Capítulo 17

CLARICE estaba esperándome en mi cuarto, pálida y asustada. En cuanto me vio rompió a llorar. Yo no dije nada. Comencé a desabrochar a tirones los corchetes del traje, rasgando la tela. No podía hacerlo de otra manera, y Clarice se apresuró a ayudarme, sollozando ruidosamente.

—No te apures, Clarice. La culpa no es tuya.

Sacudió la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—¡El vestido de la señora, tan precioso! —dijo—; ¡el vestido blanco de la señora!

—No importa. ¿No puedes encontrar los corchetes? Ahí, en la espalda, hay uno.

Buscó con manos torpes y temblorosas, haciéndolo aún peor que yo; pero, por fin, me quité el vestido.

—Clarice, creo que preferiría quedarme sola un rato. Anda, vete, haz el favor, déjame. No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré. Olvídalo todo. Quiero que lo pases bien esta noche.

—¿No quiere la señora que planche otro vestido? —me dijo, mirándome con sus ojos hinchados—. No tardaré nada…

—No, no te molestes. Prefiero que me dejes sola, Clarice.

—Como mande la señora.

—Oye…, no…, no digas lo que ha pasado.

—No, señora —y dio rienda suelta a las lágrimas otra vez.

—Que no te vean así —le dije—; ve a tu cuarto y haz algo con esa cara. No tienes por qué llorar.

Llamó alguien a la puerta, y Clarice me miró asustada.

—¿Quién es? —dije yo.

Se abrió la puerta y entró Beatrice. Me cogió desprevenida aquel esperpento envuelto en ridículas holguras orientales, con los abalorios que sonaban ruidosamente en los brazaletes.

—¡Vaya por Dios! ¡Vaya por Dios! —me dijo, tendiéndome las manos.

Clarice se escabulló del cuarto. De pronto me di cuenta de un gran cansancio; noté que ya no podía más. Me senté en la cama, y con una mano me quité la peluca.

Beatrice, en pie, me miraba.

—¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.

—Será la luz. Siempre come mucho el color.

—Siéntate un rato y se te pasará. Espera; voy a buscar un vaso de agua.

Fue al cuarto de baño, haciendo sonar las pulseras a cada paso, y luego volvió con un vaso de agua en la mano. Bebí unos sorbos, para darle gusto, pues no me apetecía. Estaba templada; no había dejado correr bastante el grifo.

—Me di cuenta enseguida de que todo fue un error lamentable —me dijo—; porque, naturalmente, ¿cómo ibas tú a saberlo…?

—Saber… ¿el qué?

—Pero… ¡pobre chica! ¡Lo del vestido! Lo del retrato que copiaste de la galería. Eso fue lo que hizo Rebeca la última vez que se dio el baile de disfraces en Manderley. Durante un momento, terrible, pensé que…

En lugar de terminar la frase me dio unas palmaditas en la espalda.

—¡Pobre chiquilla! ¡Qué malísima suerte! ¿Cómo ibas tú a suponerlo?

—Debí figurármelo —dije, estúpidamente, mirándola fijamente, demasiado aturdida para darme cuenta.

—¡Qué tontería! ¿Cómo ibas a saberlo? Nadie se lo hubiera imaginado. ¡Pero fue una sorpresa tan grande…! No nos lo esperábamos. Y Maxim…

—¿Qué? ¿Qué le pasa a Maxim?

—Cree que lo hiciste adrede. ¿No le habías apostado que le sorprenderías? Ya, ya sé que fue una broma. Pero él no la ha comprendido. Para él ha sido un golpe tremendo. Yo le dije inmediatamente que tú no podías haber hecho una cosa así a sabiendas, y que sólo habías tenido la malísima suerte de escoger ese retrato entre todos.

—Me lo tenía que haber figurado; debí comprenderlo —repetí—. La culpa es mía.

—No, no; no te preocupes. Ya lo explicarás todo luego, con tranquilidad. Ya verás cómo no pasa nada. Cuando subía llegaban los primeros invitados. Los he dejado tomando unas copas. Ya está todo arreglado. He dicho a Frank y a Giles que cuenten que el traje que te encargaste te está mal y que te has llevado un disgusto.

No dije nada. Permanecí sentada en la cama, las manos sobre la falda…

—¿Qué te puedes poner ahora? —dijo Beatrice, dirigiéndose a mi armario y abriendo las puertas de un golpe—. ¿Qué traje azul es éste? Parece bonito. Anda, póntelo. Nadie se fijará. Voy a ayudarte.

—No. No voy a bajar.

Se quedó mirándome Beatrice, muy apurada, con mi traje azul en el brazo.

—Pero… mujer, no tienes más remedio —dijo asustada—. ¿Cómo no vas a bajar?

—No, Beatrice; no bajo. No puedo soportar ver a nadie después de lo que ha ocurrido.

