Capítulo 4

A la mañana siguiente a la partida de bridge, la señora Van Hopper se despertó con dolor de garganta y una temperatura de treinta y nueve grados. Llamé por teléfono al médico, que acudió enseguida, y diagnosticó que se trataba de una gripe corriente.

—Quédese en la cama hasta que yo le dé permiso para levantarse —le dijo—. Tiene usted el corazón flojillo, y no mejorará si no se queda usted completamente tranquila y sin hacer nada. Preferiría —añadió, volviéndose hacia mí— que buscasen ustedes una enfermera profesional. Usted no puede, de ninguna manera, levantarla en vilo. Por lo demás, sólo será cosa de unos quince días.

Me pareció absurdo y protesté; pero vi con sorpresa que la enferma estaba de acuerdo. Creo que le gustaba la idea de dar quehacer, los recados que recibiría preguntando cómo seguía, las visitas de los amigos, las flores que enviarían. Montecarlo empezaba a aburrirla y aquello iba a servirle de distracción.

La enfermera le pondría inyecciones y le daría algo de masaje y comidas especiales. Cuando llegó la enfermera dejé a la paciente tan contenta, apoyada sobre varias almohadas, ya con menos fiebre, abrigada con su mejor chaquetilla de cama y su encintada cofia. Algo avergonzada de mi gozo, llamé por teléfono a sus amigos para cancelar la pequeña reunión organizada para aquella noche, y bajé al comedor una media hora antes de lo acostumbrado. Creí que no habría nadie, pues eran pocos los que comían antes de la una. Y vacío estaba, a no ser por la mesa contigua a la nuestra. Esta contingencia no se me había ocurrido, pues creí que se había marchado a Sospel. No cabía duda de que estaba comiendo temprano para no encontrarse con nosotras a la una. Ya me hallaba en medio del comedor y no podía volverme atrás. No le había visto desde que nos metimos en el ascensor el día anterior, pues esa noche no había él bajado al comedor, probablemente por lo mismo que ahora estaba comiendo temprano.

No estaba preparada para esta situación. Hubiera querido tener más años, más mundo. Fui hasta nuestra mesa, sin mirar a ningún lado, e inmediatamente puse en evidencia mi azoramiento tirando el florero de tiernas anémonas al desdoblar la servilleta. Se empapó de agua el mantel, y parte de ella me cayó sobre la falda. El camarero estaba al otro extremo del comedor y, además, no se había dado cuenta del estropicio, pero mi vecino de mesa acudió al instante con una servilleta en la mano.

—No puede usted quedarse aquí con el mantel chorreando —dijo bruscamente—. Le quitaría el apetito.

Comenzó a enjugar el agua, y el camarero, al ver que algo ocurría, acudió en nuestra ayuda.

—No me importa —dije—; es lo mismo. Estoy sola.

No respondió. Llegó el camarero y recogió el florero caído y las flores desparramadas.

—Deje usted eso —dijo él de pronto— y prepare otro cubierto en mi mesa. Mademoiselle comerá conmigo.

Le miré llena de confusión.

—No, no —dije—, de ningún modo.

—¿Por qué?

Traté de encontrar una excusa. Estaba claro que él no tenía ningún interés en comer conmigo. Era sencillamente una amabilidad. Le estropearía la comida. Me decidí a decir la verdad, pura y simple.

—De ninguna manera. Es usted muy amable, pero aquí estaré perfectamente en cuanto el camarero recoja un poco el agua.

—No es amabilidad —insistió—; me gustaría comer con usted. Aunque no hubiera usted tirado el florero tan tontamente pensaba haberla invitado.

Debió de ver mi expresión de duda, pues añadió sonriente:

—¡Ah! ¿No me cree? Bueno, pues venga, a pesar de todo, y siéntese. Si no tenemos ganas de hablar no necesitamos hacerlo.

Nos sentamos, me dio el menú para que eligiera y continuó con sus entremeses, como si no hubiera ocurrido nada.

Tenía una facilidad especial para aislarse de todo y de todos. Me di cuenta de que podríamos continuar así, callados, durante toda la comida, y que no importaría. No nos sentiríamos violentos. Ni me haría él preguntas de historia.

—¿Qué le ocurre a su amiga? —preguntó.

