Capítulo 13

MAXIM tuvo que ir a Londres, a finales de junio, para asistir a un banquete sólo de hombres, relacionado con algo del condado. Estuvo fuera dos días, durante los cuales me quedé sola. Me horrorizaba la idea de su marcha. Cuando vi desaparecer el automóvil en el recodo del camino, no me hubiera sentido peor si aquélla hubiese sido una separación definitiva y nunca más fuese a verlo. Tendría un accidente seguro y, cuando ya entrada la tarde, volviera yo a casa, me encontraría con Frith, pálido y asustado, esperándome para darme la noticia. Llamaría el medico desde un puesto de socorro y me diría: «Tiene usted que ser valiente, señora, y prepararse para una noticia muy grave».

Acudiría entonces Frank y nos iríamos al hospital juntos. Maxim no me conocería. Todo esto me lo imaginé en detalle, mientras comía. Vi los grupos de gente de la comarca alrededor de la iglesia el día del funeral, y a mí misma apoyada en el brazo de Frank. Lo vi todo tan claro que apenas toqué la comida, sin dejar de escuchar, concentrada en oír el timbre del teléfono.

Por la tarde, me senté en el jardín, debajo del castaño, con un libro en la falda. Pero apenas leí. Cuando vi que Robert venía hacia mí por el césped, comprendí que habían llamado por teléfono, y me sentí morir.

—Han llamado del club, señora, para decir que el señor ha llegado hace diez minutos.

Cerré el libro.

—Gracias, Robert. El señor ha hecho el viaje muy deprisa.

—Sí, señora; un viaje muy bueno.

—¿No pidió que me pusiera yo al teléfono ni dejó ningún recado?

—No, señora; solamente que había llegado bien. Fue el conserje quien habló.

—Está bien, Robert; muchas gracias.

Sentí un gran alivio y se pasó la angustia. Desapareció el dolor que sentía. Experimenté el mismo alivio que cuando se llega a tierra, después de una travesía por mar. Comencé a sentir hambre y cuando Robert volvió a la casa entré furtivamente en el comedor por la ventana grande y robé unas galletas del aparador. Seis me comí. «Galletas Oliver», fabricadas en Bath. Y después una manzana. No me había dado cuenta del hambre que tenía. Me fui al bosque a comerlo todo por si acaso me veía algún criado en la pradera desde una ventana, para luego ir diciendo que «a la señora no le gusta la comida que se prepara en la cocina, pues acabo de verla ahí fuera atracándose de frutas y galletas». Esto hubiera podido molestar al cocinero y a la señora Danvers.

Ahora que Maxim estaba sano y salvo en Londres y que yo me había comido las galletas, me encontraba muy bien y extrañamente feliz. Notaba una sensación de libertad, como si no tuviera responsabilidad alguna. Igual que una niña el sábado por la tarde, sin lecciones ni deberes. Podía hacer una lo que quisiera. Y con una falda vieja y un par de zapatos de playa, se iba a jugar a policías y ladrones con los niños de al lado en el parque municipal.

Así me sentía yo. Tenía que ser porque Maxim se había marchado a Londres.

Me quedé sorprendida de mí misma. No lo entendía, en absoluto. Primero, no quería que se marchase. Y ahora, aquella alegría cordial, aquel andar con paso ligero, aquel contento infantil que me hacía sentir ganas de correr por la pradera y tirarme rodando por el terraplén… Me limpié la boca de migas de galletas y llamé a Jasper. Puede que, si me sentía así, fuese sólo porque hacía un día magnífico.

Fuimos por el Valle Feliz hasta la caleta. Ya marchitas las azaleas, sus pétalos yacían arrugados y parduscos sobre el musgo. Las campánulas aún no se habían agostado y alfombraban tupidas el bosque sobre el valle. Los helechos, todavía tiernos, brotaban verdes y rizados. El musgo exhalaba un perfume hondo y fragante; las campánulas olían a tierra acre. Me tumbé sobre la espesa hierba, junto a las campánulas, apoyada la cabeza sobre las manos, acompañada de Jasper. Me miraba éste jadeante, con una expresión de cansancio, mientras de su lengua y de la poderosa mandíbula goteaba la saliva. Unas palomas revoloteaban por entre los copudos árboles. Reinaba una paz sosegada. Me puse a pensar por qué algunos sitios ganan en encanto cuando estamos solos. Qué vulgar y qué estúpido sería tener en aquel momento, junto a mí, una amiga cualquiera del colegio que me estuviera diciendo:

—Por cierto, el otro día vi a Hilda. ¿Te acuerdas? Aquella que jugaba tan bien al tenis. Se ha casado y tiene dos niños.