—Pero…, ¡si nadie sabe lo del vestido! Frank y Giles no van a decir una palabra… Ya estamos de acuerdo acerca de lo que hay que decir. Que la tienda te mandó un traje equivocado de medida y que no te lo puedes poner, y por eso has tenido que aparecer con un vestido corriente. Esto no va a echar a perder la noche.

—No comprendes. El vestido me tiene sin cuidado. No es eso. Nada de eso. Es lo que ha ocurrido, lo que he hecho. No puedo bajar Beatrice; no puedo.

—Pero, mujer… Frank y Giles comprenden perfectamente lo que ha ocurrido y lo sienten de veras, por ti. Y Maxim, lo mismo. No fue más que la sorpresa… Voy a ver si le cojo un momento y se lo explicaré todo.

—¡No! —dije—. ¡No!

Dejó el traje azul en la cama, junto a mí.

—Dentro de poco empezará a llegar la gente —dijo, muy preocupada e incómoda—. Si no bajas, va a parecer rarísimo. No puedo salir diciendo que te duele la cabeza…

—¿Por qué no? —dije, fatigada—. ¿Qué más da? Inventa cualquier cosa. A nadie le importará; ni siquiera me conocen.

—¡Vamos, vamos, mujer! Haz un esfuerzo. Ponte este vestido azul. Piensa en Maxim. Tienes que bajar; por él.

—En Maxim estoy pensando todo el tiempo.

—Pues…, entonces…, ¿por qué…?

—No —dije, mordiéndome las uñas, balanceándome hacia delante y hacia atrás, según estaba sentada en la cama—. ¡¡No puedo!! ¡¡No puedo!!

Llamaron a la puerta.

—¡Vaya por Dios!, ¿quién será ahora? —dijo Beatrice, yendo hacia la puerta—. ¿Qué ocurre?

Abrió la puerta. Era Giles.

—Ya han llegado todos, y me ha mandado Maxim para averiguar qué os pasa.

—Dice que no quiere bajar —respondió Beatrice—. No sé qué vamos a decir.

—¡Ay va! ¡Qué desagradable! —susurró.

Cuando notó que yo le había visto, se volvió de espaldas, todo cortado.

—¿Qué quieres que diga a Maxim? —dijo Giles a Beatrice—. Son ya las ocho y cinco.

—Di que está algo mareada y que procurará bajar luego. Di también que no retrasen la cena. Yo bajo ahora mismo y arreglaré las cosas.

—Está bien.

Y Giles volvió a dirigirme una rápida mirada, cariñosa y extrañada a la vez, como si se preguntase qué hacía yo allí, sentada en la cama. Habló en voz baja, como lo hubiera hecho después de un accidente, cuando se está esperando la llegada del médico.

—¿No puedo hacer nada? —preguntó.

—No —respondió Beatrice—. Anda, baja. Yo voy enseguida.

Obedeció, alejándose con sus holgados ropajes árabes. Dentro de unos años, pensé, me reiré de estos momentos, y diré: «¿Te acuerdas de Giles, vestido de jeque, y de Beatrice, con su velo sobre la cara y toda llena de pulseras que hacían un ruido ridículo?». El tiempo, al pasar, lo suavizaría todo y lo convertiría en algo cómico. Pero, entonces, nada era gracioso ni yo reía. No era el futuro; era el presente. Demasiado vivo; demasiado real. Estaba sentada en la cama, pellizcando el edredón, sacando una plumita que asomaba por el descosido de una esquina.

—¿Quieres un poco de coñac? —dijo Beatrice, haciendo un último esfuerzo—. Ya sé que tales ánimos son de mentirijillas, pero a veces dan buen resultado.

—No —contesté—, no quiero nada.

—Tendré que irme. Giles me ha dicho que nos estaban esperando para servir la cena. ¿Estás segura de que estarás bien sola?

—Sí. Y… gracias, Beatrice.

—¡Mujer! No tienes por qué darme las gracias. ¡Ojalá pudiera hacer algo!

Se inclinó bruscamente ante el espejo y se dio polvos.

—¡Qué horror! —dijo—. ¡Estoy hecha un demonio! Tengo el dichoso velo torcido. Bueno, ¡qué se le va a hacer!

Salió del cuarto, acompañada del siseante susurro de sus ropas, cerrando luego la puerta.

Al negarme a bajar, creí que había perdido el derecho a su cariño. Me había portado como una cobarde. Eso no lo podía entender ella. Pertenecía a otra casta de hombres y mujeres; otra raza. Las mujeres de su raza tenían…, coraje. No como yo. Si a Beatrice le hubiese ocurrido lo que a mí, se habría puesto el otro vestido para recibir a los invitados. Hubiera permanecido en pie junto a Giles, dando la mano a la gente, sonriendo. Yo no tenía fuerzas para ello. Me faltaba orgullo, me faltaba coraje. Me faltaba casta, raza, pureza de sangre.

