Capítulo 7

LLEGAMOS a Manderley a principios de mayo, con las primeras golondrinas y las primeras campánulas como dijo Maxim. Sería la mejor época, antes del rigor del verano; en el valle, las azaleas prodigan en esa época su fragancia y los rododendros dan sus flores, rojas como la sangre. Fuimos en automóvil, desde Londres, de donde salimos por la mañana temprano en medio de un chaparrón, y llegamos a Manderley a las cinco, todavía a tiempo de tomar el té. Aún hoy parece que me estoy viendo, mal vestida, como de costumbre, aunque ya llevábamos siete semanas de casados, con un traje de punto; al cuello una pequeña piel de imitación de marta, y encima un impermeable demasiado grande que me llegaba hasta los tobillos. Lo llevaba en parte por el mal tiempo y en parte porque me hacía parecer algo más alta. En la mano llevaba un par de guantes de manopla y un enorme bolso de piel.

—Ésta es la lluvia de Londres —dijo Maxim—; pero ya verás cómo cuando lleguemos a Manderley estará brillando el sol en tu honor.

Y tenía razón, pues al llegar a Exeter desaparecieron las nubes, quedando amontonadas detrás de nosotros, dejando un cielo azul y delante la blanca carretera.

Me gustó ver el sol, porque, algo supersticiosa, me parecía la lluvia un mal augurio, y el cielo plomizo de Londres me había entristecido.

—¿Te encuentras mejor? —dijo Maxim.

Yo le sonreí y le cogí una mano, pensando lo fácil que resultaba todo para él, volver a su casa, entrar en el vestíbulo, coger el correo, llamar al timbre para que le sirvieran el té; pero me pregunté si se daba cuenta de lo nerviosa que estaba yo y si su pregunta: «¿Te encuentras mejor?», indicaba que lo comprendía.

—Tranquilízate —dijo—; pronto llegaremos. Estarás deseando tomar una taza de té.

Y me soltó la mano, porque venía una curva y tuvo que frenar.

Comprendí que había creído que si yo callaba era por cansancio, y no se le había ocurrido pensar que tuviera miedo al llegar a Manderley, a pesar de haberlo deseado tanto. Ahora, cuando había llegado el momento, hubiera querido retrasarlo. Hubiera querido que parásemos en cualquier hotel del camino y haber entrado en él, para calentarnos junto a una chimenea anónima. Hubiera querido ser un viajero cualquiera, una recién casada enamorada de su marido; pero no, era la mujer de Maxim de Winter, que llegaba a Manderley por primera vez. Pasamos muchos simpáticos pueblecitos, donde las ventanas de las casas tenían un aspecto amable. Una mujer con un niño en brazos me sonrió al pasar, mientras un hombre cruzaba la carretera hacia el pozo, con un cubo en la mano.

Hubiera querido que nosotros fuéramos como ellos, acaso sus vecinos, y que Maxim, por las noches, se recostase contra la puerta de nuestra casita, fumando una pipa, orgulloso de lo que había crecido la enredadera plantada por él y, mientras tanto, yo estaría muy atareada en la cocina, que tendría limpia como una patena, poniendo la mesa para cenar. Encima del aparador habría un despertador de estrepitoso tictac y una fila de platos relucientes. Después de la cena, Maxim leería el periódico, con los pies arrimados a la lumbre, y yo sacaría el montón de ropa por repasar que había guardado en un cajón. ¡Qué modo de vivir tan sosegado y apacible, tan sencillo, tan feliz, libre de exigencias sociales!

—Sólo faltan tres kilómetros —dijo Maxim—. ¿Ves aquella mancha de árboles sobre la curva del cerro y el mar al fondo? Aquello es Manderley. Y allí está el bosque.

Traté de sonreír y no le contesté, sintiéndome aterrada, con un malestar imposible de dominar. Mi alegre expectación, mi feliz orgullo, habían desaparecido. Me sentía como el niño que se acerca a su primer colegio, o como una criadita palurda que va a buscar colocación por primera vez. El dominio que había adquirido sobre mí misma durante las siete semanas de matrimonio era ya un guiñapo ondulando al viento. Me parecía haber olvidado hasta las más elementales reglas de educación; no sabía decir a ciencia cierta cuál era mi mano derecha y cuál mi izquierda, ni si sentarme o quedarme de pie, ni qué tenedor ni qué cuchara usar durante la cena.

—Quítate el impermeable —dijo, mirándome—. Aquí no ha llovido. Y ponte derecha esa piel tan graciosa que llevas. Pobrecilla, te he obligado a venir con lo puesto; tendría que haberte dado tiempo para comprarte ropa en Londres.

—Si a ti no te importa, a mí tampoco.

—La mayoría de las mujeres no piensan más que en trapos —dijo distraídamente.

Torcimos al llegar a un cruce de caminos, donde comenzaba una tapia muy alta.

—Ya llegamos —dijo, con voz animada, y yo me agarré con fuerza al asiento de cuero del coche.

El camino hacía una curva. Delante de nosotros, a la izquierda, se elevaba una gran verja de dos hojas, junto a la caseta del guarda, que daba acceso al camino particular de la finca. Cuando pasamos vi varias caras que miraban curiosas desde las oscuras ventanas de la caseta, y un niño salió corriendo de detrás y se quedó mirándome. Me encogí contra el respaldo del asiento, con el corazón latiéndome violentamente, sabiendo por qué las ventanas estaban llenas de caras y por qué el niño se había quedado mirándome tan fijamente.

