Capítulo 15

A la mañana siguiente llamó Maxim por teléfono para decir que llegaría a eso de las siete. Frith cogió el recado. Maxim no pidió que me pusiera yo al teléfono. Oí el timbre del teléfono, cuando estaba desayunando, y creí que iba a entrar Frith diciendo:

—Señora, está el señor al teléfono.

Ya había dejado la servilleta en la mesa y me había levantado de la silla cuando volvió Frith y me dio el recado.

Me vio retirar la silla y salir hacia la puerta.

—El señor ya ha colgado, señora. No ha dejado ningún recado. Sólo que llegaría a eso de las siete.

Volví a sentarme en mi silla y cogí la servilleta. Frith debió de pensar que yo tenía bastante poco seso para haber salido corriendo como una loca a través del comedor.

—Está bien, Frith, muchas gracias —le dije.

Continué comiendo los huevos con beicon. Jasper estaba a mis pies y la perra en su cesto, en un rincón. Me puse a pensar en lo que podría hacer durante el día. No había dormido bien; tal vez por encontrarme sola en la habitación. Había pasado la noche intranquila, despertándome con frecuencia, y cuando miraba el reloj veía que sus manecillas apenas se habían movido. Al fin, me dormí, y tuve una serie de sueños sin ilación.

Íbamos, Maxim y yo, dando un paseo por el bosque, pero él siempre caminaba algo más adelantado. Yo no podía seguirle. Tampoco podía verle la cara. Únicamente la espalda. Y todo el tiempo andaba él, a pequeña distancia mía, dando grandes zancadas. Debí de llorar durante la noche, pues cuando me desperté por la mañana, la almohada estaba húmeda. Además, cuando me miré en el espejo vi que tenía los ojos hinchados. Estaba fea y poco atractiva. Me di un poquito de colorete en las mejillas en un torpe intento de darles mejor color. Pero fue peor. Me daba un aspecto falso de payaso. Puede que no supiera dármelo bien. Cuando crucé el vestíbulo hacia el comedor, donde me esperaba el desayuno, vi que Robert se quedó mirándome.

A eso de las diez, cuando estaba en la terraza, deshaciendo unas migas para los pájaros, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era para mí. Frith salió y me dijo que mi cuñada quería hablarme.

—¡Hola, Beatrice! —dije.

—¡Bueno! ¿Qué tal te va, querida? —dijo, con aquella voz suya, rápida, algo masculina, poco amiga de perder tiempo. No esperó mi contestación, sino que continuó hablando—. Oye, he pensado ir hoy en coche a ver a la abuela. Voy a comer con unos amigos que viven a unos treinta kilómetros de Manderley. ¿Quieres que vaya luego a buscarte? Ya es hora de que conozcas a la pobre vieja, ¿sabes?

—Iré encantada, Beatrice —le dije.

—Magnífico. Pues entonces iré a buscarte hacia las tres y media. Giles vio a Maxim en el banquete de Londres. La comida, muy mala, me dijo; pero los vinos, excelentes. Bueno, querida, hasta luego.

Sonó un ruidito. Había colgado. Volví a salir al jardín tranquilamente. Me alegraba que hubiera llamado proponiéndome la idea de ir a ver a la abuelita. Por lo menos, era algo que hacer, y rompería la monotonía del día. Las horas se me hubieran hecho interminables hasta las siete. No me encontraba muy animada, y no me apetecía ir con Jasper al Valle Feliz y luego a la playa a tirar piedras al agua. Aquella sensación de libertad, aquellos deseos infantiles de correr por el césped con unos zapatos de playa, habían desaparecido. Me senté en la rosaleda con un libro, el Times y mis cosas de hacer punto, sosegada, como una matrona, bostezando al sol templado mientras las abejas zumbaban por entre las flores.

Traté de concentrarme en la lectura del periódico y luego de absorberme en la intrigante trama de la novela que tenía en las manos. No quería pensar en la tarde anterior ni en la señora Danvers. Procuré olvidar que estaba en la casa en aquel mismo momento, quizá espiándome desde una ventana. De cuando en cuando levantaba los ojos del libro y miraba a través del jardín, con la sensación de que no estaba sola.

¡Tenía Manderley tantas ventanas, tantas habitaciones vacías que ni Maxim ni yo usábamos! Estarían vacías, silenciosas, con los muebles enfundados; antes habrían estado ocupadas cuando vivían el padre y el abuelo de Maxim, cuando estaba la casa siempre llena de invitados y sirvientes. Le sería fácil a la señora Danvers abrir calladamente una de aquellas puertas, cerrarla luego sin ruido y atravesar furtivamente el cuarto para espiarme desde la ventana, al amparo de las cortinas corridas.

