NO se oía ni un ruido en la biblioteca, excepto el que hacía Jasper lamiéndose una pata. Seguramente se había clavado una espina, pues no dejaba de lamerse la pata. Luego oí el reloj de Maxim, pegado a mi oído. Ruidos corrientes, ruidos iguales que los de cualquier otro día, que no sé por qué me trajeron a la cabeza un estúpido refrán de mis tiempos de colegio, que decía: «Tiempo y mareas, a nadie esperan». Pero sus palabras se repetían dentro de mi cabeza, una y otra vez: «Tiempo y mareas, a nadie esperan». Éstos eran los únicos ruidos que se oían en la biblioteca; el tictac del reloj de Maxim, y Jasper que se lamía una pata tumbado en el suelo junto a mí.
He oído decir que cuando se recibe un golpe violento, una herida mortal, o cuando nos arrancan un miembro, al principio no se nota nada. Si le cortan a uno una mano, no se entera durante algunos minutos de que la ha perdido, y sigue creyendo notar los dedos. Crees estirar la mano, teclear con los dedos y estirarlos uno a uno, y sigue uno sin darse cuenta de que ya no tiene ni mano ni dedos. Yo estaba de rodillas, junto a Maxim, mi cuerpo contra su cuerpo, mis manos sobre sus hombros, sin notar nasa en absoluto, ni miedo, ni horror. Nada. Estaba pensando en que tenía que sacarle la espina a Jasper y preguntándome si vendría Robert pronto a llevarse el servicio del té. A mí misma me pareció extraordinario estar pensando en tales cosas: la pata de Jasper, el reloj de Maxim, Robert y el té, y me avergonzó no sentir emoción y la absoluta ausencia de preocupaciones. Pero a poco, me dije, acaso dentro de un rato, me volverán los sentidos y lo comprenderé todo. Lo que me acababa de decir y cuanto había ocurrido, cada cosa se colocaría en su sitio, como las piezas de un rompecabezas, para formar un cuadro comprensible. Pero, por el momento, era como si no tuviera corazón, ni cabeza, ni sentidos. Como si fuese un muñeco de madera que Maxim tuviera en sus brazos. En esto comenzó Maxim a darme besos y más besos. Nunca me había besado así. Me sujetó la cabeza con las manos y cerré los ojos.
—¡Te quiero tanto! —murmuró—. ¡Tanto!
Día tras día, noche tras noche, había estado yo esperando oírle decir eso. Y, ahora, ¡al fin!, me lo estaba diciendo. Había esperado que me lo dijera en Montecarlo, en Italia, en Manderley. Pero lo estaba diciendo ahora. Entreabrí los ojos y vi un pedacito de cortina por encima de su cabeza. Continuó besándome, con locura, con desesperación, repitiendo mi nombre. Seguía mirando el mismo pedacito de cortina, y noté que estaba más pálido que la pieza de arriba, por haberlo descolorido el sol. «¡Qué tranquila estoy! —me dije—. ¡Qué serena! ¡Estoy mirando un pedazo de cortina, mientras Maxim me besa y me dice, por primera vez, que me quiere!».
De repente, dejó de besarme, me apartó de sí y se levantó del banco.
—¿Ves? Tenía yo razón —me dijo—. Es demasiado tarde. Ya no me quieres. ¿A santo de qué ibas a quererme ahora?
Se alejó, quedándose de pie delante de la chimenea. Luego continuó hablando:
—Olvidemos lo ocurrido ahora mismo. No volveré a besarte.
Una ola de comprensión me inundó al punto, y me saltó el corazón en el pecho, presa de un terror pánico repentino:
—¡No! ¡No! ¡No es tarde! —dije rápidamente, y levantándome fui hacia él y le eché los brazos al cuello—. ¡No lo digas! No comprendes. Te quiero más que a nada en el mundo. Pero cuando me besaste perdí la cabeza. Me quedé… aturdida, atontada. No sentía nada. No pude comprender lo que me pasaba. Me quedé como si hubiese perdido los sentidos.
—No me quieres. Por eso no sentiste nada. Lo sé y lo comprendo. He llegado demasiado tarde para ti, ¿verdad?
—¡No!
—Esto tenía que haber ocurrido hace cuatro meses. Debí suponerlo. Las mujeres no sois como los hombres.
—Maxim, ¡bésame! ¡Quiero que me des más besos!
—No; ya es inútil.
—Pero…, ¡ahora no podemos separarnos ya! ¡Ahora estaremos siempre unidos, juntos, sin secretos, sin fantasmas! ¡Anda! ¡Te lo pido!
—Ya no hay tiempo. Puede que sólo nos queden unas horas, o unos días. ¿Cómo vamos a estar juntos después de lo que ha pasado? ¿No te he dicho que han descubierto el yate, que han encontrado a Rebeca?
Le miré como una estúpida, sin comprender.
—¿Qué van a hacer? —le pregunté.
—Identificarán el cadáver. No les será difícil. Encontrarán su ropa, sus zapatos, sus sortijas en los dedos… Eso es lo que harán: identificar el cadáver. Luego se acordaran de la otra, de la que está enterrada en el panteón.
—¿Qué vas a hacer? —dije en voz baja.
—¡No lo sé! ¡No lo sé!
