Capítulo 19

ERA Maxim. No le veía, pero reconocí su voz. Mientras corría iba llamando a voces a Frith. Luego oí a Frith que contestaba desde el vestíbulo y que salía a la terraza. Vi sus dos figuras confusas en la terraza.

—Está en tierra, está bien —dijo Maxim—. Lo estaba mirando desde el cabo y lo vi entrar en la bahía y dirigirse derecho contra los arrecifes. No lo podrán poner a flote con esta marea. Deben de haber creído que estaban en el puerto de Kerrith en vez de en la bahía. La niebla no dejaba ver absolutamente nada ahí fuera. Di en casa que preparen algo de comer y de beber por si esa pobre gente necesita algo y llama a la oficina del señor Crawley y dile lo que ha ocurrido. ¡Ah! Y tráeme unos cigarrillos.

La señora Danvers se retiró de la ventana. Una vez más su cara quedó sin expresión, cubierta por aquella máscara de muerta que tan bien conocía.

—Mejor será que bajemos —dijo—. Frith estará buscándome para que prepare las cosas. Es muy probable que el señor traiga a los náufragos a la casa, como dijo. Tenga cuidado con las manos; voy a cerrar la ventana.

Me hice atrás y vi cómo cerraba la ventana y las maderas, corriendo luego las cortinas.

—Afortunadamente el mar está tranquilo —dijo—, o de lo contrario, esa gente lo hubiera pasado mal. En un día como hoy no corren peligro. Pero el barco se perderá, si es que ha encallado en los arrecifes, como dijo el señor.

Echó una mirada al cuarto, para asegurarse de que no quedaba nada en desorden o fuera de su sitio, y arregló la colcha de la cama de matrimonio. Luego abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarme pasar.

—Daré orden en la cocina para que preparen una comida fría, y así no importará la hora en que vuelvan los señores. Puede que el señor no quiera volver a la una en punto si se halla ocupado allá abajo.

La miré, algo aturdida aún, y salí por la puerta abierta moviéndome con dificultad, como un muñeco de madera.

—Cuando vea al señor, haga el favor de decirle, señora, que todo está preparado por si desea traer a casa a los náufragos. Cuando lleguen encontrarán algo caliente esperándolos.

—Está bien, señora Danvers.

Me volvió la espalda y se dirigió, por el pasillo, hacia la escalera de servicio. Vi alejarse su figura larguirucha, chocante, vestida con traje negro, que llegaba justo hasta el suelo rozándolo ligeramente, como las amplias faldas de hace treinta años. Llegó a la esquina del pasillo y dejé de verla.

Fui andando lentamente hacia la puerta que estaba junto al arco, aún con la cabeza aturdida y confusa como si acabara de despertar de un sueño demasiado largo. Pasé la puerta y comencé a bajar las escaleras, sin saber para qué. Frith, que en aquel momento cruzaba el vestíbulo hacia el comedor, se paró al verme y esperó hasta que terminé de bajar.

—El señor vino hace un momento, señora; cogió unos cigarrillos y se volvió a la playa. Parece que ha encallado un barco.

—Ya —dije.

—¿Oyó la señora los cohetes?

—Sí, los oí.

—Yo estaba con Robert en el antecomedor, y al principio los dos creímos que un jardinero había disparado un cohete de los de anoche, y entonces le dije a Robert: «¿Por qué estarán haciendo eso con este tiempo, en lugar de guardarlos para los niños el sábado por la noche?». Pero luego oímos otro y un tercero, y Robert dijo: «Ésos no son fuegos artificíales; eso es un barco que está pidiendo socorro». Y yo le dije: «Me parece que tienes razón». Y salí al vestíbulo, y entonces oí al señor que me estaba llamando desde la terraza.

—Sí —le dije.

—No es de extrañar, con esta niebla, señora. Así se lo acabo de decir a Robert. Es difícil encontrar el camino en tierra, y más aún debe de serlo en el mar.

—Sí, sí.

—Si la señora quiere encontrar al señor, se fue no hace ni dos minutos por la pradera.

—Gracias, Frith.

Salí a la terraza y vi que, poco a poco, los árboles iban precisando sus siluetas al otro lado de la pradera. La niebla se disipaba, subiendo en tenues nubecillas hacia el cielo, formando anillos de humo por encima de mi cabeza. Miré hacia las ventanas de la casa y las vi con las persianas echadas y tan herméticamente cerradas, que parecía lo estuvieran para siempre.

Sólo hacía cinco minutos que había yo estado en pie ante la ancha ventana central. Ahora me parecía altísima y muy lejana. Bajo los pies sentía las losas duras y macizas. Miré al suelo para luego volver a alzar la vista hacia la ventana y, al hacerlo, se apoderó de mí un extraño agobio y noté que se me iba la cabeza mientras gotas de sudor me corrían por la nuca. Ante mis ojos pareció llenarse el aire de negros puntitos saltarines. Entré en el vestíbulo y me senté en una silla. Me estuve allí, muy quieta, sujetándome las piernas.

—¡Frith! —llamé—. ¡Frith!, ¿está usted en el comedor?

—Sí, señora —respondió, y saliendo al momento cruzó el vestíbulo, viniendo hacia mí.

—Frith, aunque le parezca un poco raro…, me gustaría tomar un poco de coñac…

—Ahora mismo, señora.

Continué muy quieta, sujetándome las piernas, hasta que volvió Frith con una copa de licor en una bandeja de plata.

—¿No se encuentra bien la señora? ¿Quiere que llame a Clarice?

—No, ya se me pasará, Frith. Es que tenía un poco de calor; no es nada.

