Capítulo 8

NO me había figurado el orden que presidía y regulaba la vida de Manderley. Me acuerdo ahora, mirando al pasado, de aquella primera mañana, y veo a Maxim, levantado, vestido y ya escribiendo, aun antes del desayuno. Y cuando bajé ya dadas las nueve, algo apurada por los resonantes golpes del gong, encontré que Maxim casi había acabado y estaba pelando una fruta.

Alzó la cabeza y sonrió.

—Me tienes que perdonar —dijo—, y me temo que te tendrás que acostumbrar a que no te espere para el desayuno. A estas horas tengo mucho quehacer. Llevar una finca como Manderley no es cosa de media hora. El café y los platos calientes están ahí encima, en el aparador. Aquí nos servimos nosotros mismos el desayuno.

Dije algo como que mi reloj estaba atrasado, o que me había entretenido en el baño, pero no me oyó. Estaba leyendo una carta que le hizo fruncir el ceño.

¡Cómo me impresionó aquella mañana, me acuerdo, y hasta me escandalizó un poco, la excesiva suculencia y abundancia del desayuno que nos habían preparado! Había té en una gran tetera de plata, y también café; sobre una bandejita de plata, con una llama de alcohol debajo, estaban los platos calientes, muy calientes; huevos revueltos, una fuente de beicon y otra de pescado. También vi unos huevos pasados por agua en un calentador especial y porridge en una soperita de plata. En el otro aparador había un jamón y una fuente de beicon frío. Sobre la mesa encontré bollitos calientes de maíz, pan tostado, varias dulceras con mermeladas y miel y, a cada extremo, un gran frutero repleto de frutas. Me pareció raro que Maxim, que en Italia y en Francia había desayunado, por lo general, con una taza de café, un cruasán y algo de fruta, al llegar a su casa se sentara ante aquel desayuno que hubiera bastado para doce personas, y lo hiciera a diario, año tras año, sin darse cuenta del ridículo despilfarro.

Noté que había comido un pedacito de pescado. Yo cogí un huevo pasado por agua, y traté de imaginarme lo que ocurriría con aquellos huevos revueltos, aquel rizado beicon, el porridge, lo que sobró del pescado… ¿Habría unos criados, a quienes nunca conocería ni vería, esperando detrás de la puerta de la cocina el regalo de nuestro desayuno? ¿O lo tiraban todo en el cubo de la basura? Claro que nunca lo sabría, pues no me atrevería a preguntarlo.

—A Dios gracias, no tengo una turba de parientes con que mortificarte —dijo Maxim—. Una hermana, a quien veo poco, y una abuela medio ciega. Y a propósito, Beatrice me ha escrito invitándose a comer. Lo esperaba. Supongo que quiere ver qué tal eres.

—¿Hoy? —pregunté, cayéndoseme el alma a los pies.

—Sí; eso dice en la carta que he recibido esta mañana. No se quedará mucho tiempo. Te gustará. Es de esas personas que no se andan con rodeos, y dicen lo que sienten. Nada de disimulo. Si no le gustas, te lo dirá a la cara.

No me pareció esto muy reconfortante y llegué a pensar que acaso la falta de sinceridad pudiera ser una virtud. Maxim se levantó y encendió un cigarrillo.

—Esta mañana tengo un horror de cosas que hacer. ¿Crees que podrás arreglártelas sola? Me hubiera gustado acompañarte a ver el jardín, pero tengo que ir a ver a mi administrador, Crawley. Hace ya demasiado tiempo que lo tengo todo abandonado. ¡Ah! ¡Por cierto! También vendrá él a comer. No te importa, ¿verdad? ¿Te las arreglarás para divertirte tú sola?

—Claro que sí. Ya me entretendré.

