Capítulo 11

TODA aquella semana llovió e hizo frío, como ocurre con frecuencia en el oeste de Inglaterra a principios de verano, y no volvimos a la playa. Yo veía el mar desde la terraza y desde las praderas de césped. Estaba plomizo y poco apetecible, alborotado por grandes olas, que llegaban arrolladoras hasta la bahía, después de pasar el faro del promontorio. Me las imaginaba hinchándose en el seno de la caleta, para luego romper estrepitosas contra la playa. Se oía desde la terraza el rumor del mar, allá abajo, bronco y amenazador. Un ruido apagado y tenaz, que nunca cesaba. Las gaviotas volaban tierra adentro, empujadas por el temporal. Se cernían en círculos por encima de la casa, girando y chillando, batiendo ruidosamente el aire con sus alas abiertas.

Comencé a comprender por qué hay gente que no puede aguantar el ruido del mar. Su música es triste y monótona, y su persistencia, su eterno atronar, retumbar y silbar, desarrolla una melodía atormentadora para los nervios. Me alegré de que nuestras habitaciones estuvieran orientadas al este, dando sobre la rosaleda, que se veía desde las ventanas. Algunas noches, desvelada, salía sigilosa de la cama en medio de la noche silenciosa; me iba a la ventana y me quedaba allí, acodada sobre el alféizar, respirando el aire agradable y tranquilo.

No podía oír el inquieto mar, y porque no lo oía eran mis pensamientos también apacibles. No vagaban por aquella senda escarpada que conducía a la plomiza caleta y a la casita abandonada. No quería pensar en aquella casita. Demasiadas veces la recordaba durante el día. Su recuerdo me importunaba siempre que veía el mar desde la terraza. Se presentaban de nuevo ante mí las manchitas azuladas de la vajilla, las telarañas, tejidas alrededor de los mástiles de los barquitos, y las mordeduras de las ratas en la tapicería del sofá. Volvía a escuchar el rumor de la lluvia sobre el tejado. Y me acordaba también de Ben, con sus ojillos estrechos y azulados, y su equívoca sonrisa de cretino. Todo ello me inquietaba. Todo me dejaba desasosegada. Quería borrarlo de mi memoria y, al mismo tiempo, quería averiguar por qué me intranquilizaba y me hacía desgraciada. Allá, en lo hondo de mis pensamientos, se movía lenta y solapadamente, aunque yo lo quisiera negar, haciéndome experimentar las vacilaciones y la ansiedad del niño a quien se le ha dicho: «De eso no se habla; está prohibido».

No podía olvidar aquella mirada de Maxim, vaga, perdida, el día que volvíamos por la sombría senda a través del bosque, ni sus palabras: «¡Qué necio! ¡Qué necio he sido en volver!». Yo tuve la culpa de todo, por haber ido a la otra caleta. Yo había abierto el camino que conducía al pasado otra vez. Y aunque Maxim se había recobrado, y, una vez más, estaba como antes, vivíamos juntos, comíamos, dormíamos, paseábamos, escribíamos cartas, íbamos al pueblo en coche…, pasando juntos todas las horas del día, yo sabía, no obstante, que se alzaba una barrera entre nosotros a causa de ello.

Al otro lado de aquel muro andaba él solo. Y yo no podía acompañarle. Llegó a apoderarse de mí un temor continuo de que una palabra dicha al azar, un giro, al parecer inofensivo, de cualquier charla, pudiera hacer volver a sus ojos aquella expresión. Rehuía toda mención del mar, pues del mar podíamos pasar a los barcos, a los náufragos, a la gente que se ahoga… Hasta Frank Crawley, que vino a comer un día, me hizo acongojarme temerosa cuando dijo algo de las regatas de Kerrith a cinco kilómetros de distancia. Miré fijamente mi plato sintiendo una punzada en el corazón; pero Maxim continuó hablando con naturalidad sin parecer dar importancia a la cosa, mientras yo permanecía inmóvil, sudando de angustia, temblando de inquietud ante los posibles rumbos que pudiera tomar la conversación.

Ocurrió cuando estábamos ya comiendo el queso; Frith se había marchado, y me acuerdo de que yo me levanté, fui al aparador y me serví otro pedazo de queso que no quería, por no quedarme sentada en la mesa con ellos, escuchándolos; me puse a canturrear bajito para no oírlos.

Claro que todo aquello era una tontería, morbosa y estúpida; era conducirse como una enferma neurótica y no como la persona contenta y feliz que yo era. Pero no lo podía remediar. No sabía qué hacer. Además, mi timidez y cortedad empeoraron, haciéndome callar estólida cuando venían visitas a casa. Así, pues, recuerdo que durante aquellas primeras mañanas estuvieron a vernos los conocidos que vivían en la comarca, y el recibirlos, el darles la mano y el esfuerzo de mantener la conversación durante media hora se convirtió en una prueba más dura de lo que en un principio me figuré, por ese miedo mío de que comenzasen a hablar de aquello que no se debía discutir. La agonía de oír las ruedas que se acercaban a la casa, el timbrazo de la puerta que me hacía salir huyendo instintivamente hacia mi cuarto. Me daba polvos de cualquier manera, me pasaba un peine deprisa y corriendo, y llegaba el momento inevitable de oír la llamada en mi puerta, y ver luego las tarjetas de visita sobre la bandeja de plata.