No me daría cuenta. Aunque me volviera en la silla y mirase a las ventanas, no la vería. Me acordé de un juego de cuando era niña, que los chicos de al lado de mi casa llamaban «Los pasos de la abuela» y yo «La bruja vieja». Uno se ponía en un extremo del jardín, dando la espalda a los demás, y éstos se le iban acercando, poquito a poco, sin hacer ruido. De cuando en cuando, el que estaba de espaldas se volvía de repente, y si veía a alguno moviéndose, éste tenía que retroceder al final del jardín y empezar de nuevo. Pero siempre había uno más audaz que los demás que se adelantaba a los otros, llegando hasta muy cerca, a quien nunca se le podía descubrir moviéndose. El que se quedaba, estaba allí, vuelto de espaldas, contando hasta diez como estaba mandado, y sentía la seguridad fatal y aterradora de que antes de que pasara mucho rato, antes de poder acabar de contar hasta diez, el jugador osado le saltaría encima, sin aviso, invisible, con un grito de victoria. Allí, sentada en la rosaleda, experimentaba una excitación nerviosa parecida. ¡Estaba jugando a «La bruja vieja» con la señora Danvers!

La comida vino a cortar, afortunadamente, la mañana larguísima. La calmosa competencia de Frith y la cara medio boba de Robert me aliviaron más que el periódico y el libro. A las tres y media, con absoluta puntualidad, oí la bocina del automóvil de Beatrice al otro lado del recodo del camino, y luego lo vi parar a la puerta de la casa.

Salí corriendo a recibirla, ya vestida y con los guantes en la mano.

—Bueno, querida, aquí me tienes. ¡Qué día más espléndido!, ¿eh? —me dijo.

Subió la escalinata, después de cerrar la puerta del coche de un golpe. Me dio un beso rápido y seco, que fue a parar cerca de una oreja. Me miró luego, rápida, arriba y abajo, y continuó:

—Tienes mala cara. Estás pálida y demacrada. ¿Qué te ocurre?

—Nada —dije humildemente, sabiendo demasiado bien que ese defecto era corriente en mi cara—. Nunca he tenido muy buenos colores.

—¡Tonterías! La otra vez que te vi parecías otra.

—Puede que haya perdido el bronceado de Italia —dije, subiendo al coche.

—¡Bah! Eres tan imposible como Maxim. No te gusta que se metan en tu salud. Cierra la portezuela de un golpe fuerte; si no, se queda abierta.

Nos pusimos en marcha, tomando la curva del camino bastante deprisa.

—Oye, ¿no será que estás en estado? —dijo, mirándome con sus ojos castaños de gavilán.

—No —respondí, azorada—; creo que no.

—¿No tienes vómitos por las mañanas ni nada de eso? Claro que, después de todo, eso no quiere decir nada. Cuando yo tuve a Roger me quedé tan fresca. Me pasé los nueve meses sin una molestia. El día que nació estuve jugando al golf. No hay por qué avergonzarse de las cosas que son naturales, ¿sabes? Si sospechas algo, más vale que lo digas.

—No, de verdad, Beatrice; no tengo nada que decir.

—Te diré, con toda franqueza, que espero que traigas pronto al mundo un heredero. Sería magnífico para Maxim. ¿No estarás haciendo nada para evitarlo?

—Claro que no —dije, y pensé: «¡Qué conversación tan chocante!».

—No te escandalices. No tiene que importarte nada de lo que yo diga. Después de todo, las jóvenes de hoy son capaces de cualquier cosa. Claro que es una lata tener un niño la primera temporada de casada si te gusta cazar. Si a los dos les gusta la caza eso es bastante para estropear un matrimonio. Los niños no creo que impidan dibujar. Por cierto, ¿qué tal van tus obras de arte?

—No he hecho gran cosa.

—¿No? Pues está haciendo buen tiempo para estar sentado al aire libre. Lo único que necesitas es una silla plegable y una caja de lápices, ¿no es eso? Dime, ¿te gustaron esos libros que te mandé?

—Claro que me gustaron. Fue un regalo magnífico.

—Me alegro que te gustasen —dijo, con evidente satisfacción.

Corría el auto a toda velocidad. Beatrice no quitaba el pie del acelerador y tomaba las curvas ciñéndose a la cuneta de manera alarmante. Nos cruzamos con dos coches y los conductores se asomaron a las ventanillas, como si los hubiésemos insultado con aquella manera de conducir. Un viandante nos amenazó con un palo desde un sendero vecino. Me sentí violenta por ella, pero Beatrice no parecía darse cuenta de nada. Me hundí en el asiento todo lo que pude.

—Roger ingresa en la Universidad de Oxford el próximo curso —dijo—. ¡Dios sabe lo que va a hacer! Me parece perder el tiempo mandarlo allí, y Giles piensa igual, pero no se nos ha ocurrido qué otra cosa podemos hacer con él. Es igualito que Giles y que yo. No piensa más que en caballos. ¿Qué demonios está haciendo ese coche de ahí delante? —gritó al pasar—. Verdaderamente hay gente por estas carreteras que se merece que le den un tiro.

Tomamos bruscamente la carretera principal, evitando chocar con el coche que nos precedía por verdadero milagro.

—¿Habéis tenido gente invitada? —preguntó.

—No; hemos estado muy tranquilos.

—Es mucho mejor. Esas reuniones de mucha gente siempre me han parecido una solemne lata. Si vienes a casa, no tengas miedo. La gente que vive cerca de nosotros es toda encantadora, y allí todos somos de confianza. Cenamos los unos con los otros, jugamos tranquilamente al bridge, y no nos mezclamos con gentes extrañas. Tú juegas al bridge, ¿verdad?