Recogió sus cartas y salió del comedor. En aquel momento pensé que no me había imaginado así mi primera mañana en Manderley. Me había figurado que iríamos juntos a dar un paseo, cogidos del brazo, hasta el mar, y que volveríamos bastante tarde, cansados y felices, para comer, solos, unos fiambres, y sentarnos luego a la sombra del castaño que se veía desde la ventana de la biblioteca.

Procuré alargar lo más posible aquel mi primer desayuno, y hasta que vi a Frith que entraba y me miraba desde detrás del biombo de servicio no me di cuenta de que ya eran más de las diez. Me levanté de un salto y me disculpé por haberme estado allí sentada hasta tan tarde; pero él se inclinó, sin decir nada, muy ceremonioso y correcto, no obstante lo cual pasó por sus ojos un relámpago de sorpresa. Pensé si habría dicho alguna inconveniencia. Tal vez no hubiera debido disculparme. Acaso eso me rebajase a sus ojos. ¡Cómo me hubiera gustado saber qué decir, qué hacer! ¿Habría pensado, como la señora Danvers, que únicamente con muchos esfuerzos largos y penosos, tras amarguras sin cuento, conseguiría yo alcanzar la elegancia, la oportunidad, la educación que no me habían sido enseñadas de pequeña?

Al salir del comedor tropecé, por no fijarme, en el escalón de entrada, y Frith acudió presuroso en mi ayuda, recogiendo del suelo el pañuelo que se me había caído, mientras Robert, el criado más joven, que estaba de pie detrás del biombo, volvía la cara para ocultar una sonrisa.

Cuando atravesaba el vestíbulo llegó el rumor de sus voces, y oí que uno de ellos se reía; supuse que Robert. Puede que se estuvieran riendo de mí. Subí al otro piso, en busca de la intimidad de mi habitación. Pero allí encontré a unas criadas limpiando. Una de ellas barría el suelo y otra estaba quitando el polvo del tocador. Me miraron sorprendidas y yo me marché rápidamente. Tampoco estaba bien, por lo visto, que fuera a mi cuarto a aquellas horas. No estaba previsto. Interrumpía el orden establecido en la casa. Volví a bajar, procurando no llamar la atención de nadie, dando gracias al cielo de que mis zapatillas no hicieran ruido sobre las losas, y me dirigí a la biblioteca, que encontré fría, con las ventanas abiertas de par en par y el fuego preparado sin encender.

Cerré las ventanas y busqué una caja de cerillas. No vi ninguna por allí. No sabía qué hacer. No quería llamar. Pero la biblioteca, tan templada y acogedora la noche antes con los leños ardiendo, ahora, por la mañana, estaba como una nevera. En mi cuarto tenía cerillas, pero no quise subir a buscarlas por no volver a interrumpir a las criadas. No tenía ganas de que se quedasen mirándome otra vez con sus carotas de torta. Por fin, decidí que cuando Frith y Robert saliesen del comedor iría a buscar una caja de cerillas al aparador. Salí de puntillas al vestíbulo. Estaban todavía quitando la mesa, pues aún sonaban sus voces y el ruido de las bandejas. Pasó un rato y, al fin, quedó todo en silencio. Supuse que se habían marchado por la puerta de servicio hacia las dependencias de la cocina y atravesé el vestíbulo, entrando una vez más en el comedor. Sí, en el aparador había una caja de cerillas. Atravesé corriendo la habitación y las cogí, pero en aquel mismo momento, entró otra vez Frith en la habitación. Procuré ocultar las cerillas furtivamente en el bolsillo, pero vi que me miraba sorprendido.

—¿Quería algo la señora? —dijo.

—¡Ah! ¡Frith! —balbucí—. No encontraba las cerillas.

Sacó inmediatamente una caja que me ofreció y también una cigarrera con pitillos. Otro contratiempo, pues yo no fumaba.

—No, verá, si lo que pasa —dije— es que…, es que tenía frío en la biblioteca. Supongo que como vengo del extranjero el clima de aquí me parece más frío y se me ocurrió encender la chimenea.