Y no veríamos las campánulas, ni escucharíamos los arrullos de las palomas encima de nosotros. En aquel momento no me hubiera gustado tener a nadie al lado. Ni a Maxim. De estar Maxim allí conmigo, yo no estaría masticando unas hierbas con los ojos cerrados. Hubiera estado mirándole, atenta a sus ojos, a sus gestos. Pensando si estaba a gusto o aburrido, tratando de adivinar sus pensamientos. Pero sola, podía descansar y nada de eso tenía importancia. Maxim estaba en Londres. ¡Qué fantástico era estar sola de nuevo! No, no, eso no es lo que quería decir. Hubiera sido una traición, una maldad. No quería decir eso. Maxim era mi mundo, mi vida.

Me levanté de encima de las campánulas, llamé enérgicamente a Jasper y juntos nos pusimos en marcha hacia la playa, atravesando el Valle Feliz. La marea estaba baja, y el mar estaba distante y en calma. Allí, en medio de la bahía, parecía un gran lago tranquilo. No me lo podía imaginar encrespado, como tampoco podía imaginarme, durante el verano, lo que era el invierno. No soplaba ni una ligera brisa, y el sol brillaba sobre las aguas cuando con humilde ruido llegaban hasta las pozas formadas en las rocas. Jasper, sin dudarlo, comenzó a trepar por éstas, volviéndose algunas veces para mirarme.

Se le había vuelto una oreja, lo que le daba un aspecto picaresco.

—¡No vayas por ahí, Jasper! ¡¡No!!

Naturalmente, no me hizo caso. Se alejó, desobediente, dando grandes saltos.

—¡Qué lata de perro! —dije, en voz alta, y comencé a trepar tras él, por las rocas, haciéndome creer a mí misma que no quería ir a la otra playa—. ¡Vaya! ¡No hay más remedio! Después de todo, como no viene Maxim… A mí, ¿qué más me da?

Continué, canturreando, chapoteando en las pozas. La otra caleta parecía distinta en la bajamar. Menos imponente. Sólo habría un metro de agua en el diminuto fondeadero. Calculé que cuando la marea estuviese baja del todo, un balandro tendría allí justo el agua necesaria para flotar sin obstáculos. Allí estaba la boya, pintada de blanco y verde, lo que no había notado la otra vez. Puede que, como llovía, los colores no se notaran. La playa estaba desierta. Fui pisando las guijas hasta el otro lado de la caleta y subí al pequeño malecón. Jasper corría delante, como si estuviera acostumbrado a aquel camino. En un lugar del pequeño muelle había una anilla en el muro y una escalera de hierro que bajaba hasta el mar. Ahí debían de tener amarrado el bote, y la escalera era para bajar hasta él, pensé. Justo enfrente, como a unos treinta pies, estaba la boya. Tenía algo escrito. Ladeé la cabeza para leerlo: Je reviens. ¡Qué nombre más raro! No parecía nombre de balandro. Puede que antes fuera un barquito francés, un barquito de pesca, probablemente. Los barcos de pesca tenían nombres así: Feliz retorno, Aquí estoy, nombres de esos. Je reviens, «Vuelvo». Después de todo, no estaba mal el nombre para un barquito. Aunque no le sentaba bien a uno que ya no volvería nunca.

Debía de hacer frío allí en medio de la bahía, pasado el faro del promontorio. Estaba el mar en calma, pero aun así, aun en días tan tranquilos, más allá del promontorio se veía la blanca espuma de las aguas, que ya empezaban a notar el empuje de la marea. Al salir de la protegida bahía y doblar el cabo, un barquito que recibiera la bofetada del viento se inclinaría… Puede que las olas salpicasen hasta la cubierta, escurriéndose, mojándolo todo. Quien fuera al timón se enjugaría los ojos y se sacudiría el pelo mojado, mirando el mástil crujiente. ¿De qué color habría estado pintado el botecillo? Seguramente blanco y verde, como la boya. «No era muy grande —me había dicho Frank—; tenía un camarote pequeñito».

Jasper estaba resoplando, oliendo la escala de hierro.

—Ven —le dije—; no quiero caerme detrás de ti.

