PREPARANDO las maletas. Incómodas preocupaciones de la partida. Llaves que se extravían, etiquetas por escribir, pedazos de papel de seda por el suelo. ¡Cómo me molesta! Incluso ahora, después de haberlo hecho tantas veces; cuando vivo, como quien dice, con las maletas a cuestas. Incluso hoy, cuando el cerrar los cajones y el abrir los armarios de los hoteles, o vaciar las estanterías impersonales de los chalés amueblados es sencillamente una cuestión de metódica rutina, siento cierta tristeza, como si perdiera algo. Hemos vivido aquí, hemos sido felices, aunque por poco tiempo, esto ha sido nuestro. Aunque sólo hayamos pasado dos noches bajo este techo, algo nuestro dejamos atrás. Nada material, desde luego, ni una horquilla sobre el tocador, ni un tubo vacío de aspirinas, ni un pañuelo olvidado bajo la almohada, sino algo indefinible, un momento de nuestra vida, un pensamiento, un estado de ánimo.
Esta casa nos cobijó, y entre estas paredes nos hemos querido, nos hemos hablado. Aquello fue ayer. Hoy seguimos nuestro camino, no la volveremos a ver, y por ello ya somos diferentes, hemos cambiado de modo imperceptible. Ya nunca volveremos a ser los mismos de antes. Cuando paramos para comer en un hotelito en la carretera y entro en un cuarto oscuro y extraño para lavarme las manos, el picaporte desconocido, las tiras de papel que cuelgan de las paredes, el espejo chiquitín y rajado encima del lavabo…, en ese momento, todo es mío, me pertenece. Se establece cierta intimidad entre esos objetos y yo. Eso es el presente. El pasado y el futuro no existen. Estoy allí, lavándome las manos, reflejada en el espejo roto, como suspendida en el tiempo. Ésa soy yo; este momento no pasará.
Abro entonces la puerta y voy al comedor, donde está él esperándome sentado a la mesa, y pienso que en aquel instante he envejecido, he continuado mi camino, he dado un paso más hacia un destino desconocido.
Sonreímos, elegimos la comida, hablamos de esto y de aquello, pero —me digo— ya no soy la que se separó de él hace cinco minutos. Aquélla se quedó atrás. Yo soy otra mujer más madura, mayor.
El otro día leí en un periódico que ha cambiado la dirección del Hotel Côte d’Azur de Montecarlo. Han decorado de nuevo las habitaciones y lo han cambiado todo. Tal vez las habitaciones de la señora Van Hopper en el primer piso ya no existan. Tal vez no queden ni señales del cuartito que yo ocupaba. Yo ya sabía que nunca volvería allí, aquel día en que arrodillada en el suelo trataba torpemente de arreglar la cerradura del baúl.
El episodio terminó cuando conseguí cerrarlo con llave. Miré por la ventana y parecía como si volviera la hoja de un álbum de fotografías. Aquellos tejados que veía ya no eran míos. Pertenecían al día de ayer, al pasado. Las habitaciones presentaban un aspecto vacío, despojadas de nuestras cosas, y todas ellas tenían un aire de ávida impaciencia, como si desearan que nos marchásemos pronto para recibir a los nuevos huéspedes, que llegarían mañana. El equipaje pesado estaba ya listo, atado con correas y cerrado con llave en el pasillo. Los bultos de mano los arreglaríamos más tarde. Los cestos de papeles rebosaban de cuentas y cartas rotas, de frascos de medicinas y de botes vacíos de maquillaje. Bostezaban los cajones; el escritorio estaba completamente vacío.
La mañana antes me había tirado una carta cuando le servía el café del desayuno diciendo:
—Helen embarca para Nueva York, el sábado. Su hija Nancy tiene un amago de apendicitis y le han telegrafiado para que vuelva. Eso me ha decidido. Nosotras nos vamos también. Ya estoy harta de Europa, y podemos volver a principios de otoño. ¿Te gusta la idea de conocer Nueva York?
Sólo imaginarlo me pareció peor que la cárcel. Mi cara debió de traicionar la congoja que sentía, pues la vi, primero, asombrarse, y luego poner una expresión de disgusto.
—¡Qué chiquilla más rara y más difícil eres! No llegaré nunca a comprenderte. ¿No te das cuenta que en mi país las muchachas de tu posición, sin dinero, lo pueden pasar muy bien? Muchachos a montones, y diversiones, las que quieras… Toda gente de tu clase. Puedes tener un grupito de amistades y no necesitarás estar como aquí, siempre pendiente de mí. Creí que no te gustaba Montecarlo.
—Me he acostumbrado —dije sin convicción, acongojada, mientras me bullían ideas contrarias en la cabeza.
—Pues ahora tendrás que acostumbrarte a Nueva York, eso es todo. Vamos a tomar el mismo barco que Helen, de manera que tenemos que sacar los billetes sin perder ni un minuto. Baja ahora mismo y a ver si consigues que ese joven del mostrador se mueva y sirva para algo. ¡Hoy vas a tener tanto quehacer, que no te va a quedar tiempo de llorar por Montecarlo! —sonó su risa desagradable y aplastando el cigarrillo en la mantequilla, se fue a telefonear a todos sus amigos.