Le conté lo de la gripe.

—Lo siento —dijo, y tras una breve pausa, añadió—. Supongo que le entregarían mi nota. Tenía unos remordimientos terribles. Mi grosería no tiene perdón. Lo único que puedo decir para excusarla es que a fuerza de vivir solo estoy hecho un salvaje. Por eso le agradezco que haya consentido en comer conmigo.

—No estuvo usted grosero —le dije—; por lo menos, a ella no se lo pareció. ¡Esa curiosidad que tiene! Le advierto que no quiere molestar; pero se las arregla siempre para hacerlo, por lo menos cuando habla con alguien que merece la pena.

—Entonces… ¡he de sentirme halagado! Pero ¿por qué ha de creer que valgo la pena?

Dudé un momento antes de contestar.

—Supongo que por Manderley.

No respondió. Volví a notar aquella vaga sensación de tirantez, como si hubiera dicho yo algo impertinente. ¿Por qué aquella casa, conocida de oídas por tanta gente, hasta por mí, le hacía siempre sumirse en el silencio, levantando una barrera entre él y los demás?

Continuamos comiendo en silencio un rato, y me puse a pensar en aquella postal que había comprado en la tienda de un pueblecito cuando fui a pasar unas vacaciones de pequeña al oeste de Inglaterra. Era una vista toscamente reproducida, de colores chillones, pero ni siquiera los defectos habían destruido la simetría de la casa, los anchos peldaños de la escalinata de entrada, los verdes prados que llegaban hasta el mar. Pagué por ella dos peniques —la mitad del dinero que me daban semanalmente para mis gastos— y pregunté a la arrugada anciana de la tienda qué representaba la postal. Me miró asombrada de mi ignorancia.

—Es Manderley —me dijo, y me acuerdo de cómo salí de la tiendecita algo abochornada, pero sin haber averiguado gran cosa.

Tal vez fue el recordar aquella postal, perdida hacía mucho tiempo entre las páginas de cualquier libro, lo que me hizo comprender su actitud defensiva. Le molestaban las preguntas impertinentes de la señora Van Hopper y de la gente por el estilo. Tal vez tuviera Manderley algo sagrado que hacía de la casa algo aparte, indiscutible. Me imaginaba a la señora Van Hopper dando sonoros taconazos al recorrer aquellas habitaciones, después de haber pagado tal vez seis peniques por el billete de entrada, rasgando el silencio con su risa aguda, desgarrada. Debíamos de haber estado pensando en cosas parecidas los dos, pues comenzó a hablar de ella.

—Su amiga —comenzó— es mucho mayor que usted. ¿Son ustedes de la familia? ¿Hace mucho que la conoce?

Vi que continuaba perplejo por nuestras relaciones.

—No somos amigas en realidad —respondí—. Me paga. Me está enseñando las obligaciones de eso que llaman señora de compañía. Me da, además, noventa libras al año.

—No sabía que pudiera comprarse la compañía —dijo—, y me parece una idea primitiva. Me recuerda un mercado de esclavos.

—Una vez busqué en el diccionario la palabra «compañero»[5] y decía: «Un compañero es un amigo íntimo».

—Pero usted tiene pocas cosas en común con ella —dijo.

Rió y cambió su expresión por completo. Parecía más joven, más natural.

—¿Por qué la acompaña usted? —preguntó.

—Noventa libras es mucho dinero para mí.

—¿No tiene usted familia?

—No…, todos han muerto.

—Su apellido es muy poco corriente y encantador.

—Mi padre era un hombre poco corriente, y encantador…

—Hábleme de él —dijo.

Le miré por encima de mi vaso de limonada. No era fácil describir a mi padre y, en general, nunca hablaba de él. Era algo mío, como un secreto de mi propiedad, y lo guardaba para mí como mi compañero de mesa cuidaba de Manderley para él. No entraba en mis planes sacarlo a relucir por casualidad en la mesa de un hotel de Montecarlo.

Aquella comida tuvo algo irreal, y si pienso en ella la veo rodeada de un nimbo extraño. Yo, apenas una colegiala, que el día antes había estado sentada, modosa, recatada, muda, con la señora Van Hopper, a las veinticuatro horas publicaba la historia íntima de mi familia, compartiéndola con un desconocido. Por razones ignoradas, me sentía impelida a hablar, acaso porque sus ojos, los ojos del Caballero Desconocido, me miraban comprensivos.

