Capítulo 16

UN domingo por la tarde tuvimos una verdadera invasión de visitas, y fue en aquella ocasión cuando se suscitó por primera vez el tema del baile de disfraces. Había venido a comer Frank Crawley y nos preparábamos los tres a pasar una tarde tranquila debajo del castaño cuando oímos que un automóvil se acercaba por el recodo del camino. Ya era demasiado tarde para avisar a Frith, pues en aquel momento se paró el coche ante la escalinata, sorprendiéndonos en la terraza con las manos llenas de periódicos y almohadones bajo el brazo.

Tuvimos que bajar y recibir a los inesperados visitantes. Como suele ocurrir en estos casos, no iban a ser los únicos que viniesen a vernos ese día. Una media hora más tarde llegó otro automóvil, y luego tres personas, que habían venido dando un paseo a pie desde Kerrith. Fracasaron nuestros planes de un día sosegado y tuvimos que atender a unos y a otros de aquellos conocidos de cumplido, conduciéndolos a dar el paseo de rigor por la finca: una vueltecita por la rosaleda, un paseo por la pradera y la obligada inspección del Valle Feliz.

Naturalmente, se quedaron a merendar, y en lugar de habernos tomado tranquilamente unos emparedados de pepino bajo el castaño, tuvimos que aguantar las molestias de un té de cumplido servido en el salón, lo que nunca me había gustado nada.

Frith, naturalmente, se encontraba en su elemento en estos casos, dando órdenes a Robert con un movimiento de cejas; pero yo, incómoda y aturullada, nunca llegué a manejar con soltura ni la monstruosa tetera de plata ni la enorme cafetera para el agua caliente. Nunca supe a ciencia cierta cuándo llegaba el momento de diluir el té con el agua hirviendo, y más difícil aún encontraba tener que concentrarme simultáneamente en la conversación trivial que se sostenía a mi lado.

En tales momentos, Frank Crawley no tenía precio. Me cogía las tazas y las pasaba a los demás, y cuando aumentaba la vaguedad de mis contestaciones, por estar pendiente de la tetera de plata, entonces él, de manera discreta y suave, intervenía hábilmente en la conversación, relevándome de mis responsabilidades. Maxim siempre estaba al otro extremo del cuarto, enseñando un libro a algún pelmazo o mostrando un cuadro, desempeñando el papel de señor de la casa con su inimitable facilidad, y todo lo relacionado con el té y sus complicaciones, por no ser de su incumbencia, le tenía sin cuidado. Su propia taza de té se enfriaba, abandonada junto a unas flores; pero yo, sudorosa tras la tetera imponente, y Frank, haciendo admirables equilibrios con bollitos y bizcochos, teníamos que cuidar los apetitos de aquel rebaño, abandonados de Maxim. Fue lady Crowan, una señora aburrida y efusiva en exceso, que vivía en Kerrith, quien sacó el asunto a relucir. En uno de los silencios que sobrevienen durante cualquier reunión, cuando ya veía que Frank se proponía decir esa tontería de si sería o no sería la hora y veinte o menos veinte, lady Crowan, acertando a equilibrar con gran habilidad un buen trozo de bizcocho sobre el borde de su plato, miró a Maxim, que estaba de pie junto a ella, y dijo:

—¡Ah, De Winter! Hace siglos que le quería preguntar algo. Dígame, ¿no piensan ustedes volver a dar el baile de disfraces tradicional de Manderley?

Torció la cabeza al hablar, dejando ver al mismo tiempo dos prominentes incisivos, en un gesto que intentaba ser una sonrisa. Bajé la cabeza y simulé estar bebiendo una taza de té con entusiasmo, escondiéndome al mismo tiempo detrás del formidable cubreteteras.

Maxim tardó unos segundos en contestar y cuando lo hizo sonó su voz tranquila y normal.

—No he pensado en ello, y creo que nadie lo ha hecho.

—¡No diga! Le aseguro que todos hemos pensado en ello —replicó lady Crowan—. Para todos los que vivimos en los alrededores era el acontecimiento más importante del verano. Usted no tiene idea de lo que nos divertíamos. ¿No hay manera de convencerle de que piense en el asunto?

—No sé —dijo Maxim secantente—. Era muy complicado de organizar. Más vale que se lo pida usted a Crawley, él es el que tendría que ocuparse de ello.

—¡Oh, Crawley! Póngase de nuestra parte —persistió, y consiguió que una o dos personas más le hicieran coro—. Sería algo que todo el mundo celebraría, porque ha de saber usted que todos echamos de menos la alegría que antes reinaba en Manderley.

Oí que Frank decía junto a mí, con su voz siempre moderada:

—A mí no me importaría organizar el baile, si Maxim no se opone a que se celebre. Eso tienen que decidirlo Maxim y la señora de la casa.

Naturalmente, hube de soportar todo un bombardeo. Lady Crowan movió la silla para que el cubreteteras no me ocultase y pudiera verme.

—¡Ande usted! ¡Convenza a su marido! Usted es la única persona a la que hará caso. Debería dar el baile en su honor, para celebrar la boda.

—¡Completamente conforme! —dijo alguien, un hombre, creo—. Ya que no participamos de la boda sería el colmo quitarnos ahora el baile. ¡Los que voten en favor del baile de disfraces de Manderley, que levanten la mano! ¿Los ve usted, De Winter? ¡Aprobado por unanimidad!

Sonaron risas y aplausos.

Maxim encendió un cigarrillo, y sus ojos se encontraron con los míos por encima de la tetera.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—¡No sé…! —dije, vacilante—. Me es igual.

—¡Pues claro que está deseando que se celebre el baile en su honor! —dijo lady Crowan, con su acostumbrada efusión—. ¿A qué muchacha no le gustaría? Y estaría usted monísima, vestida de pastorcilla, como una porcelana de Dresde, con todo el pelo recogido bajo un gran sombrero de tres picos.

Pensé en mis bastas manos, en mis pies y en mis hombros caídos. ¡Valiente pastorcilla y valiente figurita de Dresde haría yo! La pobre señora era tonta. No me sorprendió que nadie apoyara su idea, y una vez más hube de agradecer a Frank que cambiara de conversación.

—La verdad es, Maxim, que el otro día no sé quién fue el que me habló de esto. Me dijo que si no se iba a celebrar alguna fiesta en honor de la novia, y que ojalá te decidieras a dar el baile otra vez. Para ellos era una fiesta única. Ya sé quién fue, Tucker, el arrendatario de la alquería —y luego, volviéndose hacia lady Crowan, añadió—. La gente de estos contornos es muy aficionada a toda clase de fiestas. Yo le respondí que no sabía nada, porque tú no me habías dicho lo que pensabas.

—¿Lo ve usted? —dijo lady Crowan, dirigiéndose en general a todos los que estábamos en el salón—. ¿No lo he dicho yo? Hasta sus propios arrendatarios le están pidiendo que dé el baile. Si nosotros no le importamos, estoy segura de que desea complacer a los de su propia casa.

Maxim continuaba mirándome por encima de la tetera, con expresión de duda. Se me ocurrió, entonces, que acaso pensara en que yo no era capaz de hacer frente a las complicaciones del baile, que con mi timidez, que él conocía tan bien, no haría un papel demasiado brillante. No quise que creyese que no podía contar conmigo.

—Yo creo que resultaría divertido —dije.

Maxim volvió la cabeza y se encogió de hombros.

—Pues entonces no hay más que hablar —dijo—. Ya lo sabes, Frank: tendrás que empezar a prepararlo todo. Más vale que te ayude la señora Danvers. Ella recordará cómo se hizo la última vez.