No me encontraba capaz de bajar enseguida. Fui al cuarto de baño, cerré la puerta con llave, y me senté en la esterilla de corcho, la cabeza entre las manos. Al fin, había ocurrido lo que era de temer: había llegado el momento de la partida. Todo se acabó. Al día siguiente, por la noche, estaría en el tren, sujetando su joyerito y su manta como una doncella, y ella enfrente, sentada en el departamento del coche cama, con su sombrero grande atravesado por una pluma, arrebujada en el abrigo de pieles. Nos lavaríamos la cara y los dientes en aquel cuartucho de puertas rechinantes, el lavabo sucio, la toalla mojada, el jabón con un pelo pegado, la botella de agua a medio llenar, y aquel aviso inevitable en la pared: Sous le levabo se trouve un vase. Y mientras tanto, cada ruido, cada sacudida y vaivén del tren estrepitoso, me diría que los kilómetros me iban alejando de él, sentado solo en el comedor del hotel, en aquella mesa que yo conocía tan bien, leyendo un libro indiferente, sin pensar en nada.
Y pensé que le diría adiós en el vestíbulo, antes de marcharme. Un adiós furtivo, rápido, por culpa de ella. Callaremos un momento, sonreiremos, y luego diremos algo como: «Sí, claro, no deje de escribir», y «Nunca te he dado las gracias por todo», y «Mándame esas fotografías». «¿Y la dirección?». «¡Ah!, pues ya te la escribiré». Él encenderá un cigarrillo con naturalidad, pidiendo fuego a un camarero que pase, y yo estaré pensando: «Me quedan cuatro minutos y medio y, luego, no volveré a verle nunca más».
Por el hecho de marcharme, porque todo habría terminado, no encontraríamos nada que decirnos, seríamos dos extraños que se encuentran por última vez. Y mientras tanto mi alma estará gritando, acongojada, dolorida: «¡Te quiero tanto! ¡Soy muy desgraciada! ¡Nunca me ha pasado esto y jamás me volverá a pasar!». Pero, claro, mi cara sonreirá, cuajada, rígida, convencional y mi voz dirá: «Mira ese viejo tan raro, ¿quién será? Debe de haber llegado hoy», y desperdiciaremos nuestros últimos momentos riéndonos de un desconocido, porque para entonces también nosotros seremos dos extraños. «Esas instantáneas deben de haber salido bien», repetiré desesperada, y él: «Sí, la de la plaza habrá quedado bien, pues la luz era muy buena». ¡Como si no hubiésemos hablado ya de todo eso! ¡Como si no estuviéramos ya de acuerdo! Y, además, poco me importaban que salieran movidas o veladas porque, llegado el último momento, la despedida final habrá de consumarse.
«Bueno —con esa sonrisa horrible estirándome la cara—, una vez más, muchas gracias por todo; ha sido estupendo». Palabras que nunca usé antes. «Estupendo». ¿Qué quería decir «estupendo»? Dios sabrá, a mí me da igual. Es una de esas palabras que usan en los colegios cuando hablan de hockey y cosas así, una palabra completamente inadecuada a estas últimas semanas de angustia y infelicidad. En aquel momento se abrirían las puertas del ascensor y aparecería la señora Van Hopper; yo cruzaría el vestíbulo para recibirla; él se alejaría hacia su rincón y cogería un periódico…
Todo lo vi allí, sentada ridículamente sobre la esterilla del cuarto de baño. Lo viví todo, el viaje y la llegada a Nueva York. Luego, la voz chillona de Helen, edición de bolsillo de su madre, y Nancy, su odiosa hija. Y vi a los estudiantes que quería la señora Van Hopper que conociera, y los empleados subalternos de los bancos que ella creía propios para mí. «Oye, ¿salimos el miércoles? ¿Está hecho? ¿Te gusta la música de jazz?». Lechuguinos de nariz chata y cara reluciente. Y yo tendría que mostrarme amable. Pero en aquel momento sólo quería estar a solas con mis pensamientos, y por eso estaba allí, encerrada en el cuarto de baño…
Ella vino y trató de abrir la puerta.
—¿Qué estás haciendo?
—Voy enseguida, ya salgo; perdóneme.
Hice como que abría un grifo, y fui deprisa de un lado para otro, doblando una toalla.
Cuando abrí la puerta me miró con curiosidad.
—¡Cómo has tardado! Esta mañana no tenemos tiempo para soñar, ya lo sabes. Tenemos demasiadas cosas que hacer.
Naturalmente, él volvería a Manderley dentro de unas semanas, estaba segura. Cuando llegase, se encontraría con un montón de cartas esperándole en el vestíbulo y entre ellas la mía, garabateada en el barco. Una carta forzada, tratando de ser divertida, describiendo a los compañeros de travesía. La dejaría guardada en la carpeta y la contestaría pasadas unas semanas, un domingo por la mañana, deprisa y corriendo, antes de comer, habiéndola encontrado casualmente al ir a pagar una cuenta. Y nada más. Nada más, hasta la humillación final de la felicitación de Navidades. Una tarjeta, acaso con una vista del propio Manderley sobre un fondo nevado. La dedicatoria impresa diría: «Felices Pascuas y un próspero Año Nuevo, de Maximilian de Winter». Impreso en oro. Pero como muestra de afecto tacharía el nombre impreso y escribiría a mano: «Maxim». Esto para consolarme. Y si quedara sitio, añadirá: «¿Qué tal ese Nueva York?». Pasaría entonces la lengua por el borde del sobre, pondría un sello y lo echaría en un montón, junto a otras cien tarjetas idénticas.
—¡Qué lástima que se vaya usted mañana! —me dijo el empleado del hotel—; el ballet empieza la semana que viene. ¿Lo sabe la señora?
