NO veía mucho a la señora Danvers, siempre dedicada a sus quehaceres. Continuaba llevando la casa, me telefoneaba a diario al gabinete, y me mandaba, sin falta, los menús para que los aprobara. Pero a eso se reducían nuestras relaciones.
Ella había contratado para mi servicio particular a una doncella, Clarice de nombre, hija de alguien de la finca, una muchacha agradable, bien educada, que, afortunadamente, no había servido antes y no tenía, por ello, ideas alarmantes acerca de lo que estaba bien y mal. Creo que de toda la casa era la única que me respetaba verdaderamente. Para ella yo era «la señora». Las posibles críticas de los demás criados no la afectaban. Había estado alejada de Manderley algún tiempo, pues la había educado una tía suya, que vivía a veinticinco kilómetros de distancia, y en cierto modo era tan nueva en Manderley como yo. Con ella me encontraba a gusto. No me importaba decirle:
—Clarice, ¿quieres hacer el favor de coserme esta media?
La otra, Alice, la criada, era mucho más exigente. Yo prefería sacar a escondidas mis combinaciones y camisones del cajón donde los guardaba, y coserlos yo misma, que dárselos a ella para que lo hiciese. Una vez la vi con una de mis combinaciones sobre el brazo examinando la sencilla tela y el humilde borde de puntilla. Nunca olvidaré su cara. Estaba casi escandalizada, como si aquella pobreza fuera un insulto a su orgullo. Nunca se me había ocurrido ponerme a pensar en mi ropa interior. Mientras estuviera limpia y bien arreglada creía que la calidad de telas y encajes no tenía importancia. Las novias, al casarse, a juzgar por lo que yo había leído, se compraban complicados juegos, con docenas y más docenas de cada cosa, pero yo no había ni pensado en ello. La cara de Alice me sirvió de lección. Escribí a toda prisa a una tienda de Londres pidiendo un catálogo de ropa interior. Para cuando acabé de elegir, Alice ya no estaba a mi servicio, por haberla sustituido Clarice. Me pareció que no valía la pena comprar ropa nueva en honor de Clarice; metí los catálogos en un cajón y nunca llegué a escribir a la tienda.
Pensé algunas veces si Alice se lo había dicho a los demás, y si se comentaría mi ropa interior entre las criadas como asunto algo delicado del que se hablaría a media voz cuando no hubiera hombres escuchando. Porque Alice era persona demasiado seria para hablar del asunto en broma. Jamás podría ella aludir a tal cosa jocosamente durante una conversación con Frith.
No, mi ropa interior era un asunto demasiado serio. Algo así como un caso de divorcio, cuya vista se celebra a puerta cerrada… En cualquier caso me alegró la sustitución. Clarice no sabía distinguir un encaje legítimo de su imitación. Fue un gesto amable de la señora Danvers contratarla. Supongo que pensaría que éramos tal para cual. Ahora que ya sabía los verdaderos motivos de la enemistad de la señora Danvers, la situación se me hacía más llevadera. Sabía que no me tenía un odio personal, sino que le dolía lo que yo representaba. Su actitud hubiera sido idéntica hacia cualquier otra que ocupase el lugar de Rebeca. Al menos, así deduje de lo que Beatrice me había dicho el día que vino a comer.
—¿No lo sabías? —dijo—. Adoraba a Rebeca.
Esas palabras, en un principio, me habían sorprendido. No sé por qué, pero no las esperaba. Pero cuando pensé en ellas, comencé a perder el miedo a la señora Danvers. Empecé a sentir lástima de ella. Me imaginaba lo que debía sufrir. Le dolería cada vez que me oyese llamar «la señora de Winter». Cuando a diario me llamaba por teléfono estaría pensando en otra voz al oírme contestar: «Dígame señora Danvers». Cuando recorriera las habitaciones y encontrase algo que indicase mi paso por allí, acaso una boina sobre una silla, una bolsa con mis cosas de hacer punto, pensaría en otra persona que antes había hecho lo mismo que yo. Yo, que ni siquiera había conocido a Rebeca. La señora Danvers, por el contrario, conocía hasta su voz y sus pasos. La señora Danvers sabía de qué color tenía los ojos, cómo sonreía, qué clase de pelo tenía. Yo no sabía ninguna de esas cosas. Nunca había preguntado acerca de ellas, aunque algunas veces, sentía que Rebeca era para mí algo tan real como para la señora Danvers.