No podía olvidar los relampagueantes ojos de Maxim, su cara blanca, y detrás de él, Giles, Beatrice y Frank, que me miraban como pasmados.

Me levanté y me asomé a la ventana. Los jardineros iban de acá para allá por entre las luces de la rosaleda, probándolas una a una para ver si funcionaban. El cielo, pálido, lucía unas nubes asalmonadas por el sol, que en su ocaso caminaban hacia poniente. Cuando oscureciera, encenderían todas las luces. Había mesas y sillas en la rosaleda para las parejas que quisieran descansar. Llegaba hasta la ventana la fragancia de las rosas. Los hombres hablaban y reían. Oí una voz que decía: «Ésta se ha fundido. Tráeme una de las bombillas pequeñas, Bill». Colocó la bombilla. Se puso a silbar una tonada popular, con tranquilidad, y se me ocurrió que, acaso aquella noche, la orquesta tocaría aquella misma música desde la galería de los trovadores, suspendida sobre el vestíbulo. «Está listo —dijo el hombre, encendiendo y apagando la luz—. Las demás están bien. No hay más fundidas. Vamos a ver las de la terraza». Se alejaron, doblando la esquina de la casa. Me hubiera gustado ser aquel hombre. Más tarde, él y su compañero se irían al camino de la casa, con las gorras echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos, para presenciar la llegada de los automóviles. Formarían parte de un buen grupo de gente de la finca, y con ellos bebería sidra en la mesa larga que les había sido destinada en un rincón de la terraza. «Parece que vuelven los tiempos antiguos», diría. Pero su amigo negaría con la cabeza, dando chupadas a la pipa: «Esta nueva no es como nuestra antigua señora. Ésta es muy distinta». Una mujer junto a él, en el mismo grupo, confirmaría esta opinión y, luego, todos dirían que sí con la cabeza.

—¿Dónde se ha metido esta noche? No ha venido a la terraza ni una vez.

—No sé. No la he visto.

—La señora venía por aquí siempre. Estaba en todas partes.

—¡Vaya que sí!

Una mujer se volvería a los más cercanos, moviendo la cabeza misteriosamente.

—Dicen que esta noche no bajará.

—¡Continúa!

—Es verdad. Pregúntaselo a Mary.

—Sí, es verdad; uno de los criados de la casa me ha dicho que la señora no ha salido de su cuarto en toda la noche.

—¿Qué le ocurre? ¿Está malita?

—No, de mal humor, parece. Dicen que no le estaba bien el traje.

Sonaría una carcajada estridente en el grupo y un murmullo general.

—¿Has visto nada parecido? ¡Pobre señor!

—Pues yo no lo aguantaría. Y menos a una mocosa como ella.

—Puede que no sea verdad.

—Vaya que si es verdad. En la casa no hablan de otra cosa.

El uno se lo decía al otro. Este al de al lado. Una sonrisa, un guiño, un encogimiento de hombros. De grupo en grupo, pasaba al otro. Poco a poco, llegaba hasta los invitados que estaban en la terraza, a los que se paseaban por el césped. La pareja que dentro de tres horas estaría sentada en aquellas sillas se diría:

—¿Crees que será verdad lo que he oído?

—¿Qué has oído?

—Pues que no le ocurre nada. Que lo que pasa es que han tenido una bronca espantosa. Y que, por eso, ella no ha aparecido.

—¡Anda! —se le enarcan las cejas y da un ligero silbido de sorpresa.

—¡Ya, ya! Hay que confesar que es muy extraño; vamos, quiero decir que a nadie le empieza de repente un dolor de cabeza tan fuerte, sin más ni más. Todo el asunto es bastante raro.

—Él me ha parecido de bastante mal talante.

—Y a mí.

—Bueno; ya había oído que la boda no ha resultado demasiado bien.

—¡Ah!, ¿sí?

—¡Pche…! Lo he oído decir por ahí. Dicen que ahora empieza él a darse cuenta del error que ha cometido. Te advierto que ella no es ninguna preciosidad.

—¡Ya, ya! Me han dicho que no vale nada. ¿De dónde ha salido?

—No se sabe. Creo que la encontró en el sur de Francia. Era niñera o algo así.

—¡Qué atrocidad!

—¡Ya, ya! Si te acuerdas de Rebeca…

Continué mirando las sillas vacías. El cielo asalmonado se había puesto gris. Encima de mi cabeza brillaba el lucero vespertino. Allá, en la espesura, cuchicheaban las ramas, según se acurrucaban los pajarillos al acercarse la noche. Una gaviota solitaria cruzó los cielos. Me aparté de la ventana y fui de nuevo hacia la cama. Cogí del suelo el vestido blanco y lo puse en la caja, entre sus papeles de seda. También metí en ella la peluca. Busqué entonces en los armarios una planchita que solía emplear en Montecarlo para los vestidos de la señora Van Hopper. La encontré en el fondo de una repisa, entre unos jerseys que hacía tiempo no me ponía. La plancha era de esas que sirven para cualquier corriente, y la enchufé. Comencé a planchar el vestido azul que Beatrice había sacado del armario… Y me puse a hacerlo despacio, metódicamente, igual que acostumbraba hacerlo en Montecarlo con los vestidos de la señora Van Hopper.