Querían saber cómo era yo. Me los imaginaba hablando muy excitados, riendo en la cocinita.

—Yo sólo vi un pedazo de sombrero —dirían—; ¡escondió la cara! ¡Bueno! ¡Mañana la veremos! Ya nos contarán los de la casa.

Tal vez Maxim notara entonces, por fin, mi temor, porque tomó mi mano, la beso y dijo:

—No tiene que importarte si notas algo de curiosidad. Todos querrán saber cómo eres. Es probable que no hayan hablado de otra cosa durante las últimas semanas. No tienes más que conducirte con naturalidad y todos te tomarán cariño enseguida. De la casa no tienes que preocuparte. La señora Danvers se encarga de todo. Tú déjala que haga. Al principio no me extrañaría que estuviera un poco ceremoniosa contigo. Es una mujer muy rara. Pero no te importe. Es que es así. ¿Ves esos arbustos? Cuando las hortensias están en flor forman aquí como un muro azul.

No dije nada, pues estaba pensando en aquella niña que hacía mucho tiempo compró una postal en la tiendecita de un pueblo y salió mirando encantada su compra a la luz del sol, diciéndose: «La voy a poner en mi álbum. Manderley. ¡Qué nombre más bonito!». Y era yo la que me encontraba aquí; era mi casa, y desde ella escribiría cartas a la gente, diciendo: «Estaremos en Manderley todo el verano. Tienen ustedes que venir a hacernos una visita». Me daría paseos por este camino ahora extraño para mí y del que conocería entonces cada recodo, cada curva, observando y aprobando el trabajo de los jardineros: allí habrían recortado el seto, más allá habrían podado aquellas ramas bajas; me llegaría a la caseta del guarda, junto a las verjas, para hacer una visita amable, diciendo a la vieja que viviría allí: «Bueno, abuela, y ¿cómo va hoy esa pierna?». Y la vieja, que ya no sentiría curiosidad por mí, me invitaría a pasar a la cocina. Miré a Maxim y le envidié su tranquilidad, su falta de preocupaciones y la sonrisa que jugaba en sus labios, indicando lo contento que estaba de volver a su casa.

¡Qué lejos, qué remoto me parecía el momento en que yo, ya tranquila, sonriera al llegar a Manderley! ¡Ojalá llegara ahora mismo! Hubiera querido hasta ser una viejecita de pelo canoso y andar vacilante, con tal de conocer la satisfacción de llevar ya muchos años allí, mejor que aquella personilla tímida, atontada, que yo me sentía.

Cuando cruzamos la verja las puertas se cerraron con estrépito tras nosotros. Quedó a nuestra espalda la polvorienta carretera pública, y me di cuenta de que el camino de la casa no era como yo me había imaginado. Yo había pensado en una avenida amplia y espaciosa, alisada a diario con el rastrillo y barrida de hojas, bordeada de césped bien cuidado.

Pero aquel camino se retorcía y revolvía como una serpiente, y en algunos sitios apenas si era más ancho que un sendero. Sobre nuestras cabezas entrelazaban sus ramas los numerosos árboles, formando una bóveda como la de una iglesia. Ni siquiera el sol del mediodía podría penetrar el verde entretejido de aquellas hojas. Brotaban entrelazadas, demasiado espesas, las unas junto a las otras, y sólo algunos rayos temblorosos de cálida luz llegaban en olas intermitentes a salpicar de oro el camino. Reinaba un gran silencio, una gran paz. Mientras veníamos por la carretera había soplado un alegre viento de poniente, que azotaba la cara y hacía danzar en armonía a las hierbecillas de la cuneta; pero aquí no hacía viento. Hasta el motor del coche estaba más callado. A medida que bajaba el camino hacia el valle los árboles crecían más cerca de nosotros: hayas copudas, de troncos blancos, suaves y encantadores, elevaban sus mil ramas a la vez, y otros árboles, cuyos nombres no sabría decir, se nos acercaban tanto que hubiera podido tocarlos con la mano. Seguimos por el camino, cruzamos un puentecillo que salvaba un arroyuelo, y aquel camino, que apenas lo era, continuó retorciéndose y revolviéndose como una serpentina encantada, penetrando cada vez más hondo en el corazón de la espesura, sin que por parte alguna se viera un claro donde pudiera alzarse una casa.

Lo largo del camino comenzó a ponerme nerviosa. ¿Estaría allí, al dar aquella vuelta? ¿O pasada la otra? Pero me inclinaba en el asiento para ver mejor, y siempre quedaba burlada. Ni casa, ni campo, ni anchos jardines amistosos, nada sino el hondo silencio del bosque. Las verjas de entrada no eran ya sino un recuerdo, y la carretera pertenecía al pasado, a un mundo distinto.

Surgió de repente un claro en el sombrío camino, un trozo de cielo, y en un instante se esparcieron los árboles, desaparecieron las matas sin nombre y el camino apareció bordeado de un muro rojo, como la sangre, que se elevaba por encima de nuestras cabezas. Estábamos entre los rododendros. Su súbita aparición fue increíble y hasta sobrecogedora. Nada hacía esperarlos mientras íbamos por el bosque. Me sorprendieron con sus corolas rojas, amontonadas las unas sobre las otras, en profusión increíble, sin mostrar ni una hoja, ni una rama, nada, sino la orgía sangrienta de aquel rojo tremendo, zumoso, fantástico, distinto de todos los rododendros que hasta entonces viera. Miré a Maxim. Estaba sonriendo.

