Capítulo 5

MENOS mal que la fiebre del primer amor sólo se pasa una vez. Porque, digan los poetas lo que digan, es una fiebre, una carga. Los veintiún años no son valientes. Están llenos de pequeñas cobardías, de miedos pueriles, infundados, pero ¡se hiere uno entonces tan fácilmente! ¡Se nos lastima con tan poca cosa! La más leve palabra espinosa se nos clava con crueldad. Hoy, arropada en la benévola armadura de una madurez que se aproxima, las diminutas punzadas cotidianas no nos arañan más que levemente y pronto se olvidan; pero ¡en aquella edad! ¡Cómo perdura el efecto de una palabra poco amable, dicha sin intención, hasta convertirse en estigma ardiente! ¡Y cómo una mirada altanera se nos cincela en el alma como algo eterno! Una simple negativa sin importancia se nos antoja inevitable preludio de los tres cantos del gallo, y una falta de sinceridad, tan traicionera como el beso de judas. El adulto maduro sabe mentir sin remordimiento de conciencia y con alegre serenidad; pero a aquella edad, la más inocente decepción nos abrasaba la lengua y nos ataba ella misma al poste del suplicio.

—¿Qué has estado haciendo esta mañana?

Me parece estarla oyendo sentada en la cama, reclinada sobre las almohadas, con la mezquina irritabilidad del paciente que no está verdaderamente enfermo, que lleva en cama demasiado tiempo, y yo, sacando la baraja del cajón de la mesilla de noche, sentía cómo un rubor culpable me subía a las mejillas.

—He estado jugando al tenis con el profesor —respondí, y mis falsas palabras me hicieron sentir inmediatamente un terrible pánico.

¿Y si irrumpiera el profesor de tenis en la habitación aquella misma tarde, para quejarse a la señora Van Hopper de que hacía ya muchos días que yo tenía abandonadas mis lecciones?

—Lo que te ocurre es que, conmigo en cama, no tienes bastante quehacer —dijo, y aplastó una colilla en un tarro de crema para la cara.

Cogió las cartas y comenzó a barajarlas con esa irritante habilidad y ligereza del jugador inveterado, repartiéndolas luego en montoncitos de tres cartas.

—No sé en qué pasas el día —continuó—. Hace ya mucho tiempo que no me enseñas ningún dibujo, y cuando te pido que salgas a hacerme unas compras, te olvidas de traerme el Taxol. Espero que, por lo menos, estés progresando en el tenis. Más tarde te será muy útil. Un mal jugador es una lata. ¿Sigues sacando por debajo?[6]

Echó sobre el tapete la dama de picas, y aquella cara morena me recordó en la mirada a Jezabel.

—Sí —respondí, y su pregunta me sorprendió al darme cuenta de lo justo y adecuado de la expresión.

Me describía bien. Bajo cuerda. No había estado jugando con el profesor, y no lo había hecho ni una sola vez desde que ella cayó en cama, hacia poco más de dos semanas. Ni yo misma sabía por qué me aferraba a aquella reserva y por qué no le había dicho que todas las mañanas salía en coche con de Winter, para luego comer con él en el comedor del hotel.

—Tienes que acostumbrarte a jugar más cerca de la red, y hasta que no lo hagas, no jugarás bien —continuó.

Y yo asentí, vacilando ante mi propia hipocresía, mientras colocaba sobre su dama una sota de corazones de afeminada barbilla.

He olvidado Montecarlo casi por completo, nuestras excursiones por la mañana, los lugares a que fuimos, hasta nuestras conversaciones; pero me acuerdo de cómo me temblaban los dedos cuando estaba poniéndome el sombrero para correr luego por el pasillo y bajar precipitadamente la escalera, sin permitirme mi impaciencia esperar el ascensor, chirriante y lento; al llegar abajo, salía empujando la puerta giratoria, antes de que el portero me pudiera ayudar.

Allí estaría él, detrás del volante, leyendo un periódico, aguardándome. Al verme, lo tiraría al asiento de atrás, sonreiría, y abriría la portezuela diciendo:

—Bueno, y ¿qué tal está hoy «la amiga del corazón» y adónde quiere que vayamos?