Me desprendí de mi timidez, y al mismo tiempo se me soltó la lengua. Y fueron surgiendo todos los pueriles secretos de mi infancia, sus penas y alegrías. Me escuchaba como si lo comprendiese todo, a pesar de describirlo yo tan mal; la vibrante personalidad de mi padre, el amor que mi madre había sentido por él, un amor que llegó a ser algo vivo, una fuerza vital, con una chispa divina en su naturaleza, tanto que, cuando durante aquel crudo invierno murió él de una pulmonía, mi madre luchó durante cinco semanas y luego fue a reunirse con él. Callé un poco, sin aliento, asombrada de mí misma. Se había llenado el comedor de gente que reía y alborotaba sobre el fondo de una orquesta y acompañada del ruido de los platos. Cuando miré el reloj, vi que eran las dos. Habíamos estado allí sentados una hora y media, y yo sola había mantenido la conversación.

Volví de golpe a la realidad, avergonzada, con las manos ardorosas, la cara encendida, y comencé a balbucir excusas. Pero no quiso escucharme.

—Cuando empezamos a comer le dije que tenía un nombre poco corriente y encantador. Ahora, si me lo permite, añadiré que le sienta a usted tan bien como debió de sentarle a su padre. Hace mucho tiempo que no había gozado de una hora tan deliciosa como la que acabo de pasar con usted. Me ha hecho olvidarme de mí mismo, de mi decaimiento, de mis introspecciones, demonios que me acompañan desde hace un año.

Le miré y me pareció que decía la verdad; estaba menos abstraído, más normal, más humano, menos sombrío.

—¿Sabe una cosa? —continuó—. Tenemos los dos algo en común, algo que nos une. Los dos estamos solos en el mundo. Bueno…, yo tengo una hermana, pero nos vemos poco, y también una abuela, a quien voy a ver tres veces al año, por obligación; pero no puede decirse que ninguna de las dos me haga gran compañía. Voy a tener que felicitar a la señora Van Hopper. ¡Tenerla a usted por noventa libras al año es baratísimo!

—Pero usted tiene una casa, un hogar; yo no.

En cuanto dije esto me arrepentí, pues la expresión misteriosa, inescrutable, se reflejó en sus ojos de nuevo, y volví a sentir esa angustia intolerable que se apodera de uno cuando ha cometido una torpeza. Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo, y no contestó enseguida.

—Una casa vacía puede resultar tan solitaria como un hotel lleno. Y lo malo es que resulta menos impersonal.

Dudó un instante y creí por un momento que, al fin, me iba a hablar de Manderley; pero algo le contuvo, una fuerza que se apoderaba de él y le vencía. Apagó la cerilla, y al mismo tiempo su arranque de confianza.

—De manera que va usted a descansar unos días de sus deberes de «amiga íntima», ¿no? —hablaba con llaneza, estableciendo como una camaradería entre los dos—. ¿Y cómo va usted a pasar estas vacaciones?

Pensé en la plazuela de Mónaco, empedrada con guijarros, y en la casa de la ventana estrecha. Podría llegar allí a eso de las tres, con mi libro de apuntes y mi lápiz, y así se lo dije, un poco avergonzada, como todos los que se apasionan por algo en lo que no sobresalen.

—La llevaré en el coche —dijo, y fue inútil protestar.

Me vino a la memoria el consejo que me dio la noche antes la señora Van Hopper acerca de la inconveniencia de mostrarme demasiado franca, y me molestó que pudiera él pensar que cuando hablé de Mónaco lo hice para provocar su ofrecimiento de llevarme en automóvil. Era exactamente lo que se le hubiera ocurrido hacer a mi consejera de la víspera, yo no quería de ningún modo que él nos considerara iguales. Por sólo haber comido con él ya había yo ascendido de categoría, pues en cuanto nos levantamos de la mesa, el diminuto maître se apresuró a retirarme la silla. Se inclinó sonriente —lo que ya se apartaba por completo de su corriente actitud de indiferencia glacial—, recogió del suelo el pañuelo que se me había caído, y expresó su deseo de que la comida hubiera sido de mi gusto. Hasta el botones de la puerta giratoria me miró respetuosamente. Mi acompañante, claro está, aceptó aquellas deferencias como cosas naturales; pero es que él no sabía lo de los fiambres del día anterior. El camino me resultó deprimente, y sentí lástima de mí misma. Me acordaba de mi padre, de su desprecio por todo lo que fuera superficial y esnob.