—Bastante mal.

—¡Ah! Eso no importa. La cosa es que juegues. Los que se niegan a aprender me sacan de quicio. ¿Qué demonios puedes hacer con gente así, desde la hora del té a la de la cena y después de cenar? No puede uno estarse sentado charla que te charla.

No comprendí por qué no, pero me pareció que lo más sencillo era callar.

—Ahora que Roger ya tiene una edad pasable, es muy entretenido. Convida a sus amigos a pasar unos días y nos divertimos de verdad. Tenías que haber estado en casa las Navidades pasadas. Jugamos a las charadas[11]. ¡Qué juerga! Giles estaba en la gloria, en su elemento. Le encanta vestirse de mamarracho, y en cuanto se toma dos copas de champaña es que te mueres de risa con él. Mucha gente le ha dicho que ha equivocado su carrera y que debió dedicarse al teatro.

Pensé en Giles, en su carota de luna, con sus gafas de concha. Y comprendí que verle haciendo gracia, después de cenar, con unas copas de champaña en el cuerpo, me resultaría algo violento.

—Giles y un amigo nuestro, al que queremos mucho, Lickie Marsh, se vistieron de mujer y cantaron un dúo. Nunca supimos qué tenía que ver con la palabra de la charada, pero eso fue lo de menos. El caso es que nos reímos como locos.

Sonreí amablemente, y dije:

—¡Figúrate! ¡Qué gracioso!

Me los imaginaba a todos riendo como locos en la sala de Beatrice. Toda aquella gente, que tan bien se conocía. Roger se parecería a Giles. Beatrice se estaba riendo al recordar la escena.

—No se me olvidará nunca cuando Dick cogió un sifón y se lo enchufó a Giles por el cogote. ¡Creí que nos moríamos!

Comencé a sentirme intranquila ante la posibilidad de que Beatrice nos pudiera convidar a pasar las Navidades en su casa. Siempre podía yo caer con la gripe…

—Te advierto que nunca hemos presumido de actores. Lo hacemos en confianza, para divertirnos. En Manderley… ¡ahí sí podría darse una función de veras! Se presta. Me acuerdo de una procesión histórica que se celebró allí hace años. Fue precioso. Vino mucha gente de Londres. Ahora, que esas cosas necesitan una organización tremenda.

—Sí, naturalmente.

Calló unos instantes mientras conducía. Luego dijo:

—¿Cómo está Maxim?

—Está bien, gracias.

—¿Animado y alegre?

—Sí, bastante.

Entramos por la angosta calle de un pueblo que exigió toda su atención. ¿Le diría algo de lo ocurrido con la señora Danvers y acerca de Favell? Lo único que temía era que fuera a cometer una imprudencia y contárselo a Maxim.

—Oye, Beatrice —dije, decidiéndome—. ¿Has oído hablar alguna vez de un tal Favell, Jack Favell?

—Jack Favell —repitió—. Sí, me suena el nombre. Espera un minuto. Jack Favell… ¡Ah! ¡Sí! ¡Completamente indeseable! Le conocí una vez, hace ya mucho tiempo.

—Vino ayer a Manderley a ver a la señora Danvers.

—¿Sí? Es natural, hasta cierto punto.

—¿Por qué?

—Tengo idea de que era primo de Rebeca.

Me sorprendió aquello. ¿Primo suyo? No era Favell la clase de pariente que me había imaginado que tendría Rebeca. Entonces…, Jack Favell era primo suyo.

—No lo sabía —dije.

—Seguramente solía ir a Manderley con frecuencia. No te sabría decir. Yo iba muy poco por allí.

Lo dijo algo bruscamente. Me dio la impresión de que no quería seguir hablando del asunto.

—No me gustó mucho —dije.

—No me extraña —respondió.

Callé, esperando, pero no añadió nada. Me pareció mejor no decirle que Favell me había pedido que no dijera nada de su visita. Podría complicar las cosas. Además, llegábamos en aquel momento a nuestro destino. Encontramos una verja, pintada de blanco, y un camino enarenado y bien cuidado.

—No olvides que la pobre vieja está casi ciega —dijo Beatrice—, y no le rige muy bien la cabeza. Pero ya he telefoneado a la enfermera diciendo que íbamos a venir, de manera que estará preparada.

La casa era grande, de ladrillo rojo, con aleros muy salientes. Supuse que era de finales de la época victoriana. No era bonita, pero una ojeada me bastó para ver que se trataba de una de esas mansiones archicuidadas por innumerables criados. Todo para una pobre anciana medio ciega.

Una doncella impecable nos abrió la puerta.

—Buenas tardes, Norah, ¿cómo estás? —preguntó Beatrice.

—Muy bien, gracias, señorita Beatrice. ¿Y la señorita, está bien?

—Todos estamos rebosantes de salud. ¿Cómo está la señora?

—Así, así, señorita. Tiene sus días buenos y sus días malos. No es que esté mal de salud, ¿sabe? Le gustará mucho verla a usted, señorita.