—Es que hace mucho calor esta mañana, señora. Mucho. Casi diría que está la mañana opresiva.

—Sí, Frith, muy opresiva.

Bebí el coñac y coloqué de nuevo el vasito sobre la bandeja.

—Quizá el estampido de los cohetes haya asustado a la señora. ¡Sonaron tan de repente!

—Sí, no los esperaba nadie.

—Y con esta mañana tan calurosa, y habiendo estado anoche tanto tiempo de pie, acaso no se encuentre bien la señora —dijo Frith.

—Sí, puede que sea eso.

—¿No querría la señora echarse un rato? La biblioteca está muy fresca.

—No, no. Voy a salir, seguramente, dentro de unos momentos. No se preocupe, Frith.

—Como mande la señora.

Se fue y me dejó sola. Sentada en el vestíbulo, tranquilo y silencioso, se me fue pasando el sofoco. Habían desaparecido ya todos los rastros de la fiesta. Como si ésta no hubiese tenido lugar. El vestíbulo estaba como de costumbre, gris, callado y austero, con las panoplias y cuadros de siempre. Me parecía imposible que yo hubiera podido estar allí la noche antes, vestida con mi traje azul, al pie de la escalera, dando la mano a los quinientos invitados. No podía figurarme la galería de los trovadores con los atriles de los músicos, ni a los músicos mismos, uno tocando el violín, otro el tambor… Me levanté y salí a la terraza otra vez.

Continuaba levantándose la niebla, subiendo por encima de las copas de los árboles. Ya se veía el bosque al otro lado de la pradera. Encima de mí un sol pálido trataba de atravesar los oscuros celajes. El calor se dejaba sentir más fuerte que nunca; denso, «opresivo», como Frith dijo. Una abeja zumbó junto a mí en busca de néctar, ruidosa, zumbante, hasta que calló de súbito al deslizarse dentro de una flor. En las laderas del repecho, un jardinero puso en marcha el motor de la segadora. Un asustadizo pardillo trazó su huida en el aire, escapando del chirrido de las cuchillas, hacia la rosaleda. El jardinero, inclinado sobre las asideras de mando de su máquina, comenzó, calmoso, a segar el suelo, a ambos lados, con dos surtidores de puntas de hierba y cabezas de margaritas. Me llegó el perfume dulzón y caliente de hierba segada y, al fin, el sol logró perforar la blanca neblina, besándome la cabeza. Llamé a Jasper silbando, pero no vino. Seguramente se había marchado con Maxim, cuando éste bajó a la playa. Miré mi reloj. Eran más de las doce y media, casi la una menos veinte. El día anterior a la misma hora, Maxim y yo estábamos en el jardincillo de delante de la casa de Frank, esperando con éste a que su ama de llaves nos subiera la comida.

Hacía veinticuatro horas me estaban gastando bromas acerca de mi disfraz: «Os vais a llevar la sorpresa más grande de vuestra vida», les había dicho yo.

El recuerdo de tales palabras me hizo sentir una vergüenza dolorosa. Y entonces me di cuenta, por primera vez, de que Maxim no se había marchado, como yo había temido. La voz que había escuchado en la terraza era la que yo conocía, tranquila y serena, no como la que oí desde el descansillo de la escalera salir de su boca la noche antes. Maxim no se había marchado y estaba allí abajo, por la playa. Y estaba tal como él era, tranquilo, normal. Lo único que había hecho, después de todo, era lo que Frank había dicho: salir a dar un paseo, y cuando estaba en el promontorio había visto el barco que se acercaba a la escollera. Mis miedos no tenían razón de ser. A Maxim no le pasaba nada, nada en absoluto. Lo que a mí me había ocurrido fue algo horrible y degradante, algo de lo cual no quería ya acordarme, que ni siquiera acababa de comprender, que era preciso sepultar en lo más hondo de mi memoria, con los miedos pueriles de mi niñez; pero carecía de importancia, al fin y al cabo, mientras que a Maxim no le hubiera pasado nada.

También yo tomé entonces el pendiente y tortuoso sendero que, atravesando la arboleda oscura, bajaba a la playa de la casita de piedra.

La niebla había desaparecido casi por completo, y cuando llegué a la playa vi enseguida el barco, encallado como a dos millas de tierra, con la proa apuntada hacia las rocas. Eché a andar por el rompeolas, y al llegar al final me quedé parada, reclinada contra el muro. En las rocas se veía un grupo de gente que, sin duda, había llegado hasta allí siguiendo el sendero de los vigías costeros de Kerrith. Las rocas y el promontorio pertenecían a la finca de Manderley, pero los de Kerrith siempre habían disfrutado de peaje por la cima del acantilado. Algunos estaban bajando hacia la playa para ver más de cerca el barco varado. Había quedado éste escorado grotescamente con la popa alzada, y junto a él ya se veían numerosas barcas que daban vueltas alrededor. El barco salvavidas iba y venía sin apartarse del lugar del siniestro. Alguien se puso de pie en él y gritó algo por un altavoz, pero no pude oír el qué. En la bahía aún había algo de niebla que me ocultaba el horizonte. Otro barquito de motor apareció con un ruido monótono, llevando varios hombres a bordo. Estaba pintado de gris oscuro, y vi entre los tripulantes uno de uniforme. Será, me dije, el jefe del puerto de Kerrith, con el agente de la Compañía Lloyd’s de seguros. Llegó otra lancha, trayendo curiosos de Kerrith, y se puso a dar vueltas en torno al vapor encallado, mientras la gente charlaba muy excitada. Sus voces me llegaban resbalando por encima del agua.