Frank me había dicho que olvidase lo pasado, y yo quería hacerlo. Pero Frank no tenía que sentarse a diario en el gabinete, como yo, ni tocar aquella pluma que ella había tenido en la mano. Frank no necesitaba estar allí, con las manos sobre la carpeta, mirando los rótulos que ella había escrito en el casillero. No tenía que mirar los candelabros que había en la repisa de la chimenea, el reloj, el florero lleno de flores, los cuadros de las paredes, y recordar, a diario, que eran de Rebeca, que ella los había escogido, que no me pertenecían. Frank no tenía que sentarse a la mesa en el lugar que ella había ocupado, coger el cuchillo y el tenedor que ella había cogido, beber de su vaso. Ni se echaba Frank sobre los hombros el impermeable que había sido de ella, ni se encontraba luego su pañuelo en el bolsillo. Ni notaba él todos los días, como yo, las miradas cegatas de la perra desde su cesto, en la biblioteca, ni la veía levantar la cabeza al escuchar mis pasos de mujer, husmear el aire y dejar luego caer la cabeza porque yo no era la que esperaba.
Pequeñas cosas sin importancia, tonterías en realidad, pero allí estaban para que yo las viera, las oyera, las sintiera. ¡Dios mío! ¡Yo no quería pensar en Rebeca! ¡Yo quería ser feliz! Y hacer feliz a Maxim. Y yo quería que los dos lo fuésemos juntos. En lo más hondo de mi corazón era lo que yo más deseaba. Pero no podía impedir que ella se adentrase en mis pensamientos y se me apareciese en sueños. No podía remediar el sentirme como una invitada en Manderley, caminando por los lugares que ella había pisado, descansando en el mismo sitio que ella lo había hecho, una invitada que espera el regreso de la dueña. Una frase aquí y otra allí, pequeños reproches que se me hacían a todas horas, todos los días.
—Frith —dije una mañana de verano, entrando en la biblioteca con los brazos llenos de lilas—. Frith ¿dónde hay un florero alto para estas flores? Los que hay en el cuarto de las flores son todos demasiado pequeños.
—Para las lilas, señora, siempre se ha usado el jarrón blanco de alabastro que hay en el salón.
—Pero… ¿no se estropeará? ¿No se podría romper?
—La señora siempre usaba el jarrón de alabastro, señora.
—¡Ah! Entonces…
Me trajeron el jarrón de alabastro, ya lleno de agua, y coloqué las perfumadas lilas, arreglé las ramitas, una a una, mientras la habitación se revestía de color malva y de una agradable fragancia, que se mezclaba con el perfume del césped recién cortado que entraba por la ventana abierta.
Y, mientras, pensaba: «Eso ya lo hizo Rebeca. Cogía las lilas como yo estoy haciendo, y las colocaba, rama por rama, en el jarrón blanco. Yo no soy la primera que lo hace. Ese jarrón es de Rebeca, y las lilas, también. Debía de haber salido al jardín, como yo, con aquel sombrero de alas caídas que un día vi en el fondo del armario, en el cuarto de las flores debajo de unos almohadones viejos; cruzaría por el césped hacia las lilas, puede que silbando. Acaso canturreando, llamando a los perros para que la acompañaran, con las tijeras en la mano, con estas mismas que ahora tengo yo».
—Frith, ¿quiere hacer el favor de quitar ese estante de libros de encima de la mesa junto a la ventana? Voy a poner ahí las lilas.
—La señora siempre ponía el jarrón de alabastro en la mesita de detrás del sofá, señora.
—¡Ah! Quizá…
Dudé con el jarrón en la mano. La cara de Frith estaba impasible. Claro que me obedecería si le dijera que yo prefería colocar el jarrón en la mesita de la ventana. Hubiera quitado el estante de libros inmediatamente.
—Bueno —dije—; puede que esté mejor en la mesa grande.
Y allí quedó el jarrón, como siempre, en la mesa que había detrás del sofá.
Beatrice no olvidó su promesa de un regalo de boda. Una mañana llegó un paquete, tan grande que Robert apenas podía con él. Yo estaba sentada en el gabinete y acabando de leer los menús de aquel día. Siempre he sentido un entusiasmo pueril por los paquetes. Corté la cuerda muy excitada y comencé a rasgar el papel. Parecía que eran libros. Sí, lo eran. Cuatro voluminosos tomos: Historia de la pintura. Y dentro del primer tomo una notita que decía: «Espero que esto sea de tu gusto», y firmado: «Con mucho cariño, Beatrice». Me la imaginaba entrando en la tienda de la calle de Wigmore para comprarlos. La veía husmeando por la tienda con sus bruscos modales, algo masculinos.
