NOS quedamos mirando al coche hasta que desapareció en el recodo del camino, y entonces Maxim me cogió del brazo y dijo:
—¡Gracias a Dios! ¡Se acabó! Ponte un abrigo, deprisa, y sal. ¡Al demonio la lluvia! Tengo ganas de dar un paseo. Me saca de quicio estar sentado sin hacer nada.
Estaba pálido y tenso; me pregunté porque la compañía de Beatrice y Giles, su hermana y su cuñado, le había dejado tan agotado.
—Espera, subo en un salto por el abrigo —dije.
—En el cuarto de las flores encontrarás un montón de impermeables. Coge uno —dijo impaciente—. Cuando las mujeres os metéis en vuestros cuartos siempre tardáis media hora. ¡Robert! Haz el favor de traer del cuarto de las flores un impermeable para la señora. Tiene que haber allí colgados media docena de los que se olvida la gente.
Estaba en medio del camino llamando a Jasper.
—¡Ven aquí tú, grandísimo holgazán! Vamos a ver si echas fuera algo de la grasa que te sobra.
Jasper retozaba alrededor de Maxim, ladrando como loco con la idea del paseo.
—¡Calla ya, tonto! —dijo Maxim—. ¿Qué diablos está haciendo Robert?
Salió éste corriendo del vestíbulo con un impermeable y yo me lo puse enseguida, haciéndome un lío con el cuello. Me estaba ancho y largo, pero no había tiempo para cambiarlo, y echamos a andar por el césped hacia el bosque, con Jasper corriendo delante.
—La familia hay que tomarla en pequeñas dosis —me dijo—. Beatrice es una de las personas más buenas del mundo, pero mete la pata invariablemente.
No estaba yo segura de cuál había sido la equivocación de Beatrice, pero me pareció preferible no preguntar. Puede que aún estuviera molesto por los comentarios acerca de su salud, antes de comer.
—¿Qué te ha parecido? —continuó.
—Me ha gustado muchísimo —respondí—. Ha estado muy simpática conmigo.
—¿De qué te ha hablado después de comer?
—No sé… Creo que la que ha hablado más he sido yo. Le he estado contando cosas de la señora Van Hopper, y cómo nos conocimos tú y yo, y todo eso. Me dijo, eso sí, que no me parecía nada a lo que ella se había imaginado.
—Y ¿qué demonios se había imaginado?
—Pues supongo que alguien más moderno, alguien con más mundo. «Una niña elegante», fueron sus palabras.
Maxim no contestó enseguida. Se inclinó y tiró un palo, jugando con Jasper.
—Algunas veces, Beatrice dice unas tonterías increíbles.
Subimos al repecho de hierba, más allá de los macizos, y entramos en el bosque. Crecían espesos árboles y estaba oscuro. Fuimos pisando ramitas caídas, las hojas del año anterior, y aquí y allá verdes brotes de helechos tiernos, y los tallos de las campánulas que pronto florecerían. Jasper callaba ahora y yo cogí a Maxim del brazo.
—¿Te gusta mi pelo? —le pregunté.
Bajó los ojos para mirarme muy sorprendido.
—¿Tu pelo? ¿Por qué demonios me lo preguntas? Claro que me gusta. ¿Qué le ocurre a tu pelo?
—Nada…, se me había ocurrido.
—¡Qué rara eres!
Llegamos a un claro en el bosque, de donde salían dos senderos que iban en direcciones opuestas. Jasper tomó por el de la derecha, sin dudarlo.
—¡No! ¡Por ahí, no! —le llamó Maxim—. ¡Ven por aquí!
Se paró el perro, mirándonos y moviendo el rabo, pero no volvió hacia nosotros.
—¿Por qué quiere ir por allí? —pregunté.
—Supongo que estará acostumbrado —dijo Maxim algo secamente—. Por ahí se va a una caleta, donde solíamos tener un balandro. ¡Ven, Jasper!
Torcimos por el sendero de la izquierda, sin decir nada, y al poco rato volví la cabeza y vi que Jasper nos seguía.