Poco a poco me fueron volviendo los sentidos, como había supuesto. Ya no tenía las manos frías, sino pegajosas y calientes. Sentí cómo una oleada de sangre me afluía a la cara y a la garganta. Me ardían las mejillas. Pensé en Searle, en el buzo, en el agente de Lloyd’s y en todos los marineros del barco encallado, asomados a la borda, mirando al agua. Pensé en los de las tiendas de Kerrith, en los chicos de los recados, que siempre iban silbando, en el párroco cuando salía de la iglesia, en lady Crowan cortando flores de su jardín, en la mujer del traje rosa a rayas y en su hijo jugando en las peñas. Pronto todos sabrían lo ocurrido. Dentro de unas horas. Mañana mismo, a la hora del desayuno. «Han encontrado el yate de los Winter, y dicen que en el camarote han descubierto un cadáver». Un cadáver en el camarote. Allí estaba Rebeca, tirada en el suelo del camarote. No estaba en el panteón. La que estaba en el panteón era otra. Rebeca no se había ahogado. Maxim la había matado. Le había disparado un tiro cuando estaban en la casita junto al bosque. Había llevado luego el cadáver al yate, y había hundido este. ¡Aquella casita gris y callada, donde el agua tamborileaba sobre el tejado! Todas estas piezas del rompecabezas fueron quedando colocadas en su sitio. Pero otras cosas, sin ilación, cruzaban como centellas por mi pobre cabeza aturdida. Maxim, sentado en el coche, a mi lado, que me decía allá en el sur de Francia: «Hace casi un año me ocurrió una cosa que cambió toda mi vida. Y he tenido que comenzar a vivir de nuevo». Los silencios de Maxim y sus malos humores. Por eso no hablaba nunca de Rebeca. Por eso ni mencionaba su nombre. Y el odio que tenía a la casita de piedra, y a la playa, ¡claro! «Si tuvieras mis recuerdos, tampoco irías allí». Por eso subió el sendero de aquella manera, sin volver la cabeza. Y sus paseos de un lado a otro en la biblioteca, cuando murió Rebeca. Arriba y abajo. Arriba y abajo. «Ha sido un viaje muy precipitado», o algo así, le dijo a la señora Van Hopper, con un surco en la frente fino como un hilillo de araña. «Dicen que no puede olvidar la muerte de su mujer». El baile de disfraces. ¡Y yo bajé vestida con el traje de Rebeca! «Yo la maté. Le disparé un tiro estando en la casita de abajo», me dijo Maxim. Y…, ahora el buzo la había encontrado tirada en el suelo del camarote.
—¿Qué vamos a hacer? —dije—. ¿Qué es lo que vamos a decir?
No respondió. Estaba en pie, delante de la chimenea, mirando con los ojos muy abiertos al vacío, sin ver nada.
—¿Lo sabe alguien?
Sacudió la cabeza y respondió:
—No.
—¿Nadie? ¿Nadie, más que tú y yo?
—Tú y yo nada más.
—Frank —dije de repente—. ¿Estás seguro de que Frank no lo sabe?
—¿Cómo lo va a saber? Yo estaba completamente solo. Era noche cerrada.
Se calló y, sentándose en una silla, apoyó la cabeza sobre una mano. Fui junto a él y me arrodillé a su lado. Le separé las manos de la cara y busqué sus ojos con los míos.
—Te quiero —susurré—. Te quiero. ¿Me creerás ahora?
Me besó la cara y las manos. Me cogió luego éstas, apretándolas mucho, como un niño que así busca valor.
—Creí que iba a volverme loco, sentado aquí un día y otro día, esperando a que sucediera algo. Sentado en el escritorio, contestando a aquellas terribles cartas de pésame. Luego, las gacetillas en los periódicos, los reporteros, las entrevistas, todas esas mil cosas que ocurren cuando muere alguien. Tratando de conservar la cabeza, comiendo, bebiendo, la presencia de Frith, de los criados, de la señora Danvers, a quien no me atrevía a despedir porque, conociendo como conocía a Rebeca, podría haber adivinado o sospechado algo…; y Frank, siempre junto a mí, discreto, comprensivo. «¿Por qué no te vas? —me decía—. Ya me las arreglaré yo sin ti»; y Giles y Be, la inoportuna de Be: «Tienes muy mala cara. ¿Por qué no te vas a que te vea un médico?». Tuve que hacer frente a todos, sabiendo que cada palabra que pronunciaba era una mentira.
Continué apretándole las manos entre las mías, muy cerca de él, muy cerca.
—Una vez estuve a punto de decírtelo todo —continuó—. Fue el día que Jasper se escapó a esa playa y tú entraste en la casita a buscar una cuerda. Estábamos aquí sentados, y cuando casi estaba decidido a hablar, entraron Frith y Robert con la merienda.
—Sí, me acuerdo. ¿Por qué no me lo contaste todo entonces? ¡El tiempo que hemos perdido de estar juntos, todos estos días, todas estas semanas…!
—¡Te notaba tan lejos de mí! —dijo Maxim—. ¡Marchándote continuamente al jardín, por tu cuenta, sólo acompañada por Jasper! ¡Nunca viniste a mí, como ahora!
—¿Por qué no me lo contaste todo? ¿Por qué? ¡Dios mío! —murmuré.
—Creí que te aburrías y que no eras feliz, ¡te llevo tantos años! ¡Me parecía que hasta con Frank te encontrabas más a gusto y hablabas con más confianza! Conmigo siempre estabas retraída, rara, como tímida.
—¿Cómo iba a acercarme a ti, si sabía que siempre estabas pensando en Rebeca? —le dije—. ¿Cómo iba a pedirte que me quisieras, si comprendía que aún querías a Rebeca?
Me acercó aún más a él y me miró fijamente a los ojos.
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Qué quieres decir? —me preguntó.
Aún de rodillas, me enderecé y le contesté:
—Si alguna vez me tocabas, me parecía que me estabas comparando con Rebeca. Cuando me hablabas, cuando me mirabas o salías conmigo a dar un paseo por el jardín, notaba que me estabas diciendo: «Esto es lo que hacía con Rebeca, y esto, y esto…».