—El fuego de la biblioteca no se suele encender hasta la tarde, señora. La señora de Winter solía usar el gabinete por la mañana. Allí encontrará la señora un buen fuego. Naturalmente, si la señora desea tener fuego en la biblioteca, mandaré que se encienda inmediatamente.

—¡Oh no! —dije—. ¡De ninguna manera! Me iré al gabinete. Muchas gracias, Frith.

—La señora encontrará allí papel, plumas y tinta. La difunta señora escribía allí todas sus cartas y daba sus órdenes por teléfono, desde ese cuarto, después del desayuno. Si la señora quiere hablar con la señora Danvers, allí encontrará también el teléfono interior de la casa.

—Muchas gracias, Frith.

Di la vuelta y me dirigí de nuevo hacia el vestíbulo, tarareando una musiquilla para parecer muy segura de mí misma. No podía decirle que jamás había visto el gabinete, que Maxim no me lo había enseñado la noche antes. Me di cuenta de que Frith estaba a la puerta del comedor mirándome atravesar el vestíbulo, y comprendí que tenía que hacer como si supiera el camino. A la izquierda de la escalera principal había una puerta y hacia ella me dirigí resueltamente, rogando desde lo más hondo del corazón que por allí se fuese a mi ansiado destino, pero cuando llegué junto a ella y la abrí vi que era un cuarto de desahogo para trabajos del jardín; en el centro había una mesa donde se arreglaban las flores, y contra las paredes sillas de mimbre, las unas sobre las otras, mientras que, colgando de una percha, había unos impermeables. Salí con gesto de suficiencia, miré a través del vestíbulo y vi a Frith donde le había dejado. No le había engañado ni por un momento.

—Para ir al gabinete, tiene la señora que ir por la sala y el salón —dijo—. Pase la señora por esa puerta, la que tiene la señora a la derecha, a este lado de la escalera. Entonces, una vez pasado el salón, debe la señora torcer a su izquierda.

—Gracias Frith —dije humildemente, abandonando mis aires de suficiencia.

Pasé por el salón grande, tal como me había dicho. Era una habitación preciosa, de proporciones perfectas, mirando a las praderas de césped y al mar. Supuse que el público visitaría el salón, y Frith, si era él quien enseñaba la casa, les diría la historia de cada uno de los cuadros de la pared y la época a que cada mueble pertenecía. Era magnífico, como digo, eso lo veía bien a las claras, y aquellas sillas y aquellas mesas probablemente no tenían precio; pero, sin embargo, no me apetecía quedarme allí; no me veía sentada en aquellas sillas, ante la chimenea tallada, ni concebía como posible dejar caer un libro sobre aquella mesa. Todo respiraba la formalidad del cuarto de un museo de esos en donde las alcobas están protegidas por cordones atravesados, y donde hay un guarda sentado junto a la puerta, con una capa y un sombrero como los de los guías de los châteaux franceses. Pasé de largo el salón y me encontré en un gabinete que no había visto hasta entonces.

Me alegró encontrarme allí con los perros, tumbados junto al fuego. Jasper se levantó y vino hacia mí, moviendo el rabo, y me buscó la mano con el hocico. La perra levantó la cabeza al acercarme yo y miró en mi dirección con sus ojos cegados; pero cuando olfateó el aire y vio que yo no era la que ella esperaba, volvió la cabeza con un gruñido y se quedó de nuevo mirando al fuego. Jasper me dejó y fue a tumbarse, lamiéndose, junto a su compañera. También ellos estaban acostumbrados a aquello. Ellos, como Frith, sabían que la chimenea de la biblioteca no se encendía hasta por la tarde. Y venían al gabinete por costumbre antigua. No sé por qué, aun antes de asomarme a la ventana me figuré que aquel cuarto daría a los rododendros. En efecto, allí estaban, rojos como la sangre, exuberantes, tal como los había visto la tarde anterior, formando espesos setos amontonándose bajo la ventana abierta, atreviéndose a amenazar al camino en curva. En medio de sus filas se abría un claro de césped, como un diminuto macizo, donde la hierba simulaba una aterciopelada alfombra y en cuyo centro se veía la estatuilla de un fauno desnudo tocando el caramillo.