—¿En qué piensa?

Íbamos andando por el pasillo hacia el vestíbulo, y cuando alcé la cabeza vi que me estaba mirando con curiosidad.

—¿Le ha molestado algo? —preguntó.

Las inusitadas atenciones del maître habían suscitado en mí toda una cadena de pensamientos, y mientras tomábamos café le conté lo que me había pasado con Blaize, la costurera.

La señora Van Hopper le había encargado tres vestidos, lo que le causó evidente alegría. Más tarde, cuando la acompañé hasta el ascensor, me la imaginé trabajando en ellos en su salita, en la parte trasera de la pequeña y mal ventilada tienda, junto a un hijo tísico que se consumía echado en un sofá. La veía rodeada de recortes de tela, enhebrando las agujas con ojos cansados.

—Y qué —dijo él sonriendo—, ¿se ajustaba ese cuadro a la realidad?

—No lo sé —respondí—. No he tenido ocasión de saberlo.

Y le conté cómo, cuando empujé el botón de llamada del ascensor, ella buscó un momento en el bolso y me alargó un billete de cien francos.

—Tome —dijo cuchicheando, con desagradable tono de complicidad—; tome este pequeño regalo por haberme traído a su señora a la tienda.

Cuando, roja de vergüenza, me negué a aceptarlo, se encogió de hombros y añadió:

—Como quiera, pero le aseguro que es lo corriente. ¿Es que prefiere un vestido? Venga un día a la tienda, sin madame, y ya buscaremos algo para usted, sin que le cueste nada.

No sé por qué, pero había experimentado la misma sensación desagradable y malsana que cuando de niña hojeaba un libro prohibido. Se desvaneció la visión del hijo enfermo, y en su lugar se me apareció la imagen de lo que yo hubiera podido hacer, de ser de otra manera: guardarme el grasiento billete con una sonrisa complacida, y tal vez haber ido un día a la chita callando a la tienda de Blaize para salir de allí con un traje gratis.

Supuse que se reiría de aquella historia inane que le había contado no sé por qué, pero se quedó mirándome, pensativo, mientras removía el café.

—Me parece que ha cometido usted un error —dijo al cabo de un momento.

—¿Por no haber aceptado los cien francos? —le pregunté asqueada.

—No, no, ¡qué disparate! ¿Qué opinión tiene de mí? Creo que ha cometido un error al venir aquí, al unirse a la señora Van Hopper. Usted no sirve para esas cosas. Ante todo, usted es demasiado joven y demasiado impresionable. Blaize y su propina…, eso no tiene importancia. Únicamente por ser el primero, al que seguirían muchos incidentes parecidos con otras Blaize. Y, o da su brazo a torcer y se convierte en una especie de Blaize usted misma, o sigue siendo como es, y entonces acabará destrozada. Para empezar, ¿quién le aconsejó que aceptara el puesto que tiene?

No sé, pero parecía lo más natural del mundo que me preguntase esas cosas, y no me importó nada. Era como si ya hiciera mucho tiempo que nos conociéramos y nos hubiésemos encontrado después de una separación de varios años.

—¿Se le ha ocurrido pensar en el futuro? —preguntó—. ¿En lo que la espera si continúa así? ¿Qué ocurrirá si a la señora Van Hopper se le antoja de repente cansarse de su «amiga del corazón»?

Sonreí y le dije que no me preocupaba gran cosa. Encontraría otras señoras Van Hopper. Era joven, llena de salud y de ánimos. Pero aun antes de acabar de hablar pensé en esos anuncios frecuentes en las revistas elegantes, en las que una sociedad filantrópica pide auxilio en nombre de muchachas jóvenes que se encuentran en circunstancias apuradas. Pensé en la clase de pensiones que contestan a esos anuncios y ofrecen asilo provisional, y me vi, cuaderno de dibujo en mano, sin preparación técnica alguna, balbuciendo respuestas a las secas preguntas de los adustos agentes de colocaciones. ¡Tal vez hubiera debido aceptar el diez por ciento que Blaize me había ofrecido!