Se quedó mirándome asombrado, como si no comprendiera mis palabras.
—¿No era eso lo que sentías? —le pregunté.
—¡Dios mío! —dijo, y luego se levantó y comenzó a pasear agitadísimo por la habitación.
—¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? —le pregunté.
Se volvió rápidamente hacía mí, mirándome desde lo alto, según estaba yo acurrucada en el suelo.
—Entonces… ¿crees que yo estaba enamorado de Rebeca? ¿Crees que la maté porque la quería? ¡La odiaba, te digo que la odiaba! Nuestro matrimonio fue una farsa desde el primer momento. Rebeca era un ser vicioso, corrompido, despreciable en todos los sentidos, absolutamente en todos. Nunca nos quisimos, ni jamás gozamos juntos un instante de felicidad. Era incapaz de querer a nadie, incapaz de sentir la más mínima ternura o de tener un gesto de nobleza. ¡Ni siquiera era normal!
Continué sentada en el suelo, abrazándome las rodillas, mirándole estupefacta.
—Eso sí, era lista —continuó—; endiabladamente lista. Nadie hubiera sospechado, al conocerla por primera vez, que no fuese la más buena, la más generosa, la más admirable entre todas las mujeres del mundo. Sabía perfectamente lo que tenía que decir a cada uno, y ponerse a tono con cualquiera. Si te hubiera conocido a ti, te habría llevado al jardín, muy cogida de tu brazo, llamando a Jasper, y charlando de flores, de música, de pintura, de lo que adivinara ser tu ocupación predilecta; y te habría engatusado, como hacía con todo el mundo. Hubieses caído a sus pies, conquistada, dispuesta a adorarla.
Maxim siguió paseando por la biblioteca, de un lado al otro, sin poder parar.
—Cuando me casé con ella, todos me dijeron que podía considerarme el hombre más feliz de la tierra. ¡Era tan bonita, tan divertida, tan encantadora! Hasta la abuelita, que en aquellos tiempos era la persona más difícil de conquistar, cayó en sus redes desde el primer momento: «Tiene las tres cosas que importan en una mujer —me dijo un día—: sangre limpia, inteligencia y belleza». Y yo lo creí o me obligué a creerlo. Pero desde un principio nació en mí una ligerísima sospecha. Tenía algo en los ojos…
Una vez más, las piezas del rompecabezas se iban ordenando ante mis ojos, y la auténtica Rebeca se fue perfilando ante mí, salida del mundo de las sombras, como el retrato que, desprendiéndose de la tela del cuadro, bajase desde la pared para convertirse en un ser vivo. Rebeca, fustigando airada a los caballos; Rebeca, dispuesta a apurar la copa de la vida; Rebeca, triunfadora, asomada a la galería de los trovadores con una sonrisa en los labios…
Me vi en la playa, junto al pobre y asustado Ben, que decía: «Usted es buena, usted no es como la otra. No me mandará al asilo, ¿verdad?». Por los bosques de Manderley vagaba una mujer, alta y esbelta, una mujer que daba la sensación de ser una serpiente.
Pero Maxim, sin dejar de pasear, estaba hablando:
—Pronto me enteré de la clase de persona que era: a los cinco días de casados. ¿Te acuerdas de aquella vez que te llevé en coche a la cima de una de las montañas de Montecarlo? Fui allá porque quise visitar otra vez aquel lugar para recordar. Allí fue donde, sentada, riendo, con el pelo suelto al viento, me dijo cosas acerca de ella misma que jamás podré repetir a un ser humano. Entonces comprendí lo que había hecho y con quién me había casado. «Sangre limpia, inteligencia y belleza». ¡Dios!
Se interrumpió bruscamente y se quedo parado junto a la ventana que miraba a la pradera. Y se puso a reír, a reír… No pude soportar aquellas terribles carcajadas, que me aterraban, y grité:
—¡Maxim! ¡Maxim!
Encendió un cigarrillo, y permaneció callado unos instantes junto a la ventana, para luego renovar sus paseos por la habitación.
—Estuve a punto de matarla entonces… Hubiera sido muy fácil: un paso en falso…, un pie que se va… ¿Te acuerdas del precipicio? ¡Buen susto te di!, ¿no? Creíste que me había vuelto loco. Y puede que lo estuviera. Puede que ahora mismo lo esté. Es fácil perder el juicio cuando llevamos un demonio dentro.
No podía dejar de mirarle, paseando sin cesar de arriba abajo…
—Allá, al borde del precipicio, me hizo una propuesta: «Yo llevaré tu casa —me dijo—, y lograré hacer de ella la más famosa y conocida del reino, si quieres. Vendrá la gente a visitarnos y nos envidiarán y hablarán de nosotros para decir que somos la pareja más feliz, la más afortunada, la más simpática, la más atractiva de toda Inglaterra. ¿No crees que será divertido? ¿Qué será para morirse de risa?». Esto me lo dijo allí, sentada al borde del precipicio, riendo, mientras destrozaba una pobre florecilla con los dedos.
Tiró el cigarrillo, casi recién encendido, a la apagada chimenea.