Me miró con curiosidad.

—Norah, ésta es la esposa del señorito Maxim.

—Mucho gusto, señorita —dijo Norah.

Pasamos por un recibidor estrecho y un salón que tenía demasiados muebles a una terracita sobre una extensión de césped bien cortada. En los escalones que bajaban al jardín había gran cantidad de alegres geranios en tiestos de piedra. En una esquina había una silla de ruedas, en la que estaba sentada la abuela de Beatrice, reclinada sobre varias almohadas y envuelta en chales y toquillas. Cuando nos acercamos, vi que se parecía mucho a Maxim. Era impresionante la semejanza. Cuando Maxim fuera muy viejo y ciego, sería exactamente como ella. La enfermera, que estaba sentada junto a ella, se levantó al acercarnos nosotras y puso una señal en el libro que estaba leyendo. Sonrió a Beatrice y dijo:

—¿Cómo está usted, señora?

Beatrice le dio la mano y me dijo:

—Parece que la abuelita está muy bien. No sé cómo se las arregla con sus ochenta y seis años —y luego, alzando la voz, siguió—. ¡Aquí nos tienes, abuelita! ¡Hemos llegado sin novedad!

Miró la anciana en nuestra dirección, y dijo:

—Hola, Be, hijita. Te agradezco mucho que hayas venido a verme. Aquí nos aburrimos mucho, no hay nada que hacer.

Se inclinó Beatrice para besarla.

—Te he traído —dijo— a la mujer de Maxim para que te conozca. Queríamos haber venido antes, pero tanto Maxim como ella han estado muy ocupados —me empujó ligeramente y me dijo—. Bésala.

Me incliné y la besé en una mejilla. La anciana me tocó la cara con los dedos.

—¡Qué guapa! Me alegro mucho de verte, hijita. Debías haber traído a Maxim.

—Maxim está en Londres —dije yo—. Volverá esta noche.

—Tienes que hacerle venir la próxima vez. Siéntate, hijita, siéntate donde yo pueda verte. Y tú, Be, ven aquí, al otro lado. ¿Cómo está ese pillo de Roger? Es un pícaro; no viene a verme nunca.

—Vendrá a verte en agosto. ¿Sabes que sale ahora de Eton y va a ir a Oxford?

—Estará hecho un hombre, ¿eh? No le voy a conocer.

—Está más alto que Giles —dijo Beatrice.

Continuó hablando con la anciana, contándole cosas de Giles, de Roger y de sus caballos y perros. Sacó la enfermera sus agujas de hacer punto, y se puso a tejer entrechocándolas vigorosamente. Se volvió hacia mí sonriente y cordial.

—¿Le gusta a usted Manderley, señora? —me preguntó.

—Me encanta, gracias.

—Es un sitio precioso, ¿no? —dijo, mientras las agujas se lanzaban furiosas estocadas—. ¡Claro! Ahora ya no vamos, no podría la señora. Y lo siento. Echo mucho de menos aquellos días de Manderley.

—Tiene usted que venir sola algún día.

—Muchas gracias. Me gustaría mucho. ¿Su marido está bien?

—Sí, muy bien.

—Pasaron ustedes la luna de miel en Italia, ¿verdad? Nos gustó mucho la postal que nos mandó su marido desde allí.

Se me ocurrió si usaría el «nos» como los reyes, o si quería indicar que la abuela de Maxim y ella eran una sola persona.

—¿Envió una? No me acordaba.

—¡Ya lo creo! Causó gran remolino. Esas cosas nos encantan. Tenemos un libro de recortes y pegamos en él todo lo que se relaciona con la familia, siempre que sea agradable, naturalmente.

—¡Qué buena idea! —dije.

De vez en cuando oía retazos de la conversación de Beatrice al otro lado de la silla.

—Sí, tuvimos que poner una inyección al pobre Marksman —decía—. ¿No te acuerdas de Marksman? ¡Nunca tendré un caballo que salte como él!

—Pero…, ¿quieres decir Marksman? —dijo la abuela.

—Sí; pobre. Se quedó completamente ciego.

—¡Pobre Marksman! —repitió la anciana.

No me pareció muy discreto hablarle de ceguera, y miré a la enfermera. Ésta continuaba muy atareada moviendo ruidosamente las agujas.

—¿Va usted a las cacerías de zorros? —dijo.

—No, me temo que no —respondí.

—Puede que le tome usted afición. Por estas comarcas las cacerías nos gustan a todos.

—Sí.

—Mi cuñada es muy aficionada al arte —dijo Beatrice a la enfermera—. Ya le he dicho que Manderley está lleno de lugares que harían cuadros muy bonitos.

—¡Vaya! —confirmó la enfermera. Dejó de hacer media durante un momento—. ¡Qué buena manera de pasar el rato! Yo tenía una amiga que dibujaba muy bien. Una vez fuimos a pasar las Pascuas a Provenza e hizo unos dibujos muy bonitos.

—¡Qué bien! —dije yo.

—Estamos hablando de dibujos —gritó Beatrice a su abuela—. ¿A que no sabías tú que tenías una pintora en la familia?