—¿Te gustan?

Le dije que sí, todavía sorprendida, sin saber si decía la verdad, pues para mí los rododendros eran plantas caseras, domésticas, completamente convencionales, morados o rosas, que crecen tranquilos los unos junto a los otros, en un ordenado macizo. Pero aquellos monstruos que elevaban la cabeza hacia el cielo, apretados como los soldados de un batallón, demasiado bellos, demasiado poderosos, no parecían flores.

Ya estábamos cerca de la casa. Vi cómo se ensanchaba el camino hasta convertirse en la avenida que yo esperaba, bordeada aún por aquel muro sangriento. Doblamos el último recodo y apareció Manderley. Allí estaba; aquello era Manderley, el Manderley de mi tarjeta postal de hace tantos años. Gracioso, bellísimo, exquisito, sin mácula, aún más hermoso de lo que yo soñara, edificado sobre una hondonada, rodeado de suaves praderas y bancales de césped, con las terrazas que se fundían en los jardines, y los jardines en el mar.

Al llegar a la amplia escalinata de la entrada, vi por una de las ventanas ajimezadas que el vestíbulo estaba lleno de gente, y oí a Maxim que dejó escapar a media voz una maldición.

—¡Maldita mujer! Sabe perfectamente que no quería nada de eso —y frenó bruscamente—. Me temo que la cosa ya no tiene remedio —dijo irritado—. La señora Danvers, la muy majadera, ha reunido a toda la servidumbre de la casa y a todos los colonos y gente de la finca para darnos la bienvenida. No te importe; tú no tienes que hacer nada. Yo me las arreglaré.

Traté en vano de dar con la manecilla de la portezuela. Sentí un ligero mareo, y noté que me había enfriado durante el largo viaje. Descendió la escalinata el mayordomo, seguido de un criado, y me abrió la portezuela.

Era ya viejo, tenía una cara simpática, y le sonreí, alargándole la mano, pero creo que no me vio, porque en lugar de tomarla, cogió la manta y mi bolsa de mano, volviéndose hacia Maxim, mientras me ayudaba a bajar del coche.

—Bueno, aquí nos tienes, Frith —dijo Maxim, quitándose los guantes—. Cuando salimos de Londres estaba lloviendo. Aquí no parece haber llovido. ¿Todo bien?

—Sí, señor, muchas gracias. No, aquí no ha llovido. Este último mes hemos tenido un tiempo más bien seco. Celebro mucho verle de vuelta en casa, señor, y espero que el señor esté bien. Y la señora.

—Los dos estamos bien, muchas gracias, Frith. Un poco cansados del viaje, y deseando tomar el té. No esperaba nada de eso —añadió señalando con la cabeza hacia el vestíbulo.

—Fueron órdenes de la señora Danvers, señor —dijo, sin alterar la expresión de la cara.

—Me lo había figurado —dijo Maxim bruscamente—. Anda, ven —volviéndose hacía mí—. Vamos a salir pronto de esto, y luego podrás tomar una taza de té.

Subimos juntos la escalinata, seguidos de Frith y del criado, que llevaban la manta y el impermeable. Notaba que algo me apretaba la garganta y esa extraña angustia en la boca del estómago…

Aún hoy puedo cerrar los ojos y verme allí, de pie en el umbral de la puerta, insignificante, desgarbada, con mi trajecillo de punto, agarrando nerviosamente, con las manos sudorosas, mis guantes de manopla. Veo el gran vestíbulo enlosado, las anchas puertas abiertas que daban a la biblioteca, los cuadros de Peter Lelys y de Van Dick en las paredes, la exquisita escalera que conducía a la galería de los trovadores, y allí, en el vestíbulo, formados en filas, rebosando por el pasillo también enlosado, y por el comedor, un mar de caras boquiabiertas, curiosas, mirándome, como si fueran la muchedumbre que se agolpaba alrededor del patíbulo y yo la víctima, atadas las manos a la espalda. Alguien se destacó del mar de caras, una mujer alta, flaca, vestida de negro de pies a cabeza, de pómulos salientes y grandes ojos hundidos, que daban a su cara, blanca como el pergamino, el aspecto de una calavera encima de un esqueleto.

Vino hacia mí, y yo le alargué la mano, envidiando su dignidad y compostura; pero cuando me dio la mano noté que la suya estaba fláccida, pesada, mortalmente fría, y que se mantuvo en la mía como algo sin vida.

—Esta es la señora Danvers —dijo Maxim.

Y comenzó a hablar ella, conservando aún su mano en la mía, fijos sus hundidos ojos sobre los míos, hasta que éstos vacilaron y huyeron, al mismo tiempo que me embargaba una sensación de agobio y bochorno.

No recuerdo sus palabras, pero me dio la bienvenida, en nombre propio y en el de la servidumbre, con un discurso ceremonioso y muerto como su mano. Cuando hubo terminado quedó como en espera de mi contestación, y yo enrojecí y tartamudeé al dar las gracias, al mismo tiempo que dejé caer, descuidada, los guantes al suelo. Se inclinó ella para recogerlos, y cuando me los daba vi una ligera sonrisa despectiva en sus labios, y adiviné al punto que me había juzgado una palurda. Un no sé qué en su cara me dio una sensación de intranquilidad, y hasta cuando volvió a ocupar su lugar cerca de los demás, veía aquella figura negra, en pie, sola, aislada, distinta, y aunque ya callaba, sabía yo que no me quitaba ojo. Maxim me cogió del brazo y dijo unas frases de agradecimiento, con perfecta naturalidad, sin azorarse lo más mínimo, como si para él aquello no supusiera ningún esfuerzo, y cuando hubo acabado, me llevó hacia la biblioteca para tomar el té, cerrando las puertas en cuanto hubimos entrado. Una vez más estábamos solos.