—Por aquí vamos al valle del que te he hablado —me dijo Maxim—, y vas a oler las azaleas. No hagas caso de la lluvia; así olerán más las flores.
Parecía estar más contento y animado. Era el Maxim que yo conocía y a quien amaba. Comenzó a hablarme de Frank Crawley, de lo buen muchacho que era, tan minucioso y digno de confianza y completamente enamorado de Manderley.
«Esto es mejor —pensé—, esto es como cuando estábamos en Italia», y le sonreí, apretándome contra su brazo, aliviada al ver que había desaparecido aquella expresión de raro cansancio. Y yo decía, de vez en cuando, mientras le escuchaba: «sí» o «¿de veras?» o «imagínate», pero pensando algunas veces en Beatrice, sin comprender por qué su presencia le había molestado tanto, lo que ella podía haber hecho. Y pensé también en lo que me había dicho acerca de sus enfados, que ocurrían, según ella, una o dos veces al año.
Ella le conocería; para eso era su hermana. Pero no se me hubiera ocurrido aquello de Maxim; no coincidía con la idea que de él me había formado. Me lo imaginaba con accesos de mal humor, difícil, acaso irritable, pero no airado, como ella me había dado a entender, no fuera de sí. Puede que hubiese exagerado; ocurre con frecuencia que la gente se equivoca acerca de los de su familia.
—¡Allí! —dijo Maxim, de pronto—. ¡Mira!
Nos encontrábamos en el recuesto de un altozano y la senda descendía tortuosa al valle, acompañada de un arroyo saltarín. Habían desaparecido los árboles oscuros y la enmarañada maleza. A ambos lados del angosto sendero crecían azaleas y rododendros, no los gigantes sanguinolentos de la avenida que conducía a la casa, sino otros salmón, blancos y dorados, bellos y graciosos, que dejaban pender sus deliciosas y delicadas corolas en la suave llovizna veraniega.
Estaba el ambiente saturado de embriagadora y amable fragancia, y hubo de parecerme que el perfume se había mezclado con las juguetonas aguas del regato, con la lluvia que caía, con el zumoso y exuberante musgo que pisábamos. Nada se oía sino el murmullo del riachuelo y la discreta lluvia. También la voz de Maxim, cuando al fin habló, era dulce y apagada, como si no quisiera quebrar el silencio.
—Lo llamamos el Valle Feliz —dijo.
Allí estuvimos callados, contemplando la blanca pureza de las flores más cercanas. Maxim se agachó, cogió un pétalo caído y me lo dio. Estaba ajado y magullado, ya pardusco en sus rizados bordes, pero cuando me froté con él la mano, subió hasta mí su perfume penetrante y, sin embargo, suave, tan lleno de vida como el árbol vivo del que cayera.
Y entonces comenzaron a cantar los pájaros. Primero, un mirlo cuyas notas límpidas y frescas se elevaron por encima del rumor de las aguas; luego, su compañero le contestó a espaldas nuestras, escondido en el bosque, y al poco tiempo vibraba el aire con trinos y gorjeos que nos siguieron mientras descendíamos lentamente al valle, como también nos acompañó la fragancia de los blancos pétalos. Era un lugar inquietante, se diría que encantado. No había imaginado tanta belleza.