Volví por el rompeolas hacia la playa, y tomé el sendero que conducía al lugar donde estaba la gente. No vi a Maxim por ningún lado, pero sí a Frank, que estaba hablando con un vigía. Cuando le vi quise esconderme, momentáneamente cortada. No hacía aún una hora que le había llamado por teléfono y ahora no sabía qué hacer; pero en cuanto me vio me saludó con la mano, y entonces me dirigí a él y al vigía que me era conocido.

—¿Qué? ¿A ver el espectáculo, señora? —dijo sonriendo—. Me temo que esté la cosa durilla de pelar. Puede que los remolcadores consigan ponerlo a flote, pero lo dudo. Ha quedado bien sujeto en la escollera.

—¿Qué van a hacer? —pregunté.

—Va a bajar ahora un buzo para ver si la quilla ha sufrido. Es ese hombre, el que tiene el gorro colorado de punto. ¿Quiere usted mirar con los gemelos?

Cogí los gemelos y los enfoqué hacia el barco. Vi unos hombres que examinaban la popa, mientras otro señalaba alguna cosa. El tripulante del barco salvavidas continuaba dando voces por el megáfono.

El jefe del puerto de Kerrith se había unido al grupo de hombres que examinaban la popa del barco. El buzo, con su gorro colorado, estaba sentado en la lancha gris.

La barca con los curiosos continuaba dando vueltas alrededor. Una mujer se había puesto de pie y estaba sacando una fotografía. Un grupo de gaviotas se posó sobre el agua y quedó flotando, gritando estúpidamente, a la espera de algunas sobras de comida.

Devolví los gemelos al vigía, y le dije:

—No parece que ocurra nada.

—Ahora, enseguida, bajará el buzo —dijo el vigía—. Al principio tienen que discutir un poco, como todos los extranjeros. Allí vienen los remolcadores.

—No conseguirán nada —dijo Frank—. No hay más que ver lo escorado que está. Allí hay mucha menos agua de lo que yo creía.

—Esa escollera entra mucho en el mar —dijo el vigía—. Lo que ocurre es que en lancha se pasa por encima sin notarlo. Pero un barco de ese calado, claro, ha dado de lleno contra ella.

—Cuando sonaron los cohetes —dijo Frank— yo estaba en la primera cala del valle. Apenas se veía a dos metros de distancia donde yo me encontraba. Y, de repente, sonaron los cohetes.

«¡Qué parecido es todo el mundo cuando tiene un interés común!», pensé. Allí estaba Frank, contándomelo todo, lo mismo que antes había hecho Frith, como si no fuera igual, como si aquello le pudiera importar a nadie. Comprendí, sin embargo, que había bajado a la playita en busca de Maxim. Sabía que él se había asustado, como lo había hecho yo. Pero ahora todo estaba ya olvidado: nuestra conversación por teléfono, la angustia que mostrábamos los dos, aquella insistencia suya por verme…; simplemente porque un barco desconocido había encallado a causa de la niebla.

Vino un chiquillo corriendo hacia nosotros, y preguntó:

—¿Se ahogarán todos los marineros?

—No, hombre. No les pasará nada —respondió el vigía—. El mar está llano como un plato. Esta vez no se ahoga nadie.

—Si hubiese ocurrido anoche, nadie los hubiera oído —dijo Frank—. Seguramente se dispararon ayer más de cincuenta cohetes, además de los fuegos artificiales.

—Ya los hubiéramos oído —contestó el vigía—. Por el resplandor de los fogonazos hubiéramos sabido la dirección de dónde salían. Ahí está el buzo, señora; mire cómo se pone la escafandra.

—¡Yo quiero ver al buzo! —chilló el niño.

—Ahí lo tienes —le contestó Frank, al tiempo que se agachaba y señalaba la dirección—. Aquel hombre que se está poniendo el casco. Ahora le van a bajar al agua.

—¿Y no se ahoga?

—Los buzos no se ahogan —explicó el vigía—, porque les dan aire todo el tiempo. Fíjate cómo desaparece. Allá va.

Se rompió un momento la tranquila superficie del agua, pero pronto quedó en calma de nuevo.

—¡Se ha metido dentro! —dijo el chico.

—¿Dónde está Maxim? —pregunté.

—Ha ido a llevar a uno de los tripulantes a Kerrith —respondió Frank—. Parece que el pobre perdió la cabeza, y cuando el barco encalló, se tiró al agua. Le encontramos agarrado a una de las rocas del acantilado. Estaba empapado y tiritando, como si fuera de gelatina. No sabía ni una palabra de inglés. Maxim se descolgó por las rocas, le encontró sangrando como un cerdo por una herida que se había hecho contra una roca, y le habló en alemán. Llamó a una de las lanchas motoras de Kerrith que andaba por allí como si fuera un tiburón hambriento y se lo llevó para que le curase un médico. Si tienen suerte, encontrarán al doctor Phillips a punto de sentarse a comer.

—¿Cuándo se ha ido? —dije.

—Justo antes de llegar usted —dijo Frank—. No hace ni cinco minutos. Hasta me extraña que no haya visto usted la lancha. Maxim iba sentado precisamente en la popa con el alemán.

—Debe de haberse marchado cuando yo venía subiendo hacia aquí.

—Maxim no tiene precio en situaciones como ésta —dijo Frank—. Siempre está dispuesto a ayudar. Ya verá usted cómo se lleva a toda la tripulación a Manderley y les da de comer y de beber y hasta camas.

—Y que lo diga usted. Por uno de los de su finca daría hasta la camisa, si hiciera falta —dijo el vigía—. ¡Ojalá hubiera más como él en la comarca!

—Sí, no nos vendrían mal, no —contestó Frank.