—¿Quién es esa pintora? —dijo la buena señora—. ¡No conozco a ninguna!

—Tu nueva nieta —dijo Beatrice—. Pregúntale el regalo de boda que le he hecho.

Sonreí, esperando la pregunta. Volvió la anciana la cabeza hacia mí, y dijo:

—¿De qué está hablando Be? No sabía que fueras pintora. Nunca hemos tenido pintores en la familia.

—Beatrice hablaba en broma. Yo no soy pintora. Dibujo un poco, por pasar el rato. Nunca he tomado lecciones. Beatrice me ha regalado unos libros preciosos.

—¡Ah! —dijo, algo confundida—. ¿Beatrice te ha regalado unos libros? ¡Es como llevar leña al monte! ¡Con los libros que hay en la biblioteca de Manderley!

Rió de buena gana, y todas le hicimos eco. Creí que quedaría ahí la cosa, pero Beatrice insistió:

—No comprendes, abuelita. No eran libros corrientes. Eran de arte. Cuatro tomos.

La enfermera se inclinó hacia delante, para contribuir con su granito de arena.

—Dice su nieta que a la señora de su nieto le gusta mucho dibujar, como pasatiempo. Por eso, como regalo de boda, le ha comprado una obra sobre pintura en cuatro tomos.

—¡Qué raro! —dijo la abuelita—. ¡Regalar libros como regalo de boda! Me parece una idea malísima. Cuando yo me casé, a nadie se le ocurrió regalarme libros. Y si lo hubiesen hecho, no los hubiera leído.

Volvió a reír. Beatrice se sintió ofendida y yo le dirigí una sonrisa de consuelo que no creo que viese. La enfermera comenzó otra vez a hacer punto.

—Quiero merendar —dijo la anciana, quejicosa—. ¿No son ya las cuatro y media? ¿Por qué no trae Norah el té?

—Pero ¡cómo! ¿Ya tenemos hambre, con todo lo que hemos comido? —dijo la enfermera, levantándose de la silla y sonriendo cariñosamente.

Me encontraba cansada y me pregunté, escandalizada de mi cruel pensamiento, por qué los viejos tienen que ser tan insoportables. Son peores que los niños o que los perros pequeños, pues hay que portarse correctamente con ellos. Continué sentada, con las manos sobre la falda, dispuesta a expresar mi acuerdo con la primera que dijera algo. La enfermera estaba mullendo las almohadas y arreglando las toquillas.

La abuela de Maxim lo toleró todo con paciencia. Cerró los ojos, como si estuviera demasiado cansada, y se acentuó su parecido con Maxim. Me la imaginaba de joven, alta, guapa, recorriendo las cuadras de Manderley, bien provistos de azúcar los bolsillos, recogiéndose la cola de la falda para no arrastrarla por el barro. La veía con su cintura muy encorsetada y el cuello muy alto. La escuché pidiendo el coche para las dos en punto. Todo aquello había acabado para ella. Ya hacía cuarenta años que estaba viuda, y quince que había muerto su hijo. Ahora tenía que vivir en aquella casa alegre, roja, de aleros salientes, acompañada de su enfermera, hasta que le llegase la hora de morir. ¡Qué poco sabemos de lo que piensan los viejos! Entendemos a los niños, sus miedos, sus esperanzas, porque lo hemos sido. Sólo ayer, yo era aún niña. No lo había olvidado. Pero ¿qué sentía, en qué pensaba la abuela de Maxim, sentada allí, envuelta en toquillas? ¿Se daba cuenta de que Beatrice estaba reprimiendo un bostezo y mirando el reloj? ¿Comprendía que si habíamos ido a verla era porque creíamos que teníamos que hacerlo, que era un deber? ¿Qué cuando llegáramos a casa Beatrice probablemente me diría: «Ya tengo la conciencia tranquila para tres meses»?

¿Pensaba alguna vez en Manderley? ¿Se acordaba de haber estado sentada, como yo lo hacía ahora, a la cabecera de la mesa del comedor? ¿Acostumbraría ella también a tomar el té bajo el castaño? ¿O lo habría ya olvidado todo, lo habría puesto a un lado y no quedaría nada tras aquella cara serena, pálida, sino pequeños dolores, molestias nimias, una gratitud vaga cuando brillaba el sol y un ligero enfado cuando soplaba viento frío?

Hubiera querido poner mis manos en su cara y borrar los años. Hubiera querido poder verla joven, con las mejillas rosadas y el pelo castaño, despierta y activa como lo estaba Beatrice a su lado, hablando de caza, de sabuesos y de caballos; no sentada allí con los ojos cerrados mientras la enfermera le arreglaba las almohadas.

—¡Hoy tenemos sorpresa! —dijo la enfermera—. ¡Emparedados de berros! Cómo nos gustan los emparedados de berros, ¿verdad?

—¿Hay berros hoy? —preguntó la abuela de Maxim, levantando la cabeza de la almohada y mirando hacia la puerta—. No me lo habías dicho. ¿Por qué no trae Norah el té?

—No querría su puesto aunque me pagasen mil libras diarias —dijo Beatrice a la enfermera, en voz baja.