Dos cocker spaniels se levantaron de junto al fuego y vinieron a saludarnos. Echaron las patas a Maxim, con las largas y sedosas orejas hacia atrás, en señal de su alegría cariñosa, buscándole las manos con los hocicos. Le dejaron luego y vinieron hacia mí olfateando mis talones, entre indecisos y desconfiados. Uno de ellos era una perra tuerta y madre del otro. Pronto se cansó de mí y se alejó con un gruñido hacia la lumbre, pero Jasper, el más joven, me colocó el hocico en la mano y la cabeza sobre mis rodillas, con los ojos llenos de expresión, meneando el rabo con alegría, mientras yo le acariciaba las sedosas orejas.

Me encontré más a gusto cuando me quité el sombrero y la piel, pobretona y ridícula, y hube tirado ambas cosas sobre el asiento adosado al ventanal. Era aquel un cuarto sosegado, cómodo, cubiertas las paredes de libros hasta el techo, uno de esos aposentos de los que es difícil sacar a un hombre que vive solo. Había unos enormes sillones al amor de la lumbre y dos cestos para los perros, que, por lo visto, los usaban poco, a juzgar por las huellas delatoras que habían dejado en los sillones. Los anchos ventanales daban sobre las extensiones de césped, y más allá se veía el reflejo distante del mar.

Se respiraba allí un perfume añejo y tranquilo, como si se ventilara rara vez, a pesar de la fragancia de primavera que daban las lilas y las rosas durante todo el principio de verano. No importa qué aire entrase en aquel cuarto; ya viniera del jardín o del mar, perdería su frescura original para incorporarse inmediatamente a la atmósfera de la biblioteca, haciéndose uno con los libros mohosos y jamás leídos, con el artesonado del techo, los oscuros paneles de los muros y los pesados cortinajes. Era un olor añejo, era ese olor de las calladas iglesias donde los oficios no son frecuentes, donde medra el liquen sobre las piedras y los zarcillos de la hiedra trepan hasta los ventanales. Una habitación para la paz, para la meditación.

Pronto nos fue servido el té, de acuerdo con su divertido ritual ceremonioso oficiado por Frith y el criado joven. Yo no tomé parte hasta que se hubieron marchado. Mientras Maxim echaba una mirada a las numerosas cartas que encontró, yo jugaba con los bollos chorreando mantequilla, hacía miguitas con el bizcocho y sorbía despacio el hirviente té.

De vez en cuando alzaba él la mirada y sonreía, volviendo luego a sus cartas —las llegadas durante los últimos meses, supuse—, y pensé en lo poco que yo sabía de su vida en Manderley, de lo que hacía un día y otro día, de sus amigos, de la gente que conocía, hombres y mujeres, de las cuentas que pagaba y las órdenes que daba en la casa. Las últimas semanas habían pasado tan rápidas que, sentada a su lado en el coche recorriendo Francia e Italia, no hice sino ver a Venecia por sus ojos, haciéndome eco de sus palabras, sin hacer preguntas acerca del pasado o del porvenir, contenta con la felicidad del presente.

Porque él era más alegre de lo que yo me había figurado, más cariñoso de lo que yo pude soñar, joven y apasionado de cien maneras distintas, no aquel Maxim que conocí la primera vez, ni el desconocido que se sentaba en el comedor de la mesa de al lado, con la mirada perdida, envuelto en sus secretos. No, no, mi Maxim reía y cantaba y tiraba piedras al agua, y me cogía de la mano; no fruncía el ceño ni daba la impresión de llevar una pesada carga sobre la espalda. Le había conocido como enamorado y como amigo, y durante aquellas semanas olvidé que Maxim tenía otra vida ordenada, metódica, que tenía que recomenzar, continuarla como antes, haciendo de las semanas que volaban una fiesta que pasó.

Le observaba mientras leía sus cartas haciendo un gesto de desagrado a una, sonriendo a otra, acabando la siguiente sin demostración alguna y, de no haberlo evitado Dios, pensé que allí estaría mi carta, escrita desde Nueva York. La hubiera leído con igual indiferencia, intrigado acaso al principio por la firma, arrojándola luego entre las demás con un bostezo, mientras alargaba la mano para coger la taza de té. El saberlo me hizo sentir un escalofrío, ¡qué estrecho era el puente que unía la realidad con lo que pudo haber sido! Él estaría aquí tomando el té, como en este momento, continuando su vida casera como si nada hubiese ocurrido, y tal vez no hubiera pensado en mí mucho, y en todo caso sin nostalgia, mientras yo estaría en Nueva York jugando al bridge con la señora Van Hopper, esperando un día y otro la carta que no llegaba nunca.

Me repantigué en el sillón, mirando alrededor del cuarto, tratando de adquirir confianza en mí misma, de darme cuenta de que, en efecto, estaba en Manderley, la casa de la tarjeta postal, en el tan famoso Manderley. Tenía que persuadirme a mí misma de que todo era mío, tan mío como suyo: el hondo sillón en que estaba sentada, aquellas filas de libros que llegaban hasta el techo, los cuadros de las paredes, los jardines, los bosques, el Manderley acerca del cual tanto había leído; todo era mío, porque me había casado con Maxim.