El cielo, ahora nublado y triste, tan distinto del de aquella tarde, y la llovizna pertinaz e insistente, no podían alterar la suave tranquilidad del valle. Lluvia y riachuelo mezclaban sus aguas y las notas líquidas del mirlo caían sobre el aire húmedo, en armonía con ambos. Crecían las azaleas tan cerca, en la margen del sendero, que al pasar me acariciaban con sus corolas mojadas. Caían en mis manos gotitas de agua desde los pétalos. También había pétalos bajo mis pies, pétalos pardos y empapados, pero aún fragantes, con cuyo perfume se combinaba otro más añoso y maduro que se desprendía del musgo oscuro, de la tierra acre, de los tallos de los helechos y de las retorcidas y enterradas raíces de los árboles. Retuve la mano de Maxim en la mía sin decir palabra. El encanto del Valle Feliz me embriagaba. Éste era el corazón de Manderley, del Manderley que aprendería a conocer y amar. Había olvidado ya la llegada en coche, el bosque sombrío y espeso, los lujuriosos rododendros, brillantes y soberbios. Y la gran mansión, el silencio lleno de ecos del vestíbulo, la quietud amenazadora del ala oeste, envuelta en fundas. Allí yo era una intrusa que vagaba por aposentos que no me conocían, que me sentaba en una silla que no me pertenecía, ante un escritorio que no era mío. Aquí era distinto. El Valle Feliz no sabía de intrusos. Llegamos al final del sendero, donde las flores formaban un arco por encima de nuestras cabezas. Hubimos de agacharnos para pasar, y cuando de nuevo me erguí y me sacudía las gotas de lluvia que se me prendieron en el pelo, vi que habíamos dejado el valle a nuestra espalda, y con él las azaleas y el arbolado. Tal como Maxim me había descrito en Montecarlo, ya hacía muchas semanas, nos hallábamos pisando guijas duras y blancas, ante una ensenada estrecha y larga. Más allá, el oleaje rompía contra la costa.
Maxim me sonrió al ver la sorpresa reflejada en mi rostro.
—Te ha sorprendido, ¿verdad? Nadie se lo espera. El contraste es demasiado brusco. Casi hace daño.
Cogió una piedra y la tiró lejos, a la playa, para que Jasper la trajese.
—¡Búscala!
Y Jasper salió como una exhalación a coger la piedra, agitando al viento sus largas orejas negras.
Había cesado el encanto; el hechizo se había roto. Volvimos a ser dos mortales, dos personas jugando en la playa. Tiramos más piedras, fuimos hasta la orilla, hicimos saltar las guijas sobre el agua y jugamos a pescar los maderos que traían las olas. La marea había comenzado a subir y ascendía por la bahía. Las rocas bajas estaban cubiertas. Otras aparecían llenas de algas. No sin esfuerzo conseguimos rescatar del agua un tablón que flotaba sobre las olas, y lo llevamos hasta más arriba de las huellas dejadas por la pleamar. Maxim se volvió hacia mí, riendo, echándose para atrás el pelo que se le metía en los ojos, y yo me bajé las mangas del impermeable, salpicado por las olas. De repente, miramos y vimos que Jasper había desaparecido. Le llamamos y le silbamos, pero no vino. Miré intranquila hacia la boca de la caleta, donde las olas se estrellaban contra la escollera.
—No —dijo Maxim—; no puede haberse caído al agua; le hubiéramos visto. ¡Jasper! ¡¡Jasper!! ¿Dónde te has metido? ¡¡¡Jasper!!!
—¿Se habrá vuelto hacia el Valle Feliz?
—Hace un minuto estaba junto a esa roca, oliendo una gaviota muerta —dijo Maxim.
Volvimos a recorrer la playa en dirección al Valle Feliz.
—¡Jasper! ¡Jasper! —gritaba Maxim.
A lo lejos, más allá de las rocas que se alzaban a nuestra derecha, oí un ladrido débil y agudo.
—¿Has oído? —pregunté—. Se ha subido por ahí.
Y comencé a trepar por las escurridizas lajas hacia el punto donde había oído el ladrido.
—¡Ven aquí! —dijo Maxim secamente—. No quiero ir por ahí. Que se las arregle el muy majadero.
Vacilé y le miré desde lo alto de las rocas.
—Puede que se haya caído —dije—. ¡Pobre animalito! Déjame que vaya a buscarlo.
Volvió Jasper a ladrar, y esta vez parecía sonar más lejos.
—¡Escucha! Tengo que ir a ayudarle —insistí—. No hay peligro, ¿verdad? ¿Crees que le habrá aislado la marea?
—No le pasa nada —dijo Maxim irritado—. Déjale en paz, él sabe el camino de la casa.