Cuando hube terminado, extendí el vestido sobre la cama. Me quité entonces de la cara la pintura que me había puesto antes para acompañar al disfraz. Me peiné y me lavé las manos. Me coloqué el traje azul, y me calcé con los zapatos que hacían juego con él. Podía ser la de antes, podía haberme estado preparando para bajar al vestíbulo del hotel con la señora Van Hopper. Abrí la puerta del cuarto y eché a andar por el pasillo. Reinaba un silencio absoluto. No parecía que se estuviera celebrando una fiesta. Fui de puntillas hasta doblar la esquina del pasillo. La puerta que conducía al ala de poniente estaba cerrada. No se oía nada. Cuando llegué al arco junto a la galería y la escalera oí un rumor de conversaciones que salía del comedor. Todavía estaban cenando. El vasto vestíbulo aparecía desierto y tampoco había nadie en la galería. Estarían cenando los de la orquesta. No sabía lo que se había hecho de ellos, Frank lo había previsto todo. Frank…, o la señora Danvers.

Desde donde me encontraba veía el retrato de Caroline de Winter, que me miraba en la galería. Veía los rizos que rodeaban su cara y la sonrisa de sus labios. Se me vinieron a la memoria las palabras que la mujer del obispo me dijo el día que fui a visitarla: «Nunca me olvidaré de ella, toda vestida de blanco y con aquel pelo negro». Eso lo debiera haber recordado antes; yo debí haber adivinado algo. ¡Qué raros estaban los instrumentos en la galería, los atriles para la música y el enorme bombo! Uno de los músicos se había dejado el pañuelo sobre la silla. Me asomé a la balaustrada, mirando el vestíbulo. Dentro de poco estaría lleno de gente, como había dicho la mujer del obispo, y Maxim, al pie de la escalera, iría saludando a todos según fueran entrando en el vestíbulo. Las voces despertarían los ecos del techo, la orquesta tocaría en esta galería donde yo estaba y el violinista sonreiría mientras llevaba el compás de la música moviendo el cuerpo.

Cesaría el silencio que ahora reinaba. De súbito, crujió una madera a mi espalda. Me volví, mirando, pero no había nadie. La galería estaba tan vacía como antes. Sin embargo, sentí en la cara un soplo de aire. Alguien debía de haber dejado abierta una de las ventanas del pasillo. Continuaba el susurro de las voces en el comedor. ¿Por qué crujiría aquel madero, si yo no me había movido? Tal vez la noche templada…, una viga vieja… Continuaba notando en la cara la corriente de aire; una partitura de música cayó aleteando al suelo desde el atril. Miré hacia el arco del rellano superior de la escalera. La corriente parecía venir de allí. Volví hacia atrás, y cuando llegué al final del corredor vi que la puerta que daba al ala de poniente se había abierto con la corriente, hasta dar con la pared. El corredor que iba a las habitaciones de aquel ala estaba oscuro y no había ninguna luz encendida. Ahora notaba, sin duda, en la cara el viento que entraba por una ventana abierta. Busqué a tientas la llave de la luz, pero no la encontré. Veía, sin embargo, al fondo del corredor, una ventana abierta cuya cortina se movía suavemente, ondulante. La luz incierta del atardecer arrojaba sombras extrañas sobre el suelo. Entraba por la ventana el rumor del mar y el suave susurro silbante de la resaca sobre los guijos de la playa.

No fui a cerrar la ventana. Permanecí allí unos momentos, tiritando bajo mi tenue vestido, escuchando el mar que suspiraba al alejarse de la playa. Luego, rápidamente, cerré la puerta del ala de poniente y volví a la escalera pasando por debajo del arco.

El ruido de las voces era más fuerte que antes. La puerta del comedor estaba abierta. Estaban saliendo de cenar. Vi a Robert junto a la puerta y oí el ruido de sillas que se movían, el confuso barullo de las conversaciones. Y unas risas.

Comencé a bajar lentamente la escalera, saliéndoles al encuentro.

Cuando quiero hacer memoria de mi primera fiesta en Manderley, la primera y la última, sólo recuerdo cosas aisladas y sin importancia, que resaltan del confuso y vasto cuadro de aquella noche. Un cuadro de fondo vago, un mar de caras borrosas, desdibujadas, ninguna de las cuales me era conocida, el lento zumbido de la orquesta, que tocaba un vals que jamás parecía terminar. Las mismas parejas pasaban continuamente, en rotación, con las mismas sonrisas fijas. A mí, junto a Maxim, al pie de la escalera, para dar la bienvenida a los rezagados, las parejas de bailarines me parecían marionetas que girasen y se retorciesen pendientes de hilos sostenidos por una mano invisible.