—Ya estoy acostumbrada —dijo la enfermera, sonriendo—. Y no lo paso mal. Claro es que tenemos nuestros días malos, pero peores podrían ser. Es muy fácil de llevar; no como otros enfermos. Y los criados me ayudan mucho, y eso es una gran cosa. Aquí viene Norah.

Salió la criada trayendo una mesita de patas muy separadas para poderla acercar a la silla de ruedas, y colocó sobre aquélla un mantel blanco como la nieve.

—¡Cuánto has tardado, Norah! —dijo, refunfuñando, la anciana.

—Acaban de dar las cuatro y media, señora —dijo Norah, con una voz especial, alegre y risueña, como la de la enfermera.

¿Se daría cuenta la abuela de Maxim de que la gente le hablaba así? ¿No lo habría notado la primera vez que lo hicieron? Tal vez se dijo a sí misma: «Se creen que me hago vieja. ¡Qué ridiculez!». Y luego, poquito a poco, se habría ido acostumbrando hasta que ya le parecía que siempre le habían hablado así, y ya no le extrañaría. Pero…, ¿qué había sido de aquella mujer joven, de pelo castaño y cintura delgada, que daba azúcar a los caballos?

Acercamos las sillas a la mesita, y comenzamos a comer los emparedados de berros. La enfermera preparaba especialmente los que comía la enferma.

—¡Qué! ¿Nos gusta la sorpresa? —dijo.

Vi dibujarse lentamente una sonrisa en aquella cara tranquila y plácida.

—Me gustan los días de emparedados de berros —respondió.

El té estaba hirviendo, imposible de tomar. La enfermera le fue dando diminutos sorbitos.

—Hoy han hervido el agua —dijo la enfermera dirigiéndose a Beatrice moviendo la cabeza—. Siempre pasa lo mismo. Se empeñan en dejar reposar el té demasiado tiempo y se amarga. ¡Cuidado que se lo tengo dicho! Pero no hacen caso.

—Todas son iguales —dijo Beatrice—. Yo ya las he dejado por imposibles.

La anciana estaba moviendo su té con la cucharilla, la mirada perdida y remota. Me hubiera gustado saber en qué pensaba.

—¿Les hizo buen tiempo en Italia? —dijo la enfermera.

—Sí; mucho calor —respondí.

Beatrice se volvió hacia su abuela.

—Dice que les hizo muy buen tiempo en Italia durante la luna de miel. Maxim vino muy moreno.

—¿Por qué no ha venido Maxim?

—Ya te lo hemos dicho, abuelita; Maxim ha tenido que ir a Londres, para no sé qué banquete. Giles también ha ido.

—¡Ah! Entonces… ¿por qué decías que Maxim estaba en Italia?

—Estuvo en Italia, abuelita. En abril. Pero ya están en Manderley —explicó Beatrice y, volviéndose hacia la enfermera, se encogió de hombros.

—Sus nietos ya están en Manderley —confirmó la enfermera.

—Este último mes ha estado delicioso allí —intervine yo, acercándome a la abuela de Maxim—. Las rosas están en su apogeo. Me hubiera gustado traerle algunas.

—Sí; me gustan las rosas —dijo vagamente, y luego me miró desde más cerca con sus azules y empañados ojos, y añadió—. ¿Tú también estás pasando unos días en Manderley?

Sentí que algo me atenazaba la garganta. Hubo un momento de silencio que rompió Beatrice, con voz alta e impaciente.

—Abuela, sabes perfectamente que vive allí. Está casada con Maxim.

Noté que la enfermera miraba rápidamente a la anciana al tiempo que dejaba la taza de té sobre la mesa. Había descansado la cabeza sobre la almohada, estaba tirando de la toquilla y comenzó a temblarle la boca.

—Todos habláis demasiado. No os entiendo —me miró entonces, la cara contraída, como si quisiera comprender, y comenzó a agitar la cabeza—. ¿Quién eres, hijita? No te he visto nunca. No te conozco. No me acuerdo de haberte visto en Manderley. Be, ¿quién es esta niña? ¿Por qué no me ha traído Maxim a Rebeca? Yo quiero mucho a Rebeca. ¿Dónde está mi querida Rebeca?

Hubo una larga pausa, un momento de agonía. Noté que las mejillas se me ponían rojas como la grana. La enfermera se levantó rápidamente y se llegó hasta la silla de ruedas.

—Quiero que venga Rebeca —repitió la anciana—. ¿Qué habéis hecho con Rebeca?

Beatrice se levantó torpemente haciendo sonar platos y tazas. También ella había enrojecido.

—Creo que sería mejor que se fueran ustedes —dijo la enfermera, algo azorada y violenta—. Está un poco cansada, y cuando se pone así algunas veces le dura varias horas. De tarde en tarde se excita, como hoy. Es una mala suerte que haya tenido que ocurrir hoy. Estoy segura de que usted se hará cargo —me dijo.

—¡Naturalmente! —respondí deprisa—. Yo también creo que es mejor que nos vayamos.