Hice como que no le oía y continué trepando hacia Jasper. Grandes rocas de perfil irregular y cortante obstruían la vista, y yo continué, escurriéndome, tropezando, como pude, por las rocas mojadas hacia el lugar en donde sonaron los ladridos de Jasper. Me pareció una crueldad por parte de Maxim querer abandonar a Jasper, y no lo comprendía. Además, la marea se acercaba. Llegué al gran peñasco que me había tapado la vista y miré al otro lado. Vi sorprendida otra caleta muy parecida a la que acababa de dejar, pero más ancha y redonda. La cruzaba un pequeño malecón de piedra y más allá la bahía formaba un diminuto fondeadero natural. Vi una boya, pero no había ninguna embarcación. La playa era también de guijo blanco, como la que quedaba a mi espalda, pero más escarpada, adentrándose en el mar en un ángulo más pronunciado. Llegaban los árboles casi hasta los revoltijos de algas que marcaban la pleamar, casi hasta las mismas rocas. Junto al lindero del bosque había una casa, baja y larga, medio chalé, medio cobertizo para embarcaciones, construida con la misma piedra que sirvió para el malecón.
Había en la playa un hombre, tal vez un pescador, con botas de agua y un sombrero de hule como los que usan los pescadores. Jasper estaba también allí, ladrando al hombre, corriendo en círculos a su alrededor y tratando de morderle las botas de vez en cuando. El pescador no le hacía ningún caso. Estaba inclinado y escarbando entre las guijas.
—¡Jasper! ¡Jasper! ¡Ven aquí! —grité.
Me miró el perro, movió el rabo, pero no me obedeció, sino que continuó ladrando a la solitaria figura de la playa.
Volví la cabeza, pero no vi a Maxim. Bajé hasta la playa, saltando por las rocas. Crujieron las guijas al pisarlas, y el hombre, que notó el ruido, alzó la cabeza. Vi los ojillos rasgados de un idiota, de boca roja y húmeda. Se sonrió, enseñando las desdentadas encías.
—Buenos días —dijo—. Mal tiempo hace, ¿eh?
—Buenas tardes —respondí—. Sí, no hace demasiado buen tiempo.
Me miraba con curiosidad, sin dejar de sonreír.
—Buscando conchitas. Aquí no hay conchitas. Buscando desde mediodía.
—Vaya, hombre, pues siento que no haya encontrado ninguna.
—¡Eso, eso! —dijo—. ¡Ninguna! Aquí no hay conchitas.
—Vamos, Jasper —dije yo—, se hace tarde. Vamos, muchacho.
Pero Jasper estaba desquiciado. No sé si la brisa del mar se le había subido a la cabeza, pero se mantenía fuera de mi alcance, ladrándome estúpidamente, y luego se puso a dar locas carreras por la playa, persiguiendo algo imaginario. Comprendí que no me seguiría, y no había traído la correa. Me volví hacia el hombre, que había vuelto a su inútil ocupación, y le dije:
—¿Tendría usted una cuerda?
—Aquí no hay conchitas… Buscando desde mediodía.
Agachó la cabeza y se restregó los ojos, azul pálido y lacrimosos.
—Quiero algo para atar al perro —dije—, porque no quiere seguirme.
—¿Eh? —dijo, poniendo aquella sonrisa de pobre idiota.
Me miró vacilante, y juego se inclinó hacia delante, y me dio con el dedo en el pecho.
—Yo conozco a ese perro —dijo—. Es de la casona.
—Sí —dije—, y quiero que ahora venga conmigo.
—Ese perro no es suyo.
—Es del señor de Winter —dije suavemente—, y quiero llevarlo a casa.
—¿Eh? —dijo.
—Nada, no importa.