—¿Cuántos años tiene usted? —me preguntó, y cuando se lo dije, se levantó riendo de la silla—. Aún recuerdo lo que es tener esa edad. Se es cabezón, muy cabezón, y una legión de demonios no la harían asustarse del porvenir. ¡Ande, ande! Suba por el sombrero, mientras digo que me traigan el coche a la puerta.

Me acompañó hasta el ascensor, y me vino a la memoria el día anterior, la incansable lengua de la señora Van Hopper, la fría contestación de nuestro acompañante. Le había juzgado mal. No era ni estirado ni sarcástico. En un día se había convertido en un amigo de muchos años, en el hermano que nunca tuve. Me encontraba de muy buen humor aquella tarde de la que tan bien me acuerdo. Me parece estar viendo el cielo adornado con los rizos vaporosos de las nubecillas, y el alegre mar de blanca espuma. Aún siento en la cara el viento, y oigo mi risa y el eco de la suya. No era aquél el Montecarlo que conocía, o puede que lo cierto sea que le encontraba un encanto nuevo. Brillaba con una luz nueva, y hasta entonces lo había mirado con ojos empañados. El puerto se movía juguetón, lleno de inquietos barquichuelos de papel; los marineros del muelle estaban joviales, sonrientes, alegres como la brisa. Pasamos el yate, tan grato a la señora Van Hopper debido a su ducal propietario, con un gesto de indiferencia dedicado a sus metales refulgentes; nos miramos y reímos. Me acuerdo del traje que llevaba yo como si lo tuviera puesto ahora mismo: cómodo, de franela y que me sentaba mal, con la falda algo más clara que la chaqueta, por haber sido usada con mayor frecuencia; un sombrero algo raído, demasiado ancho de alas, y unos zapatos sin tacón, atados con una tira. En la mano, descuidada, llevaba agarrados un par de guantes. Nunca había parecido tan joven, y nunca me había sentido tan mayor. Ni me acordaba de la señora Van Hopper y su gripe. Había olvidado las partidas de bridge y sus cócteles, y al mismo tiempo mi humilde condición.

Era una persona importante; una persona adulta, al fin. Aquella chiquilla que, torturada por su timidez, solía permanecer de pie ante la puerta de un salón, retorciendo un pañuelo entre las manos, escuchando ese rumor de las conversaciones, tan amedrentador para quien ha de entrar en una habitación llena de gente, se la había llevado la brisa aquella tarde. Era una infeliz, y si pensaba en ella, lo hacía con menosprecio.

Soplaba demasiado recio el viento para poder dibujar; sus alegres ráfagas jugaban en las esquinas de mi empedrada plazuela, y volvimos al coche y fuimos no sé adónde. Subía la carretera por los montes, incansable; y nosotros, en el coche, con ella, dando vueltas y más vueltas en las alturas, como un pájaro en el aire. Muy distinto era aquel coche del que había alquilado la señora Van Hopper para la temporada; un Daimler cuadrado, antiguo, en el que íbamos hasta Menton las tardes buenas, yo sentada en la bigotera, de espaldas al conductor, teniendo que estirar el cuello si quería ver el paisaje. El que nos llevaba entonces tenía para mí las alas de Mercurio. Subíamos sin cesar, más y más, a una velocidad peligrosa; pero el peligro me gustaba, por ser nuevo para mí y por ser yo joven.

Me acuerdo de que una vez solté una carcajada, y el viento se llevó mi risa. Le miré, y me di cuenta de que él ya no reía; estaba otra vez callado, absorto en sus pensamientos, el mismo de ayer, envuelto en su secreto.

También vi que ya el coche no podía seguir ascendiendo, pues habíamos llegado a la cima, y bajo nosotros discurría la carretera por la que habíamos venido, escarpada y vacía. Paró el coche y observé que una de las orillas del camino estaba formada por un precipicio cortado a pico que se arrojaba a un vacío de acaso setecientos metros. Bajamos del coche y miramos el panorama que se extendía bajo nuestros pies. Esto, por fin, me serenó. El coche había parado a menos de la mitad del largo precipicio. El mar, como un mapa arrugado, se extendía hasta el horizonte y lamía la línea, muy marcada, de la costa; las casas parecían conchas blancas pegadas a las paredes de una gruta redonda, perforada en algunos puntos por un gran sol anaranjado. Aquel sol era distinto, era otro, y nuestro silencio le hacía todavía más adusto, más severo. Nuestra tarde había cambiado; ya no tenía aquella vaporosa ligereza de antes. Cesó el viento y refrescó inesperadamente.