Recuerdo a una señora, cuyo nombre nunca supe y a quien jamás volví a ver. Llevaba un vestido de color salmón, con aros que formaban una especie de miriñaque, vago recuerdo de algún siglo pasado, que no pude saber si era el XVII, el XVIII o el XIX. Cada vez que pasaba coincidía con un meloso acorde de la música, que la hacía encogerse inesperadamente para luego ponerse de puntillas, y cada vez que lo hacía me dedicaba una sonrisa. Esto ocurrió una y otra vez, hasta resultar monótono. Igual que en esos paseos que se dan a bordo de un barco, cuando nos encontramos siempre con la misma gente que hace ejercicio como nosotros y, al verlos, sentimos la seguridad más absoluta de que luego nos volveremos a cruzar con ellos al llegar al puente.

Parece que la estoy viendo, con los dientes prominentes, un alegre rosetón de rouge sobre los pómulos muy pronunciados, y sonriendo vacua y felizmente, aprovechando hasta el máximo la diversión de la noche. Más tarde la vi junto a la mesa del bufé, buscando comida con ojos sagaces, colmando un plato de salmón, langosta y mahonesa, para retirarse luego a un rincón. También me acuerdo de lady Crowan. Estaba imponente vestida de púrpura, disfrazada de Dios sabe qué personaje romántico de la historia, puede que María Antonieta, y puede que Nell Gwyne[12], cualquiera lo sabe, o acaso una combinación exótica de las dos, sin dejar de exclamar con chillidos más agudos que de costumbre, debido al champaña que había bebido: «Esto, esto me lo tienen ustedes que agradecer a mí, no a los de Winter».

Recuerdo que a Robert se le cayó una bandeja de helados, y la expresión de la cara de Frith al darse cuenta de que el culpable había sido Robert y no uno de los criados contratado para aquella noche. Me hubiera gustado llegarme a Robert, colocarme detrás de él y decirle: «Ya sé, ya sé lo que sientes, ¡pobre!; yo he hecho esta noche algo peor». Aún noto tirantez en la piel al recordar mi sonrisa forzada, invariable, que tan mal papel debía de hacer al lado de la tristeza de mis ojos. Veo a Beatrice, a la buena de Beatrice, desconocedora del significado de la palabra tacto, observándome al pasar en brazos de su pareja, dándome ánimos con ligeros movimientos de cabeza, acompañada del tintineo de sus pulseras, mientras el velo se le escurría continua e inevitablemente de la frente sudorosa. Y me imagino a mí misma arrastrada alrededor del vestíbulo, una y otra vez, en un baile terrible con Giles, quien, con bondad perruna y buen corazón, no aceptaba mis negativas, sino que se mostraba empeñado en conducirme por entre la ruidosa muchedumbre, igual que acostumbraba a guiar sus caballos en los puntos de reunión de jinetes durante una cacería de zorros. Le oigo decirme: «Es bonito ese traje que llevas. Todos los demás, a tu lado, están absolutamente grotescos», y yo le agradecía aquel simpático gesto de cariño, tan sincero, pues el pobre Giles se creía que yo lamentaba no haberme puesto mi precioso vestido blanco, que yo estaba preocupada por mi aspecto, que me importaba todo aquello.

Frank me trajo un plato de pollo con jamón, que no pude comer, y luego una copa de champaña, que no pude beber.

—Ande, beba un poco —dijo en voz baja, tranquilamente—; le sentará bien.

Y yo, por darle gusto, tomé tres sorbitos. Aquel parche que le tapaba un ojo le daba un aspecto inusitado, le hacía más pálido, más viejo, distinto. Diría que en su cara habían aparecido unas líneas que antes no había notado nunca.

Se movía entre los invitados como un segundo anfitrión, vigilando que todos estuvieran a gusto, que tuvieran de beber, de comer, y cigarrillos. Bailó. Bailó de manera solemne, concienzuda, haciendo andar a sus parejas alrededor del vestíbulo, con una cara preocupada. Llevaba su traje de pirata sin soltura, y aquellas patillas que le salían del pañuelo rojo anudado a la cabeza tenían algo de trágico. Me lo imaginaba rizándoselas con la mano ante el espejo de su desnuda alcoba de soltero. ¡Pobre Frank! ¡Qué bueno era! Nunca le pregunté, nunca supe lo mucho que había sufrido durante el último baile de disfraces que se celebró en Manderley.