—A ver. Quiero unos libros para una persona aficionada al arte —diría.
Y el dependiente respondería obsequioso:
—Sí, señora. Tenga la bondad de venir por aquí.
Hojearía los libros, poco segura de su contenido.
—Sí, de precio están bien. Son para un regalo de boda. Quiero que sean bonitos. ¿Y son todos de arte?
—Sí, señora. Ésta es una obra clásica sobre temas de arte —respondería el dependiente.
Entonces, Beatrice debió de escribir aquella nota y, dando un cheque, diría la dirección.
—Señora de Winter, Manderley.
Fue un gran detalle por parte de Beatrice. Había algo de sincero y, al mismo tiempo, de conmovedor, en aquella visita suya a la tienda de Londres para comprarme los libros, porque sabía mi afición a la pintura. Supongo que se imaginaría que un día de lluvia yo me sentaría, hojeando concienzudamente las ilustraciones, y luego, provista de caja de pinturas y papel, quizá me atrevería a copiar una de las láminas. ¡Pobre Beatrice! ¡Qué simpática! Me dieron de pronto unas estúpidas ganas de llorar. Cogí los pesados tomos y me puse a buscar con la mirada un sitio donde colocarlos en el gabinete. No quedaban muy bien en aquel cuartito frágil y delicado. Pero no importaba. Después de todo, ahora era mi gabinete. Los coloqué en fila encima del escritorio. Conservaban difícilmente el equilibrio, apoyados los unos sobre los otros. Retrocedí para ver qué tal quedaban. Puede que me moviera demasiado bruscamente, el caso es que el último cayó, y los demás con él, tirando un cupido de porcelana que, a excepción de los candelabros, era lo único que había sobre el escritorio. Cayó al suelo, dando contra el cesto de los papeles, y se hizo añicos. Miré rápidamente hacia la puerta, como un niño que ha cometido una diablura. Me arrodillé en el suelo y recogí los pedacitos. Busqué un sobre y los metí dentro. Luego lo escondí todo en el fondo de uno de los cajones del escritorio. Llevé entonces los libros a la biblioteca y les hice sitio en la librería.
Cuando enseñé, orgullosa, los libros a Maxim, esté se echó a reír.
—¡Vaya con la buena de Be! —dijo—. Has debido de conquistarla. Ella, por su parte, jamás abre un libro, si lo puede remediar.
—¿Te dijo algo acerca de…, vamos, te dijo lo que yo le había parecido?
—¿El día que vino a comer? No, creo que no.
—Pensé que te habría escrito, o algo.
—Beatrice y yo no nos escribimos, como no ocurra algo importante en la familia. Escribir cartas es una pérdida de tiempo.
Supuse que yo no contaba como «algo importante» en la familia. Y sin embargo, si yo hubiera sido Beatrice y hubiese tenido un hermano que se acabase de casar, ¿no le habría dicho algo, expresado una opinión, escrito unas líneas? A no ser, naturalmente, que la mujer le hubiera caído antipática a una, o le hubiera parecido una persona poco apropiada… Entonces, claro, entonces sería diferente. Pero Beatrice se había molestado en ir a Londres y en comprarme aquellos libros. Si yo no le hubiese gustado no se habría tomado la molestia.
Me acuerdo que el día siguiente, cuando Frith, después de comer, entró en la habitación con el café, esperó unos minutos, quedándose vacilando detrás del sillón de Maxim y, al fin, dijo:
—¿Podría hablar con el señor un momento?
—Sí, Frith, ¿qué pasa? —respondió Maxim, algo sorprendido.
Su cara tenía una expresión rígida, muy seria, los labios apretados. Enseguida pensé que su mujer se había muerto.
—Se trata de Robert, señor. Ha ocurrido un pequeño incidente entre él y la señora Danvers. Robert está muy molesto.
—¡Válgame Dios! —dijo Maxim, haciéndome una mueca.
Yo me incliné para acariciar a Jasper, recurso acostumbrado cuando me encontraba turbada.