Volví a llamar a Jasper; pero en aquel momento estaba persiguiendo una pluma que volaba empujada por el viento. Pensé que quizá encontrase una cuerda en la casita, y me dirigí hacia ella. En otros tiempos debió de tener un jardincillo, pero ahora estaba invadido de hierbajos y ortigas. Las ventanas estaban clavadas. La puerta estaría, sin duda, cerrada con llave, y levanté el pestillo sin grandes esperanzas. Pero, con gran sorpresa mía, la puerta cedió al primer empujón y entré, inclinándome, pues era muy baja. Había creído encontrar el acostumbrado desorden de una caseta para barcas, sucia y polvorienta de no usarse, con estacas, trozos de madera y remos tirados en el suelo. En efecto, había polvo y en algunos lugares suciedad, pero ni remos ni cuerdas. La habitación estaba amueblada y abarcaba toda la casa. Había un escritorio en una esquina, una mesa, sillas y una cama turca pegada contra la pared. También había un aparador con tazas y vajilla. Y librerías con sus libros y modelos de barco encima. Pensé por un momento que estaba habitada, quizá por el hombre de la playa; pero luego miré más despacio y vi que no había señales de que últimamente hubiera habido gente allí. El hogar de la chimenea estaba herrumbroso y con señales de no haber tenido fuego hacía mucho tiempo. Sobre el suelo, cubierto de polvo, no se veían pisadas, y la vajilla del aparador mostraba unas manchas azuladas de humedad. Se notaba un desagradable olor a moho. De las jarcias de los barquitos colgaban las telarañas, como aparejos de pesadilla. Allí no vivía nadie. Ni nadie visitaba aquel lugar. La puerta había crujido al abrirla yo. Tamborileaba la lluvia sobre el tejado con un ruido que sonaba a hueco, y llamaba a las ventanas con sus golpecitos. La tapicería del sofá estaba mordida por ratas o ratones y pude ver los boquetes deshilachados y los bordes raídos. Dentro de la casa había una humedad fría. La oscuridad sobrecogía. Me encontraba a disgusto y deseando salir de allí. El rumor sordo de las gotas de lluvia sobre el tejado parecía resonar dentro de la misma casa. El agua entraba por la chimenea, goteando ruidosamente en el hogar.
Busqué con la mirada una cuerda. Pero no había allí nada que me sirviera; nada en absoluto. En un extremo de la habitación había otra puerta. Llegué hasta ella y la abrí con algo de recelo, con algo de miedo, pues sentía un vago presentimiento de que, cuando menos lo esperase, podía encontrarme con algo que no hubiera querido ver, con algo que podía causarme un daño horrible.
Claro que eran tonterías, y abrí la puerta. Y resultó ser un cuartito lleno de las estachas y cosas de mar que esperé ver en un principio. Dos o tres velas, latas de pintura, una pequeña batea y todos esos objetos y utensilios que usan los marineros. Sobre una repisa vi un ovillo de cuerda, y junto a él una oxidada navaja de muelles. Aquello era lo que buscaba para sujetar a Jasper. Abrí la navaja, corté un trozo de cuerda y volví al cuarto grande. La lluvia continuaba su acompasado ruido sobre el tejado y el hogar de la chimenea. Salí de la casita deprisa, sin volver la cabeza, tratando de no ver el roto sofá y la vajilla con sus manchitas de moho, ni las telarañas de los barquitos. Pasé por la puerta, que volvió a rechinar, y salí a la blanca playa.
El hombre había dejado de escarbar en el suelo, y ahora me miraba, con Jasper a su lado.
—Vamos, Jasper —dije—, sé bueno.
Me agaché y esta vez me dejó que lo cogiera del collar y que le atara la cuerda.
—He encontrado cuerda en la casita —dije. No me respondió, y terminé de atar la cuerda al collar—. Buenas tardes —dije, tirando de Jasper.
El hombre balanceó la cabeza, mirándome con sus ojillos de idiota.
—La he visto entrar allí… —dijo.
—Sí —respondí—; pero es igual. Al señor de Winter no le importará.
—Ya no viene ella —dijo.
—No, ahora no —respondí.
—Se fue al mar, ¿verdad? Ya no volverá, ¿eh?
—No, ya no volverá.
—Que yo…, que yo no he dicho nada, ¿eh?
—No, no, claro que no; no tenga cuidado.
Se agachó y comenzó a escarbar de nuevo, farfullando algo para sí. Eché a andar por las guijas y vi a Maxim que me esperaba, junto a las peñas, con las manos en los bolsillos.
—Perdóname —le dije—. Jasper no quería seguirme y he tenido que buscar una cuerda.