Aquí nos haríamos viejos juntos, aquí nos sentaríamos a tomar el té cuando lo fuéramos, Maxim y yo, con otros perros, hijos de éstos, y en la biblioteca se respiraría el mismo perfume añejo; y esta misma biblioteca conocería una época gloriosa de desorden y destrozos cuando los chicos —nuestros hijos— fueran pequeños, y los veía tumbados en el sofá, con las botas sucias de barro, trayendo cañas de pescar, palas de críquet, navajas de muelles y arcos y flechas.

Encima de la mesa, hoy ordenada y reluciente, habría una fea caja llena de mariposas y polillas y otra con huevos de pájaros envueltos en algodón.

—No me traigáis aquí esas porquerías —diría yo—; llevadlas a vuestra leonera, hijitos.

Y saldrían corriendo, dando voces, menos el más pequeño, que se quedaría jugando solo, más tranquilo que los otros.

La puerta, al abrirse, interrumpió mis sueños y entró Frith, seguido del criado, para llevarse el servicio. Cuando se lo hubo llevado, me dijo:

—Señora, pregunta la señora Danvers si le gustaría a la señora ver sus habitaciones.

Levantó Maxim la cabeza, interrumpiendo la lectura de sus cartas, y dijo:

—¿Qué tal han quedado las habitaciones del ala este?

—Han quedado muy bien, señor, en mi opinión; los obreros ensuciaron mucho, como era de esperar, mientras estuvieron trabajando. Hubo un momento en que la señora Danvers temió que no iban a estar listas para cuando vinieran los señores. Pero terminaron el lunes pasado. Yo creo, señor, que los señores estarán muy cómodos allí. Aquella parte de la casa tiene más sol.

—¿Has hecho obras? —pregunté.

—Nada de importancia —respondió Maxim lacónicamente—. He mandado decorar de nuevo y pintar las habitaciones de la parte este, que pensé podríamos usar nosotros. Como dice Frith, esa parte de la casa es mucho más alegre, y tiene una magnífica vista de la rosaleda. En tiempos de mi madre estaba destinada a los invitados. Mira, yo voy a acabar con estas cartas y luego subiré contigo. Vete tú ahora a hacerte amiga de la señora Danvers; es la ocasión.

Me levanté despacio, y volví a sentirme nerviosa cuando salí al vestíbulo. Hubiera preferido esperarle y haber visto las habitaciones cogida de su brazo. No me gustaba ir sola con la señora Danvers. ¡Qué grande parecía el vestíbulo vacío! Resonaban mis pisadas sobre las losas, despertando el eco del techo, y me pareció feo hacer tanto ruido, como quien llega tarde a la iglesia, azorado, notando que interrumpe a los demás. Mis pisadas resonaban estúpidamente, y pensé que Frith, con sus suelas de fieltro, debía reírse de mí.

—¡Qué grande! ¿Verdad? —dije con demasiada animación, forzadamente, como si todavía fuera una colegiala.

Pero él me contestó con gran solemnidad:

—Sí, señora; Manderley es muy grande. No tan grande como otras casas, naturalmente; pero es bastante grande. En los tiempos antiguos éste era el salón de los banquetes. Aún se usa en las grandes ocasiones: una cena de gala o un baile. Sabrá la señora que se admite al público a ver la casa una vez a la semana.

—Sí —dije, dándome cuenta de mis ruidosos pasos, según le seguía, y notando que él me hablaba como probablemente lo hubiera hecho con un visitante extraño, y que yo, por mi parte, me conducía como tal, mirando a uno y otro lado, observando los trofeos y los cuadros de las paredes, tocando la balaustrada tallada de la escalera.

Un bulto negro me esperaba en el rellano, los ojos hundidos mirándome con fijeza desde aquella cara de calavera. Volví la cabeza en busca de Frith, pero ya se alejaba por un corredor que salía del vestíbulo.

Me encontraba a solas con la señora Danvers. Subí los anchos escalones hasta ella, que me esperó inmóvil, con las manos cruzadas y los brazos caídos, los ojos insistentemente fijos en mí. Forcé una sonrisa, que no fue correspondida, y no me extrañó, pues no había motivo alguno para sonreír y fue el hacerlo un gesto tonto, afectado y artificial.

—¿La he hecho esperar? —dije.

—Estoy a disposición de la señora para esperarla —dijo—. Estoy aquí para cumplir las órdenes de la señora.

Dio media vuelta, y entrando por el arco de la galería, echó a andar por el corredor que salía de allí. Fuimos por un pasillo alfombrado, torcimos a la izquierda, pasamos por una puerta de roble, descendimos un corto tramo de escalera y subimos otro igual, hasta llegar, al fin, ante una puerta. La abrió y se hizo a un lado, para dejarme pasar. Me hallé en una antesala, o boudoir, amueblada con un sofá, unas sillas y una mesa de escribir. Daba este cuarto a una gran alcoba, de amplios ventanales, con dos camas, y en cuyo fondo se veía un cuarto de baño. Fui directamente a la ventana y miré hacia fuera. Se veían abajo la rosaleda y parte de la terraza que daba a levante. Más allá de la rosaleda se extendía una pradera de suave césped hasta el bosque vecino.

—Desde aquí no se ve el mar —dije, volviéndome hacia la señora Danvers.