—¿Aún conservan ustedes esa maravilla de señora Danvers? —preguntó lady Crowan.

—Sí; ¿quiere usted un pastel? ¡Ah! ¿Ya han terminado? Entonces vamos todos al jardín —dijo Maxim.

Salimos, poco a poco, a la terraza, hablando del baile y de la fecha en que podría celebrarse, hasta que al fin, con gran satisfacción mía, los que habían ido en automóvil decidieron que había llegado la hora de marcharse, lo que hicieron, llevándose también a los que habían acudido a pie. Volví a la sala y me serví otra taza de té que me supo riquísimo. Ya se me habían quitado de encima los deberes de ama de casa. Frank vino a reunirse conmigo, y entre los dos terminamos con los bollitos calientes, como si fuéramos dos conspiradores.

Maxim estaba fuera, jugando con Jasper, tirando palos para que éste los trajese. Se me ocurrió pensar si en todas las casas se notaba aquella sensación de alivio cuando se marchaban las visitas. No hablamos del baile durante un rato pero cuando terminé la taza de té y me hube limpiado los dedos pringosos con el pañuelo, le dije a Frank:

—¿Qué le parece, de verdad, lo del baile de disfraces?

Dudó, medio mirando por la ventana hacia el sitio donde estaba Maxim, y luego respondió:

—No sé… Yo diría que a Maxim no le ha parecido mal. Aceptó la idea con buena cara.

—¿Qué otro remedio le quedaba? ¡Qué pesada se pone lady Crowan! ¿Cree usted que es verdad que la gente de por aquí no hace sino pensar en el baile de disfraces de Manderley?

—Creo que todos se alegrarían de que se diera una fiesta. Aquí nos gustan las cosas tradicionales. Y, francamente, no creo que a lady Crowan le falte razón al decir que se debería celebrar una fiesta en honor de usted. Al fin y al cabo, es costumbre festejar a la desposada.

¡Qué ridículo y pomposo sonaba aquello! ¿Por qué no podía Frank olvidar alguna vez su exquisita corrección?

—¿Desposada yo? No se celebró una boda normal, ni azahar, ni traje blanco, ni damas de honor… ¡Malditas las ganas que tengo de que se celebren fiestas en mi honor!

—Manderley en fête merece la pena de verse. Verá cómo le gusta. Y usted no tendrá que preocuparse de nada. Solamente de recibir a los invitados, y eso no es demasiado difícil. Tal vez me honre usted bailando una vez conmigo.

¡Pobre Frank! Me encantó el tono solemne con que dijo lo que creyó él ser una galantería.

—Bailaré con usted todo lo que quiera. No bailaré con nadie, sino con Maxim y usted.

—¡No, no! Eso… parecería feo —dijo Frank muy serio—. Los demás se sentirían ofendidos. Tendrá usted que bailar con los que se lo pidan.

Volví la cara para ocultar una sonrisa. Era simplemente delicioso. Jamás se enteraba cuándo se le gastaba una broma.

—¿Le pareció buena idea lo que dijo lady Crowan, acerca de la pastorcilla de Dresde? —le pregunté con segunda intención.

Me miró un rato, solemnemente, sin el rastro de una sonrisa y dijo:

—Sí; creo que estaría usted muy bien.

Rompí a reír y exclamé:

—¡Frank, es usted encantador!

Se sonrojó ligeramente, algo escandalizado de mis palabras, demasiado ligeras, y un poco ofendido por haberme reído de él.

—No veo que tenga ninguna gracia lo que he dicho —me dijo, muy estirado.

En aquel momento entró Maxim por la puerta vidriera con Jasper, que jugueteaba tras él.

—¿Qué juergas son ésas? —preguntó.

—Frank, que está muy galante. Me acaba de decir que no le parece nada mal la idea de lady Crowan de que me vista de pastorcilla.

—Lady Crowan es una entrometida —dijo Maxim—. Si ella tuviera que escribir todas las invitaciones y organizarlo todo, no estaría tan entusiasmada. Pero siempre pasa lo mismo. La gente de los alrededores se cree que Manderley es una barraca de lujo en una feria y que todos tenemos obligación de darles una función cada dos por tres para que ellos se diviertan. Supongo que habrá que invitar a todo el condado.

—Yo tengo todos los datos en la oficina —dijo Frank—. No será tan complicado, ya verás. Lo más pesado es pegar los sellos.

—Eso lo puedes hacer tú —me dijo Maxim, sonriendo.

—No, eso lo haremos en la oficina —dijo Frank—. Usted no tendrá que preocuparse de nada.

Me dieron ganas de decir que yo me encargaría de todo, y ver la cara que ponían. Supongo que se hubieran echado a reír, para luego cambiar de conversación. Claro que me sentía aliviada de no cargar con la responsabilidad; pero, en parte, añadía a mi humillación el comprender que no servía ni para pegar sellos. Y me vino a la mente el escritorio del gabinete y sus casillas, todas con etiquetas escritas en aquella letra picuda y sesgada.

—¿De qué te vestirás tú? —pregunté a Maxim.

—Yo nunca me disfrazo —respondió—. Es un privilegio concedido al anfitrión, ¿verdad, Frank?

—Yo no pienso vestirme de pastora. ¿Qué traje me pondré? No soy muy buena cuando se trata de disfrazarme.

—Átate el pelo con una cinta y di que eres Alicia en el País de las Maravillas —dijo Maxim, en broma—. En este momento, con el dedo en la boca, te pareces mucho a ella.

—No seas maleducado. Demasiado sé que tengo el pelo lacio, pero no tanto. ¿Sabes lo que te digo? ¡Que os voy a dar a Frank y a ti la sorpresa más grande de vuestra vida, y no me conoceréis!

—Con tal que no te pintes la cara de negro y te disfraces de mono, puedes hacer lo que quieras —dijo Maxim.

—Bueno, pues queda apostado —dije—. Mi traje será un secreto hasta el último minuto, y no os diré una palabra acerca de él. Ven, Jasper, que digan lo que quieran.

Salí al jardín, mientras reía Maxim. Algo le dijo a Frank que no oí.

¿Por qué tenía que tratarme siempre como si fuera una chiquilla mal educada e irresponsable? Una niña mimada a veces, pero más a menudo olvidada o que recibe unas cariñosas palmaditas en la espalda y oye que le dicen: «Anda, ve a jugar». Quisiera, pensaba, que ocurriese algo que me hiciera aparentar más edad, la edad de una persona madura… ¿Sería siempre igual mi vida? ¿Acaso siempre hubiera de verle caminando por la vida un poco más adelantado que yo, con sus preocupaciones que yo no podía compartir, con sus disgustos secretos, y para mí desconocidos? ¿Es que nunca íbamos a reunirnos, él, un hombre, yo, una mujer, el uno junto al otro, cogidos de la mano, sin nada que nos separase? Ya estaba harta de ser niña. Ahora quería ser su mujer, su madre; quería… ¡ser vieja!

Allí estuve en la terraza mordiéndome las uñas, mirando al mar, y por vigésima vez en aquel día me pregunté si aquellas habitaciones del ala de poniente se conservaban amuebladas y cerradas porque así lo había mandado Maxim. Me pregunté si él, como la señora Danvers, iba allí, y acariciaba los cepillos que descansaban sobre el tocador, abría los armarios, y tocaba con sus manos aquellos vestidos…

—Ven, Jasper —grité—. Ven, vamos a correr, vamos a correr tú y yo. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿No quieres?