—Verá el señor: parece que la señora Danvers ha acusado a Robert de haber… escondido un objeto de valor de los del gabinete. Es parte de las obligaciones de Robert llevar al gabinete las flores nuevas y colocar los floreros. La señora Danvers entró en el gabinete esta mañana una vez colocados los floreros, observó que faltaba uno de los objetos, y asegura que ayer estaba en su sitio. Ahora acusa a Robert de haberlo cogido o de haberlo roto y escondido luego los pedazos. Robert niega ambas cosas con gran energía. Casi ha llegado a llorar, señor. Acaso el señor haya observado que estaba muy nervioso durante la comida.
—Francamente, me extrañó que me ofreciera las chuletas antes de ponerme un plato —murmuró Maxim—. Vaya, hombre, no creí que Robert fuese tan susceptible. Bueno, supongo que lo habrá hecho otro. Puede que alguna de las criadas.
—No, señor; la señora Danvers entró en el gabinete antes que la criada fuese a limpiar. No ha entrado nadie en el gabinete desde que la señora estuvo allí ayer, a no ser Robert, cuando llevó las flores. Es muy desagradable para Robert, y para mí, señor.
—Sí, sí, claro. Bueno, supongo que lo mejor será que le digas a la señora Danvers que venga e intentaremos averiguar lo ocurrido. Y, ¿qué es lo que falta, si se puede saber?
—El cupido de porcelana del escritorio, señor.
—¡Aprieta! Ése es uno de los tesoros de la casa, ¿no? Tenemos que encontrarlo. Dile a la señora Danvers que venga ahora mismo.
—Está bien, señor.
Salió Frith y nos quedamos solos.
—¡Maldita lata! —dijo Maxim—. Ese cupido valía una fortuna. Y con lo que a mí me molestan los jaleos con los criados. No sé por qué me vienen a mí con estas cosas. Estas cosas son de su incumbencia, cariño.
Alcé la cara, roja como la grana.
—Oye —dije—, mira, ¿sabes…?, pensé decírtelo antes, pero se me olvidó. Ayer, cuando estaba en el gabinete… he sido yo la que ha roto el cupido.
—¿Qué lo has roto? Pero…, ¿por qué demonios no lo has dicho cuando estaba aquí Frith?
—No sé. No me atreví, no fuera a pensar que soy una tonta.
—¡Pues ahora te va a creer aún mucho más tonta! Tendrás que explicar lo ocurrido a la señora Danvers y a Frith.
—¡Ay, no! ¡No, Maxim! Díselo tú. Déjame que me vaya arriba.
—No seas tontuela. Cualquiera diría que les tienes miedo.
—Y se lo tengo. Bueno, miedo… no, pero…
Se abrió la puerta y entraron Frith y la señora Danvers.
Miré a Maxim, suplicante. Él se encogió de hombros, medio divertido, medio enojado.
—Todo ha sido un error, señora Danvers. Parece ser que fue la señora quien rompió el cupido ayer y se le olvidó decirlo —dijo Maxim.
Me miraron todos. Era como si hubiera vuelto a la niñez. Notaba aún la cara sonrojada y ardiendo.
—Lo siento mucho —dije, observando a la señora Danvers—. No pensé que podían echar la culpa a Robert.
—¿Se podrá arreglar la porcelana, señora? —dijo la señora Danvers.
El saber que era yo la culpable no pareció sorprenderla. Me miraba con aquella cara pálida y cadavérica y con sus ojos oscuros. Me pareció que ya sabía ella que lo había roto yo, y si le echó la culpa a Robert fue tan sólo por ver si tendría yo valor para confesar.
—Me temo que no. Se hizo añicos —dije.
—¿Qué hiciste con los pedazos? —me preguntó Maxim.
Me sentía como un reo en el banquillo. ¡Qué despreciable, que ruin sonaba el relato de lo que había hecho, aun para mis propios oídos!
—Los metí en un sobre.
—Bueno. Y, ¿qué hiciste con el sobre? —dijo Maxim, encendiendo un cigarrillo con un tono entre divertido e impaciente.
—Lo metí en el fondo de uno de los cajones del escritorio —respondí.
—Parece que la señora pensó que iba usted a meterla en la cárcel, señora Danvers —dijo Maxim—. Busque usted los pedazos y mándelos a Londres. Si no se puede arreglar, ¡qué se le va a hacer! Bueno, Frith, ya puede decir a Robert que se enjugue las lágrimas.