Traté de olvidar Manderley para volver a las realidades de las camas para el viaje.
La señora Van Hopper bajó al comedor por primera vez desde su ataque gripal, y cuando entré detrás de ella sentí una extraña punzada en la boca del estómago. Yo sabía que él se había marchado a Cannes, pues él mismo me lo había dicho el día antes, pero no pude dejar de pensar que el camarero cometería la indiscreción de decir: «¿La señorita cenará esta noche con el señor, como de costumbre?». Cada vez que se acercaba a la mesa me daba un vuelco el corazón, pero no dijo nada.
Pasamos el día haciendo las maletas, y por la tarde vinieron sus amigos a despedirse. Cenamos en nuestra salita y ella se acostó inmediatamente. Aún no le había visto. Bajé al vestíbulo a eso de las nueve y media con el pretexto de pedir unas etiquetas para el equipaje, pero no le vi. El antipático empleado del hotel sonrió cuando me vio.
—Si la señorita está buscando al señor de Winter, siento decirle que ha telefoneado desde Cannes diciendo que no llegará antes de medianoche.
—Venía por unas etiquetas —dije, pero en sus ojos vi que no me creyó.
Ni siquiera pasaríamos juntos aquella última velada. Aquellas horas en las que tantas ilusiones había puesto, tendría que pasarlas sola, en mi cuarto, contemplando mi maleta y mi sólido saco de viaje. Acaso fuese mejor, después de todo, pues yo no hubiera sido una compañera muy divertida aquella noche, y tal vez hubiera él leído en mi cara lo que pensaba.
Aquella noche lloré amargas lágrimas de niña que hoy ya no podría verter. Esa manera de llorar con la cara hundida en la almohada no es posible si no se tienen veintiún años. La cabeza latiendo, los ojos hinchados, la garganta seca. Luego, por la mañana, a disimular con todo cuidado lo ocurrido, que nadie vea las señales de nuestro sufrimiento. Y viene el lavarse los ojos con una esponja, los toques de agua de Colonia y unos polvos, que por sí solos nos traicionan por desacostumbrados. Y terminado esto sobreviene el pánico de volver a llorar, de que las lágrimas broten imposibles de contener, que la boca temblorosa nos pierda, en definitiva. A la mañana siguiente, recuerdo que abrí la ventana de par en par y me asomé con la esperanza de que el aire fresco y mañanero hiciera desaparecer las delatoras manchas rojas que se adivinaban bajo los polvos, y nunca me pareció el sol tan brillante ni el día tan lleno de promesas. Montecarlo se había llenado súbitamente de encanto y amabilidad; era el único lugar sincero de todo el mundo. Aprendí a amarlo con un cariño que me abrumaba. Quería pasar allí el resto de mi vida. Y tenía que abandonarlo aquel mismo día. «Ésta es la última vez que me cepillo el pelo ante este espejo; la última vez que me lavo los dientes en este lavabo; ya no volveré a dormir en esta cama; nunca volveré a apagar esta luz». Así me decía, mientras iba de un lado a otro enfundada en mi bata, empapando en emoción sentimental el cuarto insignificante de un hotel.
—No habrás pescado un constipado, ¿verdad? —me dijo la señora Van Hopper mientras desayunábamos.
—No, creo que no… —contesté, agarrándome a esa excusa, la excusa que podría luego servirme si mis ojos parecían demasiado rojos.
—Odio esta espera, teniendo ya todo preparado —gruñó—; deberíamos haber pensado en tomar el tren que sale antes. Todavía lo podríamos coger dándonos prisa, y pasaríamos más tiempo en París. Telegrafía a Helen que no salga a esperarnos, pero dile cuándo llegamos. ¡Quién sabe…! —dijo, mirando el reloj—; supongo que nos podrán cambiar los billetes. En cualquier caso, vale la pena probar. Baja y pregunta.
—Sí —dije como un autómata obediente a sus caprichos.
Entré en mi cuarto, me quité la bata, y abrochándome la inevitable falda de franela, me puse por la cabeza un jersey que yo misma me había hecho. La indiferencia que había sentido por ella se convirtió en odio. Esto sí que era el final. Incluso me robaba mi pobre mañana. Ni media hora en la terraza, acaso ni diez minutos para decirle adiós.
Todo porque había acabado el desayuno algo antes de lo que había calculado y se aburría. Está bien, pues arrojaré al viento mi modestia y mi dignidad y mi decoro. Cerré la puerta de la salita de un portazo y salí corriendo al pasillo. No esperé al ascensor. Subí la escalera de tres en tres escalones…, hasta llegar al tercer piso. Sabía el número de su cuarto, el 148, y llamé con fuerza, la cara roja, anhelante.
—¡Entre! —gritó él, y abrí la puerta, ya arrepentida, flaqueándome el valor.
Acaso acababa de despertarse, pues la noche antes se había acostado tarde, y estaría en la cama aún despeinado y de mal humor.
Estaba afeitándose junto a la ventana abierta, con una chaqueta de pelo de camello puesta encima del pijama, y yo, con mi traje de franela y mis zapatones, me encontré ridícula y de mal gusto. Creí hacer una entrada dramática y sólo había logrado hacer el ridículo.
—¿Qué quieres? —dijo—. ¿Pasa algo?
—He venido a despedirme. Nos vamos esta mañana.
Me miró fijamente y soltó la navaja sobre la repisa del lavabo.
—Cierra la puerta.