Continuamos mirando el barco. Los remolcadores se mantenían preparados para intervenir, pero el barco salvavidas se había vuelto a Kerrith.

—Hoy no han tenido faena los del salvavidas —dijo el vigía.

—No —dijo Frank—; y me parece que tampoco los remolcadores podrán hacer nada. Me temo que el único que tendrá trabajo será el que desguace el barco…

Volaban las gaviotas en círculos por encima de nosotros, maullando como gatos hambrientos, y algunas se posaron al borde del acantilado, mientras otras, más audaces, flotaban sobre las aguas cerca del barco.

El vigía se quitó la gorra y se enjugó la frente, diciendo:

—Parece como si faltara el aire, ¿verdad?

—Sí —le respondí.

La lancha, llena de curiosos y fotógrafos aficionados, puso rumbo a Kerrith, dejando oír el latir de su motor.

—¡Se han cansado! —dijo el vigía.

—No me extraña —comentó Frank—. Seguramente pasarán varias horas hasta que ocurra algo. Antes de que traten de ponerlo a flote el buzo tendrá que dar su opinión.

—Claro —dijo el vigía.

—La verdad es —dijo Frank— que aquí no hacemos nada. Yo, por mi parte, ya estoy echando de menos la comida.

No dije nada. Él vaciló y sentí su mirada posada sobre mí. Después de unos segundos, me preguntó:

—¿Qué va a hacer usted?

—Me parece que me quedaré un ratito. Nos han preparado una comida fría, de manera que no importa a la hora que llegue. Quiero ver qué va a hacer el buzo.

La verdad era que no me encontraba con ánimos de enfrentarme con Frank. Quería estar sola, o acompañada de alguien a quien apenas conociera, como el vigía.

—¡Pero si aquí no va usted a ver nada! ¿Por qué no se viene a comer conmigo?

—No, gracias; de veras.

—¡Bueno, bueno! Ya sabe donde encontrarme si me necesita. Estaré en la oficina toda la tarde.

Saludó con la cabeza al vigía y se marchó, peñas abajo, hacia la playa. ¿Le habría ofendido? No pude remediarlo. Ya lo explicaría todo algún día. Parecían haber ocurrido tantas cosas desde que le hablé por teléfono… Y, además, no quería que Frank continuase machacando sobre el asunto. Lo único que me apetecía era quedarme sentada en las peñas mirando el barco.

—¡Qué buena persona es el señor Crawley! —dijo el vigía.

—Sí, lo es.

—Y daría la mano derecha por el señor de Winter.

—Creo que sí la daría.

Aún continuaba jugando sobre la hierba el chiquillo de antes.

—¿Cuándo va a salir el buzo? —nos preguntó.

—Todavía no, buena pieza —le contestó el vigía.

Una mujer, con un traje rosa a rayas y una redecilla para el pelo vino campo a través hacia donde estábamos, gritando:

—¡Charlie! ¡Charlie! ¿Dónde estás?

—Ahí viene tu madre a ajustarte las cuentas —le dijo el vigía.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡He visto al buzo! —gritó el arrapiezo.

Nos saludó, sonriendo, la mujer. No me conocía. Era una veraneante de Kerrith.

—Parece que se acabó la emoción, ¿no? —dijo la mujer—. Estaban diciendo por ahí que el barco tendrá que quedarse varios días donde está.

—Están esperando a que suba el buzo para ver qué dice —dijo el vigía.

—No comprendo cómo hay quien quiera ser buzo —dijo la señora—. ¡Deberían pagarles bien!

—Ya lo hacen —dijo el vigía.

—¡Mamá! ¡Yo quiero ser buzo!

—Pues díselo a papá —dijo la madre sonriéndonos, y luego, dirigiéndose a mí, añadió—. Esto es muy bonito, ¿verdad? Nos hemos traído una cesta de merienda, sin pensar que íbamos a tener niebla y hasta un naufragio. Estábamos a punto de volvernos a Kerrith cuando nos estallaron los cohetes delante de las narices, como quien dice. ¡Vaya susto que nos dieron! «¿Qué ha sido eso?», le pregunté a mi marido; y él me contestó: «Parece que es alguien que pide socorro; vamos a quedarnos a ver qué pasa». Y no hay manera de llevárselo de aquí. Es tan imposible como su hijo. Yo, la verdad, no veo que esto resulte muy divertido.

—No —dijo el vigía—; lo que es ahora no hay nada que ver.

—¡Qué bosques más bonitos son ésos! —dijo la mujer, y luego añadió—. Supongo que serán particulares.

El vigía tosió, para disimular al mismo tiempo que me echaba una mirada, y dijo:

—Sí, son particulares.

—Mi marido dice que, con el tiempo, se parcelarán todas estas fincas grandes para hacer casas. No me importaría tener una casita aquí con vistas al mar. Aunque no sé, puede que esto en invierno no me gustase.

—Sí, en invierno no hay mucho que hacer por estas tierras —dijo el vigía.

Continué yo mordiendo una hierba. El chiquillo corría, dando vueltas a nuestro alrededor. El vigía miró la hora y dijo:

—Bueno, yo tengo que marcharme. ¡Buenas tardes!

Me saludó y echó a andar por el sendero que llevaba a Kerrith.

—Vamos, Charlie —dijo la mujer—. Ven, vamos a buscar a papá.

Me hizo una amable inclinación de cabeza y se alejó hacia el borde del acantilado, con el niño corriendo detrás de ella. Un hombre delgado, con pantalones cortos de color caqui y chaqueta ligera de franela con rayas de vivos colores, le hizo señas con el brazo. Se sentaron junto a unas zarzas y la mujer comenzó a desliar unos paquetes.