Cuando, al fin, hablé, mi voz sonó poco natural: era la voz nerviosa de quien se encuentra intranquilo, preocupado.

—¿Conocía usted esto? ¿Ha estado usted antes aquí? —pregunté.

Me miró como si no me conociera, y comprendí con una punzada de alarma que me había olvidado por completo, quizá ya hacía mucho rato, y que él se encontraba tan perplejo y perdido en el laberinto de sus pensamientos alborotados, que yo no existía. Tenía la expresión de un sonámbulo, y pensé durante unos segundos que tal vez no fuera un ser normal, que estaba perturbado. Hay gente que padece unos ataques extraños —yo había oído hablar de ellos— y entonces obedecen a raros impulsos de los que nada es posible adivinar, moviéndose empujados por las confusas órdenes de su subconsciente. Acaso él fuera uno de ellos…, y allí estábamos los dos, a dos metros de la muerte.

—Se está haciendo tarde… ¿Quiere que volvamos? —le dije, pero la fingida naturalidad de mi voz, la sonrisa forzada, no hubieran engañado ni a un niño.

Pero le había juzgado mal, claro está; no le pasaba nada al fin y al cabo, pues en cuanto le hablé por segunda vez, despertó de su sueño y comenzó a disculparse. Supongo que yo me había puesto pálida y él lo notó.

—No tengo perdón… —dijo, cogiéndome del brazo, y apartándome del precipicio me llevó hacia el coche. Subimos a él y cerró de golpe la portezuela—. No tenga miedo —continuó—, no es tan difícil como parece dar la vuelta.

Y mientras yo, enferma de vértigo, me agarraba al asiento con las dos manos, comenzó a maniobrar con cuidado, con mucho cuidado, para no asustarme, hasta que quedó mirando el coche hacia la bajada de la carretera.

—Entonces…, sí que ha estado usted aquí antes —le dije, ya algo más tranquila, según el coche echaba a andar ciñéndose a las curvas de la estrecha carretera.

—Sí —contestó, y luego de una pausa añadió—. Pero hace muchos años. Quería ver si había cambiado.

—¿Y ha cambiado?

—No —respondió—; no ha cambiado nada.

Pensé, curiosa, en los motivos que podían haberle inducido a revivir el pasado, haciéndome testigo inconsciente de su estado de ánimo. ¿Qué abismo de años bostezaba entre él y aquel pasado? ¿Qué hechos, qué pensamientos, qué cambios? No lo quería saber; hubiera preferido no haber ido.

Bajábamos por la tortuosa carretera, sin contratiempos, callados. Una enorme cadena de nubes se alzaba por encima del sol poniente; el aire era frío, limpio. De repente, comenzó a hablarme de Manderley. No me dijo nada de su vida, ni una palabra acerca de sí mismo, pero me habló de cómo el sol se ponía allí, en las tardes de primavera, dejando prendido en el promontorio un nimbo de luz. El mar parecía de pizarra, aún frío tras el largo invierno, y desde la terraza se escuchaba el rumor de la marea que subía lavando la caleta. Los narcisos en flor se mecían en la brisa de la noche, con sus cabezas de oro sobre el pie esbelto de los tallos, y por muchos que se cortaran, no se notaría en sus filas, apretadas como las de un ejército que marchase hombro contra hombro. Más abajo de las praderas de césped había macizos de azafranes, amarillos, rosados y morados; pero para entonces ya habría pasado su época, y estarían marchitos, descoloridos, como las campanillas blancas. Las velloritas eran menos refinadas, más campechanas, y crecían en cualquier grieta, como las hierbas silvestres. Era aún demasiado pronto para los farolillos azulados, cuyos capullos estarían todavía escondidos bajo las hojas muertas del año anterior, pero cuando florecieran, eclipsando a las modestas violetas, ahogarían en su profusión hasta a los helechos del bosque y retarían con sus colores al mismo cielo.