—No la maté. No hice nada. No pude hablar siquiera, sino únicamente mirarla y dejar que se riera. Subimos juntos al coche y juntos nos fuimos de allí. Demasiado sabía ella que yo haría lo que ella me había dicho; venir a Manderley, dar fiestas, invitar a la gente, y dejar que todo el mundo hablase de nuestro matrimonio, como si fuera el más feliz de los últimos cien años. Ella sabía que yo sacrificaría mi orgullo y mi honor y mis sentimientos, que lo sacrificaría todo en absoluto, antes de tener que explicar a todos mis amigos lo que, al cabo de una semana de casados, me había dicho mi mujer. Demasiado sabía ella que yo era incapaz de acusarla ante un tribunal, en demanda de divorcio, para convertirlo en el escándalo del día; incapaz de tolerar que los periódicos publicasen tanta inmundicia, y que los veraneantes de Kerrith se agolparan ante las verjas de Manderley, diciendo: «Ahí viene ese que se divorció hace poco. ¿No te acuerdas que lo leímos hace unos días en el periódico? ¡Qué cosas dijo el juez acerca de la mujer…!».
Se paró ante mí, con las manos extendidas, y me dijo:
—Me desprecias, ¿verdad? No puedes comprender mi vergüenza, ni mi horror, ni mi asco, ¿no es cierto?
No respondí, pero, cogiéndole las manos, las apreté contra mi pecho. No me importaba su vergüenza. No me importaba nada de lo que me estaba diciendo. Una sola cosa tenía importancia para mí, y ésa me la estaba repitiendo interiormente desde que la oí. Maxim no quería a Rebeca. Nunca la había querido, nunca, nunca. Nunca habían disfrutado juntos de un solo momento de felicidad. Hablaba y hablaba, pero todas aquellas palabras que oía ya carecían de significado.
—Mi pecado fue de amor, de amor por Manderley, ante el cual todo lo sacrifiqué. Tal vez fue un error. Ni Cristo ni su Iglesia nos enseñan a amar unas piedras, unos ladrillos, unos muros, ni nada dicen del cariño que un hombre puede llegar a tener por su terruño, por su solar, por su diminuto reino. Es un amor que no cabe en el Credo.
—¡Maxim! ¡Maxim mío! ¡Te quiero! —le dije, y acariciándome la cara con sus manos, dejé descansar mis labios sobre ellas.
—¿Comprendes? —me preguntó—. ¿Tú comprendes? ¡Di! ¡Di!
—Sí, comprendo; lo comprendo todo y te quiero.
Rehuí su mirada, sin embargo, para que no me viera la cara. ¿Qué podía importar que yo comprendiera o dejara de comprender? Mi corazón se sentía ligero como una pluma que flota en el aire. Maxim no había querido nunca a Rebeca.
—No quiero volver la vista hacia aquellos años. Ni siquiera quiero hablarte de ellos, de su ignominia y vergüenza. Toda nuestra vida era una mentira, una farsa sórdida y vil, que los dos representábamos delante de los amigos, de la familia, de los criados, de personas tan fieles y dignas como el pobre Frith. Aquí, en casa, nadie sospechó nunca de ella, y la admiraban, sin saber cómo se reía de ellos en cuanto volvían las espaldas, ridiculizándolos, imitándolos entre carcajadas. Me acuerdo de los días en que la casa se llenaba de gente, por uno u otro motivo, una fiesta en los jardines, un desfile. Se la veía entonces yendo de un lado para otro, con aquella sonrisa angelical, muy cogida de mi brazo, para luego repartir regalos a los niños; y al día siguiente se levantaba con el alba y se iba en coche a Londres, conduciendo como una energúmena, para llegar antes a un piso que tenía junto al río, a aquella inmunda madriguera en la que se recogía como un animal, para volver luego a Manderley el sábado, al cabo de cinco días de aborrecible iniquidad. Yo cumplí lo acordado por mi parte. Nunca la delaté. Fue su gusto maldito el que convirtió a Manderley en lo que es hoy. Los jardines, los setos, hasta las azaleas del Valle Feliz… Nada de eso existía en tiempos de mi padre. La finca, entonces, estaba salvaje, bellísima eso sí, pero salvaje, y descuidada, con una belleza peculiar, pidiendo a voces los cuidados, el tiempo y el dinero que mi padre nunca quiso dedicarle y que, de no haber sido por Rebeca, tampoco a mí se me hubiera ocurrido. La mitad de las cosas que ves hoy en la casa no estaban aquí cuando ella vino. El salón, tal como está, el gabinete…, todo son cosas de Rebeca. Esa sillería que Frith enseña con tanto orgullo los días de público, y aquel repostero de la pared…, Rebeca. Desde luego, algunas de ellas las teníamos antes de casarnos, pero relegadas en desvanes y cuartos de trastos, pues mi padre no entendía de muebles ni de cuadros; pero la mayor parte de lo que hay aquí lo compró Rebeca. La belleza del Manderley que tú conoces, el Manderley de que la gente habla y el que la gente pinta y retrata… es obra de Rebeca.
Continuaba yo callada, apretándome contra él. Quería que continuase hablando, para que se desahogara y echara fuera todo el veneno que durante tantos años le había estado corroyendo; todo el odio, toda la repugnancia e inmundicia acumulados durante los años perdidos que pasó en silencio.
