su máquina de un lado a otro, por la cima del repecho. No pude aguantar más tiempo el estar allí sentada en el gabinete. Dejé las tijeras y las rosas y salí a la terraza, comenzando a pasear por ella. Jasper me seguía sin hacer ruido, pensando por qué no le sacaba a dar un paseo. Continué mis idas y venidas, hasta que a eso de las once y media salió Frith del vestíbulo para decirme:
—Señora, el señor está al teléfono.
Pasé por la biblioteca hasta llegar al cuartito del teléfono. Cuando levanté el auricular me temblaban las manos.
—¿Eres tú? Soy yo, Maxim. Estoy hablando desde la oficina. Frank está conmigo.
—¿Qué hay?
Hubo una pequeña pausa, y luego siguió:
—Frank y el coronel Julyan comerán con nosotros, a eso de la una.
—Bueno.
Esperé a que continuara.
—Pudieron sacar el yate. Yo acabo de volver de la ensenada…
—¿Y…?
—Searle estuvo allí y Julyan, también Frank.
¿Estaría Frank junto a él y por eso hablaría tan fríamente?
—Bueno, pues espéranos a eso de la una.
Colgué el auricular. No me había dicho nada, y yo continuaba sin saber lo que había ocurrido. Volví a la terraza, después de decirle a Frith que seríamos cuatro a comer en lugar de dos.
El tiempo pasaba despacio, se hacía interminable. Subí a mi cuarto y me puse un vestido más ligero. Bajé, me fui al salón y allí estuve sentada. A la una menos cinco oí el ruido de un automóvil, y poco después rumor de voces en el vestíbulo. Me arreglé el pelo delante del espejo y noté lo pálida que estaba. Me di unos pellizcos en las mejillas, para darles algo de color, y me puse en pie para recibirlos. Entraron Maxim, Frank y el coronel Julyan. Me acordé al punto de que Julyan había asistido al baile disfrazado de Cromwell. Cuando le vi me pareció que había encogido y cambiado, que era mucho más pequeño.
—¿Cómo está usted? —me dijo.
Hablaba con voz tranquila y grave, como un médico.
—Di a Frith que traiga el jerez —dijo Maxim—. Yo voy a lavarme las manos.
—Y yo también —dijo Frank.
Antes de que pudieran llamar al timbre, apareció Frith con el jerez. Julyan no quiso tomar y yo me serví una copa, por tener algo en la mano. Se me acercó el coronel y permaneció en pie, junto a mí, ante la ventana.
—Es una situación muy penosa, señora —dijo afablemente—. Lo siento infinito por usted y por su marido.
—Muchas gracias —dije.
Y tras beber un sorbo de jerez dejé la copa encima de la mesa. Temía que viese cómo me temblaba la mano.
—Lo peor es que su marido identificase el primer cadáver hace un año.
—No comprendo…
—Pero…, ¿no sabe usted lo que hemos descubierto esta mañana?
—Sé que han descubierto un cadáver, que el buzo lo encontró.
—Sí —dijo, y luego, echando una rápida mirada hacia el vestíbulo, añadió—. Es el cadáver de Rebeca, sin duda alguna; no puedo ahora darle más detalles, pero los indicios fueron suficientes para que su marido y el doctor Phillips la pudieran identificar.
Calló súbitamente y se separó de mí, porque Frank y Maxim habían entrado.
—La comida está lista. ¿Vamos al comedor? —dijo Maxim.
Salí la primera, con el corazón como si fuera de plomo, dolorido y angustiado.
El coronel Julyan se sentó a mi derecha y Frank a mi izquierda. No quise mirar a Maxim. Frith y Robert sirvieron el primer plato y comenzamos a hablar del tiempo.
—He leído en el Times que ayer hizo ochenta grados[17] en Londres —dijo el coronel.
—¿De veras? —pregunté.
—Sí. ¡Pobrecillos los que no pudieron salir al campo!
—En París —intervino Frank— hace aún más calor que en Londres. Recuerdo un fin de semana que pasé en París, a mediados de agosto, y no se podía ni dormir. Se ahogaba uno. Hizo más de noventa grados.
—Y los franceses, generalmente, duermen con las ventanas cerradas, ¿no? —preguntó el coronel.