No permitía que adornasen con ellas la casa, pues, colocadas en los floreros, pronto languidecían y se marchitaban. Para gozar por completo de sus encantos había que ir al bosque por la mañana, a eso de las doce, cuando el sol está en el cenit. Tenían un perfume como de humo, algo acre, como si fluyese por sus tallos una savia salvaje, penetrante y jugosa. El coger farolillos azules en el bosque era un acto de vandalismo, y por eso lo había prohibido en Manderley. Algunas veces, cuando iba en coche por el campo, había visto ciclistas con ramos de estas flores atados al manillar, marchitándose ya, con las cabezas pendiendo lánguidas de los tallos retorcidos, desnudos, repelentes.

La vellorita era más sufrida; aunque flor silvestre también, se acomodaba más fácilmente a la civilización, y era capaz de vivir sonriente y atildada en un tarro de dulce, colocado en el alféizar de la ventana de una humilde casita, algunas veces hasta una semana, si se le cambiaba el agua. Las flores silvestres no entraban jamás en Manderley. En el jardín cerrado se cultivaba toda clase de flores para el adorno de la casa. La rosa, me dijo, es una de las flores que lucen más galanamente cortadas que en la planta. Las rosas, arregladas en un florero plano, adquirían en su aposento una intensidad de color y exhalaban un perfume aún más exquisito que al aire libre. Una rosa plenamente abierta tenía algo que recordaba a una mujer con una blusa demasiado holgada, con algo de superficial, de desaliño, como cuando va despeinada. Colocadas en la casa adquirían un aire sutil y misterioso. En Manderley había rosas en la casa durante ocho meses del año. Me preguntó si me gustaban las lilas blancas. A la orilla del macizo de césped crecía un lilo que enviaba su perfume hasta la ventana de su cuarto. Su hermana, mujer práctica, endurecida, solía quejarse del exceso de aromas que se respiraba en Manderley, que llegaban a emborracharla. No le importaba que lo dijera. Puede que su hermana tuviera razón, pero era aquélla la única clase de embriaguez que le agradaba. Sus primeros recuerdos de niño eran de unos enormes ramilletes de lilas, colocados en jarrones blancos, que llenaban la casa con su fragancia penetrante e imposible de olvidar.

A la izquierda del sendero que atraviesa el valle y muere en la caleta, crecían bosquecillos de azaleas y rododendros, y al pasear por él en las noches de mayo, después de cenar, parecía como si los arbustos hubieran vertido su perfume líquido en el aire. Podía uno inclinarse, coger un pétalo caído, estrujarlo entre los dedos y recoger en el hueco de la mano la esencia de mil perfumes, irresistibles y subyugadores. ¡Todo con un pétalo arrugado y ajado! Y se salía del valle embriagado, aturdido, para ir a parar a la playa, cubierta de guijo blanco y duro, y ver el agua tranquila. El contraste era sorprendente, acaso demasiado brusco…

Mientras hablaba, el coche rodaba de nuevo entre otros muchos; había anochecido sin que yo me diera cuenta. Pronto nos encontramos entre las luces y el bullicio de las calles de Montecarlo. El ruido me aturdía, irritándome, y las luces eran demasiado brillantes, demasiado amarillas. Fue un cambio sin graduación, demasiado rápido, desagradable.

No tardaríamos ya en llegar al hotel, y comencé a buscar los guantes en la guantera del coche. Los encontré, pero al mismo tiempo se cerraron mis dedos sobre un libro cuyas endebles tapas hablaban de poesía. Miré para leer el título del libro en el momento en que el coche paraba delante del hotel.

—Si quiere, lléveselo para leerlo.

Lo dijo con voz natural, indiferente, pues, terminado el paseo, habíamos vuelto al hotel y Manderley había quedado a muchos centenares de kilómetros.

Me alegré y apreté el libro junto con mis guantes. Yo quería conservar algo suyo, ahora que había acabado el día.

—Baje usted —dijo—, yo tengo que guardar el coche. Esta noche no la veré en el comedor, pues cenaré fuera. Pero gracias por el día de hoy.