Hice lo que me pedía y me quedé allí de pie, cortada, con los brazos colgando.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó.
—Es verdad. Nos vamos hoy. Íbamos a coger un tren que sale más tarde, pero ahora ella quiere irse en otro que sale más temprano, y me ha dado miedo no verte más. Y quería hacerlo, para darte las gracias.
Salieron de mi boca, atropellándose las unas a las otras, estas palabras, estas palabras idiotas, tal y como me había imaginado. Estaba viendo que de un momento a otro iba a soltar aquello de «estupendo».
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Lo decidió ella ayer. Todo ha sido improvisado. Su hija embarca el sábado para Nueva York y nos vamos con ella. Vamos a reunirnos con ella en París y luego haremos juntas el viaje a Cherburgo.
—¿Y te lleva a Nueva York?
—Sí; y yo no quiero ir. Estoy segura de que no me gustará. Voy a pasarlo muy mal.
—Y… ¿por qué demonios te vas con ella entonces?
—Porque no tengo más remedio. Y tú lo sabes. Para eso me paga. Necesito trabajar. No puedo dejarla.
Volvió a coger la navaja y se quitó el jabón de la cara.
—Siéntate. No tardaré mucho. Voy a vestirme en el cuarto de baño y estaré listo en cinco minutos.
Cogió la ropa de una silla y la tiró al suelo del cuarto de baño; entró y cerró dando un portazo. Me senté en la cama y comencé a morderme las uñas. La situación no era real, y yo me sentía como un maniquí. ¿Qué estaría pensando él? ¿Qué iba a hacer? Miré alrededor. Estaba en el cuarto de un hombre normal, desarreglado e impersonal. Muchos zapatos, más de los necesarios, y filas de corbatas. El tocador estaba vacío, excepto por dos cepillos de marfil para el pelo. Ni fotografías ni instantáneas. Nada de eso. Las había buscado instintivamente, esperando encontrar, por lo menos, una junto a la cama o en la repisa de la chimenea. Una grande, con marco de cuero. Pero no vi sino unos libros y una caja de cigarrillos.
Tal como había dicho, a los cinco minutos salió vestido.
—Ven a la terraza mientras desayuno.
Miré el reloj.
—No tengo tiempo —le dije—; ya debería estar abajo cambiando los billetes.
—No te preocupes por eso. Tengo que hablarte.
Fuimos por el pasillo hasta el ascensor y él llamó al timbre. «No se da cuenta —pensé— de que el primer tren sale dentro de hora y media. Dentro de un momento ella llamará abajo preguntando si estoy allí». Bajamos en el ascensor, callados, y salimos a la terraza, donde estaban puestas las mesas para los desayunos.
—¿Qué vas a tomar? —preguntó.
—Yo he desayunado ya —le dije—, y, además, sólo puedo estarme aquí cuatro minutos.
—Tráigame café, un huevo pasado por agua, pan tostado, mermelada de naranja y una mandarina —dijo al camarero.
Sacó una tirita de papel de lija, como las que usan las manicuras, y comenzó a limarse las uñas.
—De manera que la señora Van Hopper se cansó de Montecarlo y quiere volver a casita. Pues mira, yo también. Ella, a Nueva York; yo, a Manderley. ¿Cuál prefieres? Puedes elegir.
—Es el colmo que encima lo tomes a broma. Bueno, mejor será que me vaya a hacer lo de los billetes y que te diga adiós ahora.
—Si crees que soy uno de esos que se sienten con ganas de bromas a la hora del desayuno, te equivocas. Por la mañana temprano estoy casi siempre de muy mal humor. Te repito que puedes elegir. O te vas a Nueva York con la señora Van Hopper, o vienes a Manderley conmigo.
—Pero…, ¿es que necesitas una secretaria o algo así?
—No. Te estoy proponiendo que te cases conmigo, pequeña tontaina.
Llegó el camarero con el desayuno y me quedé con las manos sobre la falda, mirando cómo dejaba en la mesa la cafetera y la jarra de la leche.
—No comprendes —le dije, cuando se marchó el camarero—. Yo no soy de esas con quienes se casan los hombres.
—¿Qué diablos quieres decir? —dijo, mirándome con los ojos muy abiertos y dejando la cucharilla en la mesa.
Seguí con los ojos a una mosca, que acabó por posarse en la mermelada y que él espantó impacientemente.
—No sé, no estoy segura —dije muy despacio—. No sé cómo explicártelo. Para empezar, yo no pertenezco a tu mundo.
—¿Cuál es mi mundo?
—Pues… Manderley. Ya sabes lo que quiero decir.
Volvió a coger la cucharilla y se sirvió mermelada.
—Eres casi tan tonta como la señora Van Hopper, y casi tan ignorante. ¿Qué sabes tú de Manderley? A mí me toca juzgar si encajarías allí o no. ¿O crees que te estoy diciendo esto porque se me acaba de ocurrir al oírte decir que no quieres ir a Nueva York? ¿Es que crees que te estoy pidiendo que te cases conmigo por el mismo motivo que creías que salía contigo de paseo en coche, y por lo mismo que te invité a cenar aquella primera noche? Por lástima, ¿verdad? Porque tengo muy buen corazón, ¿no?
—Sí.
—Algún día —continuó, extendiendo con abundancia la mermelada sobre un pedazo de pan tostado— puede que te des cuenta de que la filantropía no es mi fuerte. De momento no creo que te estés dando cuenta de nada. Y todavía no me has contestado. ¿Te vas a casar conmigo, sí o no?