Y me lancé a través del césped, sin pensar, furiosa, con amargas lágrimas apenas escondidas tras mis ojos, mientras Jasper brincaba ladrando locamente.

Pronto circuló la noticia del baile de disfraces. Mi doncella, Clarice, con los ojos brillándole por la excitación, no hablaba de otra cosa. Deduje de su charla que los criados, en general, estaban encantados.

—Dice el señor Frith —me dijo Clarice, entusiasmada— que parecerá que han vuelto los viejos tiempos. Esta mañana le he oído decírselo en el pasillo a Alice. ¿De qué se va a disfrazar la señora?

—No lo sé, Clarice. No se me ocurre nada.

—Me ha dicho mi madre que se lo diga sin falta. Aún se acuerda del último baile que se celebró en Manderley, y dice que nunca lo olvidará. ¿Alquilará la señora el traje en Londres?

—No he decidido nada, Clarice. Pero cuando lo haga, te lo diré a ti y a nadie más que a ti. A condición de que ninguna de las dos se lo digamos a nadie, ¿eh?

—¡Ay, señora!, ¡qué divertido! Me va a parecer imposible esperar a que llegue el día del baile.

Tenía curiosidad por saber como reaccionaría la señora Danvers a la noticia. Desde la otra tarde, hasta el sonido de su voz me aterraba cuando la oía por el teléfono de la casa y, por ello, procuraba entenderme con ella por mediación de Robert para ahorrarme esa prueba. No podía olvidar la expresión de su cara cuando salió de la biblioteca, después de hablar con Maxim, y daba gracias a Dios de que no me hubiera descubierto acurrucada en la galería. ¿Creería que había sido yo la que había dicho a Maxim que Favell había estado en casa? En ese caso…, me odiaría más que nunca. Cuando me acordaba del roce de su mano sobre mi brazo, aún temblaba; y aquella voz, aquel tono meloso, horrible, de una intimidad pegajosa, su boca tan cercana a mi oído… No, no quería recordar aquella tarde, y por eso rehuía hablar con ella, hasta por teléfono.

Comenzaron los preparativos para el baile. Al parecer, todo lo iban a hacer en la oficina de la administración de la finca. Frank y Maxim se reunían allí todas las mañanas. Tal y como Frank había dicho, yo no tuve que molestarme acerca de nada. Y creo que no llegué a pegar un sello. Comenzó a inquietarme el asunto de mi traje. Era verdaderamente una tontería que no se me ocurriese nada. No hacía sino pensar en toda la gente que iba a asistir a la fiesta, gente de Kerrith, gente de la comarca, la mujer del obispo, que tan bien lo había pasado la última vez; Beatrice, Giles, la pesada lady Crowan y mucha más gente a quien yo no conocía y que jamás había visto…, todos tendrían algo que decir, algo que criticar acerca de lo que yo decidiera, al fin. Ya desesperada, me acordé de los libros que Beatrice me había enviado como regalo de boda, y una mañana me senté en la biblioteca, pasando las páginas, una a una, como si aquello fuera mi última esperanza, mirando grabado tras grabado con una especie de furia. Nada parecía a propósito. Todo era demasiado complicado y pretencioso: trajes riquísimos de terciopelo y seda, de Rembrandt, de Rubens y otros. Cogí una hoja de papel y llegué a copiar un par de ellos, pero no me gustaron y tiré los dibujos al cesto de los papeles, aburrida, sin volver a pensar en ellos.

Aquella noche, cuando me estaba vistiendo para cenar, llamaron a la puerta de mi cuarto, y creyendo que sería Clarice, dije:

—Adelante.

Se abrió la puerta. No era Clarice. Era la señora Danvers. Traía un papel en la mano.

—Perdone la señora que la moleste —me dijo—; pero no estoy segura si la señora tiró a propósito estos dibujos. Me traen siempre todos los papeles de los cestos para comprobar que no se pierde por descuido algo de interés. Me ha dicho Robert que encontró esto en el cesto de la biblioteca.

Me quedé fría cuando la vi, y durante unos momentos ni hablar pude. Me mostró el papel. Eran los apuntes que había hecho aquella misma mañana.

—No, señora Danvers —dije, pasado un instante—; puede tirarlos. Es sólo un apunte. No me hace falta.

—Está bien. Me pareció mejor preguntar personalmente, para evitar una equivocación.

—Sí, sí, naturalmente.

Creí que daría media vuelta y se marcharía; pero no, se quedó allí, de pie junto a la puerta.

—Entonces… —dijo—, ¿no ha decidido la señora lo que va a ponerse?

Tenía su voz un tonillo de irrisión, una ligerísima traza de satisfacción. Supuse que, Dios sabe cómo, se había enterado de mis cavilaciones por Clarice.

—No. Aún no lo he decidido.

Continuó observándome, con la mano sobre el picaporte.

—Podría la señora copiar uno de los cuadros de la galería —dijo.

Hice como que estaba limándome las uñas. La verdad era que las tenía demasiado cortas y quebradizas; pero así, al estar haciendo algo, no tenía que mirarla.

—Sí, puede que lo haga —dije.

Y, verdaderamente, pensé por qué no se me habría ocurrido antes. Era una clara y buena solución a mi problema. Pero no iba yo a dárselo a entender y continué limándome las uñas.

—Todos los cuadros de la galería podrían dar ideas para un disfraz —dijo la señora Danvers—, y especialmente el de la señora que está retratada con un vestido blanco y el sombrero en la mano. Me extraña que el señor no disponga que el baile sea de trajes de una sola época, con todo el mundo vestido más o menos al mismo estilo. Nunca me ha parecido bien ver a un payaso bailando con una señora de peluca empolvada y lunares postizos.

—Hay gente a la que le gusta, en cambio, la variedad. Lo encuentran más divertido así.

—Personalmente, no me gusta —dijo la señora Danvers.

Hablaba con tono corriente y cordial, y me pregunté por qué se había molestado en venir ella personalmente con aquel apunte desechado. ¿Quería, al fin, que fuéramos amigas? ¿O es que, sabiendo que yo no había sido quien había dicho a Maxim lo de la visita de Favell, quería darme las gracias de aquella manera?

—¿El señor no le ha dado ninguna idea para un traje?

—No —dije, luego de dudar un instante—. No; quiero sorprenderle, a él y al señor Crawley. No quiero que sepan de qué me voy a vestir.

—Ya comprendo que no debería yo proponer nada —dijo—; pero cuando la señora decida, yo me permitiría aconsejarla que se encargarse el traje en Londres. Aquí no hay quien sepa hacer bien esas cosas. Voce, en Bond Strect, lo haría muy bien.

—No lo olvidaré.

—Sí —dijo, al abrir la puerta—; yo estudiaría los cuadros de la galería, señora, y muy particularmente el que le he dicho. Y no tema la señora que la descubra. No diré ni una palabra a nadie.

—Gracias, señora Danvers —dije.

Cerró la puerta con cuidado y yo continué vistiéndome, intrigada por su actitud, tan diferente de la que mantuvo la última vez que nos habíamos visto. Acaso tuviera que agradecer el cambio a la desagradable visita de Favell.