—Está bien. Diga que bajo inmediatamente.

Resonaban mis tacones en la escalera y en el vestíbulo. Y después tenía que abrir la puerta de la biblioteca o, lo que todavía era peor, entrar en aquel salón, largo y frío, sin vida, hacia una señora desconocida o hacia dos, tal vez, o en dirección a un matrimonio.

—¿Cómo están ustedes? Tienen que perdonar a Maxim. Anda por el jardín. Frith ya ha ido a buscarle.

—Hemos considerado necesario venir a presentar nuestros respetos a la novia.

Una risita, un poquito de conversación, la pausa, las miradas alrededor del cuarto.

—Manderley está tan delicioso como de costumbre. ¿No le encanta?

—Sí, sí, ya lo creo…

Y a causa de mi timidez y de mis deseos demasiado vivos de hacerme simpática, se me escapaban esas frases de colegiala, que jamás usaba excepto en ocasiones como éstas: «¡Fantástico!» «¡Está bárbaro!» «¡Me gusta muchísimo!» «¡Estupendo!», y creo que hasta a la viuda de un título del reino, que llevaba impertinentes, le dije: «¡La caraba!». El descanso que suponía para mí la llegada de Maxim quedaba contrarrestado por mi miedo a los temas peligrosos, y me quedaba muda inmediatamente, con una sonrisa inmóvil en la cara y las manos sobre la falda. Se volvían entonces hacia Maxim, hablándole de gentes y de sitios desconocidos para mí y, de cuando en cuando, me miraban sin saber qué decirme ni qué pensar de mí.

Me los imaginaba diciéndose al marcharse:

—¡Hija, por Dios! ¡Qué criatura más aburrida! ¡Apenas abrió la boca!

Y luego dirían aquella frase que oí por primera vez de labios de Beatrice y que desde entonces me perseguía, leyéndola en todos los ojos, en todas las bocas:

—¡Qué distinta de Rebeca!

Algunas veces recogía pequeños retazos de información que sumar a mi secreto caudal. Una palabra dicha al azar, una pregunta, una frase dicha de paso. Y si Maxim no estaba delante, el oírlas era un placer furtivo, algo doloroso, conocimientos culpables recogidos en la oscuridad.

Luego tenía que devolver las visitas, pues en eso Maxim era muy puntilloso y no me lo perdonaba. Y si él no me acompañaba, tenía que ir sola. Entonces, seguro que ocurría una pausa en la conversación, mientras yo buscaba ansiosa algo que decir.

—¿Van ustedes a dar muchas recepciones en Manderley? —me preguntaban.

—No sé… Hasta ahora, Maxim no me ha dicho mucho acerca de sus planes.

—¡Claro! Es natural. Aún es pronto. Según he oído, antes siempre estaba la casa llena de gente.

Otra pausa.

—Gente que venía de Londres, ¿sabe usted? ¡Unas fiestas tremendas!

—Sí, ya he oído… —decía yo.

Y otro silencio. Luego alguien decía, con la voz baja que se emplea para hablar de los muertos y en las iglesias:

—Ella era muy popular, ¿sabe? ¡Tenía tanta personalidad!

—Sí, sí, claro —decía yo.

Y pasados unos momentos, miraba el reloj levantándome disimuladamente el guante, y decía:

—Lo siento, pero me tengo que ir. Ya deben de ser más de las cuatro.

—Pero ¿no quiere quedarse a tomar el té? Lo tomamos siempre a las cuatro y cuarto.

—No…, muchas gracias, de veras. He prometido a Maxim que…

Mi frase quedaba sin terminar, en el aire, pero comprendían el significado. Nos poníamos en pie, sabiendo las dos que ni a mí me había engañado su invitación para tomar el té, ni yo las había engañado a ellas con lo de la promesa de Maxim. Algunas veces se me ocurría pensar qué pasaría si echara a rodar los convencionalismos. Por ejemplo, si una vez dentro del coche y luego de haber dicho adiós a la señora de la casa, que permanecía en la escalinata de la entrada, hubiera vuelto a abrir la portezuela para decir:

—He pensado que no me voy todavía. Vamos a la sala otra vez a sentarnos. Si quiere usted, me quedaré a cenar y a dormir.

¿Qué ocurriría? Acaso los convencionalismos y la excelente educación de la nobleza campesina consiguiesen dibujar una sonrisa en la estupefacta señora, y le harían decir:

—¡Pues claro! ¡Qué buena idea ha tenido usted!