Subí sola las escaleras del hotel, con el abatimiento de un niño que cuya fiesta ha terminado. La tarde que había pasado me hizo pensar con disgusto en las dos horas que aún quedaban, en lo largas que se me harían hasta que llegase el momento de acostarse, en lo triste que resultaría mi cena solitaria. Me sentí incapaz de aguantar las animadas preguntas de la enfermera, y más aún de soportar un posible interrogatorio lleno de brusquedades por parte de la señora Van Hopper; me senté en un rincón del vestíbulo, detrás de una columna, y pedí el té.

El camarero parecía estar aburrido, y viendo que estaba sola, pensó que no era necesario darse mucha prisa. De todos modos, era esa hora insulsa, las cinco y media y unos minutos, cuando la hora corriente de tomar el té ya ha pasado y está todavía lejana la del aperitivo.

Me sentía como abandonada, más que un poco insatisfecha. Me recosté en mi silla y cogí el libro de versos. Estaba muy usado, muy manoseado, y se me abrió en las manos por una página que debía haber sido muy leída:

Huí de Él, de noche y de día;

Huí de Él por el puente de los años;

Huí de Él por los tortuosos caminos

De mi pensamiento; me escondí de Él

Sollozando, y también riendo.

Corrí, salvando las pendientes,

Para luego caer, desolada, en un precipicio

De pesares espantosos, de terrores

Infinitos; siempre huyendo

De sus pies ágiles, que me perseguían,

Que me perseguían sin descanso.

Me pareció como si estuviera mirando por el ojo de la cerradura de una puerta, y un poco furtivamente dejé el libro a un lado. ¿Qué sabuesos celestiales le habían acosado hoy hasta aquellas alturas? Pensé en el coche, en la escasa distancia, apenas unos pasos, a que estaba del profundo abismo, en la expresión misteriosa de su cara. ¿Qué pisadas resonaban en su mente? ¿Y por qué entre tantos versos había elegido éstos para llevarlos en la guantera del coche?

Hubiera querido poder acercarme más a él; hubiera querido ser distinta de aquella muchacha con su raído traje sastre y aquel sombrero de colegiala demasiado ancho.

Llegó el malhumorado camarero con mi té, y mientras comía unas rebanadas de pan con mantequilla, que por su insipidez bien hubiera podido ser serrín, pensé en el sendero que corría por el valle que me había descrito aquella tarde, en el perfume de las azaleas, en el blanco guijo de la playa. Si amaba tanto todo aquello ¿por qué había venido en busca de la espuma superficial de Montecarlo? Le había dicho a la señora Van Hopper que no tenía plan alguno, que se trataba de un viaje muy precipitado. Y me lo imaginaba corriendo por el sendero del valle, acosado por sus propios pensamientos.

Cogí de nuevo el libro, y esta vez se abrió por la portada; en ella pude leer la dedicatoria: «A Max, de Rebeca, 17 de mayo», escrita con una letra extraña, muy inclinada. Un pequeño borrón manchaba la blancura de la página opuesta, como si el que había escrito aquello hubiera sacudido impacientemente la pluma para hacer correr la tinta. Y con la plumilla llena, hubiera brotado la tinta demasiado espesa, y que por ello, el nombre de Rebeca aparecía allí muy negro, destacando con aquella R mayúscula muy sesgada, alta, eclipsando las demás letras.

Cerré el libro de golpe y lo puse debajo de los guantes. Alargué la mano, cogí de un sillón vecino un número atrasado de L’Illustration y comencé a pasar páginas. Encontré un artículo sobre los castillos del Loira, ilustrado con fotografías magníficas. Lo leí concienzudamente, consultando las ilustraciones; pero cuando lo hube terminado me di cuenta de que no había comprendido ni una palabra. No era el castillo de Blois, con sus esbeltas torres y sus espiras el que miraba desde la página impresa. Era la cara de la señora Van Hopper, en el comedor, el día antes, con sus ojillos de cochino dirigidos hacía la mesa vecina, suspendido en el aire el tenedor cargado de raviolis.

—Una tragedia espantosa —me estaba diciendo—. Los periódicos, naturalmente, hablaron mucho del caso. Dicen que él nunca habla de ello ni menciona jamás su nombre. Su mujer, como sabrás seguramente, se ahogó en una bahía cerca de Manderley…