Para mí hubiera sido lo mismo si se hubiese limitado a dar vueltas y más vueltas en un mismo sitio, pues me encontraba en aquel primer período, cuando apenas podía soportar la felicidad de sentarme en el coche junto a él, inclinada hacia el parabrisas, abrazándome las rodillas. Me sentía como un niño de colegio a quien otro chico mayor de sexto año llena de apasionada admiración, y él era más bondadoso y mucho más inaccesible.

—Esta mañana corre un viento muy fresco; más vale que se ponga mi abrigo.

Me acuerdo de este detalle, pues aún era yo lo bastante niña para sentirme feliz con sólo ponerme su ropa, otra vez como el colegial que guarda el jersey de su ídolo y se lo ata por las mangas al cuello, estallando de orgullo[7]. Que me prestase su abrigo, ponérmelo durante unos minutos sobre los hombros, era ya un triunfo en sí, suficiente para resplandecer de gloria toda una hermosa mañana.

No estaban hechas para mí la languidez y la sutileza que describían las novelas que había leído; el reto, la persecución, el coqueteo, la mirada incitante y rápida, la sonrisa estimulante. No. El arte de la provocación me era desconocido, y me sentaba con su mapa de carreteras sobre las rodillas, y mi pelo suelto y lacio acariciado por el viento, feliz con su silencio, y, sin embargo, hambrienta de sus palabras. Que hablase o callase era lo mismo para mi estado de ánimo. Mi único enemigo era el reloj del tablero del coche, cuyas manecillas avanzaban sin piedad hacia la una. Unas veces íbamos hacia el este, otras hacia el oeste, por entre los mil pueblecillos que se agarran como lapas a la costa del Mediterráneo, y de ninguno de los cuales me acuerdo hoy.

Únicamente me acuerdo de la sensación de los asientos tapizados en cuero, de la textura del mapa que llevaba sobre las rodillas, de sus bordes deshilachados, de sus dobleces raídas, y de cómo un día a las once y veinte miré el reloj y me dije: «Este momento, las once y veinte, nunca lo olvidaré», y cerré los ojos para prolongar su duración. Cuando los volví a abrir estábamos en una curva de la carretera, y vi que una muchacha aldeana, envuelta en un mantón negro, nos decía adiós. Todavía la estoy viendo con su falda polvorienta, su sonrisa amable, resplandeciente… Pasó un segundo, doblamos la curva y desapareció de mi vista. Ya pertenecía al pasado, ya era sólo un recuerdo.

Quise volver atrás para resucitar aquel momento ya muerto, pero comprendí que, aunque volviéramos, ya no sería el mismo; hasta el sol habría cambiado en el cielo, sus sombras serían distintas, y la aldeana pasaría andando de otra manera, no nos saludaría y, acaso, ni siquiera se fijaría en nosotros. Cuando pensé esto, sentí un frío melancólico, y al mirar de nuevo el reloj vi que habían pasado cinco minutos. Pronto llegaría la hora de volver al hotel y sólo quedaría el recuerdo.

—Si pudiera inventarse algo —dije impulsivamente— para embotellar los recuerdos, como los perfumes… Para que no se disipasen, para que nunca pudieran ponerse rancios. Cuando quisiéramos, podríamos destapar el frasco y sería como vivir de nuevo el momento guardado.

Le miré para ver lo que contestaba. No volvió la cabeza, continuó con la vista fija sobre la carretera.

—¿Qué momento, en particular, de su corta vida quisiera destapar? —preguntó, y no pude saber, por el tono de su voz, si hablaba en broma.

—No sé, no estoy segura —y luego continué torpemente, con la ingenuidad de quien no piensa lo que dice—. Quisiera conservar este momento y no olvidarlo nunca.

—¿Dice eso en honor del día que hace? ¿O se refiere a mi habilidad de conducir? —me dijo, sonriendo como un hermano burlón; y yo callé, abrumada de súbito por el abismo que nos separaba, el cual hasta sus amabilidades conmigo hacían más infranqueable.

Comprendí entonces que jamás le diría a la señora Van Hopper nada acerca de aquellas excursiones mañaneras, pues su sonrisa me hería igual que la risa de él había hecho. No se enfadaría ni le parecería mal; levantaría ligeramente las cejas como si no creyese todo lo que oía, se encogería de hombros compasiva y me diría: «Mira, niña; es muy amable y muy simpático llevándote de paseo; pero ¿no crees que él debe de aburrirse terriblemente?». Y me mandaría a comprar Taxol, dándome unas palmaditas en la espalda. «¡Qué humillación la de ser joven!», pensé, mordiéndome las uñas.