Me hubiera gustado poder desprenderme de mi identidad y sentarme con ellos, a comer huevos duros y emparedados, a reír recio, a hablar con ellos, y volver luego en su compañía a Kerrith, por la tarde, para jugar a la orilla del mar, con los pies descalzos, y corretear por la playa. Luego iríamos a su pensión para merendar quisquillas. Pero en lugar de todo eso, tenía que volver andando sola por el bosque hasta llegar a Manderley, donde esperaría la vuelta de Maxim. ¿Qué nos diríamos? ¿Cómo me miraría? ¿Cómo sonaría su voz? Permanecí sentada en lo alto del acantilado, abstraída en mis pensamientos, sin que se me ocurriera pensar en la comida. No tenía hambre.

Llegó más gente para ver el barco. Aquello constituía la diversión de la tarde. No veía a nadie conocido. Eran todos veraneantes de Kerrith. El mar estaba tranquilo, como un espejo. Las gaviotas habían dejado de trazar círculos en el aire para posarse en el agua, cerca del barco. Durante la tarde llegaron más lanchas. Aquel día los barqueros de Kerrith debieron de hacer un buen negocio. Subió el buzo y volvió a bajar. Uno de los remolcadores se fue, quedando el otro de guardia. El jefe del puerto de Kerrith se marchó en su lancha gris, llevándose algunos hombres con él y también al buzo, que había vuelto a salir. Los tripulantes del barco, apoyados en la barandilla, echaban migajas a las gaviotas mientras los veraneantes bogaban calmosamente en sus barcas alquiladas. No pasaba nada. La marea fue bajando dejando el barco fuertemente escorado y con la hélice al aire. Fue palideciendo el sol y aparecieron por poniente pequeñas nubecillas blancas. Aún hacía mucho calor. La mujer del traje rosa a rayas se levantó y echó a andar con el niño camino de Kerrith, seguida del hombre de pantalones cortos, que llevaba el cesto de la merienda.

Miré el reloj. Ya habían dado las tres. Me levanté y bajé la cuesta de la playa, que estaba desierta y tranquila, como de costumbre. Los guijos tenían un color gris oscuro. El agua del pequeño puerto parecía, en su quietud, como de cristal. Al cruzar la playa, crujieron los guijos bajo mis pies con ruido rechinante. Las nubecillas que aparecieron por el este se habían extendido por todo el cielo y escondieron el sol. Cuando llegué al otro extremo de la playita vi a Ben, en cuclillas, junto a una poza entre dos rocas, cogiendo caracoles. Al pasar yo, mi sombra cayó sobre el agua. Ben alzó la cabeza y me vio.

—¡Buenas! —dijo, trazando una sonrisa con su boca entreabierta.

—Buenas tardes —le contesté.

Se puso de pie, abrió un sucio pañuelo que había llenado de caracoles, y me dijo:

—¿Le gustan los caracoles?

No quise desairarle y cuando le di las gracias, me puso en la mano como hasta una docena de caracoles, que yo metí en los bolsillos de la falda.

—Están muy ricos con pan y manteca. Pero antes hay que cocerlos.

—Bueno, está bien.

Estaba mirándome con su sonrisa estúpida.

—¿Ha visto el vapor? —me preguntó.

—Sí; ha encallado, ¿verdad?

—¿Eh?

—Digo que ha encallado —repetí—. Probablemente tiene un agujero en el casco.

Quedó su cara sin expresión y estúpida.

—¡Vaya! ¡Un agujero! Ella está allí abajo. ¡No volverá! —dijo, con una expresión estúpida.

—Puede que los remolcadores la puedan poner a flote cuando suba la marea.

No respondió. Estaba mirando fijamente en dirección al barco encallado. Lo veíamos de costado desde donde estábamos, con el casco pintado de rojo por debajo de la línea de flotación y destacando con el negro de los lados y su única chimenea inclinada hacia tierra. Los tripulantes continuaban asomados a la borda, echando de comer a las gaviotas y mirando al mar. Las barcas de remos se alejaban hacia Kerrith.

—Es holandés, ¿verdad que sí?

—No sé; holandés o alemán.

—Se hará cachitos ahí donde está.

—Me temo que sí.

Sonrió de nuevo y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

—Se hará cachitos, poquito a poco. Éste no se hundirá como una piedra, como el otro —se rió socarronamente, mientras se hurgaba la nariz. Callé yo y él continuó—. ¡Yo no he dicho nada! Ya se la habrán comido los peces, ¿verdad?

—¿A quién?

Señaló con el pulgar hacia el mar.

—Pues…, ¿a quién va a ser? ¡A la otra!

—¡Pero, Ben, los peces no se comen los barcos!

—¿Eh?

Se quedó mirándome, con su cara bobalicona, sin expresión alguna.

—Bueno, adiós; me tengo que marchar —le dije.

Me alejé, dirigiéndome hacia el sendero que subía por el bosque. No quise mirar hacia la casita, pero no pude evitar verla, allí, a mi derecha, gris y callada. Comencé a subir por el sendero, sin pararme; pero a medio camino tuve que detenerme para descansar. Mirando por entre los árboles pude ver aún el barco encallado. Ya no se veía ninguna barca de curiosos. Hasta los tripulantes habían desaparecido en el interior del barco. Las nubes se habían extendido hasta cubrir el cielo por completo. Un ligero soplo de viento me acarició la cara inesperadamente, y una hoja seca me cayó en la mano. Sentí un inexplicable escalofrío, y cesó de nuevo el viento, volviendo el calor pegajoso de antes. El barco, inclinado sobre un costado, desiertos el puente y la cubierta, y con una chimenea apuntando a la costa, presentaba un aspecto desolado. Estaba el mar tan tranquilo, que hasta cuando rompía sobre los guijos lo hacía con el ruido apagado y susurrante de un suspiro.