—No, desde esta parte de la casa ni siquiera se le oye. Desde esta parte de la casa sería difícil suponer que el mar está tan cerca.

Hablaba de una manera extraña, como si quisiera insinuar algo, poniendo todo el énfasis de la frase en «esta parte de la casa», como dando a entender que las habitaciones en donde estábamos eran inferiores a las demás.

—Lo siento, pues me gusta el mar.

No respondió; continuó con la mirada fija y las manos cruzadas delante.

—Sin embargo, las habitaciones son preciosas, y estoy segura de que me encontraré a gusto. Tengo entendido que las han decorado de nuevo para nosotros.

—Sí —respondió.

—¿Cómo estaban antes?

—Estaban empapeladas en color malva; y las cortinas eran distintas. El señor pensó que el efecto era triste. Antes, solamente se usaban como cuartos de huéspedes. Pero el señor escribió ordenando que se preparasen precisamente estas habitaciones para la señora.

—¡Ah!, entonces… ¿no era éste su cuarto antes?

—No, señora; el señor no ha usado nunca las habitaciones de esta parte de la casa.

—No me lo había dicho.

Me acerqué al tocador y comencé a peinarme. Ya habían deshecho mi equipaje, y mis peines y cepillos estaban en su bandeja. Me alegré de que Maxim me hubiera regalado aquel juego de cepillos y de que estuvieran allí, sobre el tocador, para que los viera la señora Danvers. Eran buenos y habían sido caros. No tenía por qué avergonzarme de ellos.

—Alice se ha encargado de deshacer las maletas, y se cuidará de todo hasta que llegue la doncella de la señora —dijo la señora Danvers, y yo le volví a sonreír dejando el cepillo en el tocador.

—Pero yo no tengo doncella —dije, turbada—. Alice, si es que así se llama la criada que arregla las habitaciones, creo que me servirá.

Hizo el mismo gesto que cuando se me cayeron los guantes, la primera vez que nos vimos.

—Como arreglo definitivo, me permito opinar que tal vez no resultara satisfactorio. La señora sabe que las señoras de su posición acostumbran tener una doncella para su servicio personal.

Noté que me ponía colorada, y volví a coger el cepillo. Me di cuenta de la crítica escondida de sus palabras.

—Si lo cree usted necesario, tal vez usted pueda buscarme una —dije, rehuyendo su mirada—. Tal vez una chica joven que quiera aprender…

—Como quiera la señora —dijo ella—. Se hará lo que usted diga.

Sobrevino una pausa. ¿Por qué no se iba? ¿Por qué permanecía allí, en pie, mirándome, con las manos cruzadas sobre el fondo negro de su vestido?

—Supongo que lleva usted muchos años en Manderley —dije esforzándome de nuevo—; más años que nadie.

—Frith vino antes que yo —y pensé que su voz era tan fría, tan sin vida, como la mano que había tenido en la mía—. Frith ya estaba aquí en vida del padre del señor, cuando aún el señor era un muchacho.

—¡Ah! ¿Y usted vino luego?

—Sí; yo vine más tarde.

La miré otra vez, y otra vez me encontré con sus ojos oscuros y sombríos hundidos en la cara blanca que, no sé por qué, me daban una sensación de angustia, pues parecían presagiar algo funesto. Traté de sonreír, pero no pude. Me encontraba fascinada por aquellos ojos sin luz, en los que no brillaba ni el más leve destello de simpatía por mí.

—Yo vine cuando se casó la difunta señora —dijo.

La voz apagada y monótona hasta entonces sonó con animación inesperada, llena de vida y significado, y apareció un leve tinte rosáceo sobre los cadavéricos pómulos.

Fue el cambio tan repentino, que me sorprendió y hasta me alarmó ligeramente. No sabía qué hacer ni qué decir. Me dio la impresión de que había pronunciado palabras prohibidas, palabras que había llevado escondidas dentro durante mucho tiempo y que ya no serían reprimidas en adelante. Sus ojos continuaban clavados en mi cara; me miraban con una mezcla curiosa de lástima y desprecio, que llegó a hacerme sentir todavía más joven y menos madura de lo que hasta entonces había pensado.

Estaba claro que me despreciaba por haberme clasificado, con toda el esnobismo de las gentes de su clase, no como una gran señora, sino como un ser humilde, tímido y apocado. Pero en aquellos ojos había algo más que mero desprecio: había antipatía y, acaso, maldad.

Tenía que decir algo. No podía continuar allí sentada, jugando con los cepillos indefinidamente, y dejándole ver lo poco que me fiaba de ella y lo mucho que la temía.

—Señora Danvers —oí decir a mi propia voz—, espero que seremos buenas amigas y que lleguemos a entendernos mutuamente. Al principio tendrá que tener paciencia conmigo, porque, como usted sabe, todo esto es nuevo para mí. Hasta ahora he vivido de manera muy distinta. Pero quiero tener éxito, y, sobre todo, hacer feliz al señor. Ya sé que todo lo de la casa lo puedo dejar en sus manos, porque el señor me lo ha dicho así. Usted tiene que continuar como hasta ahora, pues yo no pretendo cambiar nada.

Me paré un poco anhelante, poco segura de mí misma, y sin saber si había escogido bien mis palabras. Cuando alcé la vista vi que se había alejado y que estaba junto a la puerta, con las manos sobre el picaporte.