Me hubiera gustado tener bastante osadía para hacer la prueba. Pero en lugar de eso, se cerraría la portezuela y el coche se deslizaría por el bien cuidado camino de gravilla, y mi reciente anfitriona se iría a su habitación con un suspiro de descanso y volvería a recobrar su naturalidad.

Fue la esposa del obispo de la sede vecina quien me dijo un día que fui a visitarla:

—¿Cree usted que su marido resucitará el baile de disfraces de Manderley? Era un espectáculo magnífico. Nunca lo olvidaré.

Hube de sonreír, como si estuviera muy enterada, y dije:

—Aún no hemos decidido nada. ¡Hemos estado tan ocupados y hemos tenido que hablar de tantas cosas!

—¡Claro! Es natural. Pero espero que no dejen que acabe la costumbre. Debe usted usar su influencia con él. El año pasado no lo hubo, naturalmente. Pero me acuerdo que hace dos años fuimos mi marido y yo, y realmente fue delicioso. Manderley se presta mucho a cualquier cosa así. El vestíbulo estaba maravilloso. Allí se bailaba y la orquesta estaba en la galería. Todo estaba admirable. Organizar una cosa así tiene que ser tremendo, pero todo el mundo salió encantado.

—Sí —dije—; tengo que hablarle a Maxim.

Pensé en las casillas clasificadas del escritorio, en los interminables rimeros de invitaciones, las listas de nombres, las direcciones; y veía a una mujer sentada al escritorio poniendo una seña junto a los nombres de las personas elegidas, cogiendo las invitaciones, mojando la delgada plumilla en el tintero, y escribiendo luego con mano segura, con aquella letra curiosa y sesgada.

—También celebraron allí, una vez, una fiesta en el jardín —continuó la esposa del obispo—. ¡Todo estuvo muy bien! Y las flores estaban entonces en su apogeo. Me acuerdo que hizo un tiempo soberbio. Sirvieron el té en mesitas repartidas por la rosaleda, lo que fue una idea muy simpática y original. Claro, ella era tan inteligente…

Se cortó, algo turbada, temiendo haber cometido una indiscreción; pero yo expresé mi acuerdo para ahorrarle el mal rato y me oí decir valientemente y con osadía:

—Rebeca debió de ser una mujer extraordinaria.

No podía creer que, al fin, hubiera pronunciado aquel nombre. Callé, pensando en lo que pudiera ocurrir. Había dicho su nombre. Había pronunciado la palabra «Rebeca» en alta voz. Fue un desahogo tremendo. Fue como si hubiera tomado una purga, librándome así de un dolor intolerable. Rebeca… Lo había dicho en alta voz.

¿Notaría la señora del obispo mi sonrojo? Continuó la conversación con naturalidad, y yo me puse a escucharla ávidamente, como el espía que aplica el oído a una ventana cerrada.

—Entonces ¿usted no la conocía? —preguntó, y como yo negara con la cabeza vaciló unos segundos, como si no estuviera demasiado segura del terreno que pisaba—. Nosotros, sabe usted, no la conocíamos íntimamente. Mi marido tomó posesión de esta sede hace sólo cuatro años; pero, claro, fue ella quien nos recibió cuando asistimos al baile de disfraces y a la fiesta en el jardín. También cenamos allí un día de invierno. Sí, era una preciosidad de criatura. ¡Y tan llena de vida!

—Parece —dije, tratando de hablar en un tono lo suficientemente descuidado para dar a entender que no me importaba gran cosa, jugando al mismo tiempo con los flecos de mis guantes—, parece que destacaba en todo. No es corriente encontrar una persona que sea inteligente y bonita y aficionada a los deportes.

—No, verdaderamente, no lo es —dijo la buena señora—. Es cierto que tenía grandes dotes. Parece que la estoy viendo la noche del baile, al pie de las escaleras, dando la mano a todo el mundo, con su magnífico pelo negro y su cutis blanquísimo, con aquel traje que le sentaba tan divinamente. Sí, no cabe duda; era muy bonita.

—¡Ella también llevaba la casa! —dije, sonriendo, como si no me preocupara el tema y lo discutiera con frecuencia—. Pero eso tiene que haberle ocupado mucho tiempo. Siento decir que yo dejo eso al ama de llaves.

—¡No se puede hacer todo! Además, usted es muy joven, ¿verdad? Puede que, con el tiempo, cuando se haya sentado un poco más… Además, usted tiene su pasatiempo predilecto, ¿no? No sé quién me ha dicho que es usted aficionada a dibujar.

—¡Bah! —dije—. ¡No es nada!

—Es una pequeño talento muy apreciable. No todo el mundo sabe pintar. No debe usted abandonarlo. Manderley debe de estar lleno de rincones preciosos para dibujar.

—Sí, supongo que sí —respondí, algo oprimida por sus palabras.

Tuve de repente una visión de mí misma vagando por los prados, con una silla plegable y una caja de lápices bajo el brazo, y mi «pequeño talento», como ella lo había llamado, bajo el otro. Sonaba Dios sabe a qué.