Resaltaba sobre el fondo rojo oscuro de los rododendros, y aquella pradera en miniatura parecía el escenario donde él bailaría y diría su papel. No se respiraba en aquel cuarto el mismo perfume cerrado de la biblioteca. Tampoco vi sólidos y gastados sillones, ni mesas llenas de revistas y periódicos, rara vez o nunca leídos, que estaban allí porque siempre estuvieron, acaso porque el padre, o hasta el abuelo de Maxim, lo habían querido.

Éste era un cuarto de mujer, gracioso, delicado, el cuarto de alguien que hubiera escogido con gran cuidado cada uno de los muebles, para que cada silla, cada florero, cada detalle estuviera en armonía con el conjunto y con la personalidad de su dueña. Parecía como si hubiera puesto el cuarto diciendo: «Esto, para mí; y esto, para mí. Y esto, y esto también». Eligiendo entre los tesoros de Manderley todo lo que le había agradado, rechazando lo corriente y lo mediocre, eligiendo con seguro instinto únicamente lo mejor de lo mejor. No había allí mezclas de estilo ni confusiones de época y el resultado era de una perfección sorprendente y aun asombrosa, no fríamente severa como la del salón que se enseñaba a los turistas, sino llena de vida, compartiendo algo del resplandor y la exuberancia de los rododendros que se estrechaban bajo la ventana. Y noté que, no contentos con que formaran aquel teatrillo del claro jardín, se les había permitido la entrada hasta el mismo cuarto. Sus grandes corolas encendidas me miraban desde la repisa de la chimenea, se mecían en un ancho florero tripudo junto al sofá, y se alzaban esbeltos y graciosos sobre el escritorio, junto a unos candelabros dorados.

El cuarto estaba lleno de ellos, y hasta las paredes tomaban su colorido, enriqueciéndose y brillando con los rayos del sol matinal. No había otras flores en el cuarto, y pensé si obedecería a algún propósito, si el cuarto había sido arreglado desde un principio con este pensamiento, pues en ninguna otra habitación de la casa resaltaban los rododendros. Había flores en el comedor, flores en la biblioteca, pero sumisas y modestas, meros detalles, no con tanta profusión. Me senté al escritorio, y me extrañó que aquel cuarto, tan encantador y perfecto de colorido, fuese al mismo tiempo tan práctico, tan marcadamente eficiente. No sé, pero hubiera yo supuesto que una habitación como aquélla, amueblada con gusto tan exquisito, no obstante la exagerada profusión de las flores, tenía que ser un lugar de belleza pura, íntimo y bueno para el descanso.

Pero aquel escritorio, aunque bellísimo, no era un lindo juguete donde una mujer se sentara a escribir cartitas, mordiendo la pluma y abandonándolo luego durante varias semanas, con la carpeta algo torcida. Las casillas interiores estaban marcadas: «Cartas pendientes», «Cartas para archivar», «Casa», «Finca», «Menú», «Varios», «Direcciones». Los rótulos estaban todos escritos con aquella letra muy sesgada y picuda que ya conocía. Y me sorprendió, casi me sobrecogió, reconocerla, pues no la había vuelto a ver desde que quemé la página del libro de versos, y creí que nunca más la volvería a encontrar.