—No lo sé. Estaba hospedado en un hotel, y casi todos los que había en él eran americanos.
—Conocerá usted Francia, señora, ¿no?
—No mucho.
—¡Ah! Tenía la idea de que había vivido usted allí mucho tiempo.
—No —respondí.
—Cuando nos conocimos —dijo Maxim—, estaba en Montecarlo. Pero apenas puede decirse que aquello sea Francia.
—No, claro. Montecarlo debe de ser muy cosmopolita. Creo que la costa es preciosa.
—Preciosa —dije.
—No tan brava como ésta, ¿eh? Sin embargo, yo prefiero ésta. Cuando se trata de echar raíces…, no hay lugar como Inglaterra. Aquí sabe uno a qué atenerse.
—Puede que los franceses digan lo mismo en Francia —arguyó Maxim.
—Seguro que lo dirán —dijo el coronel.
Continuamos comiendo en silencio. Frith estaba de pie junto a mi silla. Todos estábamos pensando en lo mismo, pero la presencia de Frith nos obligaba a continuar aquella comedia. Supongo que el mismo Frith también estaba pensando en ello, y que sería más natural que abandonásemos las conveniencias y le dejáramos tomar parte en la conversación si tenía algo que decir. Llegó el segundo plato y vi que la señora Danvers no había descuidado disponer de una comida caliente. Me serví de una cacerola algo cubierto de salsa de setas.
—Todo el mundo lo pasó muy bien en su magnífico baile del otro día —dijo el coronel.
—Me alegro mucho.
—Esas cosas hacen mucho bien en la comarca —dijo.
—Sí, es muy probable.
—Es un instinto que comparten todos los seres humanos, el deseo de disfrazarse de lo que sea.
—Entonces yo soy poco humano —contestó Maxim.
—Pero si es natural que nos guste disfrazarnos. No somos sino chiquillos grandes en cierta manera.
No pude menos de preguntarme qué placer le habría proporcionado el vestirse de Cromwell, pues se pasó casi toda la noche en el gabinete jugando al bridge.
—Usted no juega al golf, ¿verdad? —me preguntó.
—He de confesar que no.
—Debería usted empezar. Mi hija mayor es muy aficionada, pero no encuentra gente joven con quien jugar. El día de su cumpleaños le regalé un cochecito, y ahora se va casi todos los días al norte, a la costa. Así tiene algo en que ocuparse.
—Lo pasará muy bien —dije.
—Debería haber sido un chico. Sin embargo, mi hijo no juega a nada. Se pasa la vida escribiendo versos. Supongo que se curará.
—¡Seguro! —intervino Frank—. Yo también solía escribir versos cuando tenía su edad. Y muy malos, por cierto. Ahora ya nunca escribo.
—¡Hombre! —dijo Maxim—. ¡Así lo espero!
—Yo no comprendo a quién ha salido mi hijo. Desde luego, ni a su madre ni a mí.
Sobrevino otro silencio. El coronel repitió de lo que había en la cacerola.
—Su hermana estaba muy bien la otra noche —dijo.
—Sí —respondí.
—Y se le cayó el traje, como de costumbre —dijo Maxim.
—Es que esos ropajes orientales tienen que ser complicadísimos de manejar y, sin embargo, dicen que son más cómodos y más frescos que los que se ponen las mujeres inglesas.
—¿De veras?
—Así lo dicen. Parece que esos ropajes sueltos protegen contra los rayos del sol.
—¡Es curioso! —dijo Frank—, porque dan la impresión contraria.
—Pues no —aseveró el coronel.
—¿Conoce usted Oriente, mi coronel? —se intereso Frank.
—El Extremo Oriente. Estuve destinado en China cinco años, y luego en Singapur.
—¿No es allí donde hacen el famoso curry?
—Sí; el curry de Singapur es excelente.
—Me encanta el curry —dijo Frank.
—Pero el que se toma en Inglaterra no es curry. Más parece carne picada.
Se llevaron los platos y nos sirvieron un soufflé y una ensalada de frutas.
—Supongo que ya se les estarán acabando las frambuesas, ¿no? —dijo el coronel—. Pero este verano ha habido muchísimas. Yo no sé cuántos tarros de mermelada hemos hecho en casa.
—Yo creo que la mermelada de frambuesa nunca vale gran cosa —dijo Frank—. Tiene demasiadas pepitas.