—Así vivimos, mes tras mes, año tras año, callando yo y aguantándolo todo…, por Manderley. Lo que hacía en Londres, no me importaba, porque no perjudicaba a Manderley. Durante los primeros años supo disimular cuidadosamente su conducta, y nadie sospechó nada ni remotamente; pero luego, poco a poco, fue abandonando las precauciones. Ya sabes lo que ocurre cuando un hombre empieza a beber. Al principio, no abusa, bebe todos los días, pero con cierta moderación, contentándose con una borrachera cada cinco o seis meses; pero pronto comienza a perder el dominio de sí mismo y bebe hasta embriagarse una vez al mes, cada quince días, todas las semanas, un día sí y otro no… Acaba por no poder resistir, y desaparece toda cautela. Eso fue lo que le ocurrió a Rebeca. Empezó a convidar a Manderley a sus amigos. Al principio sólo era uno o dos, y mezclados entre los demás invitados pasaban inadvertidos. Luego, comenzó a dar meriendas en la casita de abajo. Una vez volví de una cacería en Escocia y me encontré con media docena de sus amigos aquí, gente a quien yo no había visto en la vida. La avisé, pero se limitó a encogerse de hombros, y a decirme: «¿A ti qué diablos te importa?». Le dije que tuviera en Londres las amistades que quisiera, pero que Manderley era mío y que tenía que cumplir lo pactado. Se sonrió y no me respondió. Fue entonces cuando comenzó a poner cerco al pobre Frank, ¡a Frank!, y su fidelidad y timidez le hicieron venir a decirme un día que se quería marchar de Manderley a buscar otra colocación. Estuvimos discutiendo dos horas, aquí mismo, en la biblioteca, hasta que, al fin, comprendí lo que ocurría. Le acosé a preguntas y le obligué a confesarme lo que pasaba. Rebeca no le dejaba en paz ni a sol ni a sombra; iba a su casa continuamente, y siempre estaba invitándole a la casita de la playa. ¡Pobre Frank! ¡Tan bueno y honrado y fiel! Jamás se había figurado la verdad, y nos creía un matrimonio normal y feliz, como nosotros aparentábamos serlo.
»Fui a Rebeca —continuó— y le eché en cara su conducta. Se puso hecha una furia, maldiciéndome, lanzándome a la cara los más soeces insultos de su vocabulario particular. Fue una escena odiosa y repugnante, tras la cual se marchó a Londres a pasar un mes entero. Cuando volvió, parecía más tranquila, y creí que lo ocurrido le había servido de lección. Al poco tiempo vinieron Be y Giles a pasar unos días y me convencí de algo que ya había sospechado antes: a Be no le gustaba Rebeca. No sé, pero me parece que, a pesar de su manera de ser, brusca y franca, había adivinado lo que Rebeca era en realidad, y que algo raro pasaba entre ella y yo. Fueron unos días embarazosos y desagradables. Uno de ellos, Giles salió con Rebeca en el balandro, mientras Be y yo nos quedamos tumbados en la hierba. Cuando volvieron no hice más que ver a Giles demasiado alegre y expansivo sin justificación, y mirar luego a los ojos de Rebeca, para comprender que se había dedicado al asedio de Giles, como antes hiciera con Frank. Aquella noche, durante la cena, me di cuenta de que Be estaba observando a Giles, que estuvo riendo toda la noche más alto que de costumbre y hablando hasta por los codos, mientras Rebeca, con su cara de ángel, estaba sentada a la cabecera de la mesa.
Todas las piezas del rompecabezas iban acoplándose, incluso las de forma más extravagante, para las que mis dedos torpes nunca habían encontrado un hueco adecuado: la evidente molestia de Frank cuando yo le hablaba de Rebeca; la actitud de Beatrice rehuyendo toda confidencia, y sus silencios, que yo había interpretado como cariño hacia Rebeca y sentimiento por su muerte, cuando, en realidad, eran señales de vergüenza y azoramiento. Me parecía increíble no haber comprendido nada hasta entonces. Pensando en lo que me había ocurrido, me pregunté cuántos serán los que sufren sin descanso por ser incapaces de vencer su propia timidez y reserva, que en su ceguera y locura les hace edificar una gran muralla que les impide ver la verdad. Así había yo inventado cuadros mentirosos, ante los cuales luego me senté, para atormentarme con su contemplación, por haberme faltado el valor de exigir el conocimiento de la verdad. Si yo hubiese dominado mi timidez y hecho el más leve esfuerzo por acercarme a Maxim, éste me hubiera contado la verdad cuatro o cinco meses antes.
—Ni Be ni Giles volvieron a pasar unos días en Manderley. Nunca los volví a invitar solos. Venían… oficialmente, con motivo de un baile o de una fiesta. Ni yo le dije nunca nada a Be, ni ella a mí; pero creo que adivinó la clase de vida que hacíamos, como Frank. Rebeca volvió a tener cuidado y su conducta aparente fue de nuevo irreprochable; pero, si por algún motivo me tenía que marchar de Manderley, nunca sabía yo lo que en mi ausencia podría acontecer. Con Frank y Giles no había pasado nada, pero siempre podía ocurrir que le diera por divertirse con alguien de la finca, o de Kerrith, y entonces sobrevendría lo que yo temía, estallaría la bomba del comadreo que me aterraba, la del escándalo…
Me pareció volver a estar junto a la casita de la playa, y escuchar el golpeteo de la lluvia sobre su tejado. Vi el polvo de los barquitos sobre la chimenea; los agujeros mordidos por las ratas en el sofá; Ben, con sus ojos necios de pobre idiota, que me decía: «No me mandará usted al asilo, ¿verdad?», y la senda oscura y pendiente que subía por el bosque… ¡Si una mujer se ocultara detrás de aquellos árboles, al moverse se oiría el frufrú de sus vestidos mezclado con el tenue respirar de la brisa nocturna!
—Rebeca tenía un primo —continuó Maxim—, un tipo que tras una larga temporada en el extranjero, había vuelto a Inglaterra. En cuanto yo me marchaba de Manderley, aparecía él. Frank le vio varias veces. Se llama Jack Favell.
—Le conozco. Vino el día que estuviste en Londres.
—¿También tú le viste? ¿Por qué no me dijiste nada? Lo supe por Frank, que vio su coche en el momento de entrar en la finca.