Frith se marchó, pero la señora Danvers se quedó todavía unos momentos.
—Presentaré mis excusas a Robert, naturalmente; pero todos los indicios le acusaban. No se me pudo ocurrir que la señora misma lo hubiese roto. Tal vez me permita la señora rogarle que si ocurre algo parecido otra vez se sirva comunicármelo personalmente y yo me encargaré de todo. Eso nos evitaría molestias a todos.
—¡Claro que sí! —dijo Maxim, perdida la paciencia—. No entiendo por qué no lo dijo ayer mismo. Al entrar usted iba a decírselo.
—Tal vez la señora no sabía el gran valor de la porcelana rota —dijo la señora Danvers, volviéndose hacia mí.
—Sí —dije avergonzada—. Sí, me temí que valiese mucho. Por eso recogí los pedazos con tanto cuidado.
—Y luego…, los escondiste en el fondo de un cajón para que nadie los encontrase —dijo Maxim, riendo y encogiéndose de hombros—. ¿No es eso lo que hubiera hecho una segunda doncella, señora Danvers?
—La segunda doncella de Manderley, señor, se libraría muy bien de tocar ninguna de las cosas del gabinete —respondió la señora Danvers.
—Sí, me figuro que usted no toleraría tal sacrilegio.
—Es una lástima —dijo la señora Danvers—. Creo que ésta es la primera cosa de las del gabinete que se nos rompe. Siempre tenemos mucho cuidado. Yo misma he limpiado el polvo allí desde que…, desde el año pasado. No me he fiado de nadie. En vida de la señora, ella y yo nos encargábamos siempre de limpiar los objetos de valor para que no ocurriera ningún accidente.
—Bueno, ya no tiene remedio —dijo Maxim—. Está bien, señora Danvers.
Salió del cuarto, y yo me senté en el banco de la ventana, mirando hacia fuera. Maxim volvió a coger el periódico. Callamos los dos; pero, pasados unos momentos, dije:
—Perdóname, Maxim, lo siento mucho. Soy una descuidada. No comprendo cómo ocurrió. Estaba colocando esos libros en el escritorio, para ver si podían quedarse allí, y el cupido se cayó.
—Pero ¡mujer! ¡No seas tontita! Olvídalo. ¿Qué importa?
—Sí que importa. Debí tener más cuidado. La señora Danvers debe de estar furiosa conmigo.
—Pero…, ¿por qué demonios tiene ella que ponerse furiosa? ¿Acaso era suya la porcelana?
—No… ¡pero está tan orgullosa de todo! Es terrible pensar que nunca se había roto nada en aquel cuarto. Tuve que ser yo.
—¡Más vale que fueses tú que no el pobre Robert!
—¡Hubiera preferido que fuese Robert! La señora Danvers no me lo perdonará nunca.
—¡Al diablo la señora Danvers! —dijo Maxim—. La señora Danvers no es ningún dios. Francamente, no te entiendo. ¿Qué quieres decir con eso de que le tienes miedo?
—No, no es miedo precisamente. No la veo mucho. No te puedo explicar.
—Haces cosas rarísimas —dijo Maxim—. Debías haber llamado cuando se te rompió el cupido, y haberle dicho: «Tome, señora Danvers, mande arreglar esto». Ella lo hubiera comprendido. Pero no; tuviste que recoger los pedacitos, meterlos en un sobre y luego esconderlos en un cajón. Como te he dicho, eso lo hace una segunda doncella, pero no la señora de la casa.
—Yo soy como una segunda doncella —dije lentamente—. Sé que lo soy en muchas cosas. Por eso me entiendo tan bien con Clarice. Estamos a la misma altura. Y por eso me quiere ella. El otro día fui a ver a su madre. Y, ¿sabes lo que me dijo? Le pregunté si Clarice estaba contenta con nosotros, y me respondió: «Ya lo creo, señorita; Clarice está muy a gusto. Me dijo el otro día: “¿Sabe usted, madre? No es como estar con una señora. Es igual que estar con una como nosotras”». Maxim, ¿sería eso un piropo o no?
—¡Dios sabe! Por lo que yo me acuerdo de la madre de Clarice… más bien lo tomaría como un insulto. Tiene siempre su casita toda desordenada y huele a repollo cocido. Hubo una época en que tenía nueve hijos, y todos menores de once años. Se solía pasar el día trabajando en el jardín, descalza, y con una media en la cabeza. Casi tuvimos que decirle que dejara la casa. Cómo se las arreglaba Clarice para ir siempre tan arreglada y limpia, no lo sé.