No creo que ni en los momentos de mayor locura me había pasado por la imaginación semejante posibilidad. Una vez, sentada en el coche junto a él, cuando llevábamos muchos kilómetros sin hablar, comencé a imaginarme un cuento largo y complicado en el cual él enfermaba muy gravemente, estaba delirando, y me mandaba llamar para que le cuidase. Cuando estaba refrescándole la frente con agua de Colonia, llegábamos al hotel y allí acabó mi cuento. Otra vez me figuraba vivir en una de las casitas de la finca de Manderley, y que algunas veces él iba a verme y se sentaba delante de la chimenea. Pero aquella inesperada proposición matrimonial me dejó atónita, y creo que hasta me pareció inconveniente, atrevida. Era como si me lo hubiese dicho el rey. Sonaba a falso. Continuó comiendo mermelada, como si todo fuese lo más natural del mundo. En las novelas, los hombres se hincaban de rodillas ante las mujeres, a la luz de la luna. Pero no así, ¡desayunándose!
—Parece que la idea no te ha parecido bien —dijo—. Perdóname. No sé, pero creí que me querías. Me merezco esto, por presumido.
—Y te quiero —dije—. Te quiero con toda mi alma. No sabes lo desgraciada que he sido; me he pasado toda la noche llorando, porque creía que no iba a verte más.
Me acuerdo que cuando dije esto se echó a reír y me alargó la mano a través de la mesa.
—¡Bendita seas! —dijo—. Un día, cuando hayas llegado a esa maravillosa edad de los treinta y cinco años que quisieras tener, te recordaré este momento y lo que acabas de decir. Y te parecerá imposible. ¡Qué lástima que tengas que crecer!
Me avergonzó e hirió su risa. Entonces… ¿las mujeres no confesaban tales cosas a los hombres? Tenía que aprender mucho.
—Bueno, entonces estamos de acuerdo, ¿no? —dijo, mientras continuaba con las tostadas y la mermelada—. Dejas de ser la compañera de la señora Van Hopper y comienzas a ser la mía. Tus obligaciones serán casi las mismas. A mí también me gustan los libros nuevos, y tener flores en la sala, y jugar al bezique después de cenar, y que alguien me sirva el té. La única diferencia es que yo no tomo Taxol, pues prefiero Eno. Y tendrás que tener cuidado de que no se acabe la pasta de dientes que uso siempre.
Repiqueteé nerviosamente con los dedos sobre la mesa. No estaba segura de mí misma ni de él. ¿Se estaría riendo de mí y habría sido todo una broma? Me miró y vio mi cara angustiada.
—Pero me estoy portando contigo como un bruto, ¿verdad? No te habías figurado así una declaración de amor. Hubiéramos debido estar en el invernadero de un jardín lleno de flores delicadas, tú vestida de blanco con una rosa en la mano, mientras llegaban hasta nosotros las notas de un violín. Yo te haría el amor apasionadamente, bajo una palmera. Entonces te parecería que no te habían estafado nada. ¡Qué pena, bonita mía! Pero no te importe. Te llevaré a Venecia a pasar la luna de miel, y nos pasearemos en una góndola cogidos de la mano. Pero no estaremos allí mucho tiempo, porque quiero enseñarte Manderley.
¡Quería enseñarme Manderley…! Y de repente me di cuenta de como sucedería todo; sería su mujer, pasearíamos juntos por el jardín, iríamos andando tranquilamente, camino abajo, hasta la playa de guijarros. Me imaginaba de pie, en las escaleras después de desayunar, disfrutando del día, echando de comer a los pajarillos, y más tarde, bajo mi sombrero de ala ancha, saldría con unas tijeras bien largas y cortaría flores para la casa. Ya sabía porque de niña había comprado aquella postal con esa imagen; era una premonición, un paso hacia el futuro.
¡Quería enseñarme Manderley…! Cuando oí esto comenzó a darme vueltas la cabeza. Se me llenó la imaginación de imágenes, sucediéndose las escenas rapidísimas y, mientras tanto, él se estaba comiendo la mandarina, dándome un gajo de cuando en cuando. Nos encontraríamos en un grupo de gente y él diría: «Me parece que no conoce usted a mi mujer». Señora de Winter. Iba a ser la señora de Winter. Pensé en mi nombre: lo pondría en los cheques para pagar a los proveedores de la casa, y lo pondría en las cartas invitando a cenar a la gente. Me pareció oírme hablando por teléfono: «¿Por qué no viene a pasar en Manderley el próximo fin de semana?». Gente, siempre mucha gente. «Es encantadora, tiene que presentárnosla». Eso lo dirían de mí, en voz bajita, cuando pasara junto a un grupo, y yo seguiría como si no lo hubiese oído.
Iría a la casa del guarda con un cesto al brazo, lleno de uvas y melocotones para la pobre vieja enferma. Me tendería las manos: «Dios le premie sus bondades, señora», y yo contestaría: «Nada, nada; si necesita alguna cosa, mande por ello a casa». La señora de Winter. Iba a ser la señora de Winter. Vi la mesa pulida y brillante del comedor, y las largas velas. Maxim estaría sentado en un extremo. Era una fiesta de veinticuatro personas. Yo llevaba una flor en el pelo. Todos me miraban, los vasos en alto. «Tenemos que brindar por la novia», y luego me diría Maxim: «Nunca te he visto tan bonita». Cuartos espaciosos llenos de flores. Mi alcoba, la chimenea encendida en invierno, alguien llama a la puerta. Entra una mujer sonriente. Es la hermana de Maxim y dice: «Es admirable ver lo feliz que le haces. Estamos todos encantados contigo». La señora de Winter. Yo iba a ser la señora de Winter.