Eché a andar de nuevo cuesta arriba, con las piernas cansadas, la cabeza cargada y el corazón acongojado por un extraño presentimiento. La casa se alzó ante mí, apacible, cuando salí de la espesura por el sendero que desembocaba en la pradera. Parecía asegurada y protegida contra toda desgracia, más hermosa que nunca. Mientras estaba contemplándola desde la collada, me di cuenta, quizá por primera vez y con un extraño sentimiento de orgullo, de que aquélla era mi casa, que yo pertenecía a Manderley y Manderley era mío. Árboles, césped y macetones se reflejaban en los cristales de los graciosos ajimeces. Una delgada columna de humo ascendía de una de las chimeneas. El césped recién segado de la pradera tenía el dulce perfume del heno. Un mirlo cantaba desde el castaño. Una mariposa amarilla me precedió a la terraza, trenzando en el aire su vuelo alocado.

Entré en el vestíbulo y pasé al comedor. La mesa aún estaba puesta para mí, pero ya habían quitado el cubierto de Maxim. En el aparador me aguardaban algunos fiambres y una ensalada. Dudé un momento; pero luego hice sonar el timbre y apareció Robert detrás de la mampara.

—¿Ha venido el señor? —le pregunté.

—Sí, señora. Vino después de las dos, tomó algo ligero y se volvió a marchar. Preguntó por usted, y Frith contestó que la señora había bajado a ver el barco.

—¿No dijo cuándo volvería?

—No, señora.

—Puede que bajase a la playa por otro camino y se haya cruzado conmigo.

—Sí, señora.

Miré los fiambres y la ensalada. No tenía apetito. Me encontraba vacía, pero sin hambre. No me apetecía la carne fría.

—¿Va a comer la señora?

—No. Pero podría usted llevarme a la biblioteca un poco de té, sin pastas ni bizcochos. Nada más que un poco de pan con mantequilla.

Me fui a la biblioteca y me senté delante de la ventana, echando de menos a Jasper, que, supuse, se había marchado con Maxim. La perra estaba durmiendo en su cesto. Cogí el Times y comencé a pasar las hojas, sin leer nada. Era desagradable aquella sensación de estar esperando algo, como quien aguarda en la sala de espera de un dentista. Me sentí incapaz de ponerme a hacer punto o de leer un libro. Tenía que limitarme a esperar, a esperar algo imprevisto. El horror sentido aquella mañana, el naufragio luego y el no haber comido, todo se combinó para suscitar en mí una inquietud inusitada y que, en realidad, no acertaba a analizar. Era como si presintiera que había comenzado improvisadamente una nueva etapa de mi vida, completamente distinta de la anterior. Aquella chiquilla que se había vestido la noche antes para el baile de máscaras ya no existía. Aquello ocurrió hacía ya mucho tiempo. La que estaba ahora sentada ante la ventana era otra…

Robert sirvió el té y comencé a comer el pan y mantequilla, con hambre. Además del pan me había traído unos bollos, unos emparedados y un trozo de bizcocho. Supongo que le pareció denigrante servir solamente pan con mantequilla, cosa sin precedente en Manderley. Me comí con gusto los bollos y el bizcocho, recordando que únicamente había tomado, por todo desayuno, una taza de té frío a las once y media. Robert entró en el momento que terminaba mi tercera taza de té.

—Permítame la señora: ¿no ha vuelto el señor?

—No. ¿Pregunta alguien por él?

—Sí, señora; el capitán Searle, el jefe del puerto de Kerrith, está al teléfono. Pregunta si podría venir a hablar con el señor personalmente.

—No sé qué decirle. A lo mejor no vuelve hasta muy tarde.

—Sí, señora.

—Dígale que vuelva a llamar a las cinco.

Salió Robert del cuarto, pero a los pocos minutos volvió a entrar.

—Señora, el capitán Searle quisiera ver a la señora si no le es molestia —dijo Robert—. Dice que se trata de un asunto urgente. Ha llamado al señor Crawley, pero no ha contestado nadie al teléfono.

—¡Ah! Pues, desde luego, dígale que si el asunto es urgente que venga cuando quiera y le recibiré. ¿Tiene coche?

—Creo que sí, señora.

Salió Robert. ¿Qué le iba yo a decir a Searle? Seguro que vendría a hablar de algo relacionado con el barco encallado, pero no comprendía qué tendría Maxim que ver con eso. Si el barco hubiera encallado dentro de la cala, sería otra cosa, pues ésta pertenecía a Manderley. Quizá querían pedir permiso a Maxim para volar unas rocas o para lo que sea, que es lo que se hace cuando hay que poner un barco a flote. El pobre Searle no iba sino a perder el tiempo hablando conmigo.

Debió de subir a su coche en cuanto acabó de hablar con Robert, pues aún no había pasado un cuarto de hora cuando me lo anunciaron y entró en la biblioteca.

Iba todavía de uniforme, como yo le había visto por la tarde temprano, con los gemelos. Me levanté y le di la mano, diciéndole:

—Siento que no haya vuelto mi marido. Debe de haber bajado otra vez a la playa. Antes estuvo en Kerrith. No le he visto en todo el día.

—Sí, ya me he enterado de que estuvo en Kerrith, pero no hemos coincidido allí —dijo el jefe del puerto—. Supongo que volvió andando por la orilla mientras iba yo en la lancha hacia allá. Tampoco he podido dar con el señor Crawley.