Abrí un cajón, al azar, y de nuevo me sorprendió la escritura aquella, esta vez en un libro abierto, cuyo encabezamiento «Invitados a Manderley» me indicó de qué trataba. Divididos por semanas y meses, allí estaban relacionados todos los visitantes que habían ido y venido, con expresión de los cuartos que habían ocupado, lo que habían comido… Volví las páginas del libro y vi que eran la historia completa de un año. La señora de la casa, con tan sólo una ojeada, podía averiguar con aquel libro, día por día, casi hora por hora, quién había pasado la noche bajo su techo, dónde había estado alojado y lo que se le sirvió de comer y cenar. También vi en el cajón papel de escribir, uno grueso y blanco para notas y otro, el papel de la casa, con el escudo de la familia y la dirección grabados. Tarjetas de visita marfileñas, guardadas en cajitas.

Saqué una, quité el papel de seda que la protegía y la miré: «Rebeca de Winter», decía, y en una esquina: «Manderley». La volví a guardar en su caja y cerré el cajón, embargada por una sensación repentina de estar cometiendo una lamentable indiscreción, como si hubiera estado pasando unos días en casa de una amiga que me hubiera dicho: «Sí, sí, claro que sí; usa mi escritorio para escribir tus cartas», y yo, imperdonablemente, me hubiera aprovechado y hubiera leído sus cartas particulares. Sentí que en cualquier momento podría la señora de la casa volver y sorprenderme fisgando lo que yo no tenía derecho a tocar en absoluto.

Cuando sonó repentinamente, de manera alarmante, el timbre del teléfono que tenía en el escritorio ante mí, me dio un vuelco el corazón, y salté sobre la silla, creyéndome descubierta. Cogí el auricular con manos temblorosas y pregunté:

—¿Quién es? ¿Qué desea?

Sonó un zumbido extraño al otro extremo de la línea y, luego, una voz baja y áspera, que no pude averiguar si era de hombre o de mujer, preguntó:

—¿La señora de Winter?

—Se ha debido equivocar —respondí—. La señora de Winter hace ya más de un año que murió.

Permanecí sentada, mirando estúpidamente el teléfono, y hasta que no oí repetir el nombre por la voz del teléfono que ahora me llegó más alta y con un tono de extrañeza, no me di cuenta, al mismo tiempo que me subía una oleada de sangre a la cara, de que había cometido un error.

—Soy la señora Danvers, señora —dijo la voz—. Le estoy hablando por el teléfono interior de la casa.

Mi error había sido tan marcado, tonto e imperdonable, que hacer caso omiso de él hubiera sido aún peor si es que tal cosa fuese posible.

—Perdóneme, señora Danvers —dije tartamudeando, atropellándoseme las palabras—. Me ha asustado el timbre del teléfono y no me he dado cuenta de lo que decía…; no me he dado cuenta, quiero decir, de que la llamada era para mí, ni de que estaba hablando por el teléfono particular de la casa.

—Siento haber molestado a la señora —dijo, y yo pensé que había adivinado cómo yo registraba los cajones—. Sólo quería preguntar —añadió— si deseaba algo la señora y si le parece bien la comida que he dispuesto para hoy.

—¡Ah! ¡Claro! Vamos, quiero decir que, desde luego, me parece perfectamente, señora Danvers, y no se moleste en consultarme.

—Preferiría que la señora leyese el menú —continuó la voz—. Lo encontrará sobre la carpeta del escritorio.

Busqué febrilmente en el escritorio, hasta dar con una hoja de papel que no había visto antes. La leí rápidamente: gambas con curry[8], ternera asada, espárragos y mousse fría de chocolate. ¿Sería aquello la comida o la cena? No lo decía y supuse que era la comida del mediodía.

—Está muy bien, señora Danvers, está perfectamente.

—Sí la señora quiere cambiar alguna cosa, ruego que me lo diga —contestó—, y daré inmediatamente las órdenes oportunas. Notará la señora que he dejado un espacio en blanco, junto a la ternera, para que me diga la salsa que prefiere. No estoy segura de cual acostumbra a tomar la señora con la ternera asada. La señora de Winter se fijaba mucho en las salsas y yo tenía orden de consultarla siempre.