Volví a la playa por el malecón. La casita a la orilla del bosque no tenía un aspecto tan misterioso y amedrentador como la primera vez que la vi. Era el sol, que lo cambiaba todo. Hoy tampoco golpeaba la lluvia sobre el tejado. Fui acercándome, despacito, por la playa. Después de todo, no era más que una casita donde no vivía nadie. No había por qué asustarse. No había ningún motivo en absoluto. Cualquier casa tiene un aspecto húmedo y siniestro cuando no ha sido habitada durante algún tiempo. Hasta los sitios nuevos. Además…, ¿no se habían celebrado allí hasta cenas a la luz de la luna? Los invitados que venían a pasar el sábado y el domingo, bajaban allí probablemente para bañarse, y luego saldrían a dar un paseo en el barquito o balandro. Me quedé mirando el jardincito, abandonado, invadido de ortigas. Tendría que cuidarlo alguien, uno de los jardineros. No hacía falta dejarlo en aquel estado. Empujé la verja, y fui hasta la puerta de la casita. No estaba cerrada del todo. Yo estaba segura de haberla cerrado bien la última vez. Jasper empezó a gruñir, olfateando y dando resoplidos, con el hocico pegado a la rendija de la puerta.

—¡No! ¡Jasper! ¡Calla!

Continuó resoplando ruidosamente, con el hocico metido en la hendidura. Empujé la puerta y miré dentro. Estaba muy oscuro. Como la otra vez. Nada había cambiado. Allí estaban las telarañas colgando de las jarcias de los barquitos. Pero la puerta del otro cuartito estaba abierta. Jasper volvió a gruñir, y se oyó el ruido de una cosa que caía. Ladró entonces furioso, y escabulléndose por entre mis piernas entró en la casa y se fue como una flecha hacia la puerta abierta. Le seguí latiéndome el corazón, pero luego me quedé parada en medio del cuarto.

—¡Jasper! ¡Ven ahora mismo!

Estaba a la puerta del cuartito, ladrando furioso, casi locamente. Allí dentro había algo… alguien. No era una rata, pues contra una rata se hubiera echado sin dudarlo.

—¡Ven aquí! ¡Jasper!

Pero no hizo caso. Fui hasta la puerta del cuartito, muy despacio.

—¿Hay alguien aquí dentro? —dije.

No contestó nadie. Me incliné y agarré el collar de Jasper, mirando luego con precaución, asomando la cabeza. Allá, en una esquina, apoyado contra la pared, había alguien sentado. Alguien que, a juzgar por su postura encogida, estaba todavía más asustado que yo. Era Ben, y estaba tratando de esconderse detrás de unas velas.

—¿Qué pasa, Ben? ¿Quieres algo? —le pregunté.

Abrió y cerró los ojos estúpidamente y miró, con la boca entreabierta.

—Yo no he hecho nada —dijo.

—¡Calla ya! —dije, regañando a Jasper.

Le tapé el hocico con la mano, y luego, quitándome el cinturón, se lo pasé por el collar a guisa de cadena.

—¿Qué quieres Ben? —pregunté, sintiéndome ahora ya algo más valiente.

No me respondió. Solamente me miraba con sus ladinos ojos de idiota.

—Más vale que salgas —le dije—. Al señor de Winter no le gusta que ande gente entrando y saliendo por aquí.

Se puso en pie, tambaleándose, sonriendo estúpidamente, y se limpió la nariz con el dorso de la mano. La otra la conservaba en la espalda.

—¿Qué tienes ahí, Ben?

Me obedeció como un chiquillo y me mostró la otra mano. Tenía un trozo de cuerda de la usada en las cañas de pescar.

—Yo no he hecho nada —repitió.

—¿Has cogido algo de aquí? —le pregunté.

—¿Eh?

—Mira, Ben —le dije—. Si quieres te puedes llevar esa cuerda, pero no debes volverlo a hacer. No debes coger lo que no es tuyo.

No dijo nada. Abría y cerraba los ojos, retorciéndose inquieto.

—Vamos, ven —le dije con firmeza.

Salió al cuarto grande y me siguió. Jasper ya había cesado de ladrar y ahora estaba oliéndole los talones a Ben. No quería estarme más tiempo en la casita y salí rápidamente, buscando la luz del sol. Ben me siguió arrastrando los pies. Entonces cerré la puerta.

—Mejor será que te vayas a tu casa —le dije a Ben.

Apretaba el pedazo de cuerda contra su corazón, como si fuese un tesoro.

—Usted no me mandará al asilo, ¿verdad?

Vi que el miedo le sacudía todo el cuerpo. Le temblaban las manos y tenía los ojos suplicantes, como los de un animal, fijos sobre los míos.

—Claro que no —le contesté con dulzura.

—Yo no he hecho nada —repitió—. Nunca se lo he contado a nadie. ¡No quiero ir al asilo!

Rodó una lágrima por la sucia mejilla.

—No te apures, Ben —le dije—. Nadie te va a mandar al asilo. Pero no debes volver a entrar en la casa.

Eché a andar, pero me siguió, tratando de cogerme una mano.

—Mire —me dijo—, tengo una cosa para usted.