—Esos gajos que quedan se ve que están agrios; no los comeré —dijo.
Le miré sin entenderle, hasta que, poco a poco, fueron penetrándome dentro las palabras. Miré al plato que tenía delante y vi unos gajos de mandarina duros y pálidos. Tenía razón. La mandarina estaba agria. Hasta aquel momento no me di cuenta de que tenía en la boca un sabor amargo y fuerte.
—¿Se lo vas a decir tú a la señora Van Hopper, o quieres que lo haga yo?
Estaba doblando su servilleta, retirando el plato, y me pregunté cómo se las arreglaba para hablar con aquella naturalidad, como si se tratase de un asunto baladí, de un puro cambio de planes. Mientras que para mí había sido como una bomba que hubiese estallado en mil pedazos.
—Díselo tú —contesté—. Se va a poner furiosa.
Nos levantamos de la mesa; yo nerviosa y roja, temblando de antemano. Pensé si iba a decírselo al camarero; cogiéndome del brazo diría: «Denos la enhorabuena, la señorita y yo nos vamos a casar». Los demás camareros lo oirían y nos dedicarían una sonrisa, mientras nosotros pasaríamos al vestíbulo seguidos por una ola de curiosidad, por una ola de expectación. Pero no dijo nada. Salió de la terraza sin decir una palabra, y yo le seguí hacía el ascensor. Pasamos por delante del mostrador de recepción de viajeros, pero ni nos miraron. El empleado estaba ocupado con un montón de papeles delante, hablando con la cabeza vuelta hacia su ayudante. «No sabe que voy a ser la señora de Winter», pensé. «Voy a vivir en Manderley. Seré la dueña de Manderley». Subimos en el ascensor hasta el primer piso y echamos a andar por el pasillo. Según íbamos andando me cogió una mano y fuimos así, nuestros brazos moviéndose juntos, balanceándose.
—¿Te parece demasiado cuarenta y dos años? —dijo.
—¡Oh, no! —contesté deprisa, tal vez con demasiado calor—. No me gustan los hombres jóvenes.
—No has conocido a ninguno —dijo él.
Llegamos a la puerta de las habitaciones.
—Creo que será mejor que esto lo arregle yo solo —dijo—; pero antes dime una cosa: ¿Te importa si nos casamos enseguida? ¿Tú no querrás hacerte un traje de novia, ni tonterías de ésas? Porque podríamos arreglarlo todo en unos cuantos días. Nos casaríamos enseguida, sin ceremonias, en cuanto arreglásemos los papeles, y luego en coche a Venecia, o adonde se te antoje.
—¿No en la iglesia? —pregunté—. ¿Sin traje de novia, ni damas de honor, ni campanas, ni música? ¿Y tu familia y tus amigos?
—Olvidas que yo me he casado ya así una vez.
Permanecimos un momento ante la puerta, y observé que todavía estaba en el buzón el periódico de la mañana. No habíamos tenido tiempo de leerlo durante el desayuno.
—Bueno —insistió—. ¿Qué dices?
—No, nada —respondí—; es que había creído que nos íbamos a casar en tu casa. Pero claro que no me importa la ceremonia, ni la gente, ni nada de eso.
Lo miré sonriendo. Puse una cara alegre.
—Será divertido, ¿verdad? —le dije.
Pero ya se había vuelto hacia la puerta, que abrió, y nos encontramos en el pasillo de la entrada particular.
—¿Eres tú? —oímos que decía la voz de la señora Van Hopper desde el saloncito—. ¿Se puede saber qué demonios has estado haciendo? He llamado tres veces al mostrador del vestíbulo y me han contestado que no has aparecido por allí.
Me entraron unas ganas locas de reír, de llorar, de hacer las dos cosas, y notaba ese dolor que me daba en la boca del estómago. Durante unos instantes de locura deseé que no hubiera ocurrido nada de aquello y me hubiera gustado estar sola, dando un paseo y silbando despreocupadamente.
—Tengo yo la culpa —dijo entrando en el saloncito; luego cerró la puerta tras él y oí una exclamación de sorpresa.
Me fui a mi cuarto y me senté delante de la ventana abierta. Era como si estuviera esperando en la antesala de un médico. Para que fuera más completa la ilusión, debería hojear una revista, mirar sus fotografías insignificantes, leer los artículos para olvidarlos luego, hasta que llegase una enfermera, reluciente y práctica, a quien los desinfectantes, a fuerza de años, habían dejado esterilizada, inhumanizada: «Todo va bien, la operación ha salido bien, no tiene por qué preocuparse. Vaya a casa y acuéstese».