—Ha estado viviendo con una tía —dije, algo desanimada—. Y ya sé que mi falda de franela tiene una mancha delante, pero yo nunca me he paseado descalza ni me he puesto una media en la cabeza —¡ahora comprendía por qué a Clarice no le parecía mi ropa interior tan mal como a Alice!—. Por eso —continué—, prefiero ir a ver a la madre de Clarice mejor que a la gente como la mujer del obispo. Ésta no me dijo que yo era como ella.
—Y si te pones esa falda sucia para visitarla, no me extraña.
—¡Claro que no fui a verla con la falda vieja! Llevé un vestido entero. Además, no pienso gran cosa de la gente que juzga a los demás por la ropa.
—No sé; pero me imagino que la mujer del obispo no le da valor a la ropa y los trapos —dijo Maxim—; pero, seguramente, se quedaría sorprendida si estuviste todo el tiempo sentada en el borde de la silla diciendo «sí» y «no», por todo hablar, como gallina en corral ajeno. Y eso es, precisamente, lo que hiciste la única vez que fuimos juntos a devolver una visita.
—Yo no puedo remediarlo si soy tímida.
—Ya lo sé, hija mía, ya lo sé. Pero es que ni siquiera tratas de dominar tu timidez.
—Eso es una injusticia. Lo procuro constantemente, siempre que voy a algún sitio o conozco a alguien. Siempre me estoy esforzando. Tú no puedes comprender. Para ti todo resulta muy fácil, porque estás acostumbrado. Yo no he sido educada en este ambiente.
—¡Bah! No es cuestión de educación, como tú dices. Es más bien un compromiso. No creerás que me divierte a mí ir de visitas. Me aburre horrores. Pero hay que hacerlo, por lo menos en estas tierras.
—No se trata de aburrirse o de divertirse —dije—. El aburrimiento no da miedo. Si solamente me aburriera, poco me importaría. Pero no puedo aguantar que me miren por todos lados, como si fuera una vaca premiada en una exposición.
—¿Quién te mira así?
—Aquí, todo el mundo. Todos.
—Bueno, ¿y qué si lo hacen? Les sirves de entretenimiento.
—Pero ¿y por qué he de servirles yo de diversión y cargar con todas las críticas?
—Porque lo único que interesa a la gente de estos contornos es lo que ocurre en Manderley.
—Pues lo que es a mí, ¡bien poco interesante me encontrarán! —Maxim no respondió y continuó con su periódico—. Bien poco interesante me encontrarán —repetí—. Supongo que por eso te casaste conmigo. Sabías que yo era aburrida, tranquila y sin experiencia y, por lo tanto, la gente mal podría andar contando chismes de mí.
Tiró el periódico al suelo y se levantó del sillón.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Se le oscureció la cara, que tenía una expresión extraña. Su voz sonó ronca; no era su voz.
—No sé…, no sé… —dije, apoyándome contra la ventana—. No quise decir nada. ¿Por qué me miras así?
—¿Qué sabes tú de chismes? ¿Qué has oído? ¿Qué han dicho?
—Si no sé nada —dije, asustada del modo como me miraba—. Sólo lo he dicho por…, por…, pues…, ¡por decir algo! No me mires así. ¡Maxim! ¿Qué te ocurre? ¿Qué he dicho?
—¿Quién te ha venido con cuentos? —dijo muy despacio.
—Nadie. ¡Nadie en absoluto!
—¿Por qué dijiste eso?
—Ya te lo he dicho, no lo sé. Se me vino a la lengua. Estaba enfadada, molesta. No puedo con esas visitas. No lo puedo remediar. Y encima, me has criticado porque soy tímida. Pero te aseguro que lo dije sin pensar, Maxim, de veras, créeme. Te suplico que me creas.
—No fue una cosa muy bonita, ¿no te parece?
—No; ha sido horrible, odioso.
Se quedó mirándome, pensativo, con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los talones y las puntas de los pies.
—No sé —dijo—. Puede que fuera un acto de gran egoísmo que me casara contigo —habló lentamente, pensativo.
Me quedé helada, y se apoderó de mí un súbito malestar.
—¿Qué quieres decir?