Sonrió neciamente; me hizo señas de que le siguiera, y fue hacia la playa. Le seguí, y al poco trecho se inclinó y levantó una piedra plana, junto a una roca. Debajo había un montoncito de conchas. Escogió una y me la ofreció.

—Ésta es para usted —me dijo.

—Muchas gracias, Ben; es preciosa —le dije.

Sonrió otra vez, restregándose una oreja, ya olvidado el miedo.

—Tiene usted ojos de ángel.

Volví a mirar la concha, bastante sorprendida, sin saber qué decir.

—Usted no es como la otra —dijo.

—¿Qué quieres decir? ¿Quién es la otra?

Movió la cabeza de un lado para el otro, y volvieron los ojos a mirarme furtivamente. Se puso un dedo contra un lado de la nariz, y dijo:

—Era alta. Era morena. Parecía una culebra. Yo la he visto. Con estos ojos la he visto. Por las noches, venía por las noches. Yo la he visto.

Hizo una pausa, mirándome fijamente. Calló. Luego siguió:

—¡Una vez la pesqué! ¡Cómo se puso! Se volvió contra mí. «¿No sabes quién soy?». Eso me dijo, y también: «Tú no me has visto aquí nunca, ¿sabes? Nunca. Si te cojo otra vez mirando por la ventana, te meto en el asilo. Eso no te gustaría, ¿verdad? En el asilo pegan», me dijo. Y yo, entonces, fui y le dije: «Yo no contaré nada, señorita». Y me toqué así la gorra, de esta manera.

Se tocó el sombrero de hule y luego preguntó ávidamente:

—Ya no está, ¿verdad?

—No sé de qué estás hablando, Ben —le dije muy despacio—. Nadie te va a mandar al asilo. Buenas tardes, Ben.

Me alejé por la playa hacia el sendero, tirando de Jasper por el cinturón. ¡Pobre diablo! Claro que estaba chiflado. No sabía de qué hablaba. Era poco probable que nadie le hubiera amenazado con el asilo. Tanto Maxim como Frank me habían dicho que era inofensivo. Seguramente los de su familia habían estado hablando de él y lo escuchó. El recuerdo de aquella conversación habría quedado impreso en su memoria, como en la de un niño una estampa fea. Probablemente tenía la inteligencia de un niño y sentiría simpatías y antipatías repentinas. Un día le gustaba alguien sin motivo alguno y estaría amable, y al otro, hosco. Conmigo se mostró simpático porque le dije que podía quedarse con la cuerda para anzuelos. Al día siguiente, si me veía, quizá ni me conociera. Era absurdo hacer caso de las palabras de un idiota. Volví la cabeza, sin dejar de andar, y miré hacia la caleta. La marea había empezado a subir y el agua se arremolinaba, poco a poco, alrededor del muro saliente que formaba el malecón. Ben había desaparecido entre las rocas. La playa estaba desierta de nuevo. A través de un claro, entre los árboles sombríos, vi un momento la chimenea de la casita. Y entonces se apoderó de mí un deseo repentino de echar a correr. Comencé a tirar de Jasper y subí anhelante por el sendero en cuesta, atravesando el bosque, sin volverme a mirar hacia atrás. Si me hubiesen ofrecido todos los tesoros del mundo, no hubiera podido deshacer el camino y bajar de nuevo a la casita de la playa. Me parecía que allá abajo esperaba alguien, en el jardincito donde crecían ortigas. Alguien que vigilaba y escuchaba.

Jasper ladraba, corriendo a mi lado. Se creía que era un juego nuevo. Mientras corríamos, trataba de morder y sacudir el cinturón que le ataba. No había notado yo lo juntos que allí crecían los árboles, ni sus raíces, que se extendían a través del sendero como zarcillos trepadores para hacernos caer. Corría y corría, respirando a duras penas, y a la vez pensaba: «Esto debería limpiarse. Maxim debía mandar unos hombres aquí para que empezaran enseguida. Esta maleza no tiene sentido ni es bonita». Aquella hilera de setos habría que talarla para dar un poco más de claridad al sendero. Ahora estaba oscuro, demasiado sombrío. Un desnudo eucalipto, medio asfixiado por las zarzas, parecía un esqueleto blanco y descolorido. Corría junto a él un arroyo negro y terroso, de curso entorpecido por el cieno de muchos años de lluvia, que se deslizaba silencioso hacia la playa, allá abajo. Aquí no cantaban los pajarillos, como en el valle. Era un silencio distinto. Corría y corría, falta de resuello, siempre subiendo por el sendero, y oía el rumor del mar, al adelantarse la marea arrastrándose por la playa, entrando en la caleta. Comprendía por qué a Maxim no le gustaban ni la caleta ni el sendero. Igual me ocurría a mí. Había sido una tontería venir por aquel camino. Me debía haber quedado en la otra playa, sobre las guijas blancas, para volver por el Valle Feliz.