—No quise… porque creí que te recordaría a Rebeca.
—¡Recordármela! —dijo en voz baja—. ¡Santo Dios! ¡Como si hiciera falta que me la recordaran!
Se quedó mirando fijamente algo que no existía, y dejó de hablar unos segundos, acaso pensando, como yo, en aquel camarote inundado bajo las aguas de la bahía.
—El tal Favell se veía con ella en la casita de la playa. Rebeca decía que iba a salir en el yate, y que no volvería hasta la mañana siguiente, y lo que hacía era quedarse con él toda la noche en la casita de abajo. La volví a avisar y le dije que si encontraba a aquel miserable en la finca le pegaría un tiro. Su vida pasada había sido repugnante y canallesca. Sólo pensar que tal persona andaba por lugares como el Valle Feliz, me sacaba de quicio, y le dije a Rebeca que no lo toleraría. Esta vez se olvidó de sus palabras soeces. Me di cuenta de que estaba algo más pálida que de costumbre, con ojeras y nerviosa, y me pregunté qué iba a ser de ella el día que comenzara a sentirse vieja, a parecer vieja. Así continuaron las cosas sin que ocurriera nada de particular. Hasta que una vez se fue a Londres, para volver el mismo día, lo cual no hacía nunca. Naturalmente, no la esperaba. Aquella noche cené en casa de Frank. Aquellos días teníamos mucho trabajo.
Había comenzado a hablar con frases rápidas y cortas, mientras yo le apretaba las manos entre las mías.
—Volví, después de cenar, a eso de las diez y media, y vi su bufanda y sus guantes en una silla del vestíbulo. Me pregunté para qué demonios habría vuelto. Fui al gabinete, pero no estaba allí. Supuse que había bajado a la casita de la playa, y decidí que ya no podía aguantar más aquella vida de engaño y vileza. Aquello tenía que acabar, fuera como fuera. Cogí una pistola para asustar a quien estuviera con ella, y a Rebeca también. Y bajé a la casita, sin pensarlo más. Los criados no se habían enterado de que yo había vuelto. Vi luz en la ventana de la casita y entré. Me sorprendió encontrarla sola. Estaba tumbada en el sofá, y a su lado tenía un cenicero lleno de colillas. Tenía mala cara y una expresión extraña.
»Comencé a echarle en cara, sin más preámbulos, su conducta con Favell, mientras ella me escuchaba en silencio.
»—Esta vida de ignominia ya ha durado bastante. Y ha de acabar —le dije—. ¿Te enteras? Lo que hagas en Londres, me tiene sin cuidado. Es cosa tuya. Allá puedes vivir con Favell o con quien te venga en gana. Pero aquí, en Manderley, no.
»Tardó unos segundos en contestarme. Se quedó mirándome fijamente, y luego me sonrió.
»—Y…, si me conviene más vivir aquí, ¿qué pasa?
»—Ya sabes las condiciones —le contesté—. Por lo que a mí respecta, he cumplido mi parte de nuestro repugnante pacto. Tú, no. Y si crees que puedes hacer aquí, en mi casa, lo mismo que en tu madriguera de Londres, te aseguro que ya he soportado todo lo que estoy dispuesto a soportar. Te juro y te aviso que no lo aguanto ni un minuto más.
»Apagó contra el cenicero el cigarrillo que estaba fumando, se levantó y se desperezó, estirando los brazos por encima de la cabeza.
»—Tienes razón, Max —me dijo—. Ya es hora de que cambie de vida.
»Noté lo pálida y delgada que estaba. Comenzó a pasear de un extremo a otro de la habitación, hundidas las manos en los bolsillos del pantalón. Vestida con su traje de marinero, parecía un muchacho, un muchacho bello, como un ángel de Botticelli.
»—¿Se te ha ocurrido pensar lo difícil que te sería acusarme de nada? Ante un tribunal, quiero decir, si quisieras divorciarte. ¿No comprendes que no tienes la más mínima prueba contra mí? Todos tus amigos, y hasta los criados, creen que el nuestro es un matrimonio perfecto.
»—¿Y Frank? —le pregunté—. ¿Y Beatrice?
»Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
»—¿Qué podría decir Frank de mí? —dijo—. ¿Quién le haría caso si yo negaba lo que él dijera? Y en cuanto a Beatrice… ¿no creería todo el mundo, al verla declarar contra mí, que se trataba sencillamente de una mujer celosa, cuyo marido perdió la cabeza en una ocasión e hizo una tontería? No, hijo, no; te ibas a ver muy apurado para poder probar nada en mi contra.
»Se quedó mirándome, columpiándose sobre las puntas de los pies y los talones, mientras sonreía. Luego continuó:
»—¿No comprendes que me sería muy fácil hacer que Danny, mi doncella particular, jurase lo que me diera la gana ante el tribunal, y que los demás criados, siguiendo su ejemplo, harían otro tanto? Todos creen que vivimos en Manderley como marido y mujer. Y lo mismo creen todos tus amigos, toda la gente que conocemos. ¿Me quieres hacer el favor de decirme cómo vas a probar que no es verdad?
»Se sentó sobre la mesa, dejando colgar las piernas y sin dejar de mirarme.
»—¿No crees que hemos desempeñado demasiado bien nuestros papeles de esposos enamorados?
»Aún me parece estar viéndola, balanceando un pie calzado con una sandalia a rayas. Me ardía el cerebro y me quemaban los ojos.
»—Danny y yo podríamos ponerte en ridículo —dijo tranquilamente— hasta tal punto, que nadie creería ni una palabra de lo que dijeras; absolutamente nadie.
»Y continuó moviendo de un lado al otro aquel maldito pie con su sandalia de rayas azules y blancas.