Continuaba tocando la orquesta, y pasando las parejas como marionetas, inclinándose primero hacia un lado luego hacia el otro, a través del amplio vestíbulo, para volver luego. No era yo quien las miraba, no era ni siquiera una persona con sentidos, de carne y hueso, sino un espantapájaros que me había suplantado, un monigote de guardarropía con una sonrisa atornillada en la cara. Y la figura que estaba a mi lado era también de madera. Su cara era una máscara, y aquella sonrisa no era la suya. Ni los ojos eran los del hombre a quien yo adoraba, del hombre que yo conocía. Me atravesaban sus miradas, que iban a parar más lejos, frías, sin expresión, deteniéndose en un lugar penoso y torturador, en donde no podía penetrar, muriendo en un infierno suyo, particular, que yo no podía compartir.

No me habló ni una vez. Ni me tocó. Estábamos de pie, el uno al lado del otro, el señor y la señora de la casa, pero no estábamos juntos. Observé sus amabilidades con los invitados. A éste le dirigía una palabra, al otro una broma, una sonrisa a un tercero, un gesto por encima del hombro a un cuarto, y nadie sino yo podía saber que todo lo que decía, que todos sus movimientos, eran automáticos y hechos por una máquina. Éramos como dos actores que están en el mismo escenario, pero separados, representando sus papeles independientemente. Teníamos que soportarlo todo aislados, teníamos que acabar con aquella comedia, aquella comedia falsa, miserable, para divertir a toda aquella gente que ni yo conocía ni quería volver a ver.

—Me han dicho que el traje de tu mujer no ha llegado a tiempo —le dijo alguien de cara picada de viruelas y con una ridícula coleta de marinero[13], y rió, dando un golpecito juguetón en las costillas de Maxim—. ¡No hay derecho! Yo les pediría daños y perjuicios. Lo mismo le ocurrió a una prima de mi mujer una vez.

—Sí; ha sido una mala suerte —dijo Maxim.

—¿Sabes lo que te digo? —dijo el marinero, volviéndose hacia mí—. Debías decir que has venido disfrazada de nomeolvides. ¿Verdad, De Winter? Dile a tu mujer que diga que es un nomeolvides —y se marchó bailando, riendo a carcajadas, con su pareja entre los brazos—. Una idea estupenda, ¿eh…? ¡Un nomeolvides!

Surgió de nuevo Frank a mi espalda con otro vaso en la mano. Esta vez era limonada.

—No, gracias, Frank. No tengo sed.

—¿Por qué no baila? O venga a sentarse un momento. Allí, en aquel rincón de la terraza.

—No, me encuentro mejor de pie. No tengo ganas de sentarme.

—¿No quiere que le traiga algo? ¿Un emparedado? ¿Un melocotón?

—No, no quiero nada.

Allí estaba otra vez la señora asalmonada. Pero se olvidó de sonreír. Estaba muy colorada, después de la cena fría. Tenía los ojos clavados en la cara de su pareja. Él era muy alto, muy flaco, y tenía la barbilla como un violín.

El vals del Destino, el Danubio Azul, La viuda alegre: uno, dos, tres; uno, dos tres…, vuelta; uno, dos, tres; uno, dos, tres…, vuelta. La señora de salmón…, una señora de verde…, Beatrice otra vez, con el velo levantado y echado por encima de la cabeza… Giles, chorreándole sudor…, el marinero, esta vez con otra pareja. Iba vestida de alguien del tiempo de los Tudor, de cualquiera del tiempo de los Tudor; llevaba gorguera y un traje de terciopelo negro.

—¿Cuándo va usted a venir a vernos? —me preguntó, como si nos conociésemos hacía mucho tiempo, y yo contesté:

—Pues… muy pronto, desde luego. El otro día estábamos hablando de ello.

Me extrañó que me resultara tan fácil decir aquella mentira improvisada, que no me costara ningún esfuerzo.

—La fiesta es deliciosa. La felicito.

—Muchas gracias —respondí—. Está animada, ¿verdad?

—Me han dicho que le mandaron un traje equivocado.

—Sí, ¡una lata!, ¿verdad?

—Esas tiendas son todas iguales. No se puede una fiar de ellas. Pero con ese traje azul pálido muestra usted una frescura más natural. Mucho más cómoda que con este terciopelo que da mucho calor… No se le olvide. Tienen ustedes que venir un día a cenar a palacio.

—Iremos encantados.

¿Qué quería decir? ¿Adónde? ¿A palacio? Pero ¿es que habíamos convidado a alguien de la familia real? Se alejó, arrastrada por el Danubio Azul, abrazada al marinero, con su traje de terciopelo barriendo el suelo tan enérgicamente como cualquier aparato de limpieza. Pasó mucho tiempo y una noche, a medianoche, desvelada, caí en la cuenta de que aquella dama del tiempo de los Tudor era la mujer del obispo, la aficionada a pasear por los Peninos.

¿Qué hora era? No lo sabía. La velada se alargaba, hora tras hora; las mismas caras, las mismas piezas. De vez en cuando, los jugadores de bridge salían de la biblioteca, como ermitaños, para mirar a los que bailaban y se volvían a marcharse. Beatrice, en una estela de ropas amplias, me dijo al oído:

—¿Por qué no te sientas? Tienes cara de muerta.