—¿Qué deportes hace usted? —me preguntó—. ¿Monta? ¿Caza?

—No, no hago ninguna de esas cosas. Me gusta andar —dije algo avergonzada.

—El mejor ejercicio del mundo —dijo con viveza—. El obispo y yo paseamos mucho.

¿Lo harían alrededor de la catedral, cogidos del brazo, él con su sombrero gacho y sus polainas[9]? Comenzó a hablarme de unas vacaciones que habían pasado una vez, hacía muchos años, andando por los Peninos, y cómo habían hecho treinta kilómetros diarios. Yo la escuchaba cortésmente, asintiendo con la cabeza y pensando en los Peninos, creyendo que era una cordillera de los Andes o algo así, y recordando luego que se trataba de una cadena de lomas que aparecía marcada con línea suave, en medio de la Inglaterra color rosa de mi atlas del colegio. Y me imaginaba al obispo sin quitarse un momento ni el sombrero ni las polainas.

Llegó la pausa inevitable pero no tuve que mirar mi reloj a hurtadillas, porque en aquel momento el de su sala dio cuatro agudas campanadas, y me levanté.

—Me alegro mucho de haberles encontrado en casa. Espero que vendrán a vernos.

—Nos gustaría mucho. Por desgracia, el obispo está siempre tan ocupado… Haga el favor de dar muchos recuerdos a su marido. Y no se olvide de decirle que repita de nuevo el baile.

—No, no lo olvidaré —repliqué, mintiendo, haciendo ver que estaba enterada de todo.

Mientras volvía a casa, sentada en mi rincón del coche, mordiéndome la uña del pulgar, me imaginaba el vestíbulo de Manderley abarrotado de gente en traje de época, y el ruido de las conversaciones, el murmullo, las risas de la muchedumbre que se mueve y los músicos en la galería. La cena preparada, probablemente en el salón grande, sobre largas mesas adosadas a la pared. Veía a Maxim sonriente al pie de la escalera, dando la mano a unos y a otros; luego volvía la cabeza hacia una persona que estaba a su lado: alta, esbelta, de pelo oscuro —había dicho la esposa del obispo—, que contrastaba con la tez, tan blanca; una persona cuyos ojos despiertos se ocupaban de que a sus invitados no les faltara nada y que daba órdenes a los criados con un ligero movimiento de cabeza, sin cometer nunca una torpeza ni abandonar su fácil elegancia. Cuando bailaba, dejaba, al pasar, una estela perfumada en el aire, como una azalea.

—¿Van ustedes a recibir mucho en Manderley? —me dijo aquella voz insinuante que me recordaba la de otras personas de Kerrith, a quienes yo había ido a ver.

Me miró con los mismos ojos escudriñadores, examinándome de pies a cabeza, con esa mirada especial que se suele dedicar a las recién casadas, tratando de adivinar si están esperando un niño.

No me apetecía volver a verla. Ni a nadie de su clase. Únicamente iban de visita a Manderley por curiosidad fisgona. Les gustaba criticar mis modales, mi aspecto, mi tipo; les gustaba ver cómo nos llevábamos Maxim y yo, y si parecíamos estar enamorados, para poder luego comentar entre ellos:

—¡Qué distinto de lo de antes!

Venían porque querían compararme con Rebeca… Decidí que no devolvería más visitas. Así se lo diría a Maxim. No me importaba que me creyesen grosera o poco amable. Ya no daría más pábulo a sus críticas y comentarios. Podían decir, si lo deseaban, que era una maleducada.

—No me extraña —diría una—; pues, después de todo, ¿de dónde ha salido?

—Pero, mujer, ¿no sabes? —con una risa y encogiéndose de hombros—. La conoció no se sabe cómo, en Montecarlo o en un lugar así. No tenía un céntimo. Estaba de señorita de compañía de una vieja.

Más risitas, más gestos enarcando las cejas.

—¡No! ¿De veras? ¡Qué bichos más raros son los hombres! ¡Y Maxim…! ¡Con lo exigente que era! No se comprende cómo ha podido hacerlo después de Rebeca.

No me importaba. Me daba igual. Que dijeran lo que quisieran. Al pasar el coche por la verja de la finca me incliné en el asiento para sonreír a la vieja que vivía en la caseta. Estaba agachada cogiendo flores en el jardincillo de delante de la casa. Se enderezó cuando oyó venir el coche, pero no me vio sonreír. La saludé con la mano, y me miró sorprendida. No creo que supiera quién era yo. Me recosté otra vez en el asiento. Continuó el coche hacia la casa.

Cuando doblamos una de las cerradas curvas del camino vi a un hombre que iba andando por él a cierta distancia nuestra. Era Frank Crawley, el administrador. Paró cuando oyó el coche, y el chófer moderó la marcha. Crawley se quitó el sombrero y sonrió cuando me vio en el coche. Pareció alegrarse de verme. Me gustaba Crawley. Yo no le encontraba soso ni aburrido, como Beatrice. Puede que fuera porque yo misma era una aburrida. Los dos éramos un par de sosos. Nunca teníamos nada interesante que decir. Tal para cual.