—Quisiera —dije violentamente, recordando aún su risa y arrojando la discreción al viento—, quisiera tener treinta y seis años y estar vestida de seda negra, con un collar de perlas.

—No estaría usted en este coche —dijo—, y no se muerda las uñas, que ya las tiene bastante feas.

—No sé si le parecerá una impertinencia o una grosería —dije yo—, pero quisiera saber por qué me invita un día y otro día a salir en coche. Claro que lo hace porque me tiene lástima; pero ¿por qué me ha escogido a mí para sus buenas obras?

Estaba sentada, erguida, tiesa, con toda la ridícula pomposidad de la juventud.

—La invito —respondió gravemente— porque no va usted vestida de seda negra, ni tiene un collar de perlas, ni treinta y seis años.

Su cara no expresaba nada y no supe si por dentro estaba riéndose o no.

—Eso está muy bien —dije—; usted sabe todo lo que de mí es posible saber. No es mucho, es verdad, porque casi soy una niña, y no me han ocurrido muchas cosas, excepto que se me han muerto algunas personas queridas; pero yo, de usted… no sé más que el primer día.

—¿Y qué supo usted entonces?

—Que vivía en Manderley y que…, que había perdido a su esposa.

¡Ya estaba! ¡Al fin! ¡Había dicho la palabra que durante días y más días tuve en la punta de la lengua: «su esposa»! Me había salido sin dificultad, sin reticencia, como si fuera la cosa más natural del mundo hablar de ella. «Su esposa». Quedó la palabra flotando en el aire cuando salió de mi boca, bailando ante mis ojos, y precisamente porque él la escuchó en silencio, sin hacer ningún comentario, la palabra fue aumentando de volumen, hinchándose hasta convertirse en algo atroz y espantoso, en una palabra prohibida, imposible de pronunciar. Ya no la podía retirar, ya jamás podría desdecirla. Vi de nuevo la dedicatoria en la portada de aquel libro de versos, la extraña R inclinada. Se me heló el corazón. Nunca me perdonaría y así acabaría nuestra amistad.

Recuerdo que me quedé inmóvil, mirando a través del parabrisas, sin ver la carretera, que venía rapidísima hacia nosotros, con la palabra aquella aún martirizándome los oídos. El silencio se tornó en minutos y los minutos en kilómetros. Todo ha terminado, pensé; ya nunca volveré a salir en coche con él. Mañana se marchará. Y se levantará la señora Van Hopper. Pasearemos las dos por la terraza, igual que antes. El mozo bajará sus baúles; yo los veré un segundo, en el montacargas, con las etiquetas recién pegadas. El bullicio, lo definitivo de una partida. El ruido del coche al cambiar de marcha, al doblar la esquina… y después, hasta el ruido del coche se confundiría con el del tránsito, perdido, reabsorbido para siempre.

Estaba tan absorta en estos pensamientos, que hasta me imaginé ver al mozo de equipajes guardar la propina y volver a entrar en el hotel por la puerta giratoria; diciendo algo, al pasar, al portero. No me di cuenta, sin embargo, de que el coche iba parando, hasta que volví a la realidad, cuando dejó de rodar y quedó parado junto a la cuneta. Estaba él inmóvil. Sin sombrero y con su bufanda blanca al cuelo, parecía más que nunca ser un medieval que me mirase desde un marco.

El amigo había desaparecido, con su cordialidad y su simpática camaradería; y también el hermano que se burlaba de mí por morderme las uñas. Aquel hombre era un extraño, y me pregunté qué hacía yo allí, sentada en el coche a su lado.