—Me encuentro bien.

Giles, con la pintura de la cara corrida, y medio sofocado por el jaique, vino a buscarme.

Me dijo:

—Ven, vamos a la terraza a ver los fuegos artificiales.

Me acuerdo de haber estado de pie en la terraza, mirando al cielo, mientras los necios cohetes subían y caían. Vi a Clarice en un rincón, con algún muchacho de la finca. Sonreía feliz, chillando encantada cuando algún buscapiés estallaba junto a ella. Había olvidado sus lágrimas.

—¡Ahí va! —gritó Giles, con su carota vuelta al cielo, la boca entreabierta—. ¡Verás qué ruido hace éste! ¡Ahora! ¡Bravo! Son unos fuegos magníficos.

Sonó el pausado silbido de un cohete, que se apresuraba hacia el cielo, luego el estampido de la explosión, y cayó una cascada de estrellitas como esmeraldas. Un murmullo de aprobación, gritos de júbilo, aplausos.

La señora asalmonada, que se había colocado en primera fila, con la cara tensa de emoción expectante, dedicaba un comentario a cada una de las estrellitas que caían: «¡Qué bonita! ¡Mira, mira ésa ahora…! ¡Ay, qué preciosa…! ¡Anda! ¡Ése no ha estallado…! ¡Cuidado, que ése viene a caer aquí…! ¿Qué hacen aquellos hombres?». Hasta los «ermitaños» salieron a la terraza para confundirse con los bailarines. La pradera estaba negra de gente. Tras las explosiones, las estrellas iluminaban las caras que miraban hacia arriba.

Una y otra vez partieron veloces los cohetes como flechas que quisieran clavarse en el aire, y los cielos se teñían de púrpura y de oro. Manderley se destacaba como una casa encantada, todas sus ventanas llameantes y los muros grises coloreados por las estrellas en descenso. Una casa embrujada, esculpida en los bosques oscuros. Cuando estalló el último cohete, la noche, que hasta entonces había sido luminosa, pareció, por contraste, oscura y sombría, y el manto del cielo se cambió en paño funerario. Los grupos se disolvieron en la pradera. Los invitados, apiñados en las ventanas, volvían al salón. Llegó el brusco desenlace de la farsa. Permanecimos allí, de pie, con caras inexpresivas. Alguien me dio una copa de champaña. Oí el ruido de los motores de los coches que se acercaban a la puerta.

«¡Ya se van! —pensé—. ¡Gracias a Dios! ¡Ya, al fin, se marchan!»

La señora asalmonada tomaba un último piscolabis. ¡Buen trabajo iba a ser limpiar el vestíbulo! Vi que Frank hacía una seña a los músicos. Yo estaba junto a la puerta del salón y el vestíbulo, al lado de un desconocido.

—Ha sido una fiesta magnífica.

—Sí —respondí.

—Lo he pasado estupendamente todo el tiempo.

—Me alegro mucho.

—Molly se puso hecha una fiera porque no podía venir.

—¿Sí?

Comenzó la orquesta a tocar Auld Lang Syne[14].

El desconocido que se encontraba a mi lado me cogió una mano y comenzó a moverme el brazo para atrás y para delante.

—¡Vengan! ¡Vengan ustedes! —gritó.

Otra persona me cogió de la mano libre y se nos agregó más gente. Formábamos un enorme corro, y todos cantábamos a pulmón lleno. El desconocido que tan bien lo había pasado y que me había contado lo furiosa que se puso Molly por no poder asistir, iba vestido de mandarín chino, y al mover los brazos se le engancharon las uñas postizas en la manga. Reía a gusto. Todos reíamos. Y cantábamos: «¿Han de olvidarse los amigos de antaño?».

La hilarante alegría cesó bruscamente con los últimos compases, al resonar el inevitable redoble de tambor que preludia la God save the King. Abandonaron las sonrisas nuestras caras, como si hubieran sido borradas con una esponja. El mandarín se cuadró con los brazos pegados al cuerpo. Se me ocurrió que quizá fuera militar. ¡Qué raro estaba con aquella cara tan seria y los luengos y caídos bigotes de mandarín! En aquel momento vi a la señora asalmonada. God save the King la había cogido desprevenida, y aún tenía en la mano un plato colmado de gelatina de pollo que había extendido ante sí rígidamente, como si pidiera limosna. Todo indicio de alegría había desaparecido de su cara. Cuando sonó la última nota de la God save the King, volvió a atacar el pollo con un extraño frenesí, la cara ya normal, mientras por encima del hombro hablaba con su pareja. Alguien me estrechó la mano.

—No olvide que el catorce del mes que viene cena con nosotros.

—¿Sí? —le miré sorprendida.

—Sí. Su cuñada ha prometido venir también.