»De repente, saltó de la mesa y se quedó delante de mí, sonriendo, con las manos aún en los bolsillos.
»—Si tuviera un niño, Max —dijo—, ni tú ni nadie podríais probar que no es tuyo. Crecería aquí, en Manderley, y llevaría tu nombre. No podrías evitarlo. Y cuando tú te murieras, heredaría Manderley. Tampoco podrías evitar eso. La finca está vinculada. ¿No te gustaría tener un heredero, un heredero para tu adorado Manderley? ¡Cómo disfrutarás viendo a mi hijo arropadito en su coche, debajo del castaño, jugando y cazando mariposas en el Valle Feliz…! Será, indudablemente, la emoción más grande de tu vida ver cómo va creciendo mi hijo, y saber que cuando te mueras esto pasará a ser suyo…
»Calló un minuto, balanceándose, y encendiendo un cigarrillo se fue hacia la ventana. Luego se puso a reír, y a reír… Creí que no callaría nunca.
»—¡Qué divertido! ¡Qué deliciosamente divertido, qué estupendamente divertido! ¿No te he dicho que ya es hora de que cambie de vida? ¡Pues ya sabes por qué! ¡Qué contentos se pondrán los encantadores, los necios de tus arrendatarios! Vendrán a darme la enhorabuena, a decirme que eso era lo que siempre habían esperado. Ya verás qué buenísima madre voy a ser, Max. Igualito que he sido la esposa perfecta. Y nadie adivinará la verdad, ¡absolutamente nadie!
»Dio media vuelta y se quedó mirándome, sonriendo, con una mano metida en el bolsillo del pantalón y la otra sujetando el cigarrillo. Aún sonreía cuando la maté. Le disparé al corazón. La bala le atravesó de parte a parte. Pero no cayó inmediatamente, sino que permaneció en pie unos instantes, mirándome fijamente, aún sonriente y con los ojos completamente abiertos…
Maxim había ido bajando la voz hasta ser ya solamente un murmullo. La mano que tenía entre las mías estaba helada. No quise mirarle. Tenía mis ojos fijos en Jasper, que dormía junto a mí, tumbado en la alfombra, golpeando de cuando en cuando el suelo con el rabo.
—Me había olvidado —continuó Maxim con voz sorda, cansada y sin expresión—, de que cuando se mata a una persona salía tanta sangre.
En aquel momento vi un agujero en la alfombra, junto al rabo de Jasper. Un agujero quemado por una colilla. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? Hay gente que dice que la ceniza es buena para las alfombras.
—Tuve que ir a la playa a por agua —dijo Maxim— y hacer Dios sabe cuántos viajes. Incluso en la chimenea, a la cual ni siquiera se había acercado Rebeca, descubrí una mancha. Y luego, un gran charco junto a ella. Comenzó a soplar el viento. La ventana, abierta, estuvo dando portazos todo el tiempo, mientras yo trabajaba arrodillado en el suelo, con un trapo y el cubo de agua a mi lado.
«Y la lluvia sobre el tejado —pensé—; se le ha olvidado el tamborileo de la lluvia sobre el tejado, sin demasiado ruido.»
—La llevé al barquito —dijo—. Serían las once y media; puede que las doce. La noche estaba muy oscura. No había luna. El viento soplaba del oeste, medio huracanado. La bajé al camarote, y allí la dejé. Tuve que maniobrar para salir de la bahía, remolcando el bote contra la marea. El viento me era favorable, pero soplaba a rachas y no me ayudaba, pues el velero estaba al abrigo del promontorio. Se me enredó la vela mayor al tratar de izarla. Hacía ya mucho tiempo que no manejaba un velero, pues nunca iba con Rebeca.
Medió un silencio agobiante.
—La marea —continuó Maxim— era fuerte y entraba en la bahía con violencia. El viento me llegaba desde el promontorio como si saliera por un embudo. Conseguí sacar el velero más allá de la boya luminosa y traté de virar para evitar la escollera. El foque se sacudía dando latigazos. No supe arriarlo, y cuando sopló una fuerte bocanada de viento, se rasgó enrollándose en el mástil. La vela se estremecía, haciendo ruido de tormenta y restallando encima de mi cabeza como un látigo. No conseguí acordarme de lo que tenía que hacer. Traté de alcanzar el foque, pero solamente conseguí desplegarlo como una bandera. Otro golpe de viento, que ahora soplaba de cara, comenzó a hacer que el barco fuera de costado, acercándose a la escollera. Estaba la noche tan oscura, que no se veía en absoluto nada de lo que había sobre la cubierta, escurridiza y negra. No sé cómo, bajé al camarote, llevando una barra de hierro. Vi que si no me daba prisa no me daría tiempo, pues cada vez nos acercábamos más a la escollera, y continuando en aquella dirección, pronto nos encontraríamos en los bajíos. Abrí las espitas y hundí la barra de hierro en las planchas del casco. Una de las planchas se rompió en dos. Comenzó a entrar agua. Clavé la barra en otro sitio. El agua me llegaba ya a los tobillos. Allí dejé a Rebeca, tirada en el suelo. Cerré las dos ventanillas, y la puerta, con cerrojo. Cuando subí a cubierta estábamos a veinte metros de la escollera. Cogí algunas de las cosas que había sobre cubierta y las tiré al mar: un salvavidas, un par de remos, un rollo de cuerdas. Salté al bote, remé con fuerza y me puse a mirar. El velero continuaba acercándose a la costa, mientras se hundía de proa. El foque continuaba fustigando el aire, restallando como un látigo. Pensé que acaso lo oyese alguien, alguien que anduviera de paseo por el acantilado o pescadores de Kerrith que estuviesen por allí, aunque yo no los viera. El barquito se fue empequeñeciendo hasta no ser sino una sombra negra sobre el agua. El mástil comenzó a temblar y a crujir. De repente, el yate se tumbó de costado, y se hundió después de saltar el mástil en dos pedazos. El salvavidas y los remos quedaron flotando a poca distancia de mí. El velero había desaparecido, pero aún estuve un rato mirando el sitio donde le había visto por última vez. Luego me puse a remar y volví a tierra. Había comenzado a lloviznar.