Mucho me alegré de salir, al fin, a los macizos de césped, y ver la casa allá, en la hondonada, sólida y segura. Había salido de la espesura. Le diría a Robert que me sirviera el té bajo el castaño. Miré el reloj. Era más temprano de lo que creía; ni siquiera eran las cuatro. Tendría que esperar un rato. En Manderley no era costumbre tomar el té antes de la media. Me alegré de que no estuviera Frith. Robert no complicaba tanto el ceremonial para servir el té en el jardín. Cuando cruzaba por el césped para llegar a la terraza, me llamó la atención un rayo de sol reflejándose en algo metálico que se veía a través del verdor de los rododendros, en la revuelta del camino. Parecía el radiador de un automóvil. ¿Sería alguna visita? Pero hubieran llegado en el coche hasta la puerta, en vez de dejarlo allí oculto en el recodo, junto al seto. Me acerqué más. Sí, en efecto, era un automóvil. Ahora ya podía ver las aletas y el capó. ¡Qué cosa más rara! Las visitas no solían hacer eso. Y los de las tiendas iban por la parte trasera de la casa, pasando por las antiguas cuadras y el garaje. No era el Morris de Frank. Ese coche lo conocía yo de sobra. Éste era largo, bajo, un coche deportivo. Me quedé pensando lo que debía hacer. Si fuera una visita, Robert la habría llevado al salón o a la biblioteca. Desde el salón me verían al cruzar las praderas de césped. Y yo no quería presentarme a una visita vestida como iba. Tendría que invitarlos a tomar el té. Me quedé dudando donde empezaba el césped. No sé por qué, acaso porque el sol hiciera brillar algún cristal, alcé la cabeza y miré hacia la parte superior de la casa cuando noté, sorprendida, que alguien había abierto una de las ventanas del ala de poniente. Vi un bulto en la ventana. Un hombre. Debió de verme él también, pues se retiró apresuradamente, y alguien sacó un brazo y cerró la persiana.

Era el brazo de la señora Danvers. Reconocí la manga negra. Creí un momento que sería día de visita para el público y estaría ella enseñando la casa. Pero no, no podía ser, pues eso lo hacía siempre Frith, y Frith había salido. Además, las habitaciones de poniente no se abrían nunca al público; ni siquiera yo las había visto aún. No, no era día de visita. Nunca había turistas los martes. Puede que fuera alguien llamado para reparar algo en una de las habitaciones. Pero no dejaba de ser raro que aquel hombre, en cuanto me vio, se metiera dentro a toda prisa, y que luego cerraran la ventana. ¿Y el coche que habían dejado detrás de los rododendros, para que no se pudiera ver desde la casa? Bueno, allá la señora Danvers. Yo no tenía nada que ver con aquello. Si ella tenía amigos a quienes enseñaba el ala de poniente, no era asunto de mi incumbencia. Pero… no sabía que hubiera ocurrido antes. No dejaba de ser una casualidad que fuese el único día que Maxim no estaba en casa.

Crucé el césped, algo intranquila, pensando que quizá me estuvieran mirando desde detrás de las persianas.

Subí la escalinata y pasé al vestíbulo por la gran puerta principal. No había rastro de sombrero o bastón desconocidos; ninguna tarjeta en la bandeja. Estaba claro que no se trataba de una visita para nosotros. Por tanto, no era asunto mío. Entré en el cuarto de las flores, y me lavé las manos, para ahorrarme el tener que ir hasta el mío. Hubiera sido violento encontrármelos frente a frente en la escalera o en otro sitio cualquiera. Me acordé de que había dejado las cosas de hacer punto en el gabinete, antes de comer, y fui hacia allá por el salón, con el fiel Jasper pisándome los talones. La puerta del gabinete estaba abierta. Y noté que habían cambiado de sitio mi bolsa de labor. Yo la dejé sobre el sofá, y alguien la había cogido y metido detrás de un almohadón. En el lugar donde estuvo mi bolsa se veía el hoyo dejado por una persona al sentarse sobre los almohadones del sofá. Hacía muy poco que alguien había estado sentado allí y había quitado mi bolsa, porque le estorbaba. También habían movido la silla del escritorio. Por lo visto, cuando Maxim y yo no andábamos por allí, la señora Danvers recibía a sus amistades en el gabinete. Hubiera preferido no saberlo, y el descubrimiento me molestó.