Di unos golpecitos en el cristal para que parase el chófer.

—Voy a bajar para dar un paseo con el señor Crawley —dije.

Crawley me abrió la portezuela, y dijo:

—¿De visitas, señora de Winter?

—Sí, Frank.

Le llamaba Frank porque Maxim así lo hacía, pero él me llamaba siempre señora de Winter. Era así. Aunque el azar nos hubiera arrojado juntos a una isla desierta y hubiéramos vívido en ella en la más absoluta intimidad el resto de nuestras vidas, no se hubiera permitido tomarse la confianza de llamarme por mi nombre de pila.

—He ido a ver al obispo —dije—. Él había salido, pero encontré en casa a su mujer. Parece que el obispo y su señora son muy aficionados a darse unas caminatas tremendas. Algunas veces recorren treinta kilómetros, en los Peninos.

—No los conozco —dijo Frank—. He oído que el campo, por aquella comarca, es precioso; un tío mío vivía allí.

Un comentario verdaderamente típico de Frank. Siempre prudente, convencional y correctísimo.

—La señora del obispo me preguntó cuándo vamos a dar el tradicional baile de disfraces en Manderley —y mientras le dije esto, le observaba con el rabillo del ojo—. No sabía que se celebrasen bailes de disfraces en casa.

Vaciló ligeramente antes de responder. Pareció preocuparle su contestación. Pasado un momento respondió:

—¡Ah! ¡Sí! El baile solía celebrarse todos los años. Venía toda la gente conocida del condado. Y muchos invitados de Londres también. Era una fiesta por todo lo alto.

—Resultaría difícil de organizar.

—Sí.

—Supongo —dije al desgaire—, que sería Rebeca quien se encargaría de casi todo.

No volví la cabeza. Conservé la mirada fija en el camino, enfrente de nosotros, pero noté que él se quedó mirándome, como si quisiera leer la expresión de mi cara.

—Todos teníamos que trabajar bastante —respondió, en voz baja.

Sus palabras y el tono en que las dijo indicaban una curiosa reserva, una cierta timidez, que me recordaba a la mía. Se me ocurrió pensar de pronto si había estado enamorado de Rebeca. Aquella voz hubiera sido la que hubiera empleado yo en tales circunstancias. La idea me abrió nuevos horizontes de posibilidades. Frank Crawley, tímido y corto, jamás se lo habría dicho a nadie, y menos que a nadie a Rebeca.

—Me temo que si se diera el baile, yo no serviría para gran cosa —dije—. Cuando se trata de organizar algo soy una perfecta nulidad.

—Pero no haría falta que usted hiciera nada. Su única obligación sería la de presentarse como es y ayudar así a embellecerlo todo.

—Muy amable, Frank; pero me temo que ni siquiera eso sabría hacerlo bien.

—Pues yo creo que lo haría a las mil maravillas.

¡Pobre Frank! ¡Siempre tan atento y considerado! Casi llegué a creerle, pero no me pudo engañar.

—¿Va usted a decir algo a Maxim acerca del baile? —le pregunté.

—¿Por qué no lo hace usted misma? —respondió.

—No; no quiero hacerlo —dije yo.

Permanecimos en silencio. Íbamos andando camino a la casa. Ahora, ya pronunciado el nombre de Rebeca, primero en casa del obispo, y luego a Frank, sentía una extraña necesidad de continuar. Me proporcionaba un curioso desahogo, y actuaba sobre mí como un estimulante. Notaba que dentro de unos instantes iba a repetirlo.

—El otro día estuve en una de las playitas —dije—. La del rompeolas. Jasper se puso pesadísimo, ladrando a un pobre hombre con ojos de idiota.

—Sería Ben —dijo Frank, ya con voz tranquila—. Siempre anda por la playa. Es un pobrecillo. No le tenga miedo. Es incapaz de hacer daño a una mosca.

—No, si no me asustó —hice una pausa y me puse a canturrear para cobrar ánimos. Luego continué con la voz más natural del mundo—. Esa casita se está estropeando. Tuve que entrar en ella para buscar una cuerda con que atar a Jasper, y me encontré con la vajilla toda mohosa y los libros estropeándose. ¿Por qué no se hace algo para remediarlo? Es una lástima.

Sabía que no me contestaría inmediatamente. Se agachó, y comenzó a atarse el cordón de un zapato. Yo hice como que examinaba atentamente una hoja del seto.

—Supongo —dijo, atándose aún el zapato torpemente— que si Maxim quisiera que se hiciera algo, me lo diría.

—¿Son aquéllas las cosas de Rebeca? —pregunté.

—Sí.

Tiré la hoja y arranqué otra, dándole vueltas entre los dedos.

—¿Para qué usaba la casita? —pregunté—. Está todo amueblado. Desde fuera creí que era sólo un sitio para guardar una lancha.