Beatrice y yo recogimos apresuradamente bolsos y guantes. La enfermera estaba de nuevo junto a su enferma.

—¡Vamos, vamos!, ¿qué es esto? ¿No quiere usted estos emparedados tan ricos de berros que yo misma le he preparado?

—¿Dónde está Rebeca? ¿Por qué no ha venido Rebeca con Maxim? —dijo la anciana con voz cansada, quejumbrosa.

Pasamos por la sala y el recibidor y nosotras mismas abrimos la puerta para salir. Beatrice puso en marcha el motor, sin decir una palabra. Seguimos por el bien cuidado camino y salimos por la verja blanca.

Yo tenía la mirada fija en la carretera. No me dolía lo ocurrido por mí. Si hubiese estado sola no le hubiera dado importancia. Lo sentía por Beatrice.

Cuando dejamos atrás el pueblo me dijo:

—No sabes lo que lo siento, querida mía; no sé qué decirte.

—No seas tonta, mujer —le dije sin vacilar—. No importa. No fue nada.

—No podía figurarme que se iba a poner así. No te hubiera traído de ninguna manera. Créeme que lo siento muy de veras.

—No vale la pena —dije—. No hablemos más del asunto.

—No lo comprendo. Sabía perfectamente quién eras. Le escribí y se lo dije. Y Maxim también. Se interesó mucho por vuestra boda en el extranjero.

—Olvidas los años que tiene. ¿Por qué se iba a acordar de esos detalles? No me relaciona con Maxim. Sólo piensa en Rebeca.

Continuamos calladas un rato. Era un descanso encontrarnos otra vez en el coche y no me importaban los traqueteos y los vaivenes de las curvas.

—Se me había olvidado cómo quería a Rebeca —dijo Beatrice lentamente—. He sido una majadera al no pensar que podía ocurrir algo así. Yo creo que nunca se ha llegado a enterar bien de lo del accidente. ¡Qué tardecita del demonio! Yo no sé qué estarás pensando de mí.

—Pero ¡por Dios, Beatrice! Ya te he dicho que no me importa.

—Rebeca siempre estaba animándola y contemplándola. Solía convidarla a Manderley. Claro que la pobre abuelita estaba entonces mucho más normal. Rebeca la hacía reír y reír… Rebeca era muy divertida, y la pobre vieja lo pasaba divinamente con ella. Tenía el don, Rebeca quiero decir, de hacerse simpática a todo el mundo: hombres, mujeres, niños, perros… Supongo que la pobre señora no la ha olvidado nunca. No debes de estarme muy agradecida por esta tarde.

—No me importa, no me importa —repetí mecánicamente.

¡Si Beatrice pudiera olvidar el asunto de una vez! Me tenía sin cuidado. ¿Qué importaba? ¿Qué importaba nada?

—Giles se enfadará —dijo—. Dirá que la culpa es mía, por haberte llevado. Ya le estoy oyendo: «¡Qué estupidez la tuya, Be!». Buena bronca vamos a tener.

—No digas nada. Preferiría que se olvidase todo. Si no, sólo vas a conseguir que corra la voz, y Dios sabe qué tonterías acabarán por decir.

—Giles me notará en la cara que ha pasado algo. Jamás he conseguido ocultarle nada —dijo Beatrice.

Me callé. Ya me estaba imaginando cómo sus amigas comentarían lo ocurrido. Estaba viendo al grupito reunido para comer el domingo. Los ojos muy abiertos, las orejas despiertas y las exclamaciones de sorpresa.

—¡Qué barbaridad! ¿Y qué hiciste? —y luego—. Y ella, ¿cómo lo tomó? ¡Vaya una situación!

Pero a mí lo único que me interesaba era que no llegase el asunto a oídos de Maxim. Puede que yo se lo contase algún día a Frank Crawley, pero todavía no; hasta que pasase algún tiempo, no.

No tardamos en coronar la cuesta en donde se bifurca la carretera. Vi a lo lejos los grisáceos tejados de Kerrith; a la derecha, en una hondonada, los densos bosques de Manderley, y más allá, el mar.

—¿Tienes mucha prisa por llegar a casa? —me preguntó Beatrice.

—No, creo que no; ¿por qué?

—¿Te parecería mal que te dejase junto a la casa del guarda? Si me doy una prisa tremenda, y corro como un demonio, llegaré justo a tiempo de recoger a Giles, que viene de Londres en tren, y le ahorraré tener que tomar un taxi.

—¡Naturalmente, mujer! No me cuesta ningún trabajo ir andando desde allí.

—Te lo agradezco horrores —contestó afectuosa.

Me pareció que la tarde se le había hecho demasiado larga, y ya tenía ganas de quedarse sola. No le apetecía aguantar una merienda tardía en Manderley.

Bajé del coche, al llegar a la verja de la finca, y nos besamos, despidiéndonos.

—A ver si te las arreglas para engordar un poco antes de que nos volvamos a ver. No estás bien tan delgada. Dale un abrazo a Maxim, y perdona lo ocurrido hoy.

Desapareció en una nube de polvo, y yo tomé el camino de casa.