Jasper estaba oliendo el sofá y moviendo el rabo. Por lo menos, él no sospechaba del visitante. Cogí mi bolsa de labor y salí del cuarto. En el mismo momento, la puerta del salón que daba al corredor enlosado y las dependencias traseras de la casa se abrió, y oí unas voces. Volví como una flecha al gabinete, justo a tiempo de que no me descubrieran. Allí me quedé, detrás de la puerta, haciendo un gesto a Jasper, que se había quedado al acecho, con la lengua colgando y moviendo el rabo. El demonio del perro iba a descubrirme. Me quedé muy quieta, casi sin respirar.

Entonces oí la voz de la señora Danvers, que decía:

—Debe de haber entrado en la biblioteca. Ha vuelto temprano por algún motivo. Si está en la biblioteca, puede usted salir por el vestíbulo sin que le vea. Espere aquí mientras voy a ver.

Estaban hablando de mí. Aumentó mi incomodidad más que nunca. Todo aquello era demasiado misterioso. Y yo no quería coger a la señora Danvers haciendo algo que no estuviera bien. En aquel mismo momento, Jasper volvió la cabeza rápidamente hacia el salón, y salió moviendo el rabo.

—¡Hola, chuchillo! —oí que decía la voz de un hombre.

Jasper comenzó a ladrar de alegría. Busqué con la mirada un lugar donde esconderme. No había sitio alguno. Se fueron acercando las pisadas, y el hombre entró en el gabinete. Al principio, no me vio, porque estaba yo detrás de la puerta; pero Jasper se lanzó sobre mí ladrando de contento.

Giró rápidamente el hombre sobre los talones y me vio. Nunca he visto a nadie quedarse más sorprendido. Hubiera yo podido ser un ladrón y él el amo de la casa.

—Usted perdone… —me dijo, examinándome de pies a cabeza con curiosidad.

Era grande, recio, bien parecido, llamativo en cierto modo, con aquella cara tostada por el sol. Los ojos encendidos, de color azul, hacían pensar en alguien que bebiera con exceso y llevara una vida desordenada. El pelo era rojizo, como la cara. En pocos años engordaría y el cogote le haría un pliegue por encima del cuello duro de la camisa. Le delataba la boca, demasiado carnosa, demasiado roja. Su aliento, impregnado de olor a whisky, me llegaba a través de la distancia, que nos separaba. Comenzó a sonreír. Era una sonrisa que dedicaría a toda mujer.

—Sentiría haberla asustado —dijo.

Salí de detrás de la puerta, sin poder disimular la gran turbación que sentía por mi conducta grotesca.

—No, no…; oí voces…, no sabía quién era. No esperaba hoy ninguna visita.

—No hay derecho —dijo, con énfasis— que venga yo a estropear su tranquilidad. Espero que me perdonará. La verdad es que he venido a charlar un rato con la buena de Danny. Somos viejos amigos.

—Sí, sí, ¡claro! ¡Lo comprendo!

—La pobre Danny —dijo— nunca quiere molestar a nadie. ¡Dios la bendiga! Tampoco quería molestarla a usted.

—No, no, si no importa.

Y me quedé observando a Jasper, que aún daba saltos de gozo y echaba las patas al desconocido.

—¡No me ha olvidado este diablillo! —dijo—. Se ha puesto muy guapo. La última vez que lo vi era un cachorro. Pero está demasiado gordo. Necesita hacer más ejercicio.

—Vengo ahora mismo de darle un buen paseo —respondí.

—¿De veras? ¡Bien hecho!

Continuó acariciando la cabeza de Jasper y sonriéndome con demasiada familiaridad. Sacó luego una petaca y me ofreció, diciendo:

—¿Cigarrillo?

—No fumo.

—¿No?

Sacó él uno y lo encendió.

Nunca me he fijado en esas cosas, pero me extrañó que lo hiciera en mi cuarto. ¿No era eso de mala educación? Era una falta de consideración hacia mí.

—¿Qué tal Max? —dijo.

Me sorprendió el tono. Lo dijo como si lo conociera muy bien. Me resultaba raro oír llamar Max a Maxim. Nadie lo hacía.

—Está muy bien, gracias —respondí—. Se ha ido a Londres.

—¿Y dejó solita a la esposa? ¡Ay, ay, ay! Eso no está nada bien. ¿No teme que venga alguien a raptarla?

Se rió, abriendo mucho la boca. No me gustó aquella risa. Tenía un no sé qué ofensivo. Ni me gustaba él tampoco. En aquel momento entró la señora Danvers en el cuarto. Fijó los ojos sobre mí y me quedé fría. ¡Dios mío! ¡Cómo debía de odiarme!