—Venga usted a casa un día a probar la nuestra. Yo no encuentro que tenga muchas pepitas.
—Este año —dijo Frank— va a haber una cosecha magnífica de manzanas en Manderley. Hace unos días le estaba diciendo a Maxim que, probablemente, superaremos todas las anteriores. Podremos mandar muchas a Londres.
—Pero ¿cree usted que vale la pena? —preguntó el coronel—. Cuando se han pagado las horas extraordinarias a los obreros, el empaquetado y el transporte… ¿aún pueden conseguir algún beneficio?
—¡Ya lo creo! —respondió Frank.
—¡Ah! Pues eso es interesante. Tendré que hablar con mi mujer del asunto.
No tardamos en acabar el soufflé y la ensalada de frutas, y apareció Robert trayendo queso y galletas, seguido a los pocos minutos de Frith, que venía con el café y los cigarrillos. Luego se marcharon los dos, cerrando la puerta al salir. Permanecimos callados, mientras tomábamos el café. Yo no me atrevía a levantar los ojos de la taza.
—Estaba diciendo a su mujer, antes de sentarnos a la mesa —comenzó a decir el coronel, volviendo a hablar en tono confidencial—, que lo peor de este malhadado asunto es que usted identificase el primer cadáver.
—Sí, estoy de acuerdo —respondió Maxim.
—Naturalmente, que un error cometido en aquellas circunstancias —intervino Frank rápidamente— es muy explicable. Las autoridades escribieron a Maxim pidiéndole que fuera a Edgecombe, ya suponiendo de antemano, incluso antes de que él llegara, que el cadáver era el de su esposa. Maxim, además, estaba enfermo. Yo quise acompañarle, pero se empeñó en ir solo; la verdad es que no se encontraba en disposición de hacerlo.
—Eso son tonterías —dijo Maxim—. Estaba perfectamente.
—Bueno, no ganaremos nada discutiéndolo ahora —dijo el coronel—. El hecho es que la identificó usted, y ahora no hay más remedio que admitir el error. Esta vez no parece que haya duda alguna.
—No —dijo Maxim.
—Me gustaría poderles ahorrar las formalidades y la publicidad de la investigación, pero me temo que sea imposible.
—Es natural —dijo Maxim.
—No creo que sea cosa larga —continuó el coronel—. Solamente se trata de confirmar la identificación y hacer que declare Tabb, que según me dice usted, fue quien hizo las modificaciones en el velero cuando su mujer lo trajo de Francia. Es preciso que éste declare que el yate estaba en estado de navegar y en regla cuando salió de sus talleres. Total, puros formulismos legales. Pero hay que hacerlo. Lo que me preocupa es la publicidad del asunto. Eso es lo desagradable para usted y su mujer.
—Nos hacemos cargo —dijo Maxim—. No se preocupe usted.
—¡Que mala suerte que ese vapor fuera a encallar allí! —dijo el coronel—, pues sino no se hubiera vuelto a hablar del asunto.
—Ya, ya —dijo Maxim.
—El único consuelo es pensar que su desgraciada mujer tuvo una muerte rápida y repentina, y no la agonía lenta que en un principio todos temimos. Es imposible que ni siquiera intentara echar a nadar.
—Imposible —dijo Maxim.
—Supongo que bajaría al camarote a buscar algo y se cerraría la puerta. Justo en ese momento, un golpe de viento pegaría en el velero, sin nadie al timón —explicó el coronel—. ¡Qué cosa más tremenda!
—Sí —dijo Maxim.
—Ésa parece ser la explicación. ¿No cree usted, Crawley?
—Sí, no cabe duda —respondió Frank.
Alcé los ojos y vi a Frank mirando a Maxim. Éste apartó la vista inmediatamente, pero me bastó para comprender la expresión de su mirada. Frank sabía lo ocurrido. Pero Maxim ignoraba que Frank lo supiera. Continué moviendo el café con una mano caliente y húmeda.
—Supongo —dijo el coronel— que todos, antes o después, cometemos un error, y entonces tenemos que sufrir las consecuencias. Su mujer no tenía más remedio que saber que en aquellos parajes el viento sopla como por un embudo, y que era peligroso abandonar el timón en un velero como el suyo. Seguramente había pasado por aquel lugar mil veces. Pero llegó el momento, se descuidó y el hacerlo le costó la vida. Es una lección que todos debemos tener en cuenta.