—¡Ah! ¡Magnífico!

—A las ocho y media, con corbata negra[15]. Ya estoy deseando que llegue el día.

—Y yo, y yo.

La gente comenzó a formar colas para despedirse. Maxim estaba al otro extremo del vestíbulo. Me volví a «poner» mi sonrisa, que se me había desgastado durante Aul Lang Syne.

—Hacía mucho que no pasaba una noche tan fantástica.

—¡Encantada!

—Muchas gracias por el baile.

—¡Encantada!

—¡Bueno, pues aquí nos tienes! ¡Nos hemos quedado hasta el último momento!

—¡Encantada!

¿Es que no existía otra palabra en nuestro idioma? Inclinaba la cabeza y sonreía como un monigote, mientras por encima de todas las cabezas mis ojos buscaban a Maxim. Estaba acorralado por un grupo de invitados junto a la biblioteca. También Beatrice estaba rodeada de gente, y Giles se había llevado unos cuantos rezagados hacia la mesa donde estaban las bebidas en el salón. Frank salió al jardín para ayudar a la gente a encontrar sus automóviles. A mí me acosaban sin cesar los desconocidos.

—¡Adiós, y muchísimas gracias…!

—¡Encantada!

Comenzó a vaciarse el vasto vestíbulo. Ya empezaba a tomar el aire triste y desolado de una noche que fue, de un día que alboreaba cansado. Una luz grisácea iluminaba la terraza. Vi cómo surgían de la oscuridad, poco a poco, los armazones desnudos de los castillos quemados de fuegos artificiales.

—Adiós. Ha sido magnífico.

—¡Encantada!

Maxim salió a ayudar a Frank en el jardín. Beatrice vino hacia mí, quitándose sus ruidosos brazaletes.

—¡Ya no aguanto estos chismes ni un minuto más! —me dijo—. ¡Qué barbaridad! ¡Estoy molida! Creo que no he dejado de bailar ni una pieza. Bueno, ha sido un éxito tremendo.

—¿De veras? —dije yo.

—Oye…, ¿no será mejor que te vayas a la cama? Pareces muy cansada. Has estado de pie casi toda la noche. ¿Dónde están ésos?

—En el jardín.

—Yo voy a tomar un poco de café y unos huevos con jamón. ¿Y tú?

—No…, me parece que no.

—Estabas encantadora con tu traje azul. Lo han dicho todos. Y nadie ha sospechado… lo otro; de manera que no te preocupes.

—No.

—Si yo fuera tú, mañana me quedaría en la cama hasta tarde. No te levantes. Di que te sirvan el desayuno en la habitación.

—Sí, puede que sí.

—Mira, yo le diré a Maxim que te has ido a acostar.

—Te lo agradecería.

—Bueno, anda, que duermas bien.

Me rozó la cara con un beso, mientras me daba unas palmaditas en la espalda, y luego se marchó decidida en busca de Giles, que continuaba en el bar. Subí lentamente la escalera, peldaño tras peldaño. Los músicos habían apagado las luces de la galería y estaban también abajo, comiendo huevos con jamón. Se veían partituras de música desparramadas por el suelo. Y una silla estaba caída. En un cenicero se amontonaban las colillas de los cigarrillos, sucios restos de la fiesta. Fui por el pasillo hasta mi cuarto. Ya era más firme la luz del día, y los pájaros habían comenzado a trinar. No tuve que encender la luz para desnudarme. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca. Hacía frío. Debió de ser mucha la gente que estuvo en la rosaleda durante la noche, pues todas las sillas estaban fuera de su sitio. Sobre una de las mesas vi una bandeja con vasos vacíos. Alguien se había olvidado un bolso en una silla. Corrí las cortinas para conseguir oscuridad, pero la grisácea luz del alba entraba por los espacios abiertos que quedaban a ambos lados.

Me metí en la cama, con las piernas dormidas de cansancio. Sentía en la espalda un pequeño dolor. Ya tendida cerré los ojos, agradeciendo la suave y fresca caricia de las sábanas limpias. Hubiera querido poder descansar mi mente como mi cuerpo. Que dejara ya de oír el confuso ruido de la música, de navegar por el turbulento mar de caras. Me apreté los ojos con las manos, pero seguía viéndolas.

¿Tardaría mucho Maxim? La cama junto a la mía tenía un aspecto abandonado y frío. Pronto desaparecerían las sombras de las paredes, y suelo y techo quedarían blancos con la mañana. Cantarían los pajarillos más alto, más valientes, menos tímidos. El sol trazaría sus dibujos amarillos sobre la cortina.

El relojito de mi mesilla de noche contaba los minutos, uno a uno, con su tictac. La manecilla caminaba lentamente alrededor de la esfera. Acostada de lado, lo miraba sin cesar. Subió hasta arriba y luego comenzó a bajar, emprendiendo una nueva vuelta. Pero Maxim no vino.