—¡Hola, Danny! Aquí nos tienes —dijo el hombre—. Todas tus precauciones han sido inútiles La señora de la casa estaba escondida detrás de la puerta —y volvió a reír. La señora Danvers no dijo nada—. Bueno, pero ¿es que no me vas a presentar? Creo que lo corriente es presentar los respetos a la recién casada.

—Señora —dijo la señora Danvers—. Permítame. El señor Favell.

Habló en voz baja, de mala gana. Creo que no quería presentarnos.

—Mucho gusto —le dije, y luego, haciendo un esfuerzo para mostrarme cortés, añadí—. ¿No quiere usted quedarse a tomar el té?

La idea pareció divertirle. Se volvió hacia la señora Danvers y dijo:

—¡A ver! ¿No es ésa una invitación encantadora? ¡Me han convidado a tomar el té! ¿Sabes, Danny, que estaba por aceptar?

La vi hacer un gesto disuadiéndole. Yo no estaba nada tranquila. La situación, toda ella, era de lo más incomoda. No debería haber ocurrido.

—Puede que tengas razón —dijo él—; pero hubiera sido divertido. Y ahora, más vale que me vaya marchando, ¿no? Venga a ver mi coche —me hablaba con una confianza insultante. Yo no quería ir a ver el automóvil. No sabía qué hacer ni qué decir—. Venga, es un coche que es algo serio. Anda mucho más que todos los cacharros que ha tenido el pobre Max.

No se me ocurría ninguna excusa. Todo aquello era tan embarazoso y forzado. No me gustaba. Y la señora Danvers, ¿por qué estaba allí, mirándome con aquellos ojos amenazadores?

—¿Dónde tiene usted el coche? —pregunté con voz desmayada.

—A la vuelta del camino. No lo traje hasta la puerta por miedo de molestarla. Supuse que acaso tuviera usted la costumbre de echar una siestecita.

No dije nada. La mentira era demasiado evidente. Salimos todos al vestíbulo. Vi que él volvía la cabeza y guiñaba un ojo a la señora Danvers. Ella no le devolvió el gesto. Ni yo lo esperaba. Tenía la expresión dura y severa. Jasper salió dando saltos al camino, encantado con la llegada del visitante, a quien parecía conocer tan bien.

—Creo que dejé la gorra en el coche —e hizo como si la buscara con la mirada en el vestíbulo—. La verdad es que no entré por aquí. Fui por la parte de atrás y sorprendí a Danny en su propia madriguera. ¿Vienes tú también a ver el coche?

Miró a la señora Danvers como preguntándole. Ella dudó unos instantes, mirándome de reojo.

—No —respondió—, me parece que no. Adiós, señorito Jack.

Le tomó él la mano y se la apretó efusivamente.

—Adiós, Danny; cuídate. Ya sabes dónde me puedes encontrar. No sabes lo que me ha gustado volver a verte.

Salió al camino con Jasper correteando tras él, y yo los seguí lentamente, todavía sintiéndome muy incómoda.

—¡Vaya con Manderley! —dijo, mirando hacia las ventanas—. No ha cambiado mucho. Supongo que Danny tiene buen cuidado de eso. ¡Qué mujer más extraordinaria!

—Sí, es muy útil —dije.

—Bueno, y a usted, ¿qué le parece todo esto? ¿Le gusta estar encerrada aquí?

—Me gusta mucho Manderley —respondí secamente.

—¿No estaba usted viviendo en el sur de Francia cuando la conoció Max? ¿No era Montecarlo? Yo conozco aquello muy bien…

—Sí, estaba en Montecarlo.

Habíamos llegado al coche. Era verde, deportivo, típico de su dueño.

—¿Qué? ¿Qué le parece?

—Muy bonito —dije cortésmente.

—¿Quiere venir a dar un paseíto hasta la verja? —dijo.

—No, estoy algo cansada.

—Cree usted que no estaría bien que vieran a la señora de Manderley en coche con alguien como yo, ¿no es eso? —dijo, moviendo la cabeza y soltando una carcajada.

—No, no —dije, enrojeciendo—; de veras que no es eso.

Continuó mirándome de arriba abajo, sonriendo con sus ojos azules y una expresión de desagradable familiaridad. Me sentí como si fuera una camarera.

—Bueno, bueno; no tenemos que pervertir a la recién casada, ¿verdad, Jasper? No estaría bien —cogió la gorra y un par de guantes enormes de conducir. Tiró el cigarrillo al camino—. Adiós —dijo, ofreciéndome la mano—. Nuestro encuentro lo recordaré como inesperado y divertido.

—Adiós —dije.