—Eso era al principio —respondió, y de nuevo noté en su voz que hablaba forzado, como si el asunto le fuera desagradable—. Luego, ella la reformó tal como está, con muebles y vajilla…

Me sorprendió que, al referirse a Rebeca, la llamase «ella», y no por su nombre, como me hubiera parecido natural[10].

—Y, ¿usaba mucho la casita?

—Sí, mucho. Daba convites en la playa a la luz de la luna, y… ¡qué sé yo!

Íbamos andando el uno junto al otro; yo todavía canturreando.

—¡Qué buena idea! Esos convites a la luz de la luna tienen que haber sido muy divertidos. ¿Estuvo usted alguna vez? —dije, animadamente.

—Una o dos veces.

Hice como si no notara el tono de su voz, lo reacio que se mostraba al hablar de estas cosas.

—Y ¿por qué hay una boya en medio de la caleta?

—Allí solía estar amarrado el yate.

—¿Qué yate?

—El suyo.

Se apoderó de mí una excitación extraña. No tenía más remedio que seguir preguntando. Frank no quería hablar de aquello. Eso ya lo sabía, pero aun sintiéndolo por él y aun avergonzándome de mí misma, tenía que continuar; no podía callar ya.

—¿Qué ocurrió con él? —dije—. ¿Es éste el yate en que iba cuando se ahogó?

—Sí, zozobró —respondió sin alzar la voz—; zozobró y se hundió. Una ola debió de llevársela a ella.

—¿Qué clase de barco era?

—Tenía unas tres toneladas. Y un camarote pequeño.

—¿Cómo zozobró?

—A veces, el mar está muy picado en la bahía.

Pensé en aquel mar verde adornado de espuma, que entraba por el brazo de mar más acá del promontorio. ¿Qué había pasado? ¿Acaso un golpe de viento repentino sopló, como por un embudo, pasando el faro del promontorio y el barquito escoró, temblando, con las velas blancas rozando el mar alborotado?

—Pero ¿no fue posible socorrerla?

—No vio nadie el accidente; y nadie sabía que ella hubiera salido en el yate.

Puse buen cuidado en no mirarle. Hubiera visto la sorpresa retratada en mi mirada. Yo me había figurado que se había ahogado durante unas regatas, que habría otros balandros cercanos, los balandros de Kerrith, y gente en la costa mirando. No sabía que le había ocurrido estando sola, completamente sola, en medio de la bahía.

—Pero… ¡en la casa tenían que saberlo!

—No —dijo—. Salía así, sola, con frecuencia. Volvía luego a cualquier hora de la noche y entonces se quedaba a dormir en la casita de la playa.

—¿Y no le daba miedo?

—¿Miedo? No sabía lo que era el miedo.

—Y a Maxim…, ¿no le importaba que saliera así, sola?

—No lo sé.

Me dio la impresión de que estaba tratando de no traicionar a alguien. A Rebeca o a Maxim, o acaso a sí mismo. Era un hombre raro. Y no sabía yo qué conclusión sacar.

—Entonces… debió de ahogarse tratando de llegar nadando a la playa, después de hundirse el yate.

—Sí —dijo Frank.

Me imaginaba el barquichuelo que se zambulliría temblando, el agua que cubriría de repente la cubierta, y cómo las velas, cogidas de lleno por aquel golpe de viento, la arrastrarían y harían zozobrar al balandro, de repente, inevitablemente. ¡Qué oscuro estaría en medio de la bahía! ¡Qué lejos parecería estar la playa para quien estuviera nadando allí, intentado llegar hasta ella!

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que la encontraron? —pregunté.

—Unos dos meses.

¡Dos meses! Yo creía que los ahogados aparecían a los dos días, arrojados por las olas a la costa al subir la marea.

—¿Dónde la encontraron? —insistí.

—Cerca de Edgecombe, unos sesenta y cinco kilómetros costa arriba.

Cuando yo tenía siete años pasé unas vacaciones en Edgecombe. Era muy grande, tenía un malecón y burros. Me acuerdo de haberme paseado por la playa montada en uno.

—Pero…, al cabo de dos meses… ¿cómo supieron que era ella? ¿Cómo la reconocieron?

Tardó un momento en contestarme, y me pregunté por qué dudaba antes de cada frase, como si estuviera pensando las palabras. ¿Sería verdad que estaba enamorado de Rebeca? ¿Tanto la quería?

—Maxim fue a Edgecombe a identificarla —dijo.

De repente sentí que no quería hacerle más preguntas. Me dio asco de mí misma. Mi conducta era la de un mirón en la primera fila de un grupo formado alrededor de un atropellado; como la de un inquilino de una casa de vecindad, donde ha muerto una persona, y pide que se le permita ver el cadáver. Sentí repulsión de mí misma. Mis preguntas eran vergonzosas, denigrantes. Frank, seguramente, me despreciaba.