Dio media vuelta bruscamente, y echó a andar hacia el bosque.
—¿No vamos a ir por las rocas? —pregunté.
—No, ¿para qué? Ya estamos aquí —respondió secamente.
Pasamos por la casita y tomamos un sendero que se adentraba en el bosque.
—Perdóname si he tardado. Jasper tuvo la culpa —le dije—. No dejaba de ladrar a ese hombre. ¿Quién es?
—Es Ben —dijo Maxim—; un pobre diablo inofensivo. Su padre era uno de los guardas de la finca. Viven cerca de la alquería. ¿De dónde has sacado esa cuerda?
—La encontré en la casita de la playa.
—¿Estaba abierta la puerta?
—Sí, no tuve más que empujarla. Encontré la cuerda en el cuartito de dentro, donde están las velas y la barca.
—¡Ah! —dijo, con la misma sequedad—. Comprendo —y pasados algunos momentos, añadió—. La puerta debería estar cerrada con llave. No tiene por qué estar abierta.
Me callé, pues no era asunto que me incumbiera.
—¿Te dijo Ben que estaba abierta la puerta? —preguntó.
—No; no parecía entender nada de lo que le preguntaba.
—Se hace pasar por más tonto de lo que es —dijo Maxim—; pero cuando quiere, puede hablar con sentido. Lo que ocurre es que habrá entrado una docena de veces en la casita y no quería que te enterases.
—No creo —respondí—; la casita parecía abandonada, y no creo que la hayan tocado. Estaba llena de polvo, y no he visto ninguna pisada. Hay una humedad terrible dentro. Todos aquellos libros se van a estropear, y las sillas, y el sofá. Y hay ratas; se han comido el tapizado.
Maxim no dijo nada. Iba andando a un paso tremendo, y la cuesta era muy pronunciada. Era muy distinto aquello del Valle Feliz. Los árboles crecían espesos y estaba muy oscuro. Allí no había azaleas que acariciaran el sendero. De las enmarañadas ramas caían goterones de lluvia. Una gota me cayó en el cuello y se me escurrió por la espalda. Me estremecí, como si un dedo helado me tocase. Me dolían las piernas, pues no estaba acostumbrada a trepar por las rocas. Jasper me seguía reacio, cansado de sus locas carreras, con la lengua fuera.
—Vamos, Jasper, ¡por el amor de Dios! —dijo Maxim—. ¡Haz que se mueva! ¿No puedes tirar más de la cuerda o hacer algo? Beatrice tenía razón: está demasiado gordo.
—Pero si tienes tú la culpa. Caminas tan deprisa que no podemos mantener tu paso.
—Si me hubieras hecho caso, en vez de irte por las rocas neciamente, ya estaríamos en casa —dijo Maxim—. Jasper sabía volver perfectamente. No comprendo para qué has tenido que salir tras él.
—Creí que podría haberse caído al agua y me daba miedo por la marea.
—¿Te crees que iba a dejarle si hubiera corrido peligro con la marea? Te dije que no te subieras por las peñas, y ahora estás refunfuñando porque estás cansada.
—¡No estoy refunfuñando! —dije—. Cualquiera se cansaría andando a este paso, aunque tuviera las piernas de acero. Y, en vez de abandonarme, creía que me seguirías cuando fui a buscar a Jasper.
—¿A santo de qué iba yo a cansarme corriendo detrás de ese perro idiota?
—¡No te hubieras cansado más subiendo por las rocas que corriendo por la playa pescando maderos! —contesté—. Sólo dices eso porque no tienes otra excusa.
—¿Me quieres decir de qué tengo yo que excusarme, si se puede saber?
—¡Oh! ¡Qué sé yo! ¿Vamos a dejarlo?
—Nada de eso. Tú has empezado. ¿Qué es eso de que yo quiero excusarme? ¿Excusarme de qué?
—Excusarte por no haber venido conmigo a las peñas, supongo —dije.
—Y… ¿por qué crees que no quería ir yo a la otra playa?
—Pero, Maxim…, ¿cómo lo voy a saber yo? Yo no soy adivinadora del pensamiento. Pero te digo que no querías venir. Te lo vi en la cara.
—¿Qué viste en mi cara?
—Lo que acabo de decir. Que no querías venir. Pero…, te lo pido por favor. Vamos a no hablar más del asunto. Ya estoy harta de él.
—Todas las mujeres dicen lo mismo cuando llevan las de perder en una discusión. Bueno, pues… ¡es verdad! ¡No quiero ir a la otra playa ni a esa casa endiablada! Y si tuvieras de ellas los recuerdos que yo, ni querrías ir allí ni querrías oír hablar de ellas. Ya lo sabes. Y ahora espero que te habrás quedado satisfecha.
Su cara estaba blanca y vi en sus ojos, angustiados y tristes, aquella mirada sombría que tenían cuando le conocí. Alargué la mano, tomé la suya y la apreté.
—Maxim, ¡por favor!
—¿Qué quieres? —dijo bruscamente.
—No quiero verte así. Me hace demasiado daño. Por favor te lo pido. Vamos a olvidar todo lo que he dicho. Ha sido una discusión estúpida. Perdóname. Te quiero. Vamos a olvidarlo todo.
—Debíamos habernos quedado en Italia —dijo—. No teníamos que haber venido a Manderley. ¡Qué necio! ¡Qué necio he sido volviendo!
Continuó apartando las ramas violentamente, dando grandes zancadas, mayores que antes, y para no quedarme atrás tuve que echar a correr, tratando de contenerme, a punto de llorar, tirando del pobre Jasper.
Al fin, llegamos a la cima de la cuesta, y vi el sendero que conducía al Valle Feliz. Habíamos subido por el camino que había querido tomar Jasper antes aquella tarde. Entonces comprendí por qué quiso ir por allí. Llevaba a la playa que le era más conocida, y a la casita. Lo hizo siguiendo una costumbre.
Salimos a las praderas de césped y las cruzamos en dirección a la casa, sin hablar. Maxim tenía una expresión dura, apagada. Entró en el vestíbulo y dijo a Frith, que estaba allí:
—Queremos el té inmediatamente.
Y entró en la biblioteca cerrando la puerta tras él.
Luché por contener las lágrimas. No quería que Frith las viera. Creería que habíamos tenido un disgusto y luego hubiera ido a los demás criados, diciendo: «La señora estaba llorando en el vestíbulo ahora mismo. Parece que las cosas no marchan bien». Le volví la espalda para que no me viera la cara. Sin embargo, vino hacia mí y comenzó a ayudarme con el impermeable.
—Pondré el impermeable en el cuarto de las flores, señora —dijo.
—Gracias, Frith —respondí, manteniendo la cara apartada.
—No ha hecho una tarde demasiado buena para pasear, señora.
—No, no estaba demasiado agradable.
—Su pañuelo, señora —dijo, recogiendo algo que había caído al suelo.
—Gracias —dije, y lo metí en el bolsillo.
No sabía si subir a mi cuarto o si seguir a Maxim y entrar en la biblioteca. Frith se llevó el impermeable al cuarto de las flores. Cuando volvió y me vio aún allí, indecisa, mordiéndome las uñas, me miró sorprendido, y me dijo:
—En la biblioteca hay un fuego muy bueno, señora.
Atravesé el vestíbulo despacio hacia la biblioteca. Abrí la puerta y entré. Maxim estaba sentado en un sillón, con Jasper a sus pies y la perra en el cesto. Aunque el periódico estaba sobre el brazo del sillón, Maxim no leía. Me arrodillé junto a él y apoyé la cara contra la suya.
—No estés enfadado conmigo —le dije.
Me cogió la cara con las dos manos y me miró con aquellos ojos cansados y tristes.
—No estoy enfadado contigo.
—Sí, sí lo estás. Te he hecho desgraciado, que es lo mismo que si te hubieras enfadado. Estás herido y sangrando por dentro. Y no puedo sufrir el verte así. ¡Te quiero tanto!
—¿De verdad? —dijo—. ¿De verdad?
Me abrazó con fuerza, mirándome con ojos de duda, con los ojos de un niño que sufre, de un niño que siente miedo.
—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Por qué me miras así, amor mío?
Antes de que pudiera contestar oí que se abría la puerta, y me senté sobre los talones, simulando que echaba un leño al fuego. Entró Frith, seguido de Robert, y comenzó el ritual del té.
Se repitió el ceremonial del día anterior: colocar la mesa, cubrirla con un mantel blanco como la nieve, los platos de dulces y bollitos, la tetera de plata para el agua caliente sobre su llamita de alcohol. Y Jasper, que movía el rabo con expectación, me miraba a la cara, con las orejas echadas hacia atrás.
Debieron de pasar cinco minutos hasta que nos encontrarnos solos otra vez, y cuando miré a Maxim vi que le había vuelto el color a la cara y había desaparecido en su mirada aquella tristeza sombría. En aquel momento cogía un emparedado.
—De todo tiene la culpa el haber tenido tanta gente a comer —dijo—. La pobre Beatrice me pone los nervios de punta. Cuando éramos pequeños, nos peleábamos como demonios. Y lo gracioso es que la quiero mucho. ¡Bendita sea! Pero es un descanso que no vivan más cerca. Lo que me recuerda que tenemos que ir a ver a la abuelita uno de estos días. Sírveme el té, niña bonita, y perdóname que me haya puesto así.
Todo había pasado. Había terminado el incidente. No teníamos que hablar más del asunto. Me sonrió por encima de su taza, y cogió el periódico que tenía en el brazo de su sillón. La sonrisa fue mi premio. Como un golpecito cariñoso que hubiera dado a Jasper. Me encontraba en el mismo lugar que antes, «descansa, perrito, buen chico, no me molestes más». Cogí un bollo y lo repartí entre los dos perros. Yo no tenía hambre. Ahora me encontraba cansada, muy cansada, agotada, exhausta. Miré a Maxim, pero estaba enfrascado en su periódico. Había vuelto la página. Yo tenía los dedos pringosos de la mantequilla del bollo y busqué el pañuelo en el bolsillo. Lo saqué. Era diminuto, bordado de encaje. Lo miré sorprendida, pues no era mío. Entonces evoqué a Frith recogiéndolo del embaldosado suelo del vestíbulo. Indudablemente se había caído del bolsillo del impermeable. Lo volví a mirar. Estaba sucio, y unas pelusillas del bolsillo del impermeable se le habían quedado pegadas. Seguramente había permanecido mucho tiempo en aquel bolsillo. Tenía bordado un monograma en la esquina: una «R», alta, inclinada, y las letras «de W» entrelazadas. La «R» empequeñecía las demás letras, y su rabo se adentraba por la batista, alejándose del encaje. Era un pañuelito insignificante, una verdadera miniatura. Hecho una bolita, lo metieron en el bolsillo del impermeable y luego se olvidaron de él. Debí de ser yo la primera persona que se pusiera aquel impermeable desde que se usara el pañuelo. La dueña del impermeable era alta, delgada. Más ancha de hombros que yo, pues a mí me estaba ancho y largo, y las mangas me habían llegado más abajo de las muñecas. Faltaban algunos botones, luego ella no se molestaba en abrochárselo, lo llevaría sobre los hombros, como una capa, o lo usaría abierto, con las manos metidas en los bolsillos.
El pañuelo tenía una mancha roja. Una mancha de carmín. Se había limpiado los labios con el pañuelo, luego hizo con éste una bolita y lo olvidó en el bolsillo. Me limpié los dedos con el pañuelo y, al hacerlo, noté que aún se desprendía de él un perfume desvaído. Era un perfume que reconocí, un perfume que no era nuevo para mí. Cerré los ojos tratando de hacer memoria. Era un perfume fugitivo, débil y fragante, pero no podía ponerle nombre. Sin embargo, sabía que lo había aspirado en otra ocasión, y hasta tocado…, ¡aquella misma tarde!
Entonces me di cuenta de que el suave perfume del pañuelo era el mismo de los blancos pétalos estrujados de las azaleas que florecían en el Valle Feliz.