El primo de Rebeca. ¿Por qué tenía que molestar a Maxim un primo de Rebeca? ¿Por qué le había prohibido venir a Manderley? Beatrice le había llamado indeseable, pero no había añadido gran cosa acerca de él. Cuanto más lo pensaba, más de acuerdo estaba con Beatrice. Aquellos ardientes ojos azules, la boca carnosa, la risa vulgar e insultante… Habría quien le juzgase guapo, las dependientas de confitería, que se ríen de todo; las acomodadoras de los cines que reparten los programas… Me imaginaba cómo las miraría sonriente, silbando una cancioncilla bajito. Miraría y silbaría, seguro, pero de esa manera peculiar que hace que las mujeres no nos sintamos a gusto. ¿Conocía Manderley bien? Parecía estar allí como en casa, y Jasper le había reconocido, pero esos dos hechos no estaban de acuerdo con las palabras de Maxim a la señora Danvers. Ni yo podía ajustarlo a la idea que me había formado de Rebeca. Ella, con su belleza, su encanto, su clase, ¿cómo podía tener un primo semejante a Jack Favell? No le pegaba, desentonaba por completo. Acaso fuera la calamidad de la familia, y Rebeca, siempre generosa, se habría compadecido de él algunas veces, invitándole a Manderley, tal vez cuando Maxim no estuviera en casa, sabiendo que le molestaba. Probablemente, incluso habrían tenido una discusión en la que Rebeca le habría defendido y, luego, siempre que se mencionara su nombre, suscitaría cierta tirantez.

Cuando me senté a cenar en el comedor en mi sitio acostumbrado, con Maxim a la cabecera de la mesa, me imaginé a Rebeca sentada en el lugar que yo ocupaba, cogiendo el tenedor para pescado. Sonaba el teléfono y entraba Frith, que decía: «Señora, el señor Favell desea hablar con la señora por teléfono», y Rebeca se levantaba, después de mirar rápidamente a Maxim, que no decía nada, que continuaba comiendo el pescado.

Cuando, terminada la conversación, Rebeca volviera a ocupar su lugar, comenzaría a hablar rápidamente de cualquier cosa, alegremente, con indiferencia, para disolver la nube que se había formado entre ellos. Al principio, Maxim estaría hosco y contestaría con monosílabos; pero, poco a poco, ella le ponía de buen humor contándole alguna cosa que había hecho durante el día, hablándole de alguien a quien había visto en Kerrith, y terminado el otro plato ya estaría él riendo, mirándola con una sonrisa a través de la mesa.

—¿En qué diablos estás pensando? —me preguntó Maxim.

Me sobresalté y me puse roja, pues en aquellos momentos, durante unos sesenta segundos tal vez, me había identificado con Rebeca de tal manera que mi propia personalidad gris no existía ni nunca había estado en Manderley. Con el pensamiento, y hasta físicamente, había estado viviendo en un tiempo ya pasado.

—¿Sabes que en lugar de comer el pescado estabas haciendo unas muecas extrañísimas? Primero, te has puesto a escuchar, como si oyeras el teléfono; luego, has movido los labios y me has lanzado una mirada. Y te has sonreído y te has encogido de hombros. Todo ello en un segundo. ¿Es que estás ensayando tu aparición la noche del baile de disfraces?

Me miró, riendo. Y pensé lo que diría si hubiera verdaderamente sabido lo que imaginé, si hubiera visto mi corazón, mi cabeza por dentro, si hubiera comprendido que durante un segundo él había sido el Maxim de otros tiempos, y yo, Rebeca.

—¡Pareces un criminal cogido en falta! —dijo—. ¿Qué te ocurre?

—Nada. No he hecho nada.

—Dime en qué pensabas.

—¿Por qué? Tú nunca me dices en qué piensas.

—No creo que me lo hayas preguntado.

—Sí, una vez lo hice.

—No me acuerdo.

—Estábamos en la biblioteca.

—Puede que sí. Y, ¿qué te dije?

—Me contestaste que estabas pensando qué equipo de Surrey habrían seleccionado para jugar contra Middlesex.

Maxim volvió a reírse.

—¡Qué desengaño te llevarías! ¿En qué creías que pensaba?

—En algo muy distinto.

—¿Qué algo?

—No sé…

—No, no creo que lo sepas. Si te dije que estaba pensando en Surrey y en Middlesex, pues en Surrey y en Middlesex estaría pensando. Los hombres somos mucho menos complicados de lo que tú te imaginas, chiquilla mía. Pero lo que ocurre dentro de la tortuosa mente de una mujer, nadie lo puede adivinar. ¿Sabes que hace un rato no parecías tú misma? Tenías una expresión completamente diferente.

—¿Yo? ¿Qué clase de expresión?

—No sé…, no puedo explicarte. De repente, me has parecido vieja y engañosa. Me ha resultado muy desagradable.

—No lo he hecho queriendo.

—Ya, ya me supongo que no.

Bebí un sorbo de agua y le miré por encima del borde del vaso.

—¿No quieres que parezca vieja?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no te sienta bien.

—Algún día lo pareceré. Eso no tiene remedio. Se me pondrá el pelo gris y me saldrán arrugas y cosas así.

—Eso no me importará.

—Entonces…, ¿qué quieres decir?

—No quiero verte como hace un rato. Tenías la boca torcida, y en los ojos una mirada de…, saber cosas, cosas que no están bien.

Me entró una gran curiosidad.

—¿Qué quieres decir, Maxim? ¿Qué cosas no están bien?

No me contestó enseguida. Había entrado Frith en el comedor y estaba cambiando los platos. Maxim esperó a que se marchara por la puerta de servicio, oculta por la mampara.

—Cuando te conocí —dijo lentamente—, tenías cierta expresión en la cara, y todavía la conservas. No voy a definirla, pues no sé cómo hacerlo. Pero fue una de las causas por las que me casé contigo. Hace un momento, cuando estabas representando esa extraña pantomima, desapareció tu expresión. Otra la había sustituido.

—Explícate, Maxim —dije, muy interesada—. ¿Qué otra?

Me miró un momento, con las cejas enarcadas, silbando bajito.

—Mira, cariño; cuando tú eras pequeñita, ¿no te prohibían leer ciertos libros, y no los tenía tu padre guardados bajo llave?

—Sí.

—Pues al final de cuentas, un marido es parecido a un padre. Hay cosas que prefiero que no sepas. Están mejor guardadas con llave. Y nada más. Ahora, cómete esos melocotones y no preguntes más cosas, o te pondré castigada en un rincón.

—No sé por qué me tienes que tratar siempre como si tuviera seis años.

—¿Cómo te gustaría que te tratase?

—Como otros hombres tratan a sus mujeres.

—Quieres decir…, ¿a golpes?

—No seas ridículo. ¿Por qué lo has de tomar todo a broma?

—¡Pero si no son bromas! ¡Hablaba muy en serio!

—No, no es verdad. Lo veo en tus ojos. Estás jugando todo el tiempo conmigo, como si fuese una niña tonta.

—Alicia en el País de las Maravillas. No creas que fue tan mala esa idea mía. ¿Te has comprado ya la banda y la cinta para el pelo?

—Te advierto que cuando me veas con mi disfraz te vas a llevar la sorpresa más grande de tu vida.

—No me cabe duda. Anda, termina el melocotón y no me hables con la boca llena. Tengo un montón de cartas que escribir después de cenar.

No esperó a que yo acabase. Se levantó, dejó el cuarto y dijo a Frith que sirviera el café en la biblioteca. Me quedé sentada, de mal humor, tardando lo más posible para retrasarlo todo y fastidiarle, pero Frith no hizo ningún caso de mi melocotón. Sirvió el café inmediatamente y Maxim se marchó a la biblioteca.