Entonces se volvió hacia mí y me habló:

—Hace un rato hablaba usted de un invento, un procedimiento para hacer vivir de nuevo un recuerdo. Me dijo que desearía usted poder vivir lo pasado de nuevo cuando quisiera. No estoy de acuerdo con esos deseos. Todos mis recuerdos son amargos, y prefiero prescindir de ellos. Hace un año me ocurrió algo que transformó mi vida por completo, y quiero olvidar por completo todo lo que me ha pasado en este mundo hasta aquel momento. Aquellos días acabaron, se han borrado. Tengo que comenzar la vida de nuevo. El día que nos conocimos, su dichosa señora Van Hopper me preguntó el motivo de mi venida a Montecarlo. Mi vida aquí es el tapón que quise poner al frasco que guardaba aquellos recuerdos. No siempre es hermético. Algunas veces, el perfume es demasiado penetrante para el frasco, y para mí. Algunas veces el demonio que todos llevamos dentro se asoma, y él mismo quiere sacar el tapón. Eso es lo que hice el día que salimos juntos en coche por primera vez. Cuando subimos aquellas cuestas hasta llegar al precipicio, y contemplamos el paisaje…, estaba destapando el frasco. Hace años estuve allí con mi mujer. Me preguntó usted si había cambiado el sitio, si era el mismo que conocía. Era el mismo, en efecto, pero vi con descanso que se ha vuelto impersonal. Nada me recordó el pasado. Ni yo ni ella hemos dejado allá arriba nuestras huellas. Puede que fuera porque estaba usted conmigo. Usted ha borrado ese pasado más completamente que todas las cegadoras luces de Montecarlo. Si no la hubiese conocido, hace ya mucho tiempo que me hubiera marchado a Italia, a Grecia, acaso más lejos. Usted me ha evitado esas correrías. Se podía usted haber ahorrado ese discurso puritano, hipócrita, que me ha soltado. Y sus estúpidas suposiciones acerca de mi caridad, de mi amabilidad, y si no me cree, puede bajarse del coche cuando guste y arreglárselas para volver a casa. Venga, abra la portezuela y salga.

Permanecía sentada, las manos sobre el regazo, sin saber si hablaba en serio o no.

—Bueno, ¿qué? —continuó—. ¿Qué va usted a hacer?

Si hubiese tenido uno o dos años menos, creo que me hubiera echado a llorar. Las lágrimas de los niños están muy a flor de piel y brotan a la primera ocasión. Así y todo, las sentí punzarme los ojos, como sentí la sangre agolpárseme en la cara. Vi un instante, en el espejo de encima del parabrisas, el triste aspecto que presentaba, los ojos llorosos, las mejillas encendidas y el pelo lacio colgando bajo mi ancho sombrero de fieltro.

—Quiero volver a casa —dije con voz temblorosa, a punto de traicionarme.

Puso en marcha el motor sin decir una palabra, embragó, y dando la vuelta al coche, regresamos por el mismo camino por el que habíamos venido.

Avanzábamos rápidamente, me pareció que demasiado rápidamente, con harta facilidad. Los campos nos contemplaban indiferentes. Llegamos al recodo que yo había querido atesorar en mi memoria, pero la aldeana había desaparecido, y el colorido me pareció apagado; no era sino una de tantas curvas de un camino recorrido por centenares de automóviles. Al desaparecer mi alegría desapareció la luminosidad de aquel lugar, y al pensar esto, mi cara, rígida como el hielo, tembló de pena, mi orgullo de adulto se quebró, y unas lágrimas despreciables, con el júbilo de su triunfo, brotaron de mis ojos y se escurrieron por mis mejillas.

No podía contenerlas, pues vinieron sin ser llamadas, y si hubiese buscado el pañuelo en mi bolso, él se hubiera dado cuenta. Tenía que dejarlas correr sin tocarlas y soportar su salobre amargor en mis labios, aumentando la profundidad de mi humillación. No sé si volvió la cabeza para mirarme, pues yo no apartaba la empañada mirada de la carretera; pero cuando no lo esperaba, me cogió una mano y la besó, aún sin decir nada, y luego me arrojó sobre las rodillas un pañuelo que la vergüenza me impidió tocar.

Pensé en esas heroínas de las novelas que saben llorar y conservar su belleza, y las comparé conmigo, la cara enrojecida e hinchada y los párpados irritados. Era un final bien triste de mi mañana, y las horas del día que se extendían ante mí se me antojaban interminables. Tenía que comer con la señora Van Hopper en su cuarto, porque la enfermera tenía que salir, y luego me obligaría a jugar al bezique, con la incansable energía del convaleciente. Estaba segura de morir asfixiada en aquel cuarto. La sordidez de las sábanas medio caídas, de las mantas arrugadas y las almohadas mal mullidas; la mesita de noche manchada de polvos, de perfume y de carmín de los labios medio derretido. Encima de la cama, las hojas desordenadas de los periódicos, colocados de cualquier manera, unas novelas francesas, dobladas las esquinas, con las cubiertas arrancadas, mezcladas con revistas americanas. Colillas aplastadas por todas partes, en la crema de la cara, en un plato de uvas y en el suelo, bajo la cama.