Las paredes eran gruesas y no podía oír ni el rumor de sus voces. ¿Qué le estaría diciendo? ¿Por dónde empezaría? Tal vez dijera: «¿Sabe usted? Me enamoré de ella la primera vez que la vi. Y nos hemos visto a diario». Y ella contestaría: «Pero…, ¡es de lo más romántico! ¡No he oído nada semejante!». ¡Romántico! ¡Ésa, ésa era la palabra que trataba de recordar cuando subíamos en el ascensor! ¡Claro, mujer, claro! «Romántico». Eso es lo que diría la gente. «Todo ocurrió de repente y de la manera más romántica. Nada, que un día decidieron casarse. Como en una novela». Me sonreí para mis adentros, abrazándome las rodillas, según estaba sentada ante la ventana, pensando en lo maravilloso que era todo, en lo feliz que iba a ser. Me iba a casar con el hombre a quien quería. Iba a ser la señora de Winter. La verdad era que no sé por qué me continuaba aquel dolor en la boca del estómago, cuando me encontraba tan feliz. Serían los nervios. La espera, la antesala del médico. ¿Y no hubiera sido más natural y mejor que hubiéramos entrado juntos en el saloncito, cogidos de la mano, sonriendo, y que hubiéramos dicho: «Estamos enamorados y nos vamos a casar»?
Enamorados. Él no había dicho que estaba enamorado. Puede que no hubiera tenido ocasión. Ocurrió todo demasiado de repente, sentados a la mesa del desayuno. ¡Qué amarga estaba la mandarina! No, de estar enamorado no había hablado, sino de que nos íbamos a casar. Breve y claro, muy original. Las declaraciones originales eran mucho mejor. Más auténticas. Distinto de los demás. No como esos chicos que charlan y charlan diciendo tonterías, la mitad de las cuales acaban de inventar. No como esos jovenzuelos con sus incoherencias, muy apasionadas, jurando cosas imposibles de cumplir. No como él se declaró la primera vez a Rebeca… No tengo que pensar en eso. Olvidarlo, eso sí. Un mal pensamiento instigado por el demonio. «¡Vade retro, Satanás!». No debo pensar en eso nunca, jamás, nunca. Él me quiere y me va a enseñar Manderley. Pero ¡Dios mío! ¿Es que no iba a terminar de hablar nunca en el cuarto de al lado? ¿No me iban a decir que pasara?
El libro de versos estaba junto a mi cama. Hasta se le había olvidado que me lo había prestado. No debía de apreciarlo gran cosa. «Anda —me dijo el demonio—, anda; ábrelo, ¡mira la portada! ¿No es eso lo que quieres hacer? ¡Ábrelo por la portada!». Nada de eso, me dije, no voy a poner más el libro con las demás cosas. Bostecé. Fui lentamente, haciéndome la distraída, hacia la mesilla de noche. Cogí el libro. Me enganché un pie en el brazo flexible de la lámpara de noche, tropecé, y se me cayo al suelo. Al caer, quedó abierto por la portada. «A Max, de Rebeca». Ella estaba muerta, y no se deben pensar cosas de los muertos. Los muertos duermen apaciblemente, mientras crece la hierba encima de sus tumbas. Pero, sin embargo, ¡qué viva, qué fuerte estaba su escritura! Aquellas letras, extrañas, sesgadas…, y el borrón de tinta, parecía hecho ayer. Todo parecía escrito ayer. Saqué mis tijeras, mientras miraba por encima del hombro, como una criminal.
La corté sin dejar nada. No se notaba. El libro quedó blanco y limpio, sin aquella página. Un libro nuevo, que nadie había tocado. Rompí la página en muchos trocitos y los eché al cesto de los papeles. Pero no se me quitaba de la imaginación y pasado un rato tuve que asomarme al cesto para mirarlos otra vez. La tinta resaltaba negra y gruesa en los papelillos. Cogí una cerilla y les prendí fuego. La llama daba una luz fantástica. Manchaba el papel, rizaba sus bordes, e iba borrando aquellas letras curiosamente sesgadas. Los papelitos se estremecieron al convertirse en cenizas grises. La última en desaparecer fue la letra «R». Se retorció en la llama, abarquillándose hacia fuera un instante, lo que la hizo parecer más grande que nunca. Luego, también se desmoronó; la llama se consumió. Ni siquiera era aquello ceniza, sino más bien un polvillo levísimo. Fui al lavabo y me lavé las manos. Y me encontré mejor, mucho mejor. Noté esa sensación de limpieza, de novedad, que siente uno al colgar de la pared el calendario nuevo, a principios de año. Uno de enero. Noté el mismo frescor, la misma confianza entusiasta. Se abrió la puerta y entró él.
—Sin novedad —dijo—. Al principio la sorpresa la dejó sin habla, pero empieza a recuperarse; de manera que voy abajo para arreglar las cosas y asegurarme de que se va en el primer tren. Ha habido un momento en que ha dudado si marcharse o no. Creo que tenía ciertas esperanzas de actuar de testigo en la boda, pero no me he dejado conmover. Anda y dile algo.
No añadió acerca de su propio contento y felicidad. Ni me cogió del brazo para acompañarme a la salita. Sonrió, agitó la mano en el aire y se fue solo por el pasillo. Yo fui a hablar con la señora Van Hopper, poco segura de mí misma, azorada, como una criada que hubiese mandado decir a la señora, por medio de una tercera persona, que quería dejar la casa.
Ella estaba de pie junto a la ventana, fumando un cigarrillo, con su regordeta y pequeña figura extraña, el abrigo demasiado ceñido sobre los amplios senos, y el grotesco sombrero muy echado a un lado. Ya no la volvería a ver.
—Bueno —dijo, con un tono seco, desabrido, que no hubiera empleado si hubiese estado hablando con él—. Habrá que reconocer que no tienes precio cuando se trata de hacer las cosas aprisa. En tu caso, por lo menos, has demostrado lo peligrosas que pueden resultar las mosquitas muertas. ¿Cómo te las has arreglado?
No supe qué contestar. Su sonrisa me molestaba.