Cuando hube terminado, subí a la galería de los trovadores para echar un vistazo a los cuadros. Ya los conocía de sobra, pero nunca los había estudiado con la idea de reproducirlos para un baile de disfraces. La señora Danvers tenía razón. ¡Qué tonta! ¿Por qué no se me habría ocurrido a mí antes? Siempre me había gustado aquella muchacha de blanco con el sombrero en la mano. Era un retrato, hecho por Raeburn, de Caroline de Winter, hermana del tatarabuelo de Maxim. Se casó con un conocido político del Partido Whig y fue famosa por su belleza en los salones londinenses. El retrato fue pintado cuando estaba soltera. No sería difícil copiar el vestido blanco, de mangas muy anchas por arriba, falda de volantes y ajustado corpiño. El sombrero acaso resultara más difícil y tendría que ponerme una peluca, pues por mucho que hiciera, nunca conseguiría rizarme de aquella manera el pelo. Seguramente, ese Voce de Londres podría mandármelo todo completo. Les enviaría un dibujo del cuadro con mis medidas, y les diría que lo copiasen exactamente.

¡Qué descanso haber decidido ya! Me quité un peso de encima. Casi empecé a pensar con impaciencia en el baile. Después de todo, puede que lo pasase yo tan bien como la infeliz Clarice.

A la mañana siguiente escribí a la tienda, mandándoles un dibujo del retrato, y pronto me contestaron «honradísimos de mi muy apreciado encargo», prometiéndome comenzar a ejecutarlo sin tardanza, y diciendo que también se encargarían de la peluca.

Clarice apenas podía dominar su entusiasmo, y yo también comencé a sentir una febril ansia, según se acercaba el día de la fiesta. Giles y Beatrice pasarían allí la noche, pero nadie más, gracias a Dios, aunque mucha gente iba a cenar con nosotros antes del baile. Yo había creído que con ocasión de la fiesta íbamos a invitar a muchas personas a que pasaran unos días en Manderley; pero Maxim se opuso diciendo que «ya organizar el baile es bastante molestia». No pude deducir si lo hacía por mí o si verdaderamente le molestaba tener la casa llena de gente. Yo había oído hablar mucho de las fiestas que se daban en Manderley, cuando había tantos invitados que tenían que dormir en los cuartos de baño y en los sofás. Y ahora nos encontrábamos solos en aquella casa enorme, y nuestros únicos huéspedes iban a ser Giles y Beatrice.

Comenzó la casa a adquirir un aire nuevo, de expectación. Llegaron unos hombres para poner el entarimado en el gran vestíbulo, y del salón se quitaron algunos muebles para poder colocar los largos bufés contra la pared. Comenzaron a montarse luces en la terraza y en la rosaleda, y adondequiera que se fuera se encontraban señales de los preparativos para el baile. Había obreros de la finca por todos lados, y Frank se quedaba a comer casi todos los días. Los criados no hablaban de otra cosa, y Frith se paseaba silencioso, como si la celebración de la fiesta dependiera exclusivamente de él. Robert se despistaba continuamente y no hacía más que olvidar cosas: las servilletas de la comida, el pasar las verduras… Se veía en su cara una expresión de agobio, como alguien que tiene que tomar un tren. Los perros estaban muy tristes. Jasper vagaba por el vestíbulo, con el rabo entre las patas, tirando malhumoradas dentelladas inofensivas a cuantos obreros cruzaban por allí, o se iba a la terraza a ladrar estúpidamente, para luego salir corriendo como un loco hacia la pradera y comenzar a comer hierba con una especie de ansia. La señora Danvers permanecía invisible, pero yo me daba cuenta de su presencia continuamente. Cuando vinieron a colocar las mesas en el salón, la voz que daba instrucciones era la suya, y también fue ella quien dirigió la colocación del entarimado en el vestíbulo. Siempre que yo aparecía en alguna parte, ella acababa de marcharse, y más de una vez vi durante un segundo su falda, que desaparecía rozando una puerta, o escuchaba sus pasos en la escalera. Yo no era sino un pasmarote inútil que no hacía más que estorbar.

De pronto oía la voz de un hombre que decía: «¿Me permite la señora?». Y pasaba él, sonriendo por haberme molestado, llevando las sillas a la espalda, con la cara chorreando de sudor.

—¡Perdóneme! —le decía yo, haciéndome a un lado rápidamente—. ¿Puedo ayudarle? ¿Qué le parece si pusiéramos esas sillas en la biblioteca?

El hombre ponía una expresión de duda, y decía:

—Las órdenes de la señora Danvers, señora, son que las llevemos a la parte de atrás de la casa para que no estorben.

—¡Ah!, pues ¡claro! —decía yo—; ¡qué tonta soy! Hágalo como haya dicho ella.

Y salía andando muy deprisa, murmurando algo acerca de un papel y un lápiz, tratando de hacerle creer que estaba muy atareada, mientras él continuaba su camino por el vestíbulo, pasmado, y yo comprendía que no le había engañado en absoluto.

Amaneció el fausto día encapotado y con neblina, pero el barómetro estaba alto y no nos preocupamos. La niebla era buena señal. A eso de las once se disipó, tal como predijera Maxim, y quedó un magnífico día de verano, tranquilo, sin una nube en el cielo azul. Durante toda la mañana estuvieron los jardineros entrando flores en la casa, las últimas lilas blancas, lupinos magníficos y soberbios Delphiniums de metro y medio de altura, centenares de rosas y lirios de todas clases.

Al fin se dejó ver la señora Danvers. Silenciosa, tranquilamente, dijo a los jardineros dónde tenían que poner las flores, y ella misma las fue arreglando, llenando los jarrones con sus dedos rápidos y ágiles. Yo la observaba fascinada, viendo cómo llenaba florero tras florero, llevándolos luego ella misma desde el cuarto de las flores al salón y a todos los rincones de la casa, arreglándolos con justeza en número y profusión, poniendo las notas de color donde el color era necesario, pero dejando las paredes desnudas donde convenía más la sobriedad.

Para no estorbar, Maxim y yo comimos con Frank en su casita de soltero, junto a las oficinas. Los tres estuvimos de ese buen humor animado y risueño de la gente que acaba de asistir a un entierro. Estuvimos gastándonos bromas, sin dejar de pensar un momento en las próximas horas. Yo me encontraba en un estado muy parecido al de la mañana de mi boda. Notaba la misma sensación agobiante de haber ido ya demasiado lejos para retroceder.

No había más remedio que someterse a la prueba de aquella noche. Gracias a Dios, la casa Voce había mandado a tiempo mi traje. Estaba delicioso, envuelto en abundante papel de seda. Y la peluca era una maravilla. Me la probé antes del desayuno y me quedé asombrada de la transformación. Me favorecía mucho, y con ella puesta parecía otra persona por completo. No era yo. Era alguien mucho más interesante, más llena de vida, Maxim y Frank continuaban preguntándome acerca del traje.

—No me vais a conocer —les dije—; los dos os vais a llevar la sorpresa más grande de vuestra vida.

—No te irás a vestir de payaso, ¿verdad? —dijo Maxim—. ¿No estarás tratando de gastarnos una broma tonta?

—No; nada de eso —contesté, llena de dignidad.

—Deberías haber hecho lo que te dije y haberte vestido de Alicia en el País de las Maravillas.

—O…, con ese pelo… de Juana de Arco —dijo Frank, tímidamente.

—¡Eso no se me había ocurrido! —dije, sin expresar por el tono lo que me parecía la idea; y Frank se puso colorado.

—Estoy seguro de que cualquier cosa que se ponga, me gustará —dijo, en el tono más pomposo de los frankianos.