—Debió de ser terrible para todos —dije rápidamente—. No les puede gustar que les recuerden aquello. Sólo que se me ha ocurrido si no podría hacer algo con la casita, nada más. Es una lástima que la humedad esté estropeando todos los muebles.

No respondió. La cara me ardía y me sentía muy violenta. Él había adivinado sin duda que no era mi preocupación por la casita vacía la que me animaba a hacerle todas aquellas preguntas, y si ahora callaba era porque le habían sorprendido desagradablemente. Nuestra amistad había sido simpática y agradable, a su modo. Yo había notado que él estaba de mi parte. Quizá ahora yo había destruido todo eso, y nunca volvería a pensar bien de mí.

—¡Qué camino más largo es éste! —dije—. Me recuerda el camino del bosque, en el cuento de Grimm, donde se pierde el príncipe, ¿se acuerda? Siempre resulta ser un poco más largo de lo que uno se espera. Y estos árboles, así, todos tan juntos, ¡son tan oscuros!

—Sí, es poco corriente este camino.

Noté que aún estaba en guardia, como si esperase que yo fuera a hacer más preguntas. Era inútil tratar de no ver la violencia que mediaba entre nosotros. Aquello no podía quedar así; tenía yo que hacer o decir algo para arreglarlo.

—Frank —empecé con desesperación—, sé perfectamente lo que está pensando. Usted no comprenderá por qué le he preguntado todas esas cosas, y creerá que ha sido por curiosidad morbosa, por una curiosidad… lamentable. Le aseguro que no. La verdad es que algunas veces me encuentro… tan desplazada. Todo, en Manderley, es extraño para mí. La vida aquí es completamente distinta de aquella a la que yo estaba acostumbrada. Cuando voy a devolver unas visitas, como esta tarde, noto cómo la gente me mira de arriba abajo, dudando de que yo pueda arreglármelas para salir adelante. Me los imagino diciendo: «¿De qué se habrá enamorado Maxim?». Y entonces, Frank, yo misma comienzo a dudar y empieza a atormentarme la idea de que no debí casarme con Maxim, que no vamos a ser felices. Mire, sé perfectamente que todo el mundo, cuando me ve por primera vez, piensa lo mismo: «¡Qué diferencia con Rebeca!».

Callé, sin respiración, algo avergonzada de mi incoherente explosión de sinceridad, notando que había quemado las naves. Él se volvió, mirándome muy preocupado y alarmado.

—No diga usted eso —me dijo—. Yo, por mi parte…, me sería difícil decirle lo mucho que celebro que se haya casado con Maxim. Para él, su boda será la solución de su vida. Estoy seguro de que su matrimonio será un éxito. Desde mi punto de vista, es muy… consolador y… delicioso, sí, delicioso, encontrarse con alguien como usted, que no es… que no está… —enrojeció, buscando una palabra— completamente au fait, podríamos decir, con las costumbres de Manderley. Si tiene usted la impresión de que la gente de por aquí anda criticando, lo único que puedo decir es que son de una impertinencia intolerable. Personalmente no he oído una palabra contra usted, y si la oyera ya me cuidaría de que no volviera a pronunciarse nunca.

—Frank…, le agradezco mucho que me diga eso —dije—, porque me consuela más de lo que puede figurarse. Puede que yo me haya portado como una estúpida. Durante las visitas, quiero decir. No sé cómo hacer esas cosas; nunca las he hecho, y siempre me persigue la idea de lo diferente que todo debía de ser antes en Manderley, cuando vivía aquí alguien que estaba educada y criada en este ambiente, y que, claro, lo hacía todo bien y sin darle importancia. Me doy cuenta, todos los días, de que me falta seguridad en mí misma, elegancia, belleza, inteligencia, desparpajo… ¡Dios mío! Todo lo que importa en una mujer…, y que ella tenía. Le aseguro, Frank, que no es fácil para mí; no, no es nada fácil.

No dijo nada, pero su cara continuó indicando la preocupación y disgusto que sentía. Por fin, sacó el pañuelo, se sonó, y dijo:

—No debe usted decir eso.

—¿Por qué no? Es verdad —repuse.

—Usted tiene cualidades que son igual de importantes, es decir, más importantes. No sé si será un atrevimiento si se lo digo…, no la conozco mucho y no sé gran cosa acerca de las mujeres, pues soy soltero y hago una vida muy tranquila en Manderley, como usted sabe; pero, sin embargo, me atrevo a opinar que la bondad, la sinceridad y, si me permite decirlo, la modestia, significan mucho más para un hombre, para un marido, que todo el desparpajo y toda la belleza del mundo.