—Perfectamente —dijo—. Espero poder complacerla en todo. Hace ya más de un año que llevo la casa, y el señor no se ha quejado nunca. En tiempo de la difunta señora era distinto. Entonces se celebraban aquí muchas fiestas y venían muchos invitados, y aunque llevaba la casa, a la señora le gustaba vigilarlo todo personalmente.

Volví a tener la impresión de que elegía las palabras con sumo cuidado, que estaba procurando tantearme y ver el efecto que producía sobre mí todo lo que iba diciendo.

—Yo prefiero dejarlo todo en sus manos —repetí—, lo prefiero con mucho.

Y al oírme volvió a poner aquella expresión que había notado antes, cuando nos dimos la mano en el vestíbulo, una mirada de irrisión y de supremo desprecio.

Se daba cuenta de que yo no podría nunca luchar con ella y que, además, la temía.

—¿Desea la señora alguna otra cosa? —dijo, echando una mirada alrededor del cuarto.

—No —respondí—. Creo que tengo todo lo que necesito. Aquí me encontraré muy a gusto. Ha arreglado usted estos cuartos divinamente.

Le ofrecía esta última frase de abyecta adulación, como carnaza que se brinda a una fiera para aplacarla.

Se encogió de hombros, pero no se movió.

—Me he limitado a seguir las instrucciones del señor —dijo.

Se detuvo, como si vacilase, la mano en el picaporte de la puerta abierta. Parecía como si, queriendo decirme algo aún y no sabiendo cómo empezar, esperase a que yo le diese ocasión de hacerlo.

Yo tenía ganas de que se marchase. Permanecía allí como una sombra, vigilándome, mirándome con sus ojos hundidos, engastados en aquella cara de calavera, sin vida.

—Si la señora encuentra algo que no esté a su gusto, le agradeceré que me lo diga inmediatamente.

—Sí, sí, claro, señora Danvers.

Pero yo sabía que no era eso lo que quería decirme, y una vez más hubo una pausa.

—Si el señor preguntase por el armario grande —dijo, rompiendo a hablar de repente—, la señora debe decirle que fue imposible trasladarlo. Probamos, pero no se pudo hacerlo pasar por estas puertas tan estrechas. Estos cuartos son más pequeños que los de poniente. Y si al señor no le gusta algo de lo que he hecho, supongo que me lo dirá. No fue fácil amueblar bien estas habitaciones.

—No se preocupe, señora Danvers —dije yo—. Estoy segura de que todo le parecerá bien. Lo único que siento es haberles causado tanta molestia. No tenía ni idea de que había mandado decorar y amueblar de nuevo esta habitación. No debió hacerlo. Después de todo, hubiéramos estado igualmente en las habitaciones de poniente.

Me miró con curiosidad y comenzó a dar vueltas al tirador de la puerta.

—El señor escribió que la señora preferiría estas habitaciones —dijo—. Los cuartos de poniente son muy antiguos. La alcoba de las otras habitaciones es dos veces más grande que ésta. Es un cuarto precioso, con un artesonado de mucho mérito. La sillería, tapizada, también es de gran valor, así como la chimenea, tallada, que es la mejor de toda la casa. Las ventanas dan a las praderas de césped y al mar.

Me encontraba violenta y turbada. No comprendía el motivo de la hostilidad que se traslucía en sus palabras, ni por qué insistía en lanzar indirectas para indicarme que el cuarto en donde me había instalado no era gran cosa, estaba por debajo de la excelencia predominante de Manderley, y era como si dijéramos, un cuarto de segunda clase, bueno para una persona sin importancia.

—Supongo —dije— que el señor reserva los cuartos de más mérito para enseñárselos al público.

Continuó moviendo el picaporte, alzó la vista, fijándola de nuevo en mis ojos, dudando antes de hablar, y cuando lo hizo oí su voz, más apagada, más muerta que nunca.

—El público solamente visita el vestíbulo, la galería y los salones de la planta baja, pero nunca sube a los dormitorios —hizo una pausa y me observó con calma. Luego continuó—. Los señores, en vida de la señora, usaban las habitaciones de poniente. Ese cuarto grande del que hablaba a la señora, el que da al mar, era la alcoba de la señora de Winter.

Le cruzó una sombra por la cara, y se aplastó contra la pared como si quisiera desaparecer. Se oyeron unos pasos en el corredor y entró Maxim en el cuarto.

—¿Qué tal? ¿Te gusta? ¿Estás contenta aquí? —miró alrededor entusiasmado, tan entusiasmado como un chiquillo—. Siempre me pareció precioso este cuarto —dijo—. Durante años ha estado relegado como cuarto de huéspedes, pero yo siempre he creído que se le podía sacar mucho partido. Y usted lo ha conseguido, señora Danvers; lo ha hecho divinamente. La felicito de veras.

—Gracias, señor —dijo, con la cara inexpresiva, y luego giró sobre los talones y se marchó cerrando la puerta suavemente tras ella.

Maxim se asomó a la ventana.

—Me encanta la rosaleda —dijo—. Uno de los primeros recuerdos que tengo de esta vida es cuando salía con mi madre a la rosaleda, todavía andando con apuros detrás de ella, que iba cortando los tallos secos. Este cuarto me resulta acogedor y tranquilo. ¿No crees? Parece mentira que esté a cinco minutos del mar.

—Eso fue lo que dijo la señora Danvers.

Se apartó de la ventana y se puso a curiosear por el cuarto de un lado a otro, mirando los cuadros, tocando las cosas, abriendo los armarios y acariciando mis trajes, que ya habían sacado de las maletas.