Las visitas demostraban su generosidad mandando flores, y los jarrones se sucedían los unos a los otros, sin orden ni concierto; junto a las exóticas flores de invernadero, unas ramas de mimosa, y encima, dominando la situación, un cofrecillo de tres bandejas repleto de frutas escarchadas. Luego llegarían los amigos a tomar el aperitivo, y yo tendría que prepararlo, odiando mis obligaciones, tímida e incómoda en un rincón, abrumada por su parloteo de cotorras, y una vez más sería yo el cabeza de turco que recibiera los azotes que otro mereció, cuando, animada por sus amigotes, se incorporase en la cama y hablase a voces, riese sin parar, alcanzase el fonógrafo de viaje y comenzase a poner un disco, agitando sus hombros carnosos al compás de la música. La prefería cuando estaba irritada y brusca, sujeto el pelo con horquillas y regañándome porque se me había olvidado el Taxol. Eso era lo que me esperaba en el hotel, mientras él, una vez que me dejara a la puerta, se alejaría solo, acaso hacia el mar, recibiendo en el rostro la caricia del viento, siguiendo al sol. Y puede que se sumiera en la contemplación de aquellos recuerdos, de los que yo nada sabía, que yo no podía compartir; se alejaría por la senda de los años pasados.

El abismo que nos separaba era más profundo que nunca. Allí, al otro lado, estaba él, lejos de mí, vuelto de espaldas. Me sentí muy niña, muy pequeña y muy sola, y entonces, a pesar de mi orgullo, cogí su pañuelo y me soné, alzando luego la cara al viento. Mi aspecto lamentable, ¿qué importaba ya?

—¡Vaya todo al… demonio! —dijo de repente, entre enojado y aburrido, y me atrajo hacia él, rodeándome los hombros con su brazo sin dejar de mirar a la carretera, conservando la mano derecha sobre el volante. Me acuerdo que conducía aún más deprisa que antes. Sin mirarme, continuó—. Es usted lo bastante joven para poder ser mi hija, y no sé cómo debo tratarla.

Formaba la carretera un recodo estrecho y tuvo que hacer un rápido viraje para no pillar a un perro. Creí que iba a soltarme, pero continuó reteniéndome junto a él, y cuando, pasada la curva, volvió la carretera a ser recta, tampoco me soltó.

—Olvida todo lo que te he dicho esta mañana. Todo eso está muerto y enterrado. No vuelvas a pensar en ello. En casa me llaman siempre Maxim, y quisiera que tú hicieras lo mismo. Bastante etiqueta has gastado ya conmigo.

Cogió el sombrero por el ala, me lo quitó y lo tiró al asiento de atrás, y entonces se inclinó hacia mí y me besó en la cabeza.

—Prométeme que nunca te vestirás de seda negra.

Sonreí entonces, y él me hizo eco con su risa, y volvió a la mañana su alegría, volvió la mañana a brillar. Ya me importaba un bledo la señora Van Hopper y la larga tarde. Pasaría pronto y llegaría la noche, y luego… mañana. Me sentía segura de mí misma, segura hasta la petulancia, jubilosa. En aquel momento casi me encontraba con valor de reclamar la absoluta igualdad. Me veía a mí misma entrando con naturalidad en el cuarto de la señora Van Hopper, algo retrasada para el bezique, y cuando me preguntara el motivo respondería disimulando un bostezo: «Se me pasó la hora. He estado comiendo con Maxim».

Era aún tan niña que me parecía un triunfo llamar a alguien por el nombre de pila, aunque él me había llamado a mí por el mío desde el primer instante. A pesar de sus momentos de amargura, aquella mañana me había elevado a un nuevo plano de intimidad; no estaba tan lejos de él como había pensado. Me había dado un beso con naturalidad, un beso reconfortante y tranquilo. No dramático como en las novelas. No embarazoso. Al fin y al cabo, habíamos tendido un puente sobre el abismo que nos separaba. Le iba a llamar Maxim.