—No le des alas, por Dios, Frank —dijo Maxim—. Está ya tan engreída con su dichoso traje, que no la podremos aguantar. El consuelo es que Be pronto te quitará los humos. Ya verás lo que tarda en decírtelo si no le gusta tu traje. La pobre Be siempre se las arregla para ponerse hecha un adefesio en estas ocasiones. Me acuerdo de una vez que se vistió de Madame Pompadour, y cuando entraba a cenar tropezó y se le cayó la peluca. Entonces, con ese tono brusco de voz que tiene dijo: «No hay quien soporte este demonio de chisme»; tiró la peluca encima de una silla y terminó la noche luciendo su propio pelo corto. No os podéis imaginar el efecto de aquella cabeza con el miriñaque de satén azul pálido, o lo que fuera. El pobre Giles tampoco tuvo mucho éxito aquel año. Vino de cocinero, pero pasó toda la noche sentado junto al bar. Creo que, en el fondo, le pareció que Be le había traicionado.

—No, no fue eso —dijo Frank—; es que había perdido todos los dientes de delante probando una yegua nueva, ¿no te acuerdas?, y por timidez no quería ni abrir la boca.

—¡Ah! ¿Fue eso? ¡Pobre Giles! En general, se divierte disfrazándose.

—Beatrice dice que le gusta mucho jugar a las charadas —dije yo—. Me contó que juegan todas las Navidades.

—Ya lo sé —contestó Maxim—. ¡Por eso no voy a pasar las Navidades con ella!

—¿Unos poquitos más de espárragos? ¿Más patatas?

—No, gracias, Frank; no tengo hambre.

—¡Los nervios! —dijo Maxim, sacudiendo la cabeza—. No te importe. Mañana, a estas horas, ya se habrá acabado todo.

—Así lo espero —dijo Frank, muy serio—. Iba a dar orden de que todos los coches estuvieran listos para las cinco de la mañana.

Empecé a reír como una tonta, mientras me brotaban las lágrimas.

—¡Ay! —dije—. Vamos a mandar telegramas a todos para que no vengan.

—¡Vamos! ¡Sé valiente! Afronta el peligro —dijo Maxim—. No tendremos que dar otro durante mucho tiempo. Frank, me parece que deberíamos ir acercándonos a la casa, ¿no crees?

Frank asintió, y yo los seguí de mala gana, dejando con disgusto el apretado y bastante incómodo comedorcillo, tan típico de la casa de soltero de Frank, que aquel día me parecía encerrar la auténtica esencia de la paz y de la tranquilidad. Cuando llegamos a casa nos encontramos con que ya estaba allí la orquesta, y los músicos aguardaban de pie en el vestíbulo, algo azorados e intranquilos, mientras Frith, más importante que nunca, les ofrecía algo de beber. Los músicos estaban invitados a pasar la noche, y cuando les hubimos dado la bienvenida, tras intercambiar algunas bromas alusivas a la ocasión, se marcharon hacia sus habitaciones, para después ser conducidos a dar un paseo por la finca.

La tarde se alargaba como esa última hora antes de emprender un viaje, cuando ya todo está en las maletas, cerradas con llave, y yo comencé a vagar por las habitaciones, tan perdida como Jasper, que me seguía con expresión de reproche.

Nada podía hacer para ayudar, y lo mejor y más sensato hubiera sido marcharse a dar un buen paseo con el perro. Al fin decidí hacerlo, pero ya era demasiado tarde. Maxim y Frank estaban pidiendo el té, y cuando hubimos concluido de tomarlo llegaron Beatrice y Giles. La tarde se había acabado demasiado pronto.

—¡Parece que fue ayer! —dijo Beatrice, besando a Maxim y mirando alrededor—. Os felicito muy de veras por haberos acordado de todos los detalles. Las flores están preciosas. ¿Las has colocado tú? —preguntó, volviéndose hacia mí.

—No —dije algo avergonzada—. La señora Danvers es la responsable de todo.

—Bueno, después de todo… —Beatrice no terminó la frase, pues aceptando el fuego que Maxim le ofrecía para su cigarrillo, una vez que lo hubo encendido pareció haber olvidado lo que iba a decir.

—¿Sirve Mitchell la cena, como de costumbre? —preguntó Giles.

—Sí —respondió Maxim—. No creo que se haya cambiado nada, ¿verdad, Frank? Lo teníamos todo en los archivos de la oficina. No se ha olvidado nada, ni creo que se haya dejado de mandar una sola invitación.

—¡Qué descanso encontrarnos solos! —dijo Beatrice—. Me acuerdo de que una vez llegamos a esta hora y ya había aquí unas veinticinco personas. Todos para pasar aquí la noche.

—¿Y qué se va a poner todo el mundo? Supongo que Maxim, como de costumbre, «no juega».

—Como de costumbre —dijo Maxim.

—Haces mal. Resultaría todo mucho más animado si te disfrazaras.

—Pero ¿es que has conocido algún baile en Manderley que no haya estado animado?

—No, hijo, no. Los organizáis demasiado bien. Pero, a pesar de eso, el señor de la casa debería dar ejemplo.

—Creo que con que la señora de la casa haga lo que pueda, ya está bien —dijo Maxim—. ¿A santo de qué iba yo a aguantar el calor y la incomodidad, haciendo al mismo tiempo de majadero?

—¡Qué ridiculez! No tenías por qué hacer el majadero. Con tu tipo, estarías bien con cualquier cosa. Tú no tienes que preocuparte por tu línea, como el pobre Giles.

—¿Qué se va a poner Giles esta noche? —pregunté—. ¿O es secreto terrible?

—No, de ningún modo —dijo éste, resplandeciente—. Y no voy a estar nada mal. Voy a vestirme de jeque musulmán. El sastre del pueblo me lo ha hecho todo.

—¡Qué barbaridad! —dijo Maxim.

—Pues no está nada mal —dijo Beatrice con calor—. Se pintará la cara naturalmente, y se quitará las gafas. El turbante es auténtico. Nos lo ha prestado un amigo que vivía en Oriente. El sastre ha copiado de una revista lo demás. Le sienta muy bien.

—Y tú, ¿qué te vas a poner, Beatrice? —preguntó Frank.

—Yo no he hecho gran cosa. Me he arreglado algo oriental, para hacer pareja con Giles. Pero no tengo la pretensión de que sea muy exacto. Muchas sartas de cuentas, ¿sabes?, y, luego, un velo por la cara.

—Suena muy bonito —dije cortésmente.

—¡Bah!, no está mal. Por lo menos, tiene la ventaja de que es cómodo. Si hace demasiado calor me quitaré el velo. Y tú, ¿qué te vas a poner?

—No se lo preguntes —contestó Maxim—. No nos lo quiere decir a ninguno. Nunca se ha conocido un secreto tan intrigante. Creo que hasta lo encargó a Londres.

—Pero, mujer —dijo Beatrice, impresionada—. ¿No habrás echado la casa por la ventana para achicarnos a todos? El mío está hecho en casa.

—No te preocupes —dije, riendo—. No tiene nada de particular. Pero Maxim comenzó a tomarme el pelo y le he prometido darle la sorpresa más grande de su vida.

—Y muy bien hecho —dijo Giles—. Maxim se da demasiados aires. Lo que ocurre es que tiene envidia. Ahora quisiera disfrazarse como nosotros, pero no le gusta decirlo.

—¡Qué disparate! —exclamó el aludido.

—Y usted, Crawley, ¿qué se va a poner?

—He tenido tanto quehacer, que he dejado el disfraz para el último momento. Anoche busqué unos pantalones viejos y un jersey a rayas de cuando jugaba al fútbol. Me voy a poner un parche en un ojo y diré que soy un pirata.

—¡Pero, hombre! ¿Por qué no nos escribiste y te hubiéramos prestado algo? Tenemos un traje de holandés que se puso Roger el invierno pasado en Suiza. Te hubiera estado que ni pintado.