—¿Qué tal te fue con la buena señora Danvers? —dijo de repente.

Me volví de espaldas, hacia el espejo, antes de contestar, y comencé a cepillarme el pelo otra vez.

—Parece un poco seca —dije al cabo de un momento—; puede que pensara que yo me iba a entrometer en el manejo de la casa.

—No creo que le importara si lo hicieras —dijo.

Alcé la cabeza y vi que estaba mirándome en el espejo, y luego se volvió y fue de nuevo hacia la ventana, silbando bajito, y se quedó allí, balanceándose sobre los pies.

—No le hagas caso —dijo—; es un bicho raro en muchas cosas, y puede que no sea fácil para una mujer llevarse bien con ella. Pero no te preocupes; si te da la lata, le diremos que se vaya. Aunque es trabajadora, hace las cosas bien, y te quitará de encima las preocupaciones de la casa. Puede que sea demasiado ordenancista con los criados. Conmigo, claro que no se atreve. Pronto la pondría de patitas en la calle.

—Cuando nos conozcamos mejor, seguramente nos llevaremos bien —dije deprisa—; después de todo, es natural que, al principio, le moleste mi presencia.

—¿Molestarle? ¿Por qué iba a molestarle? ¿Qué diablos quieres decir? —dijo esto al tiempo que se volvía hacia mí, ceñudo, con una expresión extraña en la cara, casi airada.

Aunque no comprendía qué le había molestado procuré arreglarlo.

—Quiero decir que debe de ser mucho más fácil para una ama de llaves cuidar a un hombre solo —dije—. Seguramente ya se había acostumbrado, y acaso se temió que yo fuera una carga.

—¡Una carga…! ¡Sería el…! —comenzó—. Mira, si crees que…

Dejó ambas frases sin terminar, vino hacia mí y me dio un beso en la cabeza.

—Vamos a no hablar más de la señora Danvers —dijo—. La verdad es que me interesa muy poco. Anda, ven, que te voy a enseñar algo de Manderley.

Aquella noche no volví a ver a la señora Danvers ni hablamos más de ella. Cuando la hube echado de mis pensamientos me sentí muy a gusto; menos intrusa. Mientras vagábamos por los salones de la planta baja mirando los cuadros, Maxim puso su brazo sobre mis hombros y comencé a sentirme más como me hubiera gustado ser, más como aquella a quien había imaginado en mis sueños, que hacía de Manderley su hogar.

Ya no resonaban escandalosos mis pasos sobre las losas de piedra del vestíbulo, pues los zapatos claveteados de Maxim hacían mucho más ruido que los míos, y las pisadas acompasadas de los dos perros nos seguían simpáticas y tranquilizadoras.

También fue objeto de alegría para mí aquella primera noche, apenas habíamos acabado de ver los cuadros, lo que nos llevó bastante tiempo, Maxim miró el reloj y dijo que ya no teníamos tiempo de vestirnos para cenar, así que me ahorró la turbación ante Alice, la criada, que me hubiera preguntado lo que me iba a poner, y me hubiera ayudado a vestirme; y luego, el bajar el tramo largo de la escalera con frío; los hombros desnudos con un traje de noche que la señora Van Hopper me había regalado porque le sentaba mal a su hija. Había estado pensando con miedo en una cena ceremoniosa en el austero comedor y al fin, por el insignificante detalle de no habernos vestido, todo se había arreglado e íbamos a cenar como lo haríamos en cualquier restaurante. Me encontraba a gusto con mi trajecillo de punto, y reí y hablé de las cosas que habíamos visto en Italia y Francia, y extendimos las instantáneas en la mesa mientras Frith y el criado nos servían, tan lejanos de nosotros como cualesquiera otros camareros, sin mirarme como la señora Danvers.

Después de cenar nos sentamos en la biblioteca, y al poco rato entraron para correr las cortinas y echar más leños en la chimenea. Hacía fresco para el mes de mayo, y se agradecía el suave calor de los leños que ardían poco a poco.

Nunca nos habíamos sentado así después de cenar, pues cuando estábamos en Italia salíamos a pie o en coche para irnos a un café o pararnos a contemplar la vista desde un puente cualquiera. Maxim se dirigió instintivamente hacia el sillón que quedaba a la mano izquierda de la chimenea, y cogió un periódico. Acomodó luego la cabeza sobre uno de los grandes almohadones y encendió un cigarrillo. «Tiene esa costumbre —me dije—. Eso es lo que hace siempre, lo que ha venido haciendo durante años y años».

Continuó leyendo el periódico sin mirarme, feliz, cómodo, reanudando su vida, en su casa. Según me encontraba sentada allí, pensando, mientras acariciaba las suaves orejas de los perros, se me ocurrió que no era yo la primera que se había arrellanado en aquel sillón; alguien me había precedido, alguien antes que yo había dejado en los almohadones la huella de su cuerpo y en el brazo la impresión de su mano. Otra había servido el café con aquella misma cafetera de plata, y se había llevado luego la taza a los labios, y se había inclinado hacia el perro, exactamente como yo estaba haciendo en aquel mismo instante.

Sentí un soplo helado en la espalda, como si alguien hubiera abierto detrás de mí una puerta. Estaba sentada en el sillón de Rebeca. Estaba apoyada en el almohadón de Rebeca. El perro se me había ido acercando hasta colocar la cabeza sobre mis rodillas, indudablemente por costumbre, porque se acordaba de que, antes, ella le solía dar un terrón de azúcar después de cenar…