Ya no me pareció tan tediosa la partida de bezique de aquella tarde con la señora Van Hopper, aunque me faltó valor para decirle cómo había pasado la mañana. Cuando, terminada la partida, reunió las cartas y cogió el estuche para guardarlas, me dijo, sin dar importancia a la pregunta:

—Oye, ¿está Max de Winter todavía en el hotel?

Dudé un momento, como el nadador antes de zambullirse, perdí la serenidad y el dominio de mí misma tan penosamente conseguido y dije:

—Sí…, creo que sí…, acude al comedor.

¡Alguien se lo ha contado todo!, pensé; alguien que nos ha visto juntos, o el profesor de tenis que ha venido a quejarse, o el director del hotel que le ha mandado una nota… Y esperé su acometida. Pero continuó guardando las cartas en el estuche, bostezando ligeramente, mientras yo arreglaba la cama. Le di la polvera, la pastilla de colorete y la barrita de labios, dejó el estuche de las cartas y cogió de la mesita de noche el espejo de mano.

—Es un hombre interesante —dijo—, pero con un temperamento extraño, y debe de ser difícil intimar con él. Yo creí que aquel día que estuvimos hablando en el vestíbulo tendría la delicadeza de invitarme a Manderley; pero estuvo muy seco.

No dije nada. La vi coger la barrita de los labios y pintarse la boca de expresión dura en forma de arco.

—Yo no la vi nunca —continuó, sosteniendo el espejo a alguna distancia para apreciar el efecto—, pero tengo entendido que era muy guapa. Se vestía exquisitamente y sobresalía en todo. Solían dar unas fiestas tremendas en Manderley. Todo ocurrió de repente, y fue una verdadera tragedia. Parece que él la adoraba. Con este rojo tan brillante necesito unos polvos más oscuros. ¿Me los quieres traer y guardar esta caja en el cajón?

Así estuvimos ocupadas con polvos, perfumes y coloretes, hasta que sonó el timbre y comenzaron a llegar sus amigos. Les pasé las copas de aperitivo, apagada, hablando poco; cambiando los discos del fonógrafo y tirando las colillas.

—Y qué, ¿hemos dibujado mucho en estos días, señorita?

Me acuerdo de la forzada, condescendiente amabilidad del banquero, con su monóculo colgado de su cordón y de mi sonrisa de pretendida amabilidad, cuando contesté:

—No; en estos días, no. ¿Quiere usted otro cigarrillo?

Pero verdaderamente no fui yo la que contestó, porque yo no estaba allí. Mentalmente estaba persiguiendo a un fantasma, cuya confusa forma había ido precisándose al fin. Las facciones aún se presentaban borrosas, el color de manera vaga, la expresión de los ojos y el aspecto de su cabellera eran aún inciertos.

Tenía esa belleza que perdura y una sonrisa inolvidable. Su voz aún resonaba en algún lugar y sus palabras vivían en el recuerdo. Aún quedaban los lugares que había visitado, las cosas que tocó. Tal vez existiera un armario lleno de sus trajes, todavía perfumados. Allá, en mi cuarto, debajo de la almohada, había un libro que ella había tenido en las manos, y yo me la imaginaba abriéndolo por la primera página, sonriendo mientras escribía, sacudiendo la pluma: «A Max, de Rebeca». Seguramente se lo regaló por su cumpleaños, y lo habría puesto en la mesa, entre los demás regalos a la hora del desayuno. ¡Cómo reirían juntos mientras él quitaba la cuerda y rompía el papel del paquete! Tal vez ella estuviera detrás de él, mirándole, mientras leía la dedicatoria. Max. Le llamaba Max. Sonaba íntimo, alegre, fácil de decir. La familia podía llamarle Maxim si quería. Las abuelas y las tías, y la gente como yo, callada, tranquila, joven gente sin importancia. Pero había elegido «Max», la palabra era suya; y la había escrito con firmeza en aquella hoja del libro. ¡Aquella decidida letra, inclinada, hiriendo el papel blanco, símbolo de quien la escribió! ¡Tan segura, tan convincente!

¡Cuántas veces le habría escrito, y en cuántas ocasiones diferentes!

Noticias garrapateadas sobre media cuartilla; y cartas, cuando él estaba ausente, página tras página, íntimas, con las noticias privadas «de ellos». Su voz, resonando en la casa, en el jardín, despreocupada y familiar, como aquella dedicatoria del libro.

Y yo tenía que llamarle Maxim.