—No soy para ti un compañero demasiado bueno, ¿verdad? —dijo—. Hay demasiada diferencia de edades. Deberías haber esperado para casarte con un muchacho de tu edad. No con una persona como yo, que ya ha vivido la mitad de su vida.
—Pero… ¡qué ridiculez! —dije, deprisa—. Ya sabes que la edad no significa nada en el matrimonio. Y claro que somos buenos amigos.
—¿Tú crees? No sé.
Me arrodillé sobre el asiento de la ventana, y le eché los brazos al cuello.
—¿Por qué me dices esas cosas? —le pregunté—. Sabes que te quiero más que a nada en el mundo. Para mí no existe otra persona. Eres mi padre, mi hermano, mi hijo. Todo en uno.
—La culpa fue mía —dijo él, sin escucharme—. Te di demasiada prisa. No te dejé pensarlo.
—Pero si yo no quería pensarlo —le dije—. No tenía ninguna alternativa. Tú no entiendes, Maxim. Cuando se quiere de veras a otro…
—¿Eres feliz aquí? —me preguntó, evitando mis ojos, mirando por la ventana—. A veces lo dudo. Estás más delgada. Has perdido el color.
—¡Claro que soy feliz! —le respondí—. Me encanta Manderley, y el jardín, y todo. Ni me importa hacer visitas. Sólo lo dije por molestar. Si quieres, iré de visita todos los días. No me importa. Haré lo que sea. No me he arrepentido ni un solo momento de haberme casado contigo. Eso lo sabes, ¿verdad que sí?
Me dio unas palmaditas en la mejilla, con aquel aire terrible de ausencia, y luego me dio un beso en la cabeza.
—¡Pobrecilla! ¡Poco te diviertes! Y yo…, me temo que soy una persona con la cual no resulta demasiado fácil vivir.
—¡Qué vas a ser difícil! —le dije, anhelante—. Eres fácil, facilísimo, mucho más fácil de lo que me había esperado. Antes, yo solía pensar que casarse tenía que ser tremendo. Me imaginaba que mi marido sería un borracho, o que diría palabrotas, o que estaría siempre gruñendo si las tostadas estaban blandas en el desayuno, y que sería bastante poco atractivo. ¡Hasta que olería mal! Y tú…, ¡tú no haces nada de eso!
—¡Válgame Dios! ¡Así lo espero! —dijo sonriendo.
Me aproveché de la ventaja que me daba su sonrisa, le cogí las manos y se las besé.
—¡Qué tontería eso de que no somos buenos amigos! —le dije—. Fíjate cómo pasamos las tardes aquí sentados, juntos, tú con un libro o un periódico, y yo haciendo punto. Como una matrimonio que llevara casado años y años. ¡No vamos a ser buenos amigos! ¡Y claro que somos felices! Hablas como si hubiéramos cometido una equivocación. Pero no quieres decir eso, ¿verdad, Maxim? ¡Tú sabes, claro que lo sabes, que nuestro matrimonio es un éxito, un éxito maravilloso!
—Lo será, si tú lo dices.
—No, no, pero tú también lo crees, ¿verdad que sí, Maxim de mi alma? No soy sólo yo, ¿verdad que no? Somos muy felices. ¿No? ¡Felicísimos!
No respondió. Continuó mirando por la ventana mientras yo le retenía las manos. Noté la garganta seca y apretada. Me ardían los ojos. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Todo esto no está pasando. Somos dos actores en el escenario, y de un momento a otro caerá el telón. Saludaremos al público y nos marcharemos a nuestros camerinos. Estos momentos no podían pertenecer a nuestras vidas, a la de Maxim y a la mía. Le solté las manos y me dejé caer sobre el banco de la ventana. Entonces oí mi propia voz, fría y dura, que decía:
—Si crees que no somos felices, sería mucho mejor que lo confesaras. Yo no quiero que finjas nada. Prefiero marcharme. Y no continuar viviendo contigo.
Claro, no podía ser yo la que estaba hablando. Era la actriz; no era yo la que decía aquello a Maxim. Me imaginé la muchacha que desempeñaría el papel en el teatro: alta, esbelta, rápida de movimientos.
—¿Por qué no me contestas? —le pregunté.
Me cogió la cara con ambas manos, y me miró igual que lo había hecho otra vez, cuando Frith entró con el té, el día que fuimos a la playa.