—¡Ah! —dije—. Pues…, vamos a ver… la verdad es, señora Danvers, que no sé… Creo que lo mejor será que ponga usted la de siempre, es decir, la que usted crea que le hubiera gustado a la señora de Winter.

—¿La señora no preferiría alguna en particular?

—No, no, de verdad que no, señora Danvers.

—Me parece que mi señora hubiera mandado poner una salsa de vino.

—Pues no hay más que hablar. Ésa está bien.

—Perdone la señora si la he interrumpido mientras escribía.

—No, si no me ha interrumpido; no hay nada que perdonar.

—El correo —continuó— sale a mediodía, y Robert irá a recoger las cartas de la señora y les pondrá sellos. Si la señora tiene alguna carta urgente, no tiene más que llamarle por el teléfono y él dará orden de que vayan a echarla al correo inmediatamente.

—Muchas gracias, señora Danvers.

Estuve escuchando un momento más, por si añadía algo, pero calló y oí el ruidito que me indicaba que había colgado el teléfono. Seguí su ejemplo. Entonces miré el escritorio, el papel sobre la carpeta dispuesto para que yo lo usara. Allí, delante de mis ojos, estaba el casillero con sus divisiones: «Cartas pendientes», «Finca», «Varios», como si me reprochasen mí ociosidad. La que solía sentarse antes en aquel lugar no perdía el tiempo como yo. Ella descolgaba enérgicamente el teléfono y daba instrucciones para el día, rápidamente, con claridad, y si al leer el menú encontraba algo que no le parecía bien, lo tachaba. No diría ella: «Sí, señora Danvers» y «Claro, señora Danvers», como yo. Y cuando había terminado de dar sus órdenes comenzaba a despachar sus cartas, cinco, seis, tal vez siete, que estaban pendientes de contestación; todas escritas con aquella letra picuda e inclinada que yo conocía tan bien. La veía arrancando hoja tras hoja de aquel papel blanco y liso, usándolo sin escatimar, pues aquellos rasgos largos que hacía pronto llenaban una carilla, y al final de cada carta firmaría «Rebeca», con la «R» dominando las letras que la seguían.

Tamborileé sobre el escritorio con los dedos. Aquellas casillas estaban ahora vacías. No había ninguna carta que contestar, ninguna cuenta que pagar, que yo supiera. La señora Danvers me había dicho que si tenía alguna carta urgente que telefonease a Robert, y éste daría órdenes para que alguien la llevase al correo. ¿Cuántas cartas urgentes escribiría Rebeca, y para quiénes serían? Puede que para las modistas: «Necesito el traje blanco de seda para el martes, sin falta»; o a su peluquero: «Espéreme el viernes y que me sirva el mismo monsieur Antoine. Lavado, masaje, peinar y manicura». Pero no, tales cosas serían una pérdida de tiempo. Llamaría por teléfono a Londres. Frith se encargaría de ello. «Hablo de parte de la señora de Winter». Continué repiqueteando sobre el escritorio, y no se me ocurría a quién podía escribir. ¡Como no lo hiciera a la señora Van Hopper…! Me parecía ridículo y un poco irónico encontrarme ante mi escritorio, en mi propia casa, y que no se me ocurriera nada mejor que escribir a la señora Van Hopper, una señora que me disgustaba y a quien no pensaba volver a ver. Preparé una hoja de papel y cogí la pluma, estrecha, esbelta, con una plumilla aguda y brillante. «Mi querida señora Van Hopper», comencé. Y continué escribiendo lentamente, con laboriosidad, diciendo que esperaba que hubiera tenido un buen viaje, que su nieta estuviera mejor, que hiciera buen tiempo en Nueva York… Y, por primera vez, me di cuenta de mi letra, apretada, sin formar, sin personalidad, sin estilo, casi ordinaria; la letra de una niña vulgar educada en un colegio de segunda clase.