Parecía estar muy nervioso y volvió a sonarse la nariz. Vi que le había preocupado más de lo que yo misma estaba, y el comprenderlo así me calmó, pues me hizo sentirme superior a él en cierto modo. Al fin y al cabo, yo no había dicho gran cosa. Le había confesado, nada más, mi sensación de inseguridad, al pensar que estaba en el lugar antes ocupado por Rebeca. Y, claro, que ella también tendría aquellas cualidades que él me había adjudicado. Seguro que ella era buena y sincera, y si no, no hubiera tenido todos aquellos amigos ni hubiera gozado de tantas simpatías. ¿Qué quería decir lo de la modestia? Esta palabra siempre me parecía aludir a la violencia que se siente cuando se va por un pasillo, camino del cuarto de baño, y se encuentra una con alguien… ¡Pobre Frank! Y Beatrice le encontraba aburrido, creía que nunca tenía nada interesante que decir…

—No sé —le dije—, no sé… No creo que yo sea demasiado buena, ni demasiado sincera. Modesta…, no he tenido ocasión de ser otra cosa. No fue muy decoroso casarse con aquellas prisas en Montecarlo, estando yo sola en aquel hotel. Pero ¿acaso, aquello… no lo ha tenido usted en cuenta?

—Pero ¡por Dios! No sospechará usted, ni por un momento, que yo pueda creer que hubo algo incorrecto en sus relaciones con Maxim —dijo con voz grave.

—No, no —respondí en igual tono.

¡Pobre Frank! ¡Le había escandalizado! ¡Qué propia de él aquella expresión: «algo incorrecto»! Le hacía pensar a una irremediablemente en toda clase de «incorrecciones» clandestinas.

—Estoy seguro… —comenzó, interrumpiéndose luego aún más preocupado que antes—. Estoy segurísimo de que Maxim se llevaría un disgusto grave, muy serio, si supiera lo que piensa usted. No creo que tenga la más ligera idea.

—¿Usted no le dirá nada? —le dije rápidamente.

—No, claro que no. ¿Por quién me toma usted? Pero, verá usted…, yo conozco a Maxim bastante bien. Le he conocido en circunstancias, no, en estados de ánimo muy diferentes. Si él creyese que usted está preocupada acerca de…, de lo…, del pasado, esto le dolería más que cualquier cosa. Eso se lo puedo asegurar. Ahora tiene buena cara y está bien, pero su hermana tenía razón cuando dijo el otro día que estuvo a punto de caer gravemente enfermo, aunque fue poco prudente decirlo delante de él. Por eso es usted una influencia tan buena para él. Usted es joven, natural y… sensata. Usted no tiene contacto ni relación alguna con el pasado. Le ruego que olvide sus preocupaciones; olvídelas como, ¡gracias a Dios!, él y nosotros vamos olvidando otras cosas. Ninguno de nosotros queremos revivir el pasado. Y, menos que nadie, Maxim. De usted depende el llevarnos por caminos nuevos. Pero no debe, no; no debe llevarnos por los pasados.

Tenía razón, claro que tenía razón. Pobre Frank, tan bueno, mi amigo, mi aliado. Yo no era más que una egoísta y una histérica, una mártir de mi propio complejo de inferioridad.

—Esto se lo habría debido decir a usted antes —le dije.

—¡Ojalá lo hubiese hecho! Puede que se hubiera ahorrado muchas preocupaciones.

—Me encuentro más feliz, mucho más feliz. Y…, pase lo que pase, puedo contar con usted como un amigo, ¿verdad, Frank?

—¡Por completo!

Habíamos salido de la sombría arboleda del camino y había mucha más claridad. Nos miraban los rododendros. Pronto pasaría su hora. Ya estaban demasiado abiertos y algo mustios. El próximo mes comenzarían a caérseles los pétalos, uno a uno, y los jardineros los barrerían. Su belleza era poco duradera. Breve, corta.

—Frank, antes de dar por terminada esta conversación para siempre, ¿promete decirme la verdad si le pregunto una cosa?

Se paró y me miró con desconfianza.

—Eso no es justo —respondió—; podría usted preguntarme algo a lo que yo no pudiera responder de ninguna manera.

—No, no es una pregunta de esa clase. No es íntima, ni personal, ni nada de eso.

—Bueno, haré lo que pueda.

Íbamos andando por la curva final del camino, y Manderley se alzaba ante nosotros, sereno, tranquilo, en medio de los prados de césped, sorprendiéndome, como siempre, con su simetría perfecta, con su gracia y su gran sencillez.

El sol jugaba sobre los cristales de los ajimeces. Las piedras de los muros, a las que se agarraba el liquen, brillaban con luz color de miel. Una delgada columna de humo subía, retorciéndose en el aire, desde la chimenea de la biblioteca. Me mordí la uña del pulgar, y mirando a Frank con el rabillo del ojo, le pregunté:

—Dígame —y procuré dar a mi voz el tono más natural posible para quitar importancia a la cosa—. Dígame: ¿era bonita Rebeca?

Calló unos segundos. No le podía ver la cara, pues estaba mirando hacia la casa.

—Sí —dijo lentamente—, sí; es probable que sea la mujer más bonita que he visto en toda mi vida.

Subimos la escalinata, entramos en el vestíbulo, y llamé la timbre para que sirvieran el té.