—Fue una suerte para ti que yo cogiese la gripe —dijo—. Ahora comprendo en qué pasabas los días y por qué tenías la cabeza llena de pájaros. ¡Caramba con las lecciones de tenis! Ya me lo podías haber dicho, vamos.
—Perdóneme.
Me miró con curiosidad, recorriendo mi cuerpo con la mirada.
—Me ha dicho que se quiere casar dentro de unos días. También tienes suerte en no tener una familia que pueda preguntarte sobre el tema. Bueno, no es asunto mío y desde este momento me lavo las manos. Me gustaría saber lo que pensarán sus amigos, pero allá él. ¿Te das cuenta de que te lleva muchos años?
—Sólo tiene cuarenta y dos años, y yo soy mayor para la edad que tengo.
Rió y echó la ceniza del cigarrillo al suelo.
—¡Vaya que si lo eres!
Continuó mirándome como no la había visto hacerlo nunca. Parecía que me estaba valorando como el jurado de una exposición de ganado hace con las bestias. Sus feos ojos tenían una expresión desagradable, inquisitiva.
—Oye —dijo, con voz de intimidad, como de amiga a amiga—. ¿No será que has hecho algo que no debieras?
Me recordaba a Blaize, la modista que quiso darme una comisión del diez por ciento.
—No sé qué quiere usted decir…
Se echó a reír y se encogió de hombros.
—Déjalo, no importa. Pero yo siempre he dicho que las inglesas no os gusta daros a conocer pero sois de mucho cuidado. De manera que tendré que marcharme sola a París, dejándote aquí mientras tu novio arregla los papeles, ¿no? Ya, ya he notado que no me ha invitado a la boda, no creas.
—Es que no quiere invitar a nadie. Además, usted ya estará en alta mar cuando se celebre.
—Sí, sí —dijo, y sacó la polvera y se empolvó la nariz—. Supongo que tú sabes lo que quieres. Pero ten cuidado…, que todo lo habéis decidido demasiado deprisa. Me parece que él debe de ser algo difícil; tendrás que acostumbrarte a su manera de ser. Ten en cuenta que hasta ahora has llevado una vida muy tranquila, pues no dirás que yo te mataba a trabajar. Como señora de Manderley no te faltarán ocupaciones. Y si quieres que te sea franca, no sé cómo te las vas a arreglar.
Sus palabras parecían el eco de las mías una hora antes.
—Ni tienes experiencia —continuó—, ni conoces aquel ambiente. Apenas puedes decir dos frases seguidas en mis reuniones de bridge, y, ¿qué vas a decir a todos sus amigos? Las fiestas de Manderley eran famosas cuando ella vivía. Claro que él ya te habrá contado…
Dudé un momento; pero ella, gracias a Dios, continuó sin esperar mi contestación:
—Claro que te deseo que seas muy feliz y reconozco que él es una persona muy atractiva, pero…, en fin, perdona que te diga que creo que cometes un error, y que me temo que tendrás que arrepentirte.
Soltó la caja de polvos y me miró volviendo la cabeza por encima del hombro. Puede que hablara con sinceridad, por fin, pero podía habérsela ahorrado. No dije nada pero debí de hacer un gesto de desagrado, pues se encogió de hombros y se dirigió al espejo para arreglarse el ridículo sombrerito, que parecía un hongo otoñal. Me alegraba de que se marchara, de no verla más. Pensé, resentida, en los meses que había pasado en su compañía, a su servicio, a sueldo suyo, trotando a su lado como una sombra gris y muda. Ya sabía yo que me faltaba experiencia, que era una tonta tímida y demasiado joven. Ya sabía todo eso. No hacía falta que me lo dijera ella. Me decía todo eso a propósito, pues por esas envidias raras que sienten las mujeres le dolía mi boda, y su escala de valores había recibido un duro golpe.
Me importaba poco; pronto la olvidaría a ella, lo mismo que sus punzantes palabras. Cuando quemé aquella página y esparcí sus cenizas, nació en mí una confianza nueva. No existía para nosotros el pasado. Íbamos a comenzar una nueva vida, él y yo. El viento se había llevado todo lo pasado, como se llevó las cenizas del cesto de los papeles. Yo iba a ser la señora de Winter e iba a vivir en Manderley.
Dentro de un rato, ella se habría marchado, sola con el traqueteo del tren, sin mí. Y, mientras, él y yo estaríamos en el comedor del hotel, comiendo sentados a la misma mesa, haciendo planes para el porvenir, asomados a la orilla de una gran aventura. Tal vez, cuando ella se hubiera marchado, él me hablaría de su amor por mí, de su felicidad. Hasta entonces no había tenido tiempo, y, además, esas cosas no salen así como así; hay que esperar a que llegue un momento oportuno. Alcé la vista y vi la imagen de ella en el espejo. Me estaba mirando con una ligera sonrisa de conmiseración dibujada en la cara. Creí por un momento que, al fin, iba a tener un rasgo de generosidad, que me iba a alargar la mano y a desearme felicidad, a darme ánimos, a decirme que no me preocupara. Pero continuó sonriendo, y mientras se arreglaba un mechón revoltoso que se había escapado del sombrero, dijo:
—Claro que comprenderás por qué se casa contigo, ¿no? ¿No te habrás hecho la ilusión de que se ha enamorado de ti? La verdad es que aquella casa vacía le ataca los nervios y casi lo ha vuelto loco. Eso fue lo que me dijo antes de que entraras en el cuarto. No puede seguir viviendo solo…