Iba pensando si habría cambiado mucho el camino desde que la abuela de Maxim solía recorrerlo a caballo. Entonces era ella joven y solía sonreír a la mujer del guarda, como yo misma lo acababa de hacer. Sin embargo, la mujer del guarda, en aquellos tiempos, la saludaría con una reverencia cortesana, barriendo el camino con su amplia falda. La mía no había hecho sino una ligera inclinación de cabeza, y luego llamó a su hijo, que estaba dando de comer a unos gatitos detrás de la casa. La abuela de Maxim habría ido por allí bajando la cabeza para evitar las ramas bajas, al trote por el mismo camino. Éste estaría en aquella época mejor cuidado, sería más ancho, y el bosque no lo invadiría insolente.

No pensaba en ella tal como estaba, reclinada sobre las almohadas, con aquel chal sobre los hombros. La veía como fue cuando era joven, y cuando Manderley era su hogar. La veía paseando por los jardines con un niño de la mano, el padre de Maxim, que jugaría ruidosamente, montado sobre un palo terminado en una cabeza de caballo hecha de cartón. El niño llevaría una chaqueta con trabilla y cuello blanco muy almidonado. Las meriendas en la playa contarían como largas excursiones, y sólo se celebrarían en días especiales. Tenía que haber alguna fotografía en algún sitio, en algún álbum antiguo probablemente, de toda la familia sentada, muy rígidos todos, alrededor de un mantel extendido sobre la playa, con los criados al fondo, junto a una enorme cesta de merienda. También me imaginaba a la abuela de Maxim, ya más vieja, hacía pocos años: iría por la terraza de Manderley, apoyada en un bastón, acompañada de alguien que reía mientras la llevaba del brazo. Ese alguien era alta, esbelta, hermosísima, y tenía el don —me había dicho Beatrice— de hacerse simpática a todo el mundo. Gustaba enseguida. Y pensé que acaso fuera igual de fácil llegar a amarla…

Cuando llegué al final del camino vi el coche de Maxim a la puerta de la casa. Me saltó alegre el corazón y entré corriendo en el vestíbulo. Vi sobre la mesa el sombrero y los guantes. Fui hasta la biblioteca, y al acercarme oí voces, una más alta que la otra, la voz de Maxim. La puerta estaba cerrada. Vacilé un momento antes de entrar.

—Puede usted escribirle y decirle, de mi parte, que en adelante no aparezca por Manderley. ¿Me oye? No importa quién me lo haya dicho, eso es lo de menos. Pero sé que ayer estuvo aquí su automóvil. Si usted quiere verle, lo hace fuera de Manderley. No quiero que pase la verja. ¿Se entera usted? Y, acuérdese, ésta es la última vez que la aviso.

Me escabullí corriendo hacia la escalera. Oí que se abría la puerta de la biblioteca y subí rápidamente, ocultándome en la galería. Vi salir a la señora Danvers, que cerró la puerta tras ella. Me agaché junto a la pared de la galería para que no me viese. Vi su cara un segundo. Estaba demudada de ira, desencajada, horrible.

Pasó, escalera arriba, rápida y silenciosa como una sombra, hasta desaparecer por la puerta que conducía al ala de poniente.

Esperé unos momentos y fui hacia la biblioteca. Abrí la puerta y entré. Maxim estaba de pie, junto a la ventana, con unas cartas en la mano, de espaldas a mí. Dudé un segundo si volver a salir calladamente, antes de que me viera, marcharme a mi cuarto y quedarme allí sentada. Pero debió de oírme, pues se volvió impaciente, diciendo:

—¿Quién anda ahí?

Sonreí y le tendí las manos, al mismo tiempo que le decía:

—¡Hola!

—¡Ah! ¿Eres tú?

Me di cuenta inmediatamente de que algo le había irritado sobremanera. Tenía la boca apretada, las facciones descompuestas y la tez demudada.

—¿Qué ha sido de ti? —me preguntó, dándome un beso en la cabeza y echándome un brazo por los hombros.

Me parecía que desde que se marchara, el día antes, había pasado un siglo.

—He ido a ver a tu abuela —respondí—. Me ha llevado Beatrice en coche.

—¿Qué tal anda la pobre?

—Bien.

—Y, ¿dónde está Be?

—Tuvo que volver a casa para recoger a Giles, que llega de Londres.

Nos sentamos juntos sobre el banco de la ventana. Le cogí la mano y le dije:

—No me ha gustado ni pizca estar sin ti. Te he echado de menos horrores.

—¿De verdad?

Estuvimos callados unos momentos, con su mano entre las mías.

—¿Hizo mucho calor en Londres?

—Sí, mucho. Me molesta aquello siempre.

¿Me iría a decir lo que le había ocurrido hace un rato con la señora Danvers? ¿Quién le habría dicho que había estado Favell?

—¿Estás preocupado por algo?

—Ha sido un día muy largo para mí. Ese doble viaje en veinticuatro horas agota a cualquiera.

Se levantó y encendió un cigarrillo. Entonces comprendí que no me iba a decir nada de la señora Danvers.

—Yo también estoy cansada. No sé… Hoy ha sido un día muy ajetreado —dije.