—Me niego a tolerar que mi administrador se presente vestido de holandés —dijo Maxim—. No volvería a cobrar la renta de los arrendatarios. Dejadle que se vista de pirata. Puede que asuste a algunos.

—¡Vaya un pirata! —me dijo Beatrice al oído.

Hice como que no la había entendido. Siempre la estaba tomando con él.

—¿Cuánto tiempo me llevará pintarme la cara? —preguntó Giles.

—Por lo menos dos horas —respondió Beatrice—. Yo ya empezaría a pensar en ello. ¿Cuántos seremos a la mesa?

—Dieciséis —respondió Maxim—, contándonos a nosotros. No habrá nadie desconocido. Todos son amigos tuyos.

—Me está entrando la fiebre de vestirme —dijo Beatrice—. Me alegro horrores de que decidierais dar esta fiesta otra vez, Maxim.

—A ella tienes que agradecérselo —respondió Maxim, señalándome con la cabeza.

—No es verdad —repuse—. Todo ha sido cosa de lady Crowan.

—¡Qué va a ser! —dijo Maxim, sonriendo—. No ocultes que estás tan excitada como el niño que va a su primera fiesta.

—No lo estoy.

—Tengo muchas ganas de ver tu traje —dijo Beatrice.

—Si no es nada de particular; de verdad —insistí.

—Dice que no la vamos a conocer —dijo Frank.

Me miraron sonrientes. Estaba contenta, animada y feliz. Todos estaban muy simpáticos. Todos me querían. De pronto, la idea del baile y la de ser la anfitriona se me antojaron divertidas.

Se daba el baile en mi honor, porque yo era la recién casada. Estaba sentada en la mesa de la biblioteca, moviendo las piernas que me colgaban, mientras todos los demás estaban de pie a mi alrededor. Me acometieron deseos, de repente, de subir corriendo las escaleras, ir a mi cuarto, ponerme el traje y la peluca delante del tocador, y mirarme desde todos lados en el espejo grande que quedaba detrás, en la pared. Aquella sensación de importancia, de estar rodeada por Giles y Beatrice, y Frank y Maxim, que discutían sobre mi vestido, era nueva y deliciosa. Todos estaban tratando de adivinar lo que me iba a poner. Pensé en el vestido, suave, blanco, envuelto en papel de seda, y en cómo mejoraría mi tipo de niña, sin desarrollar aún, mis hombros algo caídos. Pensé en mi pelo, lacio, cubierto de rizos sedosos y relucientes.

—¿Qué hora es? —pregunté con indiferencia, bostezando ligeramente, fingiendo que no me importaba—. ¿No deberíamos subir ya?

Al cruzar el vestíbulo me di cuenta por primera vez de lo bien que se prestaba la casa para aquella fiesta, de lo bonitas que estaban las habitaciones. Hasta el salón, tan serio y frío a mi parecer, cuando estábamos solos, era un estallido de colores, con flores en todas las esquinas, rosas rojas en jarrones de plata sobre el mantel blanco de la mesa, con las ventanas abiertas a la terraza, donde en cuanto cayera la noche brillarían luces. Los músicos habían dispuesto sus instrumentos, listos para tocar en la galería de los trovadores dominando el vestíbulo, y este mismo tenía un extraño aire de impaciencia. La atmósfera estaba templada y agradable, como la noche clara y apacible, perfumada por las flores bajo los cuadros y alegrada por nuestras risas. Subimos calmosamente los anchos peldaños de piedra.

Había desaparecido la acostumbrada austeridad. En cierto modo, Manderley se había insuflado de vida de una manera que hubiera yo juzgado imposible. Aquél no era el callado Manderley que yo conocía. Tenía ahora un significado del que antes carecía. Había adoptado un aire temerario, algo triunfal y agradable. Era como si la casa recordase otros días pasados, hacía ya mucho tiempo, cuando el vestíbulo era un verdadero vestíbulo de banquetes con tapices y panoplias colgados en las paredes, una mesa larga y estrecha con hombres que, sentados a ella, reían más fuerte de lo que ahora reíamos y pedían a voces vino y canciones, mientras arrojaban grandes tajadas de carne sobre las losas a los perros soñolientos. Más tarde, en otros tiempos, aún viviría la alegría, pero revestida de cierta gracia y dignidad, y Caroline de Winter, a quien yo representaría aquella noche, bajaría las anchas escaleras de piedra para bailar el minué. ¡Cómo me gustaría correr los años, como una cortina, para poderla contemplar! Me hubiera gustado no tener que envilecer la casa con nuestra bulliciosa música, ¡tan fuera de lugar, tan poco romántica! No encajaba en Manderley. De pronto, noté que estaba de acuerdo con la señora Danvers. Debíamos haber dado un baile de disfraces de una misma época no permitiendo la mezcolanza de tipos que tenía que resultar. ¡Giles!, ¡el pobre!, buenazo y contento con su disfraz de jeque árabe.

En mi cuarto me encontré con Clarice, que me esperaba, roja de excitación su carota redonda. Nos reímos, histéricamente, como dos colegialas y le mandé cerrar con llave la puerta. Sobrevino entonces un gran ruido de papeles de seda susurrante y misterioso. Nos hablábamos en voz baja, como dos conspiradoras; andábamos de puntillas. Me sentía como un niño en la víspera de Navidad. Aquel callado ir de un lado para otro con los pies descalzos, los furtivos ataques de risa, las reprimidas exclamaciones, me recordaban la ilusión con que solía colgar mis calcetines por la noche la víspera de Navidad. No teníamos que temer nada de Maxim, que estaba en su vestidor, pues la puerta de comunicación de nuestras habitaciones estaba cerrada con llave. Clarice era mi única aliada y amiga favorita. El vestido me estaba perfectamente. Allí, de pie, apenas podía dominar mi impaciencia, mientras Clarice, con dedos torpes, abrochaba los corchetes.

—Es precioso, señora —decía sin cesar, echándose sobre los talones para admirarme mejor—; es un vestido digno de la reina de Inglaterra.

—¿Y esa hombrera izquierda? —pregunté con temor—. ¿No se verá la cinta de abajo?

—No, señora. No se ve.

—¿Qué tal? ¿Cómo me encuentras? —no esperé su respuesta. Di unas vueltas delante del espejo, fruncí el ceño, sonreí. Ya me notaba distinta, sin el estorbo de mi aspecto. Mi insípida personalidad había desaparecido—. ¡Dame la peluca! —dije, muy nerviosa—. ¡Con cuidado! ¡No la aplastes! ¡Los rizos! ¡Que no se aplasten! Tienen que despegárseme de la cara.

Clarice estaba a mi espalda. Vi en el espejo, detrás de la mía, su redonda cara, relucientes los ojos, ligeramente entreabierta la boca. Con un cepillo me arreglé mi pelo natural por encima de las orejas. Con dedos temblorosos cogí la suave masa de rizos, riendo bajito mirando a Clarice.

—¡Clarice! ¡Qué dirá el señor!

Escondí mi pelo de rata bajo la rizada peluca, tratando de disimular mi triunfo, tratando de ocultar mi sonrisa. Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —dije aterrada—. ¡No se puede pasar!

—Soy yo, mujer, no te alarmes —dijo Beatrice—. ¿Te falta mucho? ¡Quiero ver qué tal estás!

—¡¡No!! No puedes entrar. Aún no estoy lista.

Clarice, trémula, estaba junto a mí con la mano llena de horquillas, que yo iba tomando una a una para arreglar los rizos que se habían esponjado algo dentro de la caja.

—Cuando esté vestida, ya bajaré —dije, en voz alta—. Bajad todos, no me esperéis. Dile a Maxim que no puede entrar.

—Maxim ya ha bajado —contestó—. Vino a nuestro cuarto y nos dijo que había estado llamando a la puerta del cuarto de baño, pero que ni le contestaste. No tardes, mujer, que estamos todos curiosos. ¿Estás segura de que no quieres que te ayude?

—¡No! —grité, impaciente, perdiendo la calma—. ¡Vete! ¡Baja!

¿Por qué tenía que molestarme en aquellos momentos? Toda nerviosa, sin saber ya lo que hacía, me puse una horquilla torpemente, medio aplastando un rizo. No volví a oír a Beatrice, que seguramente se había marchado por el pasillo. ¿Estaría contenta con su vestido oriental? ¿Habría conseguido Giles pintarse la cara? ¡Qué ridículo era todo! ¿Por qué lo hacíamos como si fuéramos unos chiquillos?

No reconocí la cara que me miraba desde el espejo. ¿No tenía los ojos más grandes, la boca más fina, la piel más tersa y blanca? Los rizos se despegaban tersos de la cabeza, formando una nubecilla. Me quedé mirando un rato a aquella persona, que no era yo en absoluto, sonreí: una sonrisa nueva, tranquila.

—¡Clarice! ¡Ay, Clarice! —dije.

Me recogí la falda con una mano e hice una reverencia de corte, con lo que los volantes de mi falda acariciaron el suelo. Solté una risa aguda; estaba nerviosa, azorada, roja, muy alegre. Di unos paseítos por delante del espejo, sin dejar de observar mi imagen.

—Abre la puerta. Voy a bajar. Corre delante y mira si los señores están todos abajo.

Me obedeció, riendo en falsete, y yo, recogiendo las faldas con las manos para que no rozaran en el suelo, la seguí pasillo adelante. Volvió la cabeza y me hizo señas para que avanzara.

—Los señores están todos abajo —cuchicheó—. El señor, el señor comandante y la señorita Beatrice. El señor Crawley acaba de llegar. Están todos en pie en el vestíbulo.

Miré por el medio punto del rellano de la escalera grande hacia el vestíbulo.

Sí, allí estaban todos. Giles, vestido con su blanco jaique árabe, y al cinto ceñido un largo cuchillo, reía ruidosamente; Beatrice, envuelta en unos ropajes extraordinarios de color verde pálido y larguísimos collares de cuentas; el pobre Frank, nervioso e incómodo, algo ridículo con su jersey a rayas y botas altas de marino. Maxim era el único normal del grupo, vestido de frac.

—No sé qué está haciendo —dijo—. Lleva no sé cuántas horas en su cuarto. ¿Qué hora es, Frank? En cuanto nos descuidemos comenzarán a llegar los invitados a cenar.

Los de la orquesta se habían ya cambiado de ropa y estaban en la galería. Uno de ellos afinaba el violín. Tocó una escala suavemente, y luego hizo vibrar una cuerda con el dedo. La luz brillaba sobre el cuadro de Caroline de Winter.

Sí, habían copiado el traje exactamente de mi dibujo del retrato. Las amplias mangas, la caída, el sombrero de alas grandes y flexibles, que yo llevaba en la mano. Y mis rizos eran sus rizos, despegados de la cara, como los suyos. Creo que nunca me he sentido tan animada, tan feliz, tan orgullosa. Hice señas con la mano al violinista, y luego me llevé un dedo a los labios pidiendo silencio. Él me sonrió e hizo una inclinación. Vino hacia mí, hacia el medio punto, atravesando la galería.

—Haga que me anuncie el tambor —le dije, en voz baja—. Dígale que dé un redoble de ésos y que luego diga en voz alta: «La señorita Caroline de Winter». Quiero dar una sorpresa a los que están ahí abajo.

Me comprendió y asintió con la cabeza. Me latía el corazón ridículamente y tenía las mejillas ardiendo. ¡Qué divertido! ¡Qué locura y qué chiquillada más deliciosa! Sonreí a Clarice, que aún permanecía medio agazapada en el pasillo; me recogí ligeramente la falda. Resonó entonces en el vasto vestíbulo el redoble de un tambor, que me sobrecogió al principio, aunque lo estaba esperando, aunque sabía que iba a sonar. Vi a todos mirar desde el vestíbulo hacia arriba, sorprendidos, pasmados.

—¡La señorita Caroline de Winter! —voceó el músico del tambor.

Me adelanté hasta el rellano de la escalera y me quedé allí parada, sonriendo, con el sombrero en la mano, como la muchacha del retrato. Aguardé los aplausos, la risa que estallaría cuando comenzase a bajar lentamente la escalera. Pero nadie aplaudió. Nadie se movió.

Todos me estaban mirando fijamente. Beatrice dejó escapar un gritito y se llevó la mano a la boca. Continué sonriendo con una mano en la balaustrada.

—¿Cómo está usted, señor de Winter? —dije.

Maxim no se había movido. Me estaba mirando, sin parpadear, vaso en mano. Tenía la cara blanca, de un blanco ceniza. Vi que Frank hacía un movimiento como si fuera a hablar, pero Maxim le hizo retroceder con un ademán brusco. Dudé, ya con un pie en el primer escalón. Algo ocurría: no habían comprendido. Si no, ¿por qué estaba Maxim mirándome de aquella manera? ¿Por qué estaban allí todos como pasmarotes, como si estuvieran en trance?

Maxim se adelantó hacia la escalera sin dejar de mirarme ni un momento.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo ahí?

Eso fue lo que me dijo, los ojos relucientes de ira. ¡Qué pálido estaba!

No pude moverme, y allí me quedé, con la mano sobre la balaustrada.

—Es el retrato —dije, atemorizada por su mirada, por su voz—. Es… el retrato que hay en la galería.

Hubo un largo silencio, durante el cual no dejamos de mirarnos. Nadie se movió del vestíbulo. Tragué saliva para aliviarme, llevándome la mano a la garganta.

—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? —dije.

¡Si no me miraran así! ¡Con aquellas caras atónitas, con aquellas caras sin vida! ¡Si alguien dijese algo!

Cuando Maxim volvió a hablar no reconocí su voz. Era una voz helada, pausada, una voz que jamás había yo oído.

—Ve y cámbiate —dijo—; ponte lo que sea. Un traje cualquiera, no importa cuál. Pero vete antes de que venga nadie.

No pude decir nada. Seguí mirándole. Lo único que quedaba vivo en su cara eran los ojos.

—¿Qué haces ahí? —sonó su voz, áspera y extraña—. ¿No has oído lo que te he dicho?

Giré sobre mis talones y eché a correr por los acogedores pasillos. Vi durante un segundo la estupefacta cara del músico que me había anunciado. Pasé junto a él corriendo, tropezando sin ver adónde iba, cegada por las lágrimas. No comprendía qué había pasado. Clarice había desaparecido y el pasillo estaba desierto. Miré de un lado para otro, aturdida, atontada, como un animal acorralado. Y entonces vi la puerta que conducía al ala de poniente: estaba abierta de par en par, y bajo su dintel había alguien de pie.

Era la señora Danvers. Jamás olvidaré la expresión de su cara, odiosa, triunfadora. Una cara de infernal regocijo. Allí estaba, sonriéndome.

Escapé, huyendo de ella, corriendo por el estrecho y largo pasillo que llevaba a mi cuarto, tropezando, tambaleándome, pisando los volantes de mi traje…