—¡Ah! ¡Por cierto! —dijo al desgaire—. Sea usted una buena muchacha, sea generosa, y no diga nada a Maxim acerca de mi visita. No sé por qué, pero no tiene una opinión demasiado buena acerca de mí, y si se entera podría acarrear un disgusto a Danny y la pobre no tiene ninguna culpa.

—No —dije, toda cortada—. No diré nada.

—¡Así me gustan las muchachas simpáticas! ¿Seguro que no ha cambiado de parecer y que no quiere venir a dar un paseo?

—No; si le es igual, prefiero quedarme.

—Entonces, ¡abur! Puede que un día venga a hacerles una visita. ¡Tú! ¡Jasper! ¡Baja de ahí, que me vas a arañar toda la pintura! Bueno, me parece una vergüenza eso de que Max se haya marchado a Londres y la haya dejado solita.

—A mí no me importa. Me gusta estar sola.

—¡No me diga! ¡Ésa sí que es buena! Pues no está bien que le guste. No es natural. ¿Cuánto lleva de casada? Tres meses, ¿no?

—Por ahí.

—¡Caramba! ¡Con lo que me gustaría a mí que me estuviera esperando en casa una mujercita que llevase casada tres meses! Yo soy un pobre soltero, solitario —volvió a reír y se encasquetó la gorra hasta los ojos—. ¡A pasarlo bien! —dijo, poniendo en marcha el motor.

Arrancó el coche como una bala, camino abajo, entre las furiosas explosiones del escape. Jasper se quedó mirando, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.

—¡Vamos, Jasper! —le llamé—. ¡No te quedes ahí como un tonto!

Volví lentamente hacia la casa. La señora Danvers había desaparecido. Entré en el vestíbulo e hice sonar el timbre. Pasaron cinco minutos sin que acudiese nadie. Volví a llamar. Al cabo de un rato se presentó Alice, con un gesto de desagrado.

—¿Llamaba la señora?

—Alice, ¿no está Robert por ahí? Quería tomar el té debajo del castaño.

—Robert ha ido al correo esta tarde, señora, y aún no ha vuelto. La señora Danvers le dio a entender que la señora no volvería hasta más tarde. Frith también ha salido. Si la señora desea el té ahora, yo lo traeré. Creo que todavía no han dado las cuatro y media.

—No, déjelo, Alice. Esperaré a que venga Robert.

Supuse que cuando Maxim se ausentaba se relajaba la disciplina automáticamente. Aunque puede que no. A Frith le tocaba salir. La señora Danvers había mandado a Robert al correo. Se suponía que yo había salido para dar un paseo largo… ¡Qué bien había elegido el tal Favell la hora para ver a la señora Danvers! Casi, casi, demasiado bien. Había algo chocante en todo aquello; de esto estaba segura. Además, me había pedido que no dijese nada a Maxim. Todo era muy extraño. Yo no quería buscarle disgustos a la señora Danvers, ni tener una escena con ella. Y, sobre todo, no quería molestar a Maxim.

¿Quién sería aquel Favell? Había llamado «Max» a Maxim. Nadie le llama «Max». Yo lo vi escrito una vez, en la portada de cierto libro, con unas letras finas y sesgadas, extraordinariamente picudas. La letra «M» era marcada y alta. Creía que sólo una persona le había llamado Max…

Estaba en el vestíbulo, sin saber qué decidir acerca del té, cuando de pronto se me ocurrió si la señora Danvers no sería tan honrada como creíamos; si estaría intrigando a espaldas de Maxim, y si mi inopinada llegada me había hecho descubrirla con su cómplice, quien simulando conocer bien la casa y a Maxim, había logrado escapar. ¿Qué habrían estado haciendo en el ala de poniente? ¿Por qué cerraron tan deprisa la ventana cuando me vieron llegar por el jardín? Se apoderó de mí una vaga inquietud. Frith y Robert habían salido; las criadas estaban generalmente en sus cuartos, por la tarde, cambiándose; así que la señora Danvers podía andar a su gusto por toda la casa. ¿Y si aquel hombre resultase ser un ladrón y que pagase a la señora Danvers? El ala de poniente encerraba cosas de gran valor. Sentí de súbito el aterrador impulso de subir sigilosamente a aquellas habitaciones, entrar en ellas y ver por mí misma cómo andaban las cosas.

Aún no había vuelto Robert. Dispondría justo del tiempo necesario para subir antes de tomar el té. Vacilé unos instantes, mirando hacia la galería. La casa parecía sosegada y tranquila. Las criadas estaban todas en sus cuartos, al otro lado de las cocinas. Jasper bebía ruidosamente en su cacharro bajo las escaleras, despertando el eco del vestíbulo. Comencé a subir los escalones. El corazón me latía, descompuesto, excitado…