Calló. Aún continuaba con la mirada fija en el vacío. Luego me miró, sentada yo en el suelo, a su lado.
—Eso es todo —dijo—; ya te lo he dicho todo. Dejé el bote amarrado a la boya, como ella hubiera hecho. Volví a la casita para examinarla. El suelo estaba mojado de agua de mar, pero podía haberlo hecho la misma Rebeca. Subí por el camino del bosque y vine a casa. Subí la escalera y penetré en el vestidor. Me acuerdo de cómo me desnudé. La llovizna se había convertido en aguacero, y hacía mucho viento. Estaba sentado en la cama, cuando llamó a la puerta la señora Danvers. Le abrí, después de ponerme la bata, y le hablé. Estaba preocupada por Rebeca. Le dije que se acostara y volví a cerrar la puerta. Me quedé un largo rato sentado junto a la ventana, mirando la lluvia y escuchando el ruido del mar, que rompía en la playa.
Permanecimos sentados, sin decir nada, sus manos heladas entre las mías, mientras yo me preguntaba por qué no vendría Robert a llevarse las cosas del té.
—Pero se hundió demasiado cerca de tierra. Yo pensaba haberlo echado a pique en alta mar. Allí no la hubieran encontrado nunca. ¡Pero estaba tan cerca!
—Ha sido por el barco que encalló —le dije—. Si no, no hubiera pasado nada. Nadie hubiera sospechado lo ocurrido.
—Estaba demasiado cerca.
Volvimos a callar. Estaba muy cansada.
—Sabía que esto tenía que ocurrir algún día. Lo sabía incluso el día que fui a Edgecombe a identificar aquel cadáver, como si fuera el suyo. Todo era cuestión de tiempo. Rebeca ganaría al final. Que yo te encontrara a ti, eso no podía cambiar nada. Que yo te quiera… ¡Qué más da! Rebeca tenía que ganar al final. Rebeca sabía que sería ella quien ganaría la partida. Lo vi en su sonrisa cuando murió.
—Rebeca está muerta —le dije—. Eso es lo que no tenemos que olvidar. No puede hablar ni acusarte. Ya no puede hacerte más daño.
—¿Y su cadáver? El buzo lo ha visto. Está allí, tirado en el suelo del camarote.
—Hay que explicarlo. Diremos que se trata de otra persona, de alguien que tú no conoces.
—Pero sus cosas están allí. Las sortijas. Aunque la ropa se haya podrido en el agua, algo encontrarán que les dirá de quién se trata. No es como un cuerpo que cae al mar y que luego se destroza contra las rocas. El camarote está intacto… Seguramente está allí, en el suelo, tal como la dejé. El barco está en buen estado, a pesar del tiempo que ha pasado. Nadie lo ha tocado. Está descansando sobre la arena del mar, en el mismo sitio en que se hundió.
—¿No se descompone un cuerpo en el agua —pregunté—, aunque esté allí sin moverse? El agua lo descompondrá, ¿no?
—No sé. No lo sé.
—¿Cómo vamos a saberlo?
—El buzo volverá a bajar mañana, por la mañana, a las cinco y media. Searle lo ha dispuesto todo. Van a intentar poner el velero a flote. No habrá allí nadie. Voy a ir con ellos. Va a mandar su lancha para que me recoja en la playa, a las cinco y media.
—¿Y después? Si lo ponen a flote, ¿qué van a hacer?
—Searle va a llevar la chalana grande y la anclará lo más cerca que pueda. Si la madera del velero no está podrida y aguanta, lo izarán a bordo de la chalana con la grúa. Entonces se lo llevarán a Kerrith. Searle me ha dicho que varará la chalana en la ensenada abandonada que está antes de entrar en el puerto de Kerrith. Dejará el velero sobre la arena para que salga todo el agua. Cuando está la marca baja no pueden llegar allí las barcas de los curiosos, pues encontrarían más barro que agua. Va a llevar un médico.
—¿Para qué? ¿Qué va a hacer allí un médico?
—No lo sé.
—Si descubren que se trata de Rebeca, tienes que decir que te equivocaste al identificar el otro cadáver. Una espantosa equivocación. Tienes que decir que cuando fuiste a Edgecombe estabas enfermo y no sabías lo que estabas haciendo. Que no estabas seguro… Que solamente te pareció…, y te equivocaste. Eso es. ¿Verdad que vas a decirlo?
—Sí.
—No pueden probar nada. No te vio nadie aquella noche. Tú estabas acostado. No pueden probar nada. Nadie sabe lo ocurrido sino tú y yo. Nadie. Ni siquiera Frank. Somos los únicos que lo sabemos, ¿verdad que sí?
—Sí.
—Se creerán que el barco volcó y se fue a pique cuando ella estaba en el camarote. Se creerán que había bajado por un cabo, y, de pronto, un golpe de viento hizo zozobrar el barco. ¿Verdad que es eso lo que se creerán? ¿Verdad que sí?
—No lo sé.
En esto empezó a sonar el timbre del teléfono en el cuartito que daba a la biblioteca.