—Y, ¿cómo voy a contestarte? —dijo—. Yo mismo no sé la respuesta. Si tú dices que somos felices… no hablemos más. Yo no sé. Tu palabra me basta. Somos felices. ¡Ya está! ¿De acuerdo?
Volvió a besarme, y luego cruzó la habitación. Yo continué sentada junto a la ventana, tiesa, erguida, con las manos caídas sobre la falda.
—Lo dices porque ya no tienes ilusión por mí —dije—. Soy torpe y desmañada y me visto mal; soy tímida con la gente. Ya te avisé en Montecarlo lo que iba a pasar. Te parece que no encajo en Manderley.
—No digas tonterías —respondió—. Yo jamás te he dicho que vistas mal o que seas torpe. Son tus imaginaciones. Y de la timidez ya te curarás, ya te lo he dicho.
—Estamos hablando en un círculo vicioso, y ya estamos en lo mismo que cuando empezamos. Todo ha sido por romper yo el cupido del gabinete. Si no lo hubiese roto, no hubiera pasado nada de esto. Nos hubiéramos tomado el café, y luego habríamos salido al jardín.
—¡Al demonio con el dichoso cupido! —dijo Maxim, algo harto—. Pero ¿de veras crees que me importa que se haya roto en diez mil pedazos?
—¿Valía mucho?
—¡Yo qué sé! Sí, supongo que sí. No me acuerdo.
—Todas las cosas del gabinete son muy buenas, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—¿Por qué todas las cosas de más valor están en el gabinete?
—No sé. Lucirán más allí.
—¿Estuvieron allí siempre? ¿Cuándo vivía tu madre?
—No, creo que no. Estaban repartidas por toda la casa. Las sillas estaban en un desván, me parece.
—Y, ¿cuándo se amuebló el gabinete como está ahora?
—Cuando me casé.
—¿Sería entonces cuando pusieron el cupido allí?
—Supongo que sí.
—¿Lo encontraron también en el desván?
—No. Me parece que no. Espera…, creo recordar que fue un regalo de boda. Rebeca entendía mucho de porcelanas.
No le miré. Comencé a darme brillo en las uñas. Había pronunciado la palabra con naturalidad, con calma. No le había costado ningún esfuerzo. Pasado un momento, le miré rápidamente. Estaba junto a la chimenea, con las manos en los bolsillos, mirando al vacío. «Está pensando en Rebeca —me dije—. Está pensando en la casualidad de que un regalo mío de boda fuera la causa de la rotura de otro hecho a Rebeca. Está pensando en el cupido. Está recordando la persona que se lo regaló a Rebeca, la llegada del paquete y lo contenta que ella se puso». Rebeca entendía mucho en porcelanas. Tal vez entrara él en el cuarto cuando ella, arrodillada en el suelo, deshacía la cajita en que iba embalado el regalo. Ella volvería la cabeza y diría: «Mira, Maxim, mira lo que nos han mandado», y entonces, metiendo la mano entre las virutas, sacaría el cupido, que apareció con un pie en el suelo y otro en el aire, arco en mano. «Lo pondremos en el gabinete», diría ella, casi seguro, y entonces Maxim se arrodillaría a su lado y, juntos, examinarían la figurita.
Aún estaba puliéndome las uñas. Estaban descuidadas, como las uñas de una colegiala. Los pellejos crecían casi tapando las blanquecinas medias lunas. La del pulgar estaba toda mordida, casi hasta llegar a carne viva.
Volví a mirar a Maxim. Todavía continuaba delante de la chimenea.
—¿En qué piensas? —pregunté.
Sonó mi voz tranquila y serena. No como mi corazón, que latía furioso allí dentro. No como mis pensamientos, amargos y resentidos. Encendió un cigarrillo, que de seguro hacía el número veinticinco aquel día, aunque acabábamos de comer; tiró la cerilla apagada al fuego, y cogió el periódico.
—En nada de particular —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé…; tenías una cara tan seria y parecía que estabas tan lejos…
Comenzó a silbar, sin fijarse, mientras daba vueltas al cigarrillo entre los dedos.
—Pues el hecho es que estaba pensando si habrían ya seleccionado el equipo de Surrey que tiene que jugar en el campo del Oval con Middlesex —dijo.
Se sentó en su sillón otra vez, y dobló el periódico. Yo me puse a mirar por la ventana. Al poco rato entró Jasper y se subió a mi regazo.