—Hasta la gente con más experiencia —dijo Frank— cometen equivocaciones. Fíjese la gente que se mata todos los años cazando.
—¡Ah!, pero, generalmente, es porque se cae del caballo. Si ella no hubiera abandonado el timón, no habría habido accidente. Y he de confesar que me parece extraordinario que lo hiciera. La veía muchos sábados en las regatas con handicap de Kerrith y, he de confesar, que nunca la vi cometer un error tan elemental. Eso de abandonar el timón no se le ocurriría ni a un novato. Y, precisamente allí, junto a la escollera.
—Aquella noche —dijo Frank— hacía mucho viento. Puede que se enredase el aparejo y bajara al camarote por una navaja.
—Sí, sí, desde luego. Bueno, nunca sabremos lo que ocurrió, ni creo que adelantaríamos gran cosa sabiéndolo. Lo que yo quisiera es no tener que investigar nada más, pero no hay más remedio. Estoy procurando que se haga todo el martes por la mañana, y trataré de que sea lo más breve posible. Será una pura fórmula. Lo que siento es no poder evitar que asistan los reporteros.
Callamos todos unos momentos y pensé que ya era hora de levantarnos de la mesa.
—¿Vamos al jardín? —dije.
Nos levantamos y me dirigí a la terraza, seguida de los demás. El coronel hizo unas fiestas a Jasper.
—Se ha puesto muy hermoso este perro.
—Sí —contesté.
—Son muy buenos camaradas, ¿verdad?
Estuvimos un minuto de pie, en la terraza, hasta que el coronel, mirando su reloj, dijo:
—Muy agradecido por una comida deliciosa. Le ruego que me disculpe si me voy tan pronto, pero tengo mucho que hacer esta tarde.
—¡No faltaba más!
—Siento mucho lo ocurrido; lo siento de todo corazón. Casi más por usted que por su marido. Sin embargo, una vez terminada la investigación deben ustedes olvidarse de todo.
—Sí, procuraremos hacerlo.
—Tengo el coche en el camino. No sé si Crawley querrá que le lleve a algún lado. ¡Crawley! ¿Quiere usted que le lleve hasta la oficina?
—Muy agradecido, mi coronel —contestó, y viniendo hacia mí, me dio la mano, diciéndome:
—Hasta la vista.
—Adiós —le dije.
No quise mirarle a la cara, pues temía que leyese en mis ojos que yo también sabía la verdad.
Maxim los acompañó hasta el coche, y cuando se marcharon, se reunió conmigo en la terraza, cogiéndome del brazo. Allá estuvimos un buen rato, mirando la pradera que se extendía hacia el mar y el faro sobre el promontorio.
—Todo se arreglará —dijo—. Estoy tranquilo y tengo confianza. Ya viste la actitud de Julyan durante la comida. Y la de Frank. No creo que ocurra nada durante la investigación. Todo se arreglará.
No dije nada, pero le apreté el brazo con fuerza.
—No fue posible decir que el cadáver era de un desconocido. Lo que vimos bastó para que el doctor Phillips hiciera la identificación sin mi ayuda. Fue facilísimo. De lo que yo hice, no queda señal alguna. La bala no tocó ningún hueso.
Pasó junto a nosotros una mariposa, alocada, sin dirección fija.
—Ya viste lo que dijeron —prosiguió—. Creen que se quedó encerrada en el camarote. El jurado creerá lo mismo. Phillips se lo dirá.
Hizo una pausa, y yo continué callada.
—Tú eres mi única preocupación. Lo demás no me importa. Si viviera otra vez, haría exactamente igual. Estoy contento de haber matado a Rebeca. Nunca, nunca me remorderá la conciencia por haberlo hecho. Pero no puedo quitarme de la cabeza el daño que esto te ha causado. Durante toda la comida he estado mirándote, sin poder pensar en otra cosa. Ya no tienes en los ojos aquella mirada encantadora, tan tuya, de niña, que yo quería tanto. Ya no volverás a tenerla. También la maté cuando te dije lo de Rebeca. Estas veinticuatro horas te han echado muchos años encima.