—Esto del barco ha sacado de sus casillas a todo el mundo. Yo misma, por estarme en las peñas, me he quedado sin comer. El señor Crawley estuvo allí más temprano. ¿Qué van a hacer con el barco? ¿Podrán ponerlo a flote los remolcadores?

Searle trazó en el aire un gran círculo.

—Tiene un agujero así de grande en el casco. Ése no volverá ya más a Hamburgo. Pero dejemos el barco. Sus propietarios y el agente de Lloyd’s se encargarán de él. No he venido a hablarle acerca del barco, aunque indirectamente sea la causa de mi visita. Tengo una noticia para su marido, y la verdad es que no sé cómo… decírsela.

Y al decir esto fijó sobre mí sus ojos de color azul oscuro.

—¿Qué clase de noticia, capitán?

Sacó un gran pañuelo del bolsillo y se sonó las narices.

—Pues…, ¡tampoco me resulta muy agradable decírselo a usted! Créame que no quisiera por nada del mundo darles un disgusto a usted ni a su marido. Todos le queremos en Kerrith, pues su familia siempre ha hecho mucho bien allí. Es una mala suerte para usted y para él que no podamos dejar en paz el pasado. Pero no sé cómo lo podemos evitar, en vista de lo ocurrido.

Hizo una pausa, volvió a meter el pañuelo en el bolsillo, y continuó en voz baja, aunque estábamos solos en la habitación.

—Mandamos a un buzo que examinara el casco, y cuando estaba allá abajo, descubrió una cosa. Parece que encontró el agujero del casco, y cuando fue hacia el otro costado para ver qué averías había sufrido allí el barco, se encontró con el casco de un velero pequeño, tumbado de costado; pero, al parecer, en buen estado e intacto. Es un hombre de estos alrededores y reconoció enseguida el barquito que perteneció a la primera esposa del señor de Winter.

Lo primero que se me ocurrió fue dar gracias a Dios de que Maxim no estuviera allí para escuchar aquello. Este nuevo golpe, a continuación de mi mascarada de la noche anterior, hubiera sido sangriento y horrible.

—¡Cómo lo siento! —dije, hablando despacio—. ¡Quién se lo iba a figurar! Pero ¿hace falta decírselo a mi marido? ¿No podrían dejar el barquito donde está? Allí no hace daño a nadie, ¿verdad?

—Allí lo dejaríamos, señora, si no fuera por otra cosa. Jamás se me ocurriría a mí moverlo de allí. Y repito que daría cualquier cosa por ahorrar a su marido un disgusto. Pero es que no le he dicho todo aún. El buzo se puso a fisgar en el barquito y descubrió algo más importante. La puerta del camarote estaba cerrada, intacta, y las ventanillas también estaban cerradas. Rompió una con una piedra del fondo y miró en el camarote. Estaba lleno de agua, que entró, seguramente, por algún agujero en el casco, pero, por lo demás, parecía estar todo en orden. Y entonces fue cuando el buzo se llevó el susto más grande de su vida.

Calló Searle y miró hacia atrás, como si algún criado pudiera oírle. Luego dijo en voz baja:

—Vio un cadáver en el suelo del camarote. Claro que no quedaban más que los huesos. Pero no le cupo duda de que era una persona. Vio la cabeza y las extremidades. Entonces subió y me lo dijo inmediatamente. Y ahora comprenderá por qué tengo que ver a su marido.

Me quedé mirándole, primero sorprendida, y luego horrorizada y con un malestar indefinible.

—Pero ¿no se dijo que iba sola? —dije en voz baja—. Por lo visto no fue así, y salió alguien con ella.

—Así parece.

—¿Quién sería? Los parientes de quien fuera… hubieran notado su desaparición… ¡Se habló tanto del asunto! ¡Todos los periódicos estaban llenos de referencias de lo ocurrido! Y, ¿cómo es posible que, habiendo alguien en el camarote, a ella se la encontrase a tanta distancia, pasados varios meses?

Searle sacudió la cabeza y dijo:

—Sé tanto como usted. Todo lo que podemos decir es que allí hay un cadáver, y que hay que comunicarlo. Y no sé cómo nos las vamos a arreglar para que no corra la voz. Es una mala suerte para usted y su marido. Están ustedes aquí tan tranquilos, deseando ser felices… y se les viene ahora esto encima.

Comprendí entonces el presentimiento que había tenido. Lo que lo suscitó no fue el barco encallado, ni la delgada y negra chimenea apuntando a tierra, ni los chillidos de las gaviotas, sino las aguas tranquilas y oscuras y las cosas desconocidas que descansaban bajo ellas, y el buzo bajando a aquellas profundidades frías y tranquilas para hallar el barco de Rebeca y al compañero, muerto, de ésta. Mientras el buzo tocaba el barco y miraba dentro del camarote, yo estaba allá, en las peñas, sin saber lo que pasaba.

—¡Si no tuviéramos que decírselo a mi marido! ¡Si pudiéramos ocultarle todo eso!

—Usted sabe que lo haría, si me fuera posible, señora, pero mis deseos personales no cuentan en un asunto así. Tengo que cumplir con mi deber y comunicar oficialmente el hallazgo del cadáver.

Se interrumpió de repente, pues en aquel momento se abrió la puerta y entró Maxim.

—¿Qué pasa? No sabía que estaba usted aquí, capitán; ¿ocurre algo?

No pude soportar más y salí del cuarto, cobardemente, cerrando la puerta detrás de mí. Ni siquiera miré a Maxim a la cara, pero me dio la impresión de que estaba cansado, con el pelo revuelto y sin sombrero.

Me fui a esperar junto a la puerta del vestíbulo. Jasper bebía ruidosamente en su cacharro, y cuando me acerqué movió alegre el rabo para luego continuar bebiendo. Cuando hubo terminado, se puso en dos patas, arañándome en la falda. Le di un beso en la cabeza y salí a sentarme en la terraza. Había llegado el momento crítico y no había más remedio que hacerle frente. Ahora tendría que conseguir dominar mis pasados miedos, la falta de seguridad en mí misma, mi timidez y aquella desesperante sensación de insignificancia. Si fracasaba en aquella ocasión, el fracaso sería definitivo. Nunca tendría otra oportunidad. Recé pidiendo valor; recé con desesperación, hincándome las uñas en las palmas de las manos. Allí estuve unos cinco minutos, contemplando la verde pradera y los floridos macetones de la terraza, hasta que oí el motor de un automóvil que arrancaba, y supuse que sería el de Searle. Ya se lo había dicho a Maxim, y ahora se iba. Me levanté y fui lentamente hacia la biblioteca, pasando por el vestíbulo, jugando con los caracoles que me había dado Ben, y que aún llevaba en el bolsillo, apretándolos fuertemente entre los dedos.

Maxim estaba de pie junto a la ventana, dándome la espalda. Me detuve junto a la puerta, pero no se volvió. Saqué las manos de los bolsillos y fui acercándome a él. Cuando estuve a su lado, le cogí una mano y la alcé, para apoyarla contra mi mejilla. No dijo nada ni se movió.

—Maxim —le dije en voz muy baja—. Maxim, no sabes lo que siento esto. Lo siento con toda el alma, con todo mi corazón.

No me contestó. Tenía la mano helada. Se la besé, primero en el dorso, luego en los dedos, uno por uno.

—No quiero que pases solo este mal rato. Quiero ayudarte y compartirlo contigo. He crecido en estas últimas veinticuatro horas. Ya he dejado de ser una niña.

Me abrazó, apretándome con fuerza contra su pecho, y entonces se disiparon, como por encanto, mi timidez y temor.

—Me has perdonado, ¿verdad? —le dije.

Por fin, habló:

—¿Perdonado? ¿Qué tengo yo que perdonarte?

—Lo de anoche. Creíste que lo había hecho adrede.

—¡Ah! ¡Eso! ¡Ni me acordaba ya! Me enfadé contigo, ¿no?

—Sí.

Volvió a callar, pero continuó apretándome contra él.

—Maxim, ¿no podemos comenzar de nuevo? ¿No podemos empezar hoy otra vez y hacer frente juntos, de hoy en adelante, a todo lo que haga falta? No voy a decirte que me quieras, porque no quiero pedirte imposibles; sólo quiero ser tu amiga, tu compañera, como si fuera un chico. No te pido más.

Me cogió la cara entre las manos y me miró. Noté entonces, por primera vez, que tenía la cara descompuesta, cansada, surcada de arrugas y ojerosa.

—¿Me quieres mucho? —me preguntó.

No pude contestar.

No pude hacer otra cosa sino continuar mirándole a los ojos, oscuros y atormentados; a la cara, pálida y desencajada.

—Es demasiado tarde —añadió, con una palabra cariñosa—. Hemos perdido las pocas probabilidades que teníamos de ser felices.

—No, no; Maxim, no.

—Sí; ya se acabó todo. Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir.

—¿El qué?

—Lo que siempre he temido; lo que ha sido mi pesadilla un día y otro día, una noche y otra noche. No estaba escrito que tú y yo fuésemos felices.

Se sentó en el banco de la ventana, y yo me arrodillé delante de él, con mis manos sobre sus hombros.

—¿Qué quieres decir?

Puso sus manos sobre las mías, me miró fijamente y me dijo:

—Rebeca ha ganado.

Le miré angustiada, con el corazón latiéndome descompasadamente, mientras se me quedaban frías las manos bajo las suyas.

—Su sombra se interpuso entre nosotros —dijo—; su sombra maldita nos separa. ¿Cómo iba yo a poder abrazarte así, encanto mío, amor mío, mientras el miedo de que ocurriera lo que ha ocurrido no me dejaba vivir? Enseguida se me venía a la memoria la mirada que me lanzó antes de morir, y su sonrisa sarcástica y falsa. Ella sabía, incluso entonces, que esto ocurriría; sabía que, a fin de cuentas, ella ganaría la partida.

—¡Maxim! —le dije en voz baja—. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué es lo que quieres darme a entender?

—Su yate. Lo han encontrado. El buzo lo encontró esta tarde.

—Ya, ya lo sé, Searle vino a decírmelo. Estás pensando en el cadáver que el buzo vio en el camarote, ¿no?

—Sí.

—Eso quiere decir que no iba sola, que aquella noche Rebeca salió acompañada, y ahora tú tienes que averiguar quién era. ¿No es eso?

—No, no es eso. No comprendes.

—Sea lo que sea, Maxim, te quiero, y quiero ayudarte, quiero estar junto a ti para compartirlo todo.

—Rebeca estaba sola. No iba nadie con ella.

Continué de rodillas mirándole cara a cara, mirándole a los ojos.

—El cadáver que hay en el camarote —dijo— es el de Rebeca.

—¡No, no puede ser!

—Sí. La mujer enterrada en el panteón no es Rebeca. Es el cuerpo de una mujer desconocida que nadie reclamó, que nadie sabe de dónde salió. No hubo tal accidente. Rebeca no se ahogó. A Rebeca la maté yo de un tiro, estando en la casita de abajo. Llevé el cuerpo al camarote, salí al mar con el barquito y lo hundí allí, aquella noche, donde lo han encontrado hoy. La que está en el suelo del camarote es Rebeca. ¿Quieres mirarme ahora a los ojos y decirme que me quieres?