Capítulo 9

CUANDO oí el ruido del coche en el jardín, me levanté presa de un pánico repentino, mirando el reloj, suponiendo que acababan de llegar Beatrice y su marido. Acababan de dar las doce: habían llegado antes de lo que creía. Y Maxim no había vuelto. Pensé si podría esconderme, salir por la ventana del jardín, para que si Frith los acompañaba al gabinete dijera: «La señora ha debido de salir». No les extrañaría; les parecería natural. Cuando me dirigí apresuradamente hacia la ventana, los perros alzaron la cabeza, como preguntándome, y Jasper me siguió moviendo el rabo.

La ventana daba a la terraza y al pequeño claro del que he hablado; pero cuando me disponía a escabullirme por entre los rododendros, oí rumor de voces que se acercaban y volví a entrar en la habitación. Se acercaban a la casa dando la vuelta por el jardín, seguramente porque Frith les había dicho que yo estaba en el gabinete. Pasé rápidamente por el salón grande y me dirigí a una puerta que quedaba a mi izquierda. Me encontré en un largo corredor enlosado y corrí por él, dándome cuenta de mi estupidez, despreciándome por aquel repentino ataque de nervios, pero sin poderlo evitar, pues no me encontraba con valor para recibir a los visitantes en aquel momento. El corredor parecía conducirme a la parte trasera de la casa, y en un recodo que hacía frente a otra escalera, me encontré con una criada a quien no había visto hasta aquel momento; tal vez una de las que hacían la limpieza. Llevaba una bayeta y un cubo y se quedó mirándome pasmada, como si no hubiera sido natural encontrarme en aquella parte de la casa y yo, toda azorada, le dije: «¡Buenos días!», dirigiéndome a la escalera. «Buenos días, señora», contestó, boquiabierta, mirándome con los ojos como platos, mientras yo comenzaba a subir la escalera.

Supuse que me llevaría a los dormitorios y que me sería fácil encontrar mi cuarto en el ala este. «Me sentaré allí un rato —pensé—, hasta que se acerque la hora de comer, y entonces no tendré más remedio que bajar de nuevo, por educación».

Debí desorientarme, pues después de pasar por una puerta, al final de la escalera, me hallé en un largo corredor que no conocía, parecido al de la parte de la casa donde estaban mis habitaciones, pero más ancho y más oscuro; oscuro, más que nada, a causa de los paneles de madera que cubrían las paredes.

Dudé un momento y luego torcí a la izquierda, con lo que llegué al espacioso rellano de otra escalera. La penumbra y el silencio lo envolvían todo. Si las criadas habían estado allí durante la mañana, ya habían concluido la limpieza y se encontraban de nuevo en las cocinas. Nada indicaba que hubieran estado allí, ni se olía el polvo de las alfombras recién sacudidas. Según me encontraba allí, sin saber dónde ir, me noté sobrecogida por aquel silencio que pareció el de una casa vacía cuando sus dueños se han marchado.

Abrí al azar una puerta y me hallé en un cuarto sumido en total oscuridad. Ni una rendija de luz atravesaba las contraventanas cerradas. En el centro del cuarto me pareció ver vagamente bultos de muebles enfundados de blanco. Olía allí dentro a cuarto no ventilado, a aire viciado, ese olor característico de las habitaciones nunca o poco usadas, cuyos adornos se amontonaban en el centro de una cama, cubiertos con una sábana. Acaso las cortinas habían estado echadas desde el verano anterior, y si uno fuera y las descorriera ahora, abriendo luego las chirriantes contraventanas, una mariposa muerta, allí prisionera muchos meses, caería sobre la alfombra y quedaría junto a un alfiler olvidado y una hoja seca que entró con el viento antes que las ventana se cerraran por última vez. Cerré cuidadosamente la puerta y continué sin saber qué hacer por el pasillo flanqueado por puertas y más puertas, todas cerradas, hasta que llegué a un ensanche del corredor, en el que un amplio ventanal me dio, al fin, la luz deseada. Me asomé a ella y vi las aterciopeladas praderas de césped que se extendían hacia el mar y el mismo mar, de un verde luminoso, con las olas empenachadas de blanco que se arrojaban sobre la playa batida por el viento de poniente.

El mar estaba más cerca de lo que había imaginado, mucho más cerca. Seguro que llegaba hasta el pie del bosquecillo que se alzaba algo más abajo del final del césped, a unos cinco minutos de distancia. Con la oreja pegada a la ventana, llegaba hasta mí el rumor de las olas rompiendo contra la costa de una pequeña ensenada, que no se veía desde allí. Comprendí entonces que había dado la vuelta a la casa y me encontraba en el corredor del ala de poniente. Tenía razón la señora Danvers. Desde allí se podía escuchar el mar. Podía uno imaginarse que en invierno avanzaba cauteloso por encima de los verdes macizos hasta llegar a amenazar a la propia casa. Pues incluso en aquel momento, debido al vendaval, había en los cristales de la ventana un vaho como si alguien hubiera echado el aliento sobre ellos. Soplaba del mar una neblina salobre. Según me encontraba mirando, una nube presurosa ocultó el sol durante unos momentos, y cambió al punto el color del mar, ennegreciéndolo, y las alegres olas coronadas de blanco se hicieron repentinamente despiadadas y crueles. Ya no era aquel el mar alegre y luminoso que había contemplado en un principio.

Me alegré entonces de que mis habitaciones dieran al este. Prefería la rosaleda al ruidoso mar. Volví entonces al rellano superior de la escalera, y cuando con la mano sobre la balaustrada me disponía a bajar, oí que se abría una puerta detrás de mí. Era la señora Danvers. Nos miramos un momento, en silencio, sin saber yo si la expresión de sus ojos era de enfado o de curiosidad, pues su cara quedó tan rígida como una máscara desde el mismo momento en que me vio. Aunque nada dijo, me turbé, como si hubiera hecho yo algo reprochable, y un rubor delator se apoderó de mi cara.

—Me he perdido —dije—. Estaba buscando mi cuarto.

—Se encuentra usted en el lado opuesto de la casa. Estamos en el ala de poniente.

—Sí, ya lo sé.

—¿Entró la señora en alguna de las habitaciones?

—No, sólo he abierto una puerta, pero no entré. Estaba muy oscuro y los muebles tapados con fundas. No he querido revolver… Supongo que usted prefiere tener todo esto cerrado.

—Si la señora desea que se abran estas habitaciones se hará inmediatamente —dijo—. Unicamente tiene que decírmelo. Todas las habitaciones están amuebladas y pueden utilizarse.

—No, no. No he querido decir eso.

—Tal vez desea la señora que le enseñe esta parte de la casa.

Moví la cabeza negativamente.

—No, mejor será que no —dije—. Tengo que bajar ahora.

Comencé a bajar la escalera, con ella al lado como si fuese una carcelera y yo estuviese bajo su custodia.

—Cuando la señora no tenga qué hacer, no tiene más que decírmelo y le enseñaré la parte de la casa que da a poniente —insistió, lo que me hizo sentir una vaga intranquilidad.

No sabría decir por qué, pero aquella insistencia hizo vibrar una cuerda de mi memoria. Me trajo el recuerdo de una visita que hice cuando niña a casa de una amiga mayor que yo, y cómo me agarró de un brazo y me dijo al oído:

«Yo sé dónde hay un libro guardado en un armario cerrado con llave, en la alcoba de mamá. ¿Quieres que vayamos a verlo?»

Me acuerdo de su cara pálida y excitada, de sus ojuelos pequeños y relucientes como dos abalorios, de su manita que me agarraba nerviosa un brazo.

—Puedo mandar quitar las fundas, y la señora verá los cuartos tal como estaban cuando se vivía en ellos —dijo la señora Danvers—. Se los hubiera enseñado esta mañana, pero creí que estaba usted ocupada escribiendo cartas en el gabinete. Cuando quiera algo la señora ya sabe que no tiene más que llamarme por teléfono. Los cuartos quedarán listos en poco tiempo.

—Muy amable, señora Danvers —dije—. Ya le avisaré otro día.

Pasamos juntas la puerta y vi que estábamos en el descansillo de la escalera principal, detrás de la galería de los trovadores.

—¿Cómo se perdió la señora? —dijo—. La puerta que va al ala de poniente no se parece a ésta.

—No he venido por aquí.

—Entonces… ¿vino por detrás, por el corredor de piedra?

—Sí —dije, evitando su mirada—, por un corredor con baldosas de piedra.

Continuó mirándome, como si esperara que yo dijera por qué había huido del gabinete, presa de un pánico repentino, para escapar por la parte trasera de la casa, y tuve de pronto la sensación de que ella lo sabía, que había estado espiándome desde el primer momento que llegué a aquella parte de la casa.

—La hermana del señor y su marido, el comandante Lacy, han llegado hace tiempo. Oí el coche poco después de las doce —dijo.

—¿Ah, sí? No me había dado cuenta.

—Frith los habrá llevado al gabinete. Ya deben de ser casi las doce y media. ¿Sabrá la señora ahora encontrar el camino?

—Sí, señora Danvers.

Y bajé la escalera hasta llegar al vestíbulo, segura de que ella permanecería arriba, mirándome fijamente.

Comprendí que ya no tenía más remedio que ir al gabinete y presentarme ante la hermana de Maxim y su marido. Cuando entré en la sala, volví la cabeza y miré. Vi a la señora Danvers, inmóvil aún en el descansillo, como un sombrío centinela.

Permanecí un momento con la mano sobre el picaporte del gabinete, escuchando el rumor de las conversaciones. Por lo visto, había vuelto Maxim mientras yo estaba arriba, supuse que con su administrador, pues por el ruido que me llegaba la habitación parecía llena de gente. Noté la misma sensación de malestar indefinido que sentía cuando era niña y me llamaban para saludar a unas visitas. Hice girar el picaporte y entré toda azorada, para encontrarme con un mar de caras en medio de un silencio general y repentino.

—¡Ya apareció! —dijo Maxim—. ¿Dónde te habías escondido? Ya estábamos pensando en movilizarnos para buscarte. Mira, ésta es Beatrice y éste es Giles, y éste Frank Crawley. ¡Cuidado! ¡Casi pisas al perro!

Beatrice era alta, ancha de hombros, muy parecida a Maxim en los ojos y la barbilla, pero menos elegante de lo que yo me había figurado, mucho más… sólida; una de esas personas que saben cuidar a los perros con moquillo, buena conocedora de caballos, excelente cazadora… No me besó. Me dio la mano, apretando vigorosamente, mirándome a los ojos con franqueza, y luego se volvió a Maxim.

—Todo lo contrario de lo que me esperaba. No se parece en nada a tu descripción.

Rieron todos y yo me uní a ellos, no muy segura de si lo hacían de mí, mientras me preguntaba qué esperaba ella y cómo me habría descrito Maxim.

—Y aquí tienes a Giles —dijo Maxim, dándome un golpecito en el brazo.

Giles adelantó una manaza enorme y me estrechó la mano, casi espachurrándome los dedos, mientras me miraba con sus ojos simpáticos, protegidos por unas gafas de concha.

—Frank Crawley —dijo Maxim, y me volví hacia el administrador, un hombre inexpresivo, bastante delgado, con una nuez prominente, y en cuyos ojos leí algo como alivio cuando me vio.

No comprendí el motivo, pero no tuve tiempo de pensar en ello, pues Frith había entrado y nos estaba sirviendo el jerez.

Beatrice me estaba hablando otra vez:

—Me dice Maxim que estáis aquí solamente desde anoche. No me he dado cuenta, pues no hubiéramos venido a molestaros tan pronto. Y, ¿qué te ha parecido Manderley?

—Casi no lo he visto aún. Pero es precioso.

Me estaba examinando de arriba abajo, como yo me había esperado, pero de una manera franca, no de la manera retorcida de la señora Danvers, sin hostilidad. Beatrice tenía derecho a examinarme, pues era la hermana de Maxim. En aquel momento vino el junto a mí y me tomó del brazo, lo que me dio más ánimos.

—¿Sabes que tienes mejor cara, chico? —dijo ella, examinándole con la cabeza ladeada—. Menos mal que se te ha quitado aquella cara de pito. Supongo que te lo tenemos que agradecer a ti —añadió, señalándome con la cabeza.

—Yo no he estado malo en mi vida —dijo Maxim con cierta brusquedad—; siempre estoy bien. Tú crees que todos los que no están tan gordos como Giles están enfermos.

—¡Qué tontería! —dijo Beatrice—. De sobra sabes que hace seis meses estabas hecho una calamidad. Me diste el susto más grande de mi vida cuando vine y te vi. Creí que habías cogido algo gordo. Y si no, que lo diga Giles: ¿verdad que la última vez que vinimos aquí nos encontramos a Maxim con una cara malísima y te dije que parecía que estaba como para caer en cama?

—¡Hombre! La verdad es que pareces otro —dijo Giles—. El viaje fue una idea magnífica. ¿Verdad que tiene buena cara, Crawley?

Noté cómo los músculos de Maxim se endurecían bajo mi brazo, y comprendí que estaba tratando de contenerse. Por algún motivo que desconocía, aquella conversación acerca de su salud le molestaba, hasta le irritaba, y me pareció indiscreto que Beatrice insistiera, tan cabezonamente, como si la cosa tuviera importancia.

—Maxim está muy quemado del sol —dije tímidamente—, lo que oculta muchos pecadillos. Tenías que haberlo visto en Venecia. Se sacaba el desayuno al balcón, para ponerse moreno a propósito. Se cree que tostado está más guapo.

Rieron todos, y Crawley dijo:

—Estaría magnífica Venecia en esta época del año.

—Sí —respondí—; nos hizo un tiempo verdaderamente magnifico. Sólo tuvimos un día malo, ¿verdad, Maxim?

Se desvió la conversación, afortunadamente, del asunto de la salud de Maxim, encauzándose hacia Italia, tema inofensivo por excelencia, y hacia el socorrido tópico del tiempo. Hablábamos ahora sin esfuerzo y con naturalidad. Maxim, Giles y Beatrice estaban discutiendo el funcionamiento del coche de Maxim y Crawley me estaba preguntando si era cierto que ya no había góndolas en los canales, sino sólo lanchas a motor. No creo que le hubiera importado que el Gran Canal se hubiera convertido en fondeadero de vapores, pues aquellas frases únicamente representaban su modesta contribución para conseguir que la conversación se desviara de la salud de Maxim y se lo agradecí, notando instintivamente que, pese a su aspecto insignificante, podía contar con él.

—Jasper necesita hacer más ejercicio —dijo Beatrice, haciendo levantarse al perro con el pie—. Está demasiado gordo y apenas tiene dos años. ¿Qué le das de comer, Maxim?

—Mira, Beatrice, se le cuida lo mismo que a tus perros —dijo Maxim—. No vengas dándotelas ahora de que sabes de perros más que yo.

—Pero, hombre, ¿cómo me vas a convencer de que sabes lo que come Jasper, cuando hace dos meses que estás fuera? ¡No querrás decirme que Frith le lleva dos veces al día de paseo hasta la caseta del guarda! Este perro no ha dado una carrera hace semanas. No hay más que mirarle el pelo.

—Prefiero que esté hecho un cerdo antes que verle medio muerto de hambre, como el atontado de tu perro.

—Observación que no hace honor a tus conocimientos —puso Beatrice—, pues Lion ha ganado dos primeros premios en Cruft, en febrero.

Una vez más se estaba cargando la atmósfera. Lo notaba en la línea que formaba la boca apretada de Maxim, y me pregunté si entre los hermanos y las hermanas se producían siempre tales altercados que, no por ser ligeros y medio en broma, dejaban de ser violentos para quienes escuchábamos. Comencé a desear que llegara pronto Frith para avisar que la comida estaba servida. ¿O acaso nos llamarían al comedor con el gong? Aún no sabía las costumbres de Manderley.

—¿Vivís muy lejos de aquí? —pregunté, sentándome junto a Beatrice—. ¿Habéis tenido que salir muy temprano?

—A ochenta kilómetros, en el otro condado, más allá de Trowchester. La caza es allí mejor que aquí. Tienes que venir a quedarte unos días con nosotros, cuando Maxim pueda pasarse sin ti. Giles te prestará un caballo.

—Siento decir que no cazo —contesté—. Aprendí a montar de niña, pero muy mal. Ya no me acuerdo gran cosa.

—Tienes que empezar otra vez —dijo—. Si vives en el campo, no tienes más remedio que montar. No sabrías qué hacer si no. Maxim me ha dicho que pintas. Claro, eso tiene que ser muy bonito, pero como ejercicio no es más que regular, ¿verdad? Eso para un día de lluvia, cuando no sabe una qué hacer.

—Pero, mujer, Beatrice, no todos estamos tan locos como tú por el aire libre —dijo Maxim.

—Mira, yo no hablaba contigo, pesado. Ya sabemos que tú eres felicísimo caminando a paso de tortuga por tus adorados jardines de Manderley.

—A mí también me gusta mucho andar —dije yo, rápidamente—. Estoy segura de que nunca me cansaré de andar por Manderley. Y cuando haga más calor me podré bañar. Me gusta nadar.

—Eres una optimista, hija —dijo Beatrice—. Yo no me acuerdo de haber podido bañarme nunca aquí. El agua está demasiado fría, y la playa es de guijarros.

—Eso no me importaría —dije—. Me encanta bañarme. Siempre que la corriente no sea demasiado fuerte. ¿Es peligrosa la ensenada para nadar?

Nadie respondió y de repente me di cuenta de lo que había dicho. Me latió el corazón violentamente, y sentí que se me encendía la cara. Me incliné para acariciar a Jasper, confusa y angustiada.

—No le vendría mal a Jasper nadar un poco para quemar esas grasas que le sobran —dijo Beatrice, rompiendo el silencio—. Pero la corriente sería demasiado fuerte para ti, ¿verdad, Jasper? Pobrecito Jasper; buen chico…

Acariciamos juntas al perro, sin mirarnos.

—Bueno, bueno —dijo Maxim—; pero yo tengo un hambre de mil pares de demonios. ¿Qué ha ocurrido con la comida?

—No es más que la una, según el reloj de la chimenea —dijo Crawley.

—Ese reloj siempre adelanta —dijo Beatrice.

—Hace varios meses que no se ha adelantado ni un minuto —dijo Maxim.

En aquel momento entró Frith y anunció que la comida estaba servida.

—Voy a lavarme las manos —dijo Giles, mirándoselas.

Nos levantamos todos y pasamos por el salón hacia el comedor, más tranquilos; Beatrice y yo algo adelantadas, agarrándome ella del brazo.

—¡Mira el bueno de Frith! —me dijo—. ¡Siempre el mismo! Me hace creer que soy todavía una niña. Oye, ¿te importaría que te diga una cosa? Te he encontrado mucho más joven de lo que esperaba. Maxim me escribió la edad que tenías, pero… ¡si es que eres una chiquilla! Dime, ¿estás muy enamorada?

No esperaba la pregunta, y seguramente vio mi expresión de sorpresa, pues se echó a reír y me apretó ligeramente el brazo, diciendo:

—No me contestes. Ya veo lo que sientes. ¿Verdad que soy una pesada y una entrometida? No me hagas caso. Aunque en cuanto estamos juntos nos enzarzamos como el perro y el gato, quiero mucho a Maxim. Y te felicito otra vez por su aspecto. Hace ahora un año estábamos todos preocupados por él; pero, claro, ya estás enterada de todo lo que ocurrió.

Habíamos llegado al comedor y se calló, pues estaban allí los criados y habían llegado los demás; pero cuando ya sentada estaba desdoblando la servilleta, se me ocurrió pensar lo que diría Beatrice si supiera que yo no sabía una palabra acerca del año pasado, ni un solo detalle de la tragedia ocurrida allá abajo, en la ensenada, pues Maxim se callaba esas cosas y yo jamás le preguntaba.

La comida transcurrió mejor de lo que me hubiera atrevido a esperar. Hubo pocas discusiones, acaso porque Beatrice se decidiera a ser más diplomática; en cualquier caso, el hecho fue que Maxim y ella estuvieron charlando de asuntos de Manderley, de los caballos de ella, del jardín, de los amigos comunes, y Frank Crawley, sentado a mi izquierda, mantuvo la conversación sencillamente, lo que le agradecí, pues me ahorró todo esfuerzo. Giles se ocupó más bien en comer que en hablar, aunque de vez en cuando se acordaba de mi existencia y me arrojaba una frase al azar.

—Supongo, Maxim, que tienes el mismo cocinero —dijo, cuando Robert le ofreció por segunda vez la fuente de mousse fría—. Se lo digo siempre a Be: Manderley es la única casa que queda en Inglaterra donde se come bien. Esta mousse de chocolate me recuerda otros tiempos.

—Creo que los cocineros cambian de vez en cuando —dijo Maxim—, pero la cocina no. La señora Danvers tiene todas las recetas y enseña a los cocineros nuevos que puedan venir.

—Ésta señora Danvers —dijo Giles, volviéndose hacia mí— es una mujer extraordinaria, ¿no te parece?

—Ya lo creo —respondí—. La señora Danvers parece valer mucho.

—¡Como bonita… no es ningún cuadro! —dijo Giles, soltando una carcajada.

Frank Crawley no dijo nada; cuando alcé la vista noté que Beatrice me estaba observando. Volvió la cabeza y se puso a hablar con Maxim.

—¿Juega usted al golf? —preguntó Crawley.

—No, lo siento —respondí, contenta de que se hubiera cambiado otra vez de conversación y que hubieran olvidado a la señora Danvers.

Aunque ni jugaba ni sabía nada del juego, me dispuse a escucharle todo el tiempo que quisiera. Conversación sin peligros ni riesgos. Podíamos estar hablando de golf durante horas sin encontrar ninguna dificultad. Tomamos el queso y el café y me pregunté si tendría yo que levantarme la primera. Miré a Maxim, pero no me hizo ninguna señal. Empezó Giles una historia interminable y difícil de seguir, acerca de cómo una vez encontró un coche cubierto de nieve por una ventisca y tuvo que desenterrarlo. No sé a propósito de qué sacó el cuento. Y yo me puse a escucharlo atentamente, asintiendo de vez en cuando y sonriendo hasta que noté que Maxim, sentado a la cabecera de la mesa, daba muestras de impaciencia. Hizo Giles, al fin, una pausa, y me miró Maxim ligeramente ceñudo al mismo tiempo que me señalaba la puerta con la cabeza.

Me levanté inmediatamente y al hacerlo, cuando retiraba la silla, di torpemente un empujón a la mesa, tirando el vaso de oporto de Giles.

—¡Vaya por Dios! —exclamé, sin saber qué hacer, mientras cogía mi servilleta; pero Maxim me interrumpió:

—Déjalo, Frith se encargará de eso. No lo estropees más. Anda, Beatrice, llévatela a dar una vuelta por el jardín, apenas ha visto nada aún.

Me pareció cansado, agotado. Empecé a sentir que hubiera venido nadie. Ya nos habían estropeado el día. Era demasiado pedirnos, cuando acabábamos de llegar. Yo también estaba deprimida y cansada. Cuando Maxim propuso que nos fuéramos al jardín me pareció que estaba casi enfadado. ¡Qué majadería, haber tirado la copa de oporto! Salimos a la terraza y nos pusimos a pasear por el bien cuidado césped.

—Me parece una pena que hayas venido tan pronto a Manderley —dijo Beatrice—. Hubiera sido mejor que os hubierais quedado vagando por Italia tres o cuatro meses y haber venido aquí a medio verano. A Maxim le hubiera sentado al pelo y a ti te hubiera sido más fácil todo. Al principio, estoy segura de que todo se te va a hacer cuesta arriba.

—¡Oh, no! Sé que llegaré a tomarle cariño a Manderley.

No contestó. Continuamos paseando, dando vueltas por la hierba.

—Cuéntame cosas tuyas —me dijo—. ¿Qué hacías en el sur de Francia? Maxim escribió que estabas viviendo allí con una señora americana completamente imposible.

Expliqué quién era la señora Van Hopper y cómo empezó la cosa. Me escuchó con cariño, pero creo que no con gran atención, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Sí —dijo—; tienes razón cuando dices que todo ocurrió de pronto. Pero, naturalmente, te aseguro que a todos nos encantó, y yo espero de veras que seáis felices.

—Gracias, Beatrice, muchas gracias.

Pero me extrañó que dijese que esperaba que fuésemos felices, en lugar de decir que sabía que íbamos a serlo. Era amable y sincera. Me gustaba mucho. Pero aquella ligera nota de duda que escuché en su voz me dio miedo. Me cogió del brazo y continuó hablando:

—Cuando Maxim me escribió diciéndome que te había conocido en el sur de Francia y que eras muy joven y muy bonita, no te voy a ocultar que me escamé. Claro, con esa descripción, todos esperábamos una de esas niñas elegantes, muy modernas y pintadas; vamos, una de esas muchachas que suelen conocerse en estos sitios. Cuando entraste en el gabinete, antes de comer, por poco me caigo sentada de la sorpresa.

Se echó a reír y yo con ella. Pero no dijo si, al verme, la sorpresa fue agradable o desagradable.

—¡Pobre Maxim! —siguió—. Ha pasado una temporada terrible, y todos esperamos que tú se la hayas hecho olvidar. Ya habrás notado que adora Manderley.

Algo me hacía desear que siguiese hablando, que me contase más de lo pasado, así, con naturalidad y sencillez; pero, por otra parte, en lo íntimo de mi persona, no lo quería saber, no lo quería escuchar.

—No nos parecemos en nada —continuó—. Somos dos polos opuestos. A mí se me nota todo en la cara; si me gusta alguien o no, si estoy enfadada o contenta. No me callo nunca. Él es todo lo contrario. Habla poco y es muy reservado. Nunca se sabe qué cosas raras está pensando. Yo pierdo la paciencia en cuanto me provocan en lo más mínimo, Maxim se enfada una o dos veces al año; pero cuando se enfada, bueno, ¡hay que ver cómo se pone! Supongo que contigo no le pasará nunca. No sé, me parece que eres una personilla más bien tranquila.

Sonrió y me apretó el brazo. Pensé en lo agradable que resultaba eso de ser «una personilla tranquila» y me imaginé a alguien que hacía punto, con los ovillos en la falda, y la frente serena, sin arrugas. Alguien que nunca se angustiaba, que no conocía el tormento de la duda y la indecisión, a quien no le ocurría, como a mí, sentirse llena de esperanza, ansiosa, asustada, mordiéndose las uñas, sin saber qué camino tomar.

—Oye, no te importe que te lo diga, pero ¿por qué no haces algo con ese pelo? ¿Por qué no te lo rizas? ¿No te parece que lo tienes lacio? Con un sombrero puesto debes de parecer un espanto. ¿Por qué no te lo recoges detrás de las orejas?

Hice lo que me decía, y me quedé esperando su aprobación. Me miró despacio, ladeando la cabeza.

—No —dijo—, no; así estás peor. Demasiado serio. No te sienta bien. Creo que lo que necesitas es hacerte la permanente, para darle un poco de vida. A mí nunca me han gustado esos peinados a lo paje, a lo Juana de Arco o como los llamen. Pero ¿qué dice Maxim? ¿Le parece que te sienta bien así?

—No sé. Nunca me lo ha dicho.

—¡Ah!, pues… puede que le guste. No me hagas caso a mí. ¿Te has comprado ropa en París y en Londres?

—No, no hemos tenido tiempo. Maxim tenía prisa por llegar a casa. Puedo mandar por los catálogos.

—Por la manera que tienes de vestirte se ve que te importa un pito ponerte una cosa u otra.

Miré mi falda de franela, como tratando de justificarla.

—No creas; me gustan las cosas bonitas. Hasta ahora no he tenido mucho dinero para gastar en trapos.

—No comprendo por qué Maxim no se quedó una o dos semanas en Londres para comprarte lo que necesitaras. La verdad es que ha sido muy egoísta. Eso no es propio de él. En general, se fija mucho en esas cosas.

—¿Sí? No creo que se haya fijado nunca en lo que me pongo yo. Creo que le tiene sin cuidado.

—Pues entonces ha cambiado —dijo ella.

Volvió la cabeza y llamó silbando a Jasper con las manos en los bolsillos. Luego miró hacía la casa, que se alzaba ante nosotras.

—No usáis las habitaciones de poniente, ¿verdad?

—No; estamos en el ala este. Las acaban de arreglar.

—¿Ah, sí? —dijo—. No lo sabía. ¿Por qué?

—Fue cosa de Maxim. Parece que las prefiere.

No dijo nada. Continuó mirando las ventanas, silbando.

—¿Qué tal te entiendes con la señora Danvers? —me preguntó de repente.

Me agaché y comencé a acariciar a Jasper en la cabeza y a rascarle las orejas.

—No he tenido mucho que ver con ella —dije—. Me asusta un poco. No creo haber conocido nunca a nadie parecido.

—No. No es probable —dijo Beatrice.

Jasper me miró con sus ojos grandes, humildes, algo asustadizos. Le di un beso en la sedosa cabeza y le cogí el negro hocico con la mano.

—No debes tenerle miedo —dijo Beatrice— y, sobre todo, que ella no te lo note. Yo nunca he tenido nada que ver con ella, ni ganas. Pero siempre se ha mostrado muy atenta conmigo.

Yo continué acariciando a Jasper.

—¿Ha estado amable contigo?

—No, no mucho.

Beatrice empezó a silbar otra vez y rascó a Jasper con el pie.

—Yo, en tu lugar, no tendría demasiados tratos con ella.

—No —respondí—. Lleva la casa muy bien. No hace falta que yo intervenga para nada.

—No, si eso no creo que le importe —dijo Beatrice.

Era exactamente lo que Maxim me dijo la noche antes y me pareció curioso que los dos tuvieran la misma opinión. Yo, personalmente, hubiera pensado que nada molestaría tanto a la señora Danvers como que yo tratase de intervenir en sus cosas.

—Acaso se acostumbre con el tiempo —dijo Beatrice—; pero, al principio, puede que te resulte desagradable. Claro que tiene unos celos tremendos. Eso ya me lo temía yo.

—Pero… ¿por qué? —pregunté mirándola—. ¿Por qué va a tener celos? No parece que a Maxim le tenga un cariño demasiado grande.

—Pero, mujer, no es en Maxim en quien ella piensa —respondió—; supongo que a Maxim le tiene respeto y todas esas cosas, pero nada más. No, ¿sabes? —hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido, vacilante—; lo que ocurre es que le duele tu presencia aquí.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué la he de molestar?

—Creí que lo sabías —dijo Beatrice—. Creí que Maxim te lo habría dicho. Tenía verdadera adoración por Rebeca. Fue niñera suya.

—¡Ah! ¡Ahora comprendo…!

Continuamos las dos rascando y mirando a Jasper, quien, no acostumbrado a tanta atención, se tumbó encantado boca arriba.

—Aquí llegan ésos —dijo Beatrice—. Vamos a sacar unas sillas y a sentarnos bajo el castaño. ¡Qué gordo se está poniendo Giles! Cuando se le ve al lado de Maxim está repugnante. Supongo que Frank se volverá al despacho. ¡Qué aburrido es el pobre! Nunca tiene que decir nada de interés. ¡Bueno! ¿Y de qué venís discutiendo? Arreglando el mundo, supongo.

Se echó a reír; los demás se nos acercaron y nos quedamos todos parados formando un grupo. Giles tiró un palo para que lo trajera Jasper, mientras todos mirábamos. Crawley miró el reloj.

—Me tengo que marchar. Muchas gracias por la comida —me dijo.

—Tiene usted que venir a menudo —le contesté, dándole la mano.

¿Se marcharían los demás? No estaba segura de si se habían presentado solamente a comer o a pasar el día. Yo hubiera preferido que se fuesen. Quería quedarme sola con Maxim y recordar nuestra estancia en Italia. Nos sentamos todos debajo del castaño. Robert sacó sillas y mantas. Giles se tumbó boca arriba, con el sombrero tapándole los ojos. Al cabo de unos momentos comenzó a roncar con la boca abierta.

—¡Cállate, Giles! —dijo Beatrice.

—Si no estoy dormido —dijo, entreabriendo los ojos y viéndolos a cerrar inmediatamente.

Le encontraba bastante poco atractivo. Pensé por qué se habría casado Beatrice con él. Era imposible que estuviera enamorada. Tal vez pensaba lo mismo de mí. De cuando en cuando la sorprendía examinándome pensativa, intrigada, como si se dijera: «Pero ¿qué habrá visto Maxim en su mujer?». Sin embargo, me miraba al mismo tiempo con buenos ojos, no como una enemiga. Estaban hablando de su abuela.

—Tenemos que ir a ver a la pobre vieja —dijo Maxim.

—Se está poniendo chocha —dijo Beatrice—. Se mancha toda cuando come, la pobre.

Yo los escuchaba, apoyada en el brazo de Maxim, restregándome la barbilla contra su manga. Él me acariciaba la mano distraídamente mientras hablaba con Beatrice.

«Eso es lo que yo hago con Jasper», pensé. «Ahora soy como Jasper. Me acaricia de vez en cuando, si se acuerda, y me gusta. Me arrimo entonces más… le gusto de la misma manera que a mí me gusta Jasper».

Se había calmado el viento. La tarde había quedado soñolienta y apacible. El césped estaba recién cortado. Tenía el perfume dulce y fresco del verano. Una abeja zumbaba alrededor de la cabeza de Giles y éste la espantó agitando el sombrero. Se nos acercó Jasper, lentamente, con la lengua colgando. Tenía demasiado calor al sol. Se dejó caer junto a mí y comenzó a lamerme, mirándome con sus humildes ojos. El sol brillaba en las ventanas de la casa, y vi reflejados en ellas las terrazas y los prados. De una de las chimeneas cercanas se alzaba rizada una delgada columna de humo y pensé si, de acuerdo con la rutina, estarían encendiendo fuego en la biblioteca.

Un tordo cruzó en un vuelo el prado, para quedar posado en el magnolio que crecía junto a la ventana del comedor. Sentada sobre el césped, me llegaba la suave fragancia de las magnolias. Todo descansaba apacible. Oíamos a lo lejos el murmullo del mar en la caleta. La marea estaría baja. Volvió a zumbar por encima de nuestras cabezas la abeja, que se detuvo un instante para gozar de las flores del castaño.

«Esto es lo que yo me había imaginado», pensé. «Esto es lo que yo me figuraba que sería vivir en Manderley».

Hubiera querido continuar allí sentada, sin hablar, sin escuchar a los demás, atesorando para siempre aquellos instantes, porque todos nos encontrábamos en paz, todos contentos en nuestra somnolencia, como la abeja que zumbaba persistente. Dentro de muy poco todo cambiaría, y vendría un mañana y un pasado mañana, y otro día, y un año nuevo. Cambiaríamos también nosotros y quizá nunca nos volveríamos a sentar así. Nos marcharíamos, o sufriríamos, o moriríamos. Se extendía ante nosotros lo que estaba por venir, desconocido, invisible, acaso lo que no deseábamos, tal vez lo que no hubiéramos planeado. Sin embargo, aquel momento lo teníamos bien seguro y nadie nos lo podría robar. Allí estábamos sentados. Maxim y yo, mi mano en la suya y el futuro no podía hacer que aquel momento fuera distinto. Bien seguro teníamos aquel extraño pedazo de tiempo, que él nunca recordaría, en el que jamás volvería a pensar. Para él no sería sagrado. Había comenzado a hablar a Beatrice acerca de talar no sé qué maleza del camino y Beatrice, asintiendo a lo que decía, le propuso algo por su parte, al mismo tiempo que tiraba unas hierbas a Giles. Para ellos, aquel momento no era sino la hora después de comer, las tres y cuarto de una tarde cualquiera; una hora como todas de un día como todos. Ellos no querían retenerla ni aprisionarla. Ellos no tenían miedo.

—Creo que nos debemos marchar —dijo Beatrice, sacudiendo las hierbas de la falda—. No quiero llegar tarde, porque vienen los Cartrights a cenar.

—¿Qué tal está Vera? —dijo Maxim.

—Poco más o menos como de costumbre; siempre hablando de sus enfermedades. El que está poniéndose muy viejo es él. Querrán que les cuente toda clase de cosas de vosotros dos.

—Dales recuerdos muy cariñosos —dijo Maxim.

Nos levantamos. Giles sacudió su sombrero para quitarle el polvo y Maxim disimuló un bostezo. Se nubló el sol. Miré al cielo y ya había cambiado. Estaba aborregado, cubierto de nubecillas, que corrían veloces, avanzando en cerrada formación.

—El viento vuelve a levantarse —dijo Maxim.

—¡Ojalá no nos coja la lluvia! —comentó Giles.

—Ya ha pasado lo mejor del día —dijo Beatrice.

Fuimos andando lentamente hacia el camino donde estaba el coche; pero Maxim, dirigiéndose a su hermana, dijo:

—No has visto las reformas que hemos hecho en las habitaciones del este.

—Ven un momento —dije yo—. No tardaremos nada.

Entramos en el vestíbulo y subimos por la escalera principal, seguidas por los hombres.

Parecía raro que Beatrice hubiera vivido allí tantos años. De niña, había bajado saltando por esta misma escalera, seguida de su niñera. Aquí había nacido, aquí fue criada. Todo le era familiar y todo era más suyo que nunca podría ser mío.

Encerrados en su corazón tenía que conservar muchos recuerdos. ¿Pensaría, algunas veces, en los tiempos pasados, en aquella niña que ella fue, larguirucha, con trenzas, tan distinta de lo que era ahora, a los cuarenta y cinco años, vigorosa, reposada, otra persona?

Llegamos a las habitaciones y Giles, parado ante la puerta más baja, dijo:

—Está muy bien; es una gran mejora, ¿verdad, Be?

Y ésta dijo:

—¡Vaya, chico, cómo nos cuidamos! Cortinas nuevas, camas nuevas, todo nuevo. ¿Te acuerdas, Giles? Éste fue el cuarto en que estuvimos cuando te rompiste la pierna. Entonces estaba bastante descuidado. Claro que mamá no se preocupaba mucho de las comodidades. Tú nunca metiste aquí a nadie, ¿verdad, Maxim? A no ser que tuvieras la casa completamente llena. Entonces, los solteros que sobraban venían a parar a estas habitaciones. Bueno, pues hay que confesar que ha quedado muy simpático. Da sobre la rosaleda, lo cual es otra ventaja. ¿Me puedo empolvar la nariz?

Los hombres bajaron, y Beatrice se puso a mirarse en el espejo.

—Todo esto lo hizo la señora Danvers, ¿no?

—Sí; y en mi opinión, muy bien.

—Pues no faltaría otra cosa, con la práctica que tiene —dijo Beatrice—. Pero esto ha debido de costar un montón de dinero. ¿Has preguntado cuánto?

—No, no lo sé.

—Supongo que eso no le preocupa a la señora Danvers. ¿Me dejas usar tu peine? Estos cepillos son muy bonitos. ¿Regalo de boda?

—Me los ha regalado Maxim.

—Me gustan. También nosotros tenemos que regalarte algo. ¿Qué quieres?

—No sé…, pero no te molestes —dije.

—Pero, mujer, no seas ridícula. No voy a escatimarte un regalo. ¡Aunque no nos convidasteis a la boda!

—¿No estarás molesta por eso? Maxim quiso celebrarla en el extranjero.

—¡Claro que no! Hicisteis muy bien. Después de todo, no es como si… —se paró en la mitad de la frase y dejó caer el bolso—. ¡Vaya! ¿Habré roto el cierre? No, no ha pasado nada. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Regalos de boda. A ver si se nos ocurre algo. Probablemente no te interesen las joyas.

No respondí y ella continuó:

—Es distinto cuando se trata de un par de muchachos corrientes. La hija de unos amigos míos se casó el otro día, y, claro, tuvieron toda clase de regalos: ropas, juegos de café, sillas de comedor y todas esas cosas. Yo le regalé una lámpara de pie, muy bonita. Me costó cinco libras en Harrods. Si vas a Londres a hacerte ropa, ve a mi modista. Madame Carroux. Tiene un gusto formidable. Y no te estafa.

Se levantó del tocador y se arregló la falda dándose unos tirones.

—¿Vais a recibir mucho? —preguntó.

—No sé; Maxim no me ha dicho nada.

—¡Qué bicho más raro! Nunca se sabe lo que va a hacer. Hubo un tiempo en que no había manera de encontrar nunca una cama en Manderley. Tenía la casa siempre hasta los topes. No te veo a ti en… —se interrumpió y siguió, dándome unos golpecitos en el brazo—. ¡Bueno! Ya veremos. Es una lástima que ni montes a caballo ni caces. No sabes lo que te pierdes. Oye, ¿no te dará por los balandros?

—No.

—Menos mal —dijo.

Se fue hacia la puerta y yo la seguí. Fuimos juntas por el pasillo.

—Ven a vernos cuando tengas ganas —dijo—. Yo siempre espero que la gente se invite ella misma. La vida es muy corta para mandar invitaciones.

—Muchas gracias —respondí.

Llegamos al rellano superior de la escalera y miramos al vestíbulo. Giles y Maxim nos estaban esperando en la escalinata de la entrada.

—Date prisa, Be —gritó Giles—. Acaba de caerme una gota y hemos subido la capota. Maxim dice que está bajando el barómetro.

Beatrice me cogió la mano, e inclinándose me rozó la mejilla con un beso.

—Adiós —me dijo—, perdóname si te he hecho un montón de preguntas indiscretas, y si te he dicho algo que no debiera. El tacto nunca ha sido uno de mis puntos fuertes, como Maxim te puede decir. Y ya te dije antes que no te pareces en nada a lo que me había figurado —me miró con franqueza, cara a cara, con los labios contraídos como para silbar, sacó un cigarrillo del bolso y encendió su mechero—. Es que —añadió, cerrando el mechero con un ruido metálico—, ¡eres tan distinta de Rebeca!

Y comenzó a bajar las escaleras.

Cuando salimos a la escalinata vimos que el sol se había escondido tras una cortina de nubes. Lloviznaba. Robert corría por el césped para meter las sillas en la casa.