ME debí quedar dormida pasadas las siete. Era completamente de día y las cortinas habían abandonado sus esfuerzos por detener el sol. La luz entraba a raudales por la ventana abierta, trazando arabescos en las paredes. Oí cómo abajo, en la rosaleda, unos hombres recogían mesas y sillas y descolgaban las cadenetas de luces. La cama de Maxim continuaba desnuda y vacía. Yo en la mía, estaba con los brazos cruzados sobre los ojos, en la postura menos a propósito para conciliar el sueño; pero, poquito a poco fui deslizándome hacia el borde de la inconsciencia hasta, al fin, cruzarlo. Cuando desperté eran más de las once, y Clarice debía de haber entrado, sin que yo la oyera, para traerme el té, pues vi junto a mí una bandeja con una tetera helada; mis ropas estaban recogidas y el traje azul guardado en el armario.
Bebí aquel té frío, aún amodorrada y atontada tras el pesado sueño, para luego quedarme mirando a la desnuda pared que tenía enfrente. La cama vacía de Maxim me volvió a mis sentidos, mientras mi corazón se agitaba descompasado y volvía a apoderarse de mí toda la indecible angustia de la noche antes. No había venido a su cama en toda la noche. Allí estaban intactos el pijama y el embozo abierto. ¿Qué habría pensado Clarice cuando entró en el cuarto para traerme el té? ¿Lo habría notado? ¿Se lo habría dicho a los otros criados y lo habrían discutido todos mientras tomaban el desayuno? No sabía por qué me preocupaban esas cosas ni por qué la idea de la conversación de los criados me resultaba tan dolorosa. ¿Sería porque yo era así, mezquina, convencional, miedosa de las murmuraciones?
Por eso había bajado la noche antes con mi traje azul, en lugar de quedarme escondida en mi cuarto. Bajar no fue un acto de valentía ni elogiable; fue, sencillamente, un necio tributo pagado a los convencionalismos. No bajé por Maxim, ni por Beatrice, ni por Manderley. Bajé… porque no quería que los invitados supusieran que me había peleado con Maxim. No quería que volviesen a sus casas diciendo: «Supongo que también tú has oído que no se llevan nada bien; se dice que él no es feliz». Había bajado por mí, nada más, por mi propio orgullo. Sorbía el té frío y pensaba que aceptaría vivir en un rincón de Manderley y Maxim en el otro, con tal de que la gente no se enterara. Aunque ya su ternura para conmigo se hubiera debilitado y consumido, aunque jamás volviera a besarme, ni nunca más me dirigiera la palabra, excepto para lo más imprescindible… me creía capaz de aguantarlo si tuviera al mismo tiempo la seguridad de que nadie excepto nosotros lo sabía. Si pudiéramos sobornar a los criados para que callasen, hacer nuestro papel delante de la familia, delante de Beatrice, aunque cuando quedásemos solos nos separásemos y lleváramos dos vidas completamente aparte.
Me parecía, según estaba sentada en la cama, mirando a la pared, a la luz que ya brillaba a través de las ventanas, a la cama vacía de Maxim, que lo más humillante, lo más vergonzoso que pueda haber es un matrimonio que fracasa. Que fracasa a los tres meses, como el mío. Porque ya no me hacía ninguna ilusión acerca del porvenir, ni me esforzaba en fingir. La noche anterior había sido demasiado evidente. Mi matrimonio había sido un fracaso. Todo lo que la gente diría, si llegaban a averiguar lo ocurrido, sería verdad. No nos llevábamos bien. No congeniábamos. No éramos a propósito el uno para el otro. Yo era demasiado joven para Maxim, tenía poca experiencia de la vida, y lo que era peor, no era de su clase. Aunque yo lo quería de una manera enfermiza, doliente, desesperada, como un niño o como un perro, eso era igual. No era ése el amor que él necesitaba. Lo que él quería era algo que yo no podía ofrecerle, algo de lo que ya había gozado antes. Me acordaba de la presunción juvenil y casi histérica con que me había lanzado al matrimonio, imaginando que yo podría hacer feliz a Maxim, a él, que había conocido antes una felicidad muy superior. Hasta la señora Van Hopper con su mezquino pensar y su ordinariez comprendía que yo iba a cometer una equivocación. «Me temo que te arrepentirás —me dijo—. Creo que vas a cometer un error».
No le quise hacer caso, y me pareció dura y cruel. Pero ella tenía razón. Siempre tenía razón. Aquella postrera puñalada que me dio al decirme adiós: «No supondrás que se ha enamorado de ti. Lo que le ocurre es que se encuentra solo. No puede aguantar aquella mansión vacía». Nunca dijo una verdad más grande. Maxim no me quería, ni me había querido nunca. Nuestra luna de miel en Italia y el haber vivido juntos aquí no habían significado nada para él. Lo que yo creí amor, amor por mí misma, no tenía otro significado más que el hecho de que él era un hombre y yo una mujer joven y que él se encontraba solo. No me pertenecía, pues pertenecía a Rebeca. Aún pensaba en Rebeca. Y nunca me querría a causa de Rebeca. Ella aún estaba en la casa, como había dicho la señora Danvers; en el cuarto del ala oeste, en el gabinete, en la galería, en el vestíbulo. Hasta su impermeable estaba todavía colgado en el cuarto de las flores. Y también estaba en el jardín, y en el bosque, y allá abajo en la casita de piedra junto a la playa. Sonaban sus pasos en los corredores y sus perfumes flotaban en las escaleras. Los criados continuaban obedeciendo sus órdenes, y nos daban de comer las cosas que a ella le gustaban. Sus flores preferidas llenaban las habitaciones. Allá, en los armarios de su cuarto, todavía colgaban sus vestidos, y sus cepillos sobre su tocador, sus zapatos bajo la silla y el camisón en su cama. Rebeca continuaba siendo la señora de Manderley. Rebeca era aún la señora de Winter. Yo nada tenía que hacer aquí. Había llegado, entrando a ciegas, como una intrusa en un terreno vedado. «¿Dónde está Rebeca? —había preguntado la abuela de Maxim—. Quiero que venga Rebeca. ¿Qué habéis hecho con Rebeca?». A mí ni me conocía ni me quería. ¿Por qué iba a quererme? Yo era una desconocida. Yo ni pertenecía a Maxim ni a Manderley. Y Beatrice, ¡cómo me miró de arriba abajo el día que me conoció, francamente, sin disimulos! «Eres tan diferente de Rebeca». A Frank, reservado, azorado, cuando le hablé de ella, le molestaron mis preguntas tanto como a mí; pero cuando contestó la última que le hice al acercarnos a casa, me dijo con voz grave y pausada: «Sí, era la criatura más bonita que he visto en toda mi vida».
Rebeca, siempre Rebeca. Fuera donde fuera, en Manderley, me sentase donde me sentase, incluso en mis pensamientos y sueños, allí me encontraba con Rebeca. Ya la conocía con sus piernas largas y esbeltas, sus pies pequeños y estrechos. Era algo más ancha de hombros que yo y con unas manos llenas de destreza. Éstas, igual manejaban la rueda del timón que sujetaban un caballo. Eran manos que sabían arreglar flores y construir modelos de barcos y escribir: «A Max, de Rebeca», en la hoja blanca de un libro. Ya sabía también cómo era su cara: pequeña, ovalada, de tez blanca y sin mácula, con un magnífico pelo negro. Conocía su perfume y podía adivinar su risa. Si la hubiera oído entre mil otras, hubiera reconocido su voz. Rebeca, siempre Rebeca. Jamás me libraría de Rebeca.
Acaso yo la obsesionaba a ella como ella a mí. ¿Me miraba desde lo alto de la galería, como había hecho la señora Danvers, y se sentaba junto a mí cuando me ponía a escribir mis cartas en su escritorio? Aquel impermeable que me puse, el pañuelo que usé… eran suyos. Tal vez me viera cogerlos. Jasper había sido su perro y ahora corría detrás de mí. Las rosas eran suyas y ahora las cortaba yo. ¿Me odiaba y me temía como yo a ella? ¿No hubiera querido ver a Maxim solo en la casa? Yo podía luchar contra los vivos, mas no contra los muertos. De haber habido una mujer en Londres a quien Maxim escribiera y visitara, con quien cenase y riese, contra ella hubiera podido luchar. Nos hubiéramos encontrado en el mismo terreno. No le habría tenido miedo entonces. La ira, los celos se podían dominar. Llegaría un día en que esa mujer envejecería, o cambiaría, o se hastiaría y Maxim dejaría de amarla. Pero Rebeca no envejecería. Siempre sería la misma. Ella y yo no podíamos luchar. Era demasiado fuerte para mí.
Salté de la cama y descorrí las cortinas. Entró a raudales el sol en la habitación. Los hombres ya habían limpiado el desorden de la rosaleda. ¿Estaría la gente hablando del baile, como suelen hacerlo después de una fiesta?
—¿Lo encontraste tan animado como otras veces?
—¡Pche…! Creo que sí.
—La orquesta tocaba demasiado despacio, me parece a mí.
—La cena estuvo formidable.
—Los fuegos artificiales no estuvieron mal.
—Be Lacy está envejeciendo.
—¡Es que con el traje aquel…!
—Él parecía enfermo.
—Siempre lo parece.
—¿Qué te pareció la novia?
—Regular. Bastante aburrida.
—¿Qué tal se llevarán?
—¡Cualquiera lo sabe!
Me di cuenta entonces, por primera vez, de que habían dejado una nota por debajo de mi puerta.
La cogí. Reconocí la cuadrada letra de Beatrice. La había garabateado a lápiz después del desayuno:
«He estado llamando a tu cuarto pero como no has contestado, supongo que, siguiendo mi consejo, estás descansando después de lo de anoche. Giles tiene prisa en que nos marchemos para llegar a casa temprano, pues le han telefoneado que le necesitan para sustituir a alguien en el equipo de críquet, en un partido que empieza a las dos. Cómo se las va a arreglar para ver la pelota, con todo el champaña que trasegó anoche, sólo Dios lo sabe. Yo tengo las piernas algo flojas, pero he dormido como un tronco. Frith me ha dicho que Maxim bajó a tomar el desayuno temprano y que luego salió. Aún no ha vuelto. Dale un abrazo de nuestra parte. Y mil gracias a los dos por la fiesta. La hemos gozado. No pienses más en el traje. (Esto estaba subrayado varias veces.) Con todo cariño, Be.»
Y luego una posdata:
«Tenéis que venir a vernos.»
En la parte superior del papel había escrito: «Son las nueve y media», y en aquel momento eran las once y media. Hacía dos horas que se habían ido. Habrían llegado ya a su casa, y Beatrice, ya deshecha la maleta, estaría en el jardín recomenzando su vida corriente, mientras Giles se preparaba para el partido de críquet renovando las cuerdas del mango de su pala.
Por la tarde, Beatrice se pondría un traje fresco y un sombrero para resguardarse del sol e iría a ver jugar a Giles. Luego, tomarían el té en una tienda de campaña; Giles, sudando y muy sofocado; Beatrice, riendo y hablando con sus amigos.
—Sí, fuimos al baile de Manderley. Lo pasamos divinamente. No comprendo cómo se las ha arreglado Giles para correr una yarda siquiera.
Esto lo diría sonriendo, dando palmaditas a Giles en la espalda. Los dos tenían ya cierta edad y nada de romanticismo. Llevaban casados veinte años y tenían un hijo, que estaba en la Universidad de Oxford. Eran muy felices. Su matrimonio había sido un éxito. No había fracasado, como el mío, a los tres meses.
No podía estarme todo el día sentada en mi cuarto. Las criadas querrían venir a arreglarlo. Puede que Clarice no se hubiera fijado, después de todo, en la cama de Maxim. La deshice, desordenándola toda, para hacer creer que había dormido en ella. Si Clarice no había dicho nada, no quería que las doncellas del cuerpo de casa se enterasen.
Me bañé y vestí, bajando luego. Ya habían quitado el entarimado del vestíbulo y se habían llevado las flores. Los atriles de los músicos habían desaparecido de la galería. Supuse que los músicos debieron de marcharse en uno de los primeros trenes. Los jardineros estaban ocupados en limpiar las praderas y el camino de los fuegos artificiales quemados. Pronto no quedaría ninguna señal del baile de disfraces de Manderley. ¡Qué largos habían parecido los preparativos y qué pronto y rápidamente se estaba haciendo desaparecer su rastro…!
Me acordé de la señora de color de salmón, tal como estaba junto a la puerta del salón, con su plato colmado de pollo, y me pareció que el recuerdo debía de ser o una imaginación mía o se refería a algo que había ocurrido hacía ya mucho tiempo. Robert estaba sacando brillo a la mesa del comedor. Una vez más, normal, estólido, calmoso, no como durante las últimas semanas: aturullado y nervioso.
—Buenos días, Robert —le dije.
—Buenos días, señora.
—¿Ha visto usted al señor por alguna parte?
—Salió enseguida de desayunar, señora; antes de que bajaran la señorita Beatrice y el señor comandante. Creo que no ha vuelto a casa desde entonces.
—¿No sabe usted adónde fue?
—No, no le puedo decir a la señora.
Volví al vestíbulo. Y luego, pasando por el salón, fui al gabinete. Me salió Jasper al encuentro y comenzó a lamerme las manos con extraordinaria alegría, como si hiciera mucho que no me veía. Había pasado la noche en la cama de Clarice, y a mí no me había visto desde la tarde anterior. Puede que se le hicieran las horas tan largas como a mí.
Cogí el teléfono y pedí el número de las oficinas de la finca. Quizá Maxim estaba con Frank. No tenía más remedio que hablar con él, aunque no fuera más que dos minutos. Tenía que explicarle que no había hecho a propósito lo de la noche anterior. Aunque no volviera a hablarle nunca, aquello se lo tenía que decir. Contestó un empleado del teléfono y me dijo que Maxim no estaba allí.
—El señor Crawley está aquí, señora —dijo el empleado—; ¿quiere usted hablar con él?
Ya iba a decir que no, pero no tuve tiempo, pues antes de que pudiera colgar el teléfono oí la voz de Frank:
—¿Ocurre algo?
«Rara manera de empezar una conversación —pensé en un segundo—. Ni siquiera me ha dicho “buenos días” ni me ha preguntado si he dormido bien». ¿Por qué me preguntaba que si ocurría algo?
—Soy yo, Frank. ¿Dónde está Maxim?
—No lo sé. No le he visto. No ha estado aquí esta mañana.
—¿Qué no ha estado en la oficina?
—No.
—Bueno, es igual; no importa.
—¿No le ha visto usted durante el desayuno?
—No; me he levantado tarde.
—¿Qué tal pasó la noche Maxim?
Dudé un momento, pero Frank era la única persona que no me importaba que lo supiese todo.
—No vino a acostarse.
Sobrevino un silencio, como si estuviera pensando qué decir.
—Ya comprendo —dijo muy despacio, y pasado un minuto añadió—. Me temía que ocurriese algo así.
—¡Frank! —le dije desesperada—. ¿Qué dijo Maxim anoche cuando os dejé, cuando todo el mundo se hubo marchado? ¿Qué hicieron los demás?
—Yo estuve comiendo un emparedado con Beatrice y con Giles —dijo Frank—. Maxim no estuvo con nosotros. Dio no sé qué excusa y se metió en la biblioteca. Yo me vine a casa enseguida. Puede que Beatrice pueda decirle algo.
—Se ha ido —le dije—. Se marcharon después de desayunar. Me dejó una nota. Me decía que no había visto a Maxim.
—¡Oh! —dijo Frank, y no me gustó el tono de su voz, como sorprendido, como si se temiera algo.
—¿Adónde cree usted que se ha marchado? —dije.
—No lo sé, puede que haya ido a dar un paseo —respondió, con ésa voz que los médicos emplean para hablar en una clínica con los parientes del enfermo que van a preguntar cómo sigue.
—Frank, tengo que ver a Maxim; tengo que explicarle lo de anoche.
No contestó. Me imaginaba su cara apenada, con la frente cruzada de arrugas.
—Maxim cree que lo hice intencionadamente —dije, dejando escapar un sollozo irreprimible, y las lágrimas que la noche antes me cegaron, agolpáronse en mis ojos y comenzaron a correrme por las mejillas, dieciséis horas demasiado tarde—. Maxim cree que todo fue una broma, una broma horrible y lamentable.
—No, no —dijo Frank.
—Le digo que sí. Usted no le vio los ojos. Usted no estuvo junto a él toda la noche, mirándole, como yo. Ni me dirigió la palabra, Frank. Allí estuvimos el uno junto al otro toda la noche sin hablarnos ni una vez.
—Es que no hubo ocasión. Con toda aquella gente… Claro que noté algo. ¿Cree usted que no conozco a Maxim de sobra? Mire usted…
—Si no le recrimino —le interrumpí—. Si él me cree capaz de gastarle esa odiosa broma, tiene el perfecto derecho a pensar de mí lo que sea, y a no volverme a hablar, y a no verme más…
—No diga eso. No sabe lo que dice. Permítame que vaya a verla. Creo que puedo explicarle lo ocurrido.
¿Qué iba yo a sacar de que Frank viniera a verme, de que nos sentáramos en el gabinete, él tratando de consolarme con su tacto y su bondad? No quería la bondad de nadie. Era demasiado tarde.
—No. No quiero volver a hablar del asunto. Lo pasado, pasado está, y ya no tiene remedio. Después de todo, puede que sea mejor que haya ocurrido, pues me ha hecho darme cuenta de algo que ya hace mucho tiempo que debía haber comprendido, que debí suponer hasta antes de casarme con Maxim.
—¿Qué quiere usted decir?
Hablaba Frank con voz descompuesta y rara. ¿Qué le importaría a él que Maxim no me quisiera? ¿Por qué no quería que yo lo supiera?
—Lo de él y Rebeca —dije.
Cuando pronuncié ese nombre sonó como una palabra agria y prohibida, que ya no me proporcionaba ningún alivio, que ya no me daba ningún placer, sino, antes bien, vergüenza, como si estuviera confesando un pecado.
No contestó enseguida. Le oí suspirar ruidosa y repentinamente, al otro lado del teléfono.
—Pero ¿qué quiere usted decir? ¿A qué alude? —sonó su voz aún más forzada que antes y casi angustiosa.
—Que no me quiere, que quiere a Rebeca —dije—, que nunca la ha olvidado, que continúa pensando en ella noche y día. A mí no me ha querido nunca, Frank. Siempre es Rebeca, Rebeca, Rebeca…
Oí que Frank dejaba escapar una exclamación medio ahogada de sorpresa, pero ya me era igual escandalizarle o no.
—Y ahora que ya sabe lo que pienso —le dije—, lo comprenderá todo mejor.
—Óigame —me dijo—, tengo que verla. ¿Me escucha? No tengo más remedio que verla. Tengo que decirle algo muy importante. ¿Comprende? Pero no puedo hacerlo por teléfono. ¡Oiga! ¡Oiga!
Colgué el auricular de un golpe, y me levanté del escritorio. No quería ver a Frank. En nada podía ayudarme. Lo que hubiera que hacer tendría que hacerlo sola, sin ayuda. Tenía la cara roja y abotargada de llorar. Me puse a pasear por el cuarto, mordiendo el pañuelo, rasgando sus bordes.
Tenía el presentimiento de que ya nunca volvería a ver a Maxim. Estaba segura, no sé qué extraño instinto me lo decía. Se había marchado para no volver. En el fondo de mi corazón adivinaba que Frank creía lo mismo, aunque no hubiese querido decírmelo por teléfono. No quiso asustarme. Si ahora le llamase por teléfono, ya no estaría allí. El empleado hubiera contestado: «El señor Crawley acaba de salir, señora». Y me lo imaginaba, sin sombrero, subiendo a su Morris, pequeño y mal conservado, para salir en busca de Maxim.
Me acerqué a la ventana y me puse a mirar el claro donde el sátiro tocaba la zampoña. Ya se habían acabado los rododendros. No florecerían más hasta el próximo año. Los altos setos presentaban un aspecto oscuro y pardo. Subía del mar una neblina que me impedía ver el bosque más allá del repecho. Hacía un calor opresivo. Me imaginaba a los invitados del día anterior, diciéndome: «¡Qué suerte que ayer no hiciera esta niebla! No hubiéramos podido ver los fuegos artificiales». Fui del gabinete al salón, y desde éste a la terraza. Se había escondido el sol tras una muralla de niebla. Parecía como si una maldición hubiera caído sobre Manderley, dejándole sin cielo y sin luz. Pasó junto a mí un jardinero, empujando una carretilla llena de pedazos de papel y basura, de cáscaras de frutas arrojadas sobre el césped la noche antes por la gente.
—Buenos días —le dije.
—Buenos días, señora.
—La fiesta de anoche les ha dado a ustedes un trabajo extraordinario.
—Es lo mismo, señora; creo que todos lo pasaron muy bien, y, después de todo, eso es lo principal.
—Sí, supongo que sí.
Miró el hombre hacia el claro, al otro lado de la pradera, donde el valle descendía en suave pendiente hacia el mar. Los árboles alzaban sus siluetas espigadas y confusas.
—Se nos está viniendo encima una niebla muy espesa —me dijo.
—Sí.
—Afortunadamente, no tuvimos niebla anoche.
—Sí.
Esperó un momento, se tocó luego la gorra y se alejó, empujando la carretilla. Crucé el césped hacia la entrada del bosque. La niebla, al prenderse en los árboles, se había convertido en agua, que caía sobre mi desnuda cabeza como fina llovizna. Jasper estaba junto a mí, triste, con la cola caída, dejando colgar su rosada lengua. La humedad opresiva del día le hacía estar apagado y murrio. Desde donde me encontraba oía el ruido del mar, malhumorado y sordo, rompiendo en las calas al otro lado del bosque. La brisa empujaba la niebla hacia la casa, y al pasar junto a mí notaba su olor de sal mojada y de algas marinas. Le pasé la mano por el lomo a Jasper. Estaba empapado. Cuando volví la mirada hacia la casa, no pude ver ni las chimeneas ni el perfil de sus muros, sino únicamente una masa difuminada, las ventanas del ala de poniente y los macetones de la terraza. Estaba descorrida la persiana del gran ventanal de la alcoba principal de poniente y vi que había allí alguien en pie, mirando hacia el jardín. No reconocí aquella figura vaga e indistinta, y me acometió un escalofrío de miedo y sorpresa, pues durante unos segundos creí que podía ser Maxim. Se movió entonces el bulto, vi un brazo que se extendía para cerrar la persiana y reconocí a la señora Danvers. Me había estado mirando, mientras yo estaba en el lindero del bosque, bañada por la luz blanquecina de la niebla. Me había visto andando lentamente a través de la pradera, desde que bajé de la terraza. Quizá, incluso estuviera escuchando desde el aparato supletorio de su cuarto mi conversación con Frank. Ya sabría que Maxim no había pasado la noche conmigo. Habría estado escuchándome, sabiendo que lloraba. También sabría el papel que yo había desempeñado durante tantas horas, junto a Maxim al pie de la escalera, con mi vestido azul y que él ni me había hablado ni mirado. Lo sabía, porque eso era precisamente lo que ella se había propuesto. Esto era su triunfo, el suyo y el de Rebeca.
La recordé tal como la viera la noche antes, mirándome desde la puerta abierta del ala de poniente con aquella diabólica sonrisa en su cara cadavérica, y entonces me di cuenta de que era una mujer de carne y hueso, viva, como yo. La señora Danvers no estaba muerta como Rebeca. Podía hablarle, aunque no pudiera hacer lo mismo con Rebeca.
Movida por un impulso repentino, crucé el césped hacia la casa. Entré al vestíbulo y subí la escalera principal, doblé la esquina, pasé bajo el arco junto a la galería, por la puerta del ala de poniente, y seguí por el pasillo, oscuro y silencioso, hasta llegar al cuarto de Rebeca. Hice girar el picaporte y entré.
La señora Danvers continuaba junto a la ventana, pero la persiana ya estaba echada.
—Señora Danvers —dije—. ¡Señora Danvers!
Se volvió para mirarme, y vi sus ojos rojos e hinchados de llorar, como los míos estaban, y la cara ojerosa, pálida y desencajada.
—¿Qué desea? —preguntó, y su voz sonó ronca y apagada, por haber llorado mucho, como también yo lo había hecho.
No esperaba hallarla en tal estado. Me había figurado encontrarla sonriente, con aquella sonrisa cruel y diabólica de la noche anterior. Y tenía delante de mí solamente a una anciana, enferma y cansada.
Dudé, con la mano aún en el picaporte. Ahora no sabía ni qué hacer ni qué decir.
Continuó mirándome con aquellos ojos rojos e hinchados, y no le pude contestar. Entonces habló ella:
—He dejado el menú sobre el escritorio, como de costumbre. ¿Quiere usted que se cambie algo?
Esas palabras me dieron ánimos, y avanzando unos pasos me quedé de pie en medio de la habitación.
—Señora Danvers, no he venido a hablar del menú. Ya se lo supone, ¿verdad?
No contestó. Abría y cerraba nerviosamente la mano izquierda.
—Ya ha conseguido lo que se proponía, ¿no es cierto? Esto es lo que usted andaba buscando, ¿no? ¿Está satisfecha? ¿Está contenta?
Volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventana, tal como estaba cuando yo entré en el cuarto.
—¿A qué vino usted aquí? —dijo—. Nadie en Manderley la quería. Estábamos perfectamente sin usted. ¿Por qué no se quedó donde estaba, en Francia?
—Vine aquí porque quiero a mi marido.
—Sí le quisiese, nunca se hubiera casado con él.
No sabía qué decirle. La situación era grotesca y fantástica. Continuó hablando, con aquella voz apagada, sin vida, con la cabeza aún vuelta hacia la ventana.
—Creí que la odiaba; pero ahora, todo se ha desvanecido, todo lo que sentía.
—¿Por qué había de odiarme? ¿Qué daño le he hecho yo para que me odie?
—Trató usted de suplantar a mi señora.
Rehuía mirarme. Estaba allí en pie, hosca, con la cabeza vuelta.
—Nunca cambié nada —le dije—. Manderley continuó como siempre. Jamás mandé nada. Todo se lo dejé a usted. Hubiera sido su amiga, si usted me hubiese dejado; pero se puso usted contra mí desde el primer día. Se lo vi en la cara, en el mismo momento que le di la mano por primera vez.
No contestó nada. Continuó abriendo y cerrando las manos, pellizcando su vestido.
—Son muchos los que se casan por segunda vez —continué—: hombres y mujeres. Miles de matrimonios así se celebran a diario. Pero habla usted como si mi vida con el señor hubiese sido un crimen, un sacrilegio, un insulto para los muertos. ¿No tenemos nosotros tanto derecho como otros a ser felices?
—El señor no es feliz —dijo, mirándome al fin—; eso lo ve cualquiera; no hay más que mirarle a los ojos. Vive atormentado y atormentado ha vivido desde que ella murió.
—¡No es verdad! —dije—. ¡No es cierto! Cuando estábamos juntos, en Francia, era feliz. Estaba más joven, mucho más joven, y reía y estaba alegre.
—¡Hombre, al fin y al cabo! —dijo—. No hay hombre que haga ascos a una luna de miel. El señor no tiene aún cuarenta y seis años.
Rió con desprecio, mientras se encogía de hombros.
—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¿Cómo se atreve?
Ya no le tenía miedo. Me acerqué a ella y comencé a zarandearla por un brazo.
—Fue usted la que me hizo ponerme aquel traje anoche. A mí no se me hubiera ocurrido, si no hubiese sido por usted. Y usted lo hizo por hacer daño al señor, porque quería verle sufrir. ¿Es que cree usted que no ha padecido ya bastante, sin que se le gastase esa broma horrible y ruin? ¿Cree usted que su dolor y sus sufrimientos pueden hacer volver a Rebeca?
Se soltó de mí con violencia, la ira tiñó ligeramente sus mejillas cadavéricas.
—¿Qué me importan a mí sus sufrimientos? —dijo—. Jamás ha pensado él en los míos. Creerá usted que me ha gustado verla sentarse en el sitio de mi señora, andar por donde ella andaba, tocar las cosas que fueron suyas. ¿No comprende lo que ha sido para mí tenerla que ver durante todos estos meses, saber que se sentaba usted a su escritorio del gabinete y hasta escribía con su propia pluma, y que se dirigía a mí por el mismo teléfono que ella usaba todos los días, sin falta, para hablarme, desde que vinimos a Manderley? ¿Qué cree usted que sentía al oír a Frith y a Robert y a todos los criados llamarla «señora»? «La señora ha salido de paseo». «La señora quiere el coche esta tarde a las tres». «La señora no vendrá a tomar el té hasta las cinco», y mientras tanto, mi señora, con su sonrisa, con su cara bonita, con sus maneras de ser, está fría, muerta y olvidada en el panteón de la iglesia. Si él sufre, merece sufrir, por haberse casado con una niña como usted, cuando todavía no han pasado diez meses. ¡Que lo pague ahora! Le he visto la cara y los ojos. Se ha creado un infierno y a nadie tiene que achacárselo. Él tiene la culpa. Él sabe que mi señora le está viendo, sabe que por la noche le está observando. Y no viene ella a mirarle con cariño, ¡claro que no! No era de las que se callan y se aguantan cuando les hacen una mala pasada. Ya me lo decía ella: «Danny…, ¡me la pagarán! Vaya si me la pagarán». Y yo le decía: «Pues, claro, ¡no van a salirse con la suya! Usted nació para pasarlo bien en este mundo». Y lo pasaba bien, claro que sí, sin tener nunca miedo de nada. Era tan valiente y decidida como un hombre. Debió haber sido un chico. ¿Usted no sabía que yo fui su niñera?
—¡No! No, señora Danvers. ¡Basta! ¿A que viene recordar todo eso? No quiero oírla más. ¿Es que cree que yo no sufro lo mismo que usted? ¿Es que no comprende lo que es para mí estar aquí, escuchándola hablar de ella, escuchando todas esas cosas?
No me oyó. Continuó hablando sin descanso, con locura de fanática, retorciendo y rompiendo la negra tela de su vestido con aquellos dedos largos…
—¡Qué bonita era hasta de pequeña! Parecía una figura de cuadro. Cuando pasaba, todos los hombres se volvían y se quedaban mirándola, y esto cuando no tenía más que doce años. Ya, ya se daba cuenta ella, incluso entonces. Me guiñaba un ojo el diablillo y me decía: «Danny, ¿verdad que voy a ser muy guapa?». Y yo le contestaba: «Ya veremos, bonita mía, ya veremos». Sabía tanto como cualquier persona mayor. Se ponía a hablar con señores y señoras y tenía más picardía y más viveza que cualquiera a los dieciocho años. Con su padre hacía lo que quería, y lo mismo hubiera hecho con su madre, si ésta no hubiese muerto. ¡Qué coraje tenía! ¡En eso no la ganaba nadie! El día que cumplió catorce años, salió conduciendo por primera vez un coche de cuatro caballos. Su primo, el señorito Jack, se subió al pescante con ella y quiso quitarle las riendas. Se pusieron a pelear, allá en lo alto del pescante, como un par de gatos monteses, mientras los caballos corrían al galope. Pero ganó ella, mi señorita ganó. Le dio con la empuñadura de la fusta en la cabeza, y cayó el señorito al camino, jurando y riendo. ¡Vaya un par, ella y el señorito Jack! Él ingresó en la Marina, pero no pudo aguantar la disciplina e hizo muy bien. Tenía, como mi señorita, demasiado coraje para que nadie le mandara…
Yo la miraba, fascinada, horrorizada. Sus labios dibujaban una extraña sonrisa de posesa, y parecía más vieja que nunca, mientras su cadavérica cara diríase que por momentos se hacía más viva y real.
—¡Nadie! ¡Nadie pudo nunca con ella! Siempre hizo lo que quiso y vivió como le pareció. ¡Y qué fuerza tenía! Me acuerdo de que, a los dieciséis años, se montó en uno de los caballos de su padre, un animal enorme, porque el mozo de cuadra le dijo que era demasiado fuerte para ella. Pero se aguantó en la silla. Parece que la estoy viendo, con el pelo al viento, dándole fustazos, clavándole la espuela, y cuando desmontó, el caballo se quedó cubierto de espuma y de sangre, todo temblando. «Le he dado una lección, ¿verdad, Danny?», me dijo, y se fue a lavar las manos, tan fresca. Y así fue su vida hasta que creció y se hizo mayor. Nada ni nadie le importaba. ¡Al final…, sucumbió! Pero no fue un hombre ni una mujer quien la venció. Hubo de ser el mar. El mar pudo con ella. El mar la mató al fin.
Se interrumpió, y quedó callada, moviendo la boca espasmódicamente. Luego rompió a llorar ruidosa y roncamente, con la boca abierta y los ojos secos.
—Señora Danvers —le dije—. ¡Señora Danvers! —la miraba sin saber qué hacer. Ya no desconfiaba de ella, ya no la temía, pero el espectáculo de aquella vieja sollozante y de ojos secos me hacía estremecer y me ponía enferma—. Señora Danvers, no está usted bien, debería acostarse. ¿Por qué no se va a su cuarto, a descansar un rato? ¿Por qué no se acuesta?
Se volvió hacia mí como una fiera y me dijo:
—¡Déjeme en paz! ¿A usted qué le importa si no escondo mi pena? A mí no me avergüenza sufrir, yo no me encierro en mi cuarto para llorar. Ni me doy paseos arriba y abajo, encerrada con llave, como hace el señor.
—¿Qué quiere decir? ¡El señor no hace eso!
—Lo hizo. Lo hizo cuando ella murió. En la biblioteca. Arriba y abajo, de un lado al otro. Yo le oía. Y hasta le vi hacerlo más de una vez por el ojo de la cerradura. De un lado a otro de la biblioteca, como una fiera enjaulada.
—¡No me lo diga! ¡No quiero saberlo!
—Y todavía se atreve usted a decir que le hizo feliz durante la luna de miel. ¡Hacerle feliz, usted, una chiquilla que podría ser su hija! ¿Qué sabe usted de la vida? ¿Qué sabe usted de los hombres? Viene usted aquí creyendo que puede suplantar a la señora de Winter. ¡Usted! ¡Usted ocupar el lugar de mi señora! ¡Pero si hasta los criados se rieron de usted cuando llegó a Manderley! ¡Hasta la criada idiota que se encontró usted en el corredor de atrás la primera mañana! Me gustaría saber lo que pensó el señor cuando, después de su encantadora luna de miel, la trajo a Manderley; lo que pensó cuando la vio sentada en la mesa del comedor por primera vez.
—¡Más vale que se calle, señora Danvers! ¡Más vale que se vaya a su cuarto!
—¡Que me vaya a mi cuarto! —dijo, imitando mi voz—. ¡Más vale que se vaya a su cuarto! ¡Vaya! La señora de la casa opina que debo irme a mi cuarto. Y ¿qué más? Luego irá usted lloriqueando al señor para decirle: «La señora Danvers me ha contestado mal. La señora Danvers es una insolente». Irá con el cuento, corre que te corre, como hizo cuando vino a verme el señorito Jack.
—No dije nada.
—¡Mentira! ¿Quién se lo dijo, si no? No pudo ser nadie más. Frith y Robert habían salido, y ninguno de los demás criados lo supo. Entonces fue cuando decidí darle a él y a usted una lección. Ahora, que sufra, a mí ¿qué? ¿Qué me importa a mí que sufra? ¿Por qué no he de ver al señorito Jack en Manderley? Es lo único que me queda que me recuerde a mi señorita. «No quiero volver a verle —me dijo—; se lo aviso por última vez». No se le han olvidado aún los celos, ¿eh?
Me acordé de cómo, agachada en la galería, cuando se abrió la puerta de la biblioteca, escuché la airada voz de Maxim, que decía precisamente las palabras que la señora Danvers acababa de repetir. ¿Celos? ¿Maxim, celoso?
—Tenía celos cuando vivía, y sigue teniéndolos ahora que está muerta —dijo la señora Danvers—. Prohíbe al señorito Jack que venga a casa, como también se lo prohibió entonces. Eso demuestra que no la ha olvidado, ¿eh? Claro que tenía celos. Y yo también. Y todos los que la conocían. Pero a ella le tenía sin cuidado. Se reía, nada más. «Viviré como quiera —me dijo—, y nadie en el mundo me lo impedirá». En cuanto la veía un hombre, se enamoraba de ella. Yo los he visto, aquí, en la casa, hombres que ella conocía en Londres y a los que luego ella invitaba a pasar unos días en Manderley. Iban a bañarse en el mar desde el yate, o los llevaba de merienda a la playa, junto a la casita de abajo. Le hacían el amor, ¿quién no se lo haría? Y ella se reía de ellos. Cuando volvía, me contaba, muerta de risa, lo que habían dicho y lo que habían hecho. Todo le dejaba sin cuidado. Para ella era como un juego. ¿Quién no iba a tener celos? Todos estaban celosos de ella; todos, porque todos estaban enamorados. El señor, el señorito Jack, el señor Crawley, todos los que la conocían, todos los que venían a Manderley.
—¡No quiero saber más! —dije—. ¡No quiero saber más!
Se me acercó, y poniendo su cara junto a la mía, dijo:
—Es inútil, ¿verdad? Nunca la podrá vencer. Está muerta, pero aún manda aquí. Ella es la señora de verdad, y no usted. La sombra, el fantasma… es usted. A quien olvidan y dan de lado y rechazan…, es a usted. ¿Por qué no se va de Manderley? ¿Por qué no se marcha usted?
Retrocedí hacia la ventana, mientras volvía a apoderarse de mí el antiguo miedo y horror. La señora Danvers me atenazó un brazo con sus dedos, y continuó:
—¿Por qué no se va? Aquí nadie la quiere. El señor no la quiere ni la ha querido nunca. No puede olvidar a mi señorita. Quiere quedarse otra vez solo en la casa, solo… con ella. La que debería estar en el panteón es usted, no ella. Usted es la que debería estar muerta, no la señora de Manderley.
Me empujó hacia la ventana abierta. Se veía abajo la terraza, gris y confusa, bajo el manto blanco de la niebla.
—Mire ahí abajo —me dijo—, ¿ve qué fácil sería? ¿Por qué no salta? No le dolería. Se rompería la nuca, y ésa es una muerte muy rápida y buena. No como la del que se ahoga. ¿Por qué no prueba? ¿Por qué no se va?
La niebla, húmeda y pegajosa, que entraba por la ventana abierta, me escocía en los ojos y en la nariz; me agarré con ambas manos a la barandilla de la ventana.
—No tenga miedo —dijo la señora Danvers—, no la voy a empujar. Puede usted saltar por su propia voluntad. ¿Qué sentido tiene quedarse en Manderley? Ni es usted feliz ni el señor la quiere. ¿Para qué va a quedarse aquí? ¿Por qué no da un salto y termina ya de una vez? Así dejaría de ser infeliz.
Veía los macetones de la terraza y la nota azul de las hortensias, que formaban grupos de flores tupidos y casi sólidos. Las losas se veían planas y de color gris. No presentaban ningún saliente, ningún pico… Claro que parecían hallarse muy lejos por la niebla, pero la verdad era que estaban bien cerca…; la ventana no era muy alta…
—¿Por qué no salta? —susurró la señora Danvers—. ¿Por qué no prueba?
La niebla se hizo aún más densa, ocultando a mis pies la terraza. Dejé de ver las losas y los macetones. No veía sino la niebla, blanca, perfumada de algas, fría, húmeda. Lo único real era la sensación de la barandilla en las manos y la presión de los dedos de la señora Danvers sobre mi brazo. Si saltara… si saltara no vería las losas de la terraza abalanzándose a mi encuentro, pues la niebla me las ocultaría. Sentiría un dolor agudo y rápido, como ella me había dicho. Al caer, me rompería el cuello. No sería una muerte lenta, como la del que se ahoga. Acabaría todo en un momento. Y Maxim no me quería. Maxim quería quedarse solo, una vez más, con Rebeca.
—¡Ande! ¡No tenga miedo! ¡Ande! —susurró la señora Danvers.
Cerré los ojos. Sentí vértigo por haber estado mirando demasiado tiempo a la terraza y me dolían las manos de estar agarradas a la barandilla. La niebla me penetraba en la nariz y se me pegaba a los labios, con su sabor rancio y agrio. Me asfixiaba, como si fuese una manta, como si fuese un anestésico. Empezaba a olvidar mi desgracia y que Maxim no me quería. Empecé a olvidar a Rebeca. Dentro de unos segundos no tendría que pensar en Rebeca…
Fui soltando las manos y dejé escapar un suspiro… Y en aquel momento, la niebla blanquecina y su silencio, se rasgaron repentinamente, rotos en dos, por una explosión que hizo temblar la ventana. El cristal se estremeció en su marco. Abrí los ojos. Miré a la señora Danvers. El estampido fue seguido de otro, y luego por un tercero y por un cuarto. El retumbar de las explosiones hirió el aire y pájaros invisibles levantaron el vuelo de los árboles del bosque que rodeaba la casa, haciendo eco a los estampidos con su estrepitoso batir de alas.
—¿Qué es eso? ¿Qué ha pasado? —pregunté estúpidamente.
La señora Danvers me soltó el brazo y miró por la ventana, tratando de penetrar la niebla con la mirada.
—Son cohetes —respondió—. Debe de haber encallado algún barco en la bahía.
Nos quedamos escuchando, mirando juntas la niebla blanca y espesa. Al cabo de un rato escuchamos pisadas que corrían